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Qué significa estar enfermo

Definición alternativa de enfermedad

La medicina tradicional o alópata (término que la define como opuesta a la homeopatía; esto implica que ataca directamente la zona del síntoma y sus tratamientos son muy puntuales), califica a toda patología como un trastorno más o menos localizado que implica un mal desarrollo o anulación de funciones que hacen al buen desempeño del cuerpo o de la mente. Por definición, existen muchas enfermedades, muchísimas, y todas poseen diferente naturaleza. De hecho, el estudio de la medicina se divide en varias subdisciplinas o especialidades, y cada una se atiene a cierta región o función del cuerpo. Asimismo, hay médicos pediatras, para adultos y, últimamente, destinados a los adolescentes y a los ancianos. Estas características brindan una idea preliminar de la regionalización de la práctica médica y de cuán complejo es este campo científico.

Pero existe otra perspectiva relacionada con la salud y la enfermedad —precisamente la que se aborda en este libro— que, desde un primer momento, se califica como no científica, y en este sentido no refuta las investigaciones médicas, sino que invita a ampliar la interpretación de lo patológico. Según esta visión, el primer punto para refutar es el que establece que hay múltiples enfermedades. Lo cierto es que la enfermedad es una sola, porque constituye un estado del ser humano. Cuando una persona sufre de varias dolencias —deficiencias de visión, problemas cardíacos, resfríos…— no se dice que está enferma varias veces, sino que se encuentra afectada. Esto indica que la enfermedad es una condición, una forma de ser, y no una estructura sintomática o patológica que se imprime en ciertas zonas físicas o mentales.

Por otra parte, la enfermedad es siempre un signo de desequilibrio general que se origina en la conciencia. El cuerpo resulta ser un mero informante de conflictos, un gladiador por la libertad de las emociones que, cuando el sujeto se niega a la comunicación de sus problemas, establece ciertas zonas-señuelo en su superficie para dar cuenta de que algo no funciona bien.

La conciencia es el centro de operaciones del cuerpo, cada manifestación física es el resultado de un mensaje psíquico, y sólo así podemos entender las disfunciones orgánicas en cuerpos que están anatómicamente sanos. La mente es la que envía mal, o directamente no envía, la información necesaria y así los problemas repercuten en el organismo.

La salud explicita un modelo de armonía cuerpo-mente que se califica como “sano” porque las órdenes de la conciencia al soma (cuerpo) son las adecuadas y permiten un funcionamiento equilibrado del individuo. A esta armonía, a esta conjugación perfecta como si se tratase de piezas de relojería, se la denomina “salud”. La pérdida del equilibrio equivale a estar enfermo, sin embargo, esta desestabilización no se produce primero en el plano físico, sino en el mental. La persona presenta un grado de conflictividad no resuelta consigo misma o con situaciones de su mundo exterior que le provocan diversos signos corporales. La dimensión física del sujeto es el gran texto de la conciencia: todo lo que ella tenga para decir, lo escribe en la materia humana, y a pesar de que no es posible leer la mente, sí se pueden interpretar las señales del cuerpo.

La falta de armonía se plasma también en las desinteligencias de información: la conciencia busca ocultar problemas, simular que no existen y, no obstante, es imposible eludirlos porque hay otra parte del Yo (ver “Nacimiento de los contrarios”) que sí los percibe. Además, estos conflictos ejercen su influencia en el modelo personal completo, y si el sujeto prefiere obviarlos en sus pensamientos, estos inconvenientes necesariamente deben estallar por otro lado. ¿Qué alternativa les queda, además del cuerpo? Por lo tanto, es erróneo pensar que un individuo se halla físicamente enfermo, pero su mente está en perfectas condiciones: el cuerpo es un escenario sobre el que se representan dramas, comedias, tragedias e intrigas. Esas “obras teatrales” no son creadas por el físico, sino por la psiquis, y por lo tanto, el enfermo es el ser humano como entidad psíquica y no como cuerpo viviente.

La patología, en sí, se origina en la psiquis, y la “forma de expresión” que asume dicho problema es el síntoma, que es físico (somático). La enfermedad siempre es psíquica.

El síntoma como señal

Desde la misma definición de enfermedad podemos entender que el síntoma nos quiere indicar algo; constituye una luz de alerta sobre ciertos procesos que están desarrollándose en el interior del ser humano y que requieren pronta acción para restablecer el equilibrio. Los síntomas, a diferencia de las patologías, sí son plurales, multidimensionales y de una cantidad ilimitada. Mientras que la enfermedad siempre es una sola y pertenece al plano de la conciencia, los síntomas resultan ser muchísimos y se relevan en la superficie física, puesto que hasta trastornos psíquicos como la depresión poseen señales evidentes y observables.

En la conciencia, entonces, se aloja tanto la condición de salud como la de enfermedad: si el sujeto no está consciente, no puede enfermarse porque no se encuentra preparado para procesar patológicamente su conflictividad. Sus emociones salen como pueden, sus conductas se limitan a ser actitudes irracionales y, en consecuencia, no es válido reprocharle una mala asimilación de sus problemas puesto que de verdad ni siquiera tiene conocimiento de ellos.

Distinta es la situación de aquellas personas que se encuentran en pleno domino de sus facultades psíquicas y conscientemente, en algún momento de sus vidas, reprimieron un recuerdo, aplazaron un conflicto e hicieron como si nada pasara. Hasta es completamente factible que ya ni se acuerden de esa operación de autocensura, pero esta sigue existiendo y ejerce su influencia.

Los síntomas se manifiestan de manera localizada, pero no existe un correlato fijo e inamovible entre disfunciones somáticas y desequilibrios psíquicos. Sólo se puede establecer qué áreas emocionales están en juego, de acuerdo con determinada sintomatología, pero el contenido puntual del problema, el planteo exacto del conflicto, corre por parte del afectado. Hay ciertas emociones básicas, como el miedo y la inseguridad, que siempre cumplen algún rol en la enfermedad, pero averiguar los motivos del temor es un trabajo puramente subjetivo.

Ahora bien, ¿por qué los hombres se dedican sistemáticamente a paliar los síntomas? Se debe a que no quieren ser molestados, y porque es obvio que los signos de malestar constituyen la señal de que algo no está funcionando debidamente; en consecuencia, le restan atención y lo único que logran es sumar un nuevo trastorno a su conciencia.

Los síntomas demandan atención, atraen a la mente al lugar de la dolencia, reclaman interés, absorben energía que podría canalizarse en otras cosas y por eso obstaculizan el normal rumbo de la vida cotidiana. El tratamiento localizado de los síntomas es una búsqueda limitada que tiende a la desaparición del malestar, pero siempre será errado en tanto no se comprendan las últimas causas del problema, es decir, mientras no se atienda al conflicto mental que ha permitido la irrupción de dicha sintomatología.

Mientras se encuentran presentes, los síntomas ganan la partida y siempre logran que las personas deban dedicar tiempo e interés al signo físico que les provoca dolor, incomodidad u otras sensaciones displacenteras. Además, siempre se tiene la sensación de que el síntoma llega, ataca al cuerpo y que, por lo tanto, es un agente externo que provoca perjuicios. Mejor sería que entendiéramos que el síntoma viene desde adentro, y es una expresión de las profundidades que llega a la superficie física para dar cuenta de un proceso interno y mucho más complejo.

Que los seres humanos podamos apreciar síntomas es, más allá de las molestias puntuales, un suceso realmente maravilloso. Su aparición demuestra la actividad incansable e inteligentísima de la conciencia, que ha detectado que algo falla, que el sujeto mental no se encuentra pleno ni completo, y da la voz de alerta como puede, y de la manera más elocuente posible. Como veremos en la segunda parte —un compendio de enfermedades y sus explicaciones psicosomáticas—, el significado de las patologías es perfectamente coherente con lo que sucede en nuestro interior. Si no fuera porque hemos obstaculizado nuestras interpretaciones con conceptos de medicina popular que atacan al síntoma aislado y no a los desequilibrios generales, hasta nosotros mismos, en cada suceso de malestar, podríamos entender aproximadamente lo que está sucediendo.

Por eso es necesario modificar la consideración contemporánea sobre los síntomas: no son enemigos, agentes con propensión al daño que se dedican a atacar al cuerpo de manera sistemática, sino que constituyen verdaderas guías, mapas en miniatura para rastrear la enfermedad que se aloja en la mente; representan esa lección escrita en el cuerpo que todo ser humano debe comprender para continuar con su desarrollo, esa piedra que en realidad es enseñanza, esa carga que provoca malestar y experiencia a la vez. Si modificamos la relación con nuestros signos de disfunción, podremos aprender de nuestra somatización y de las decisiones de la conciencia que se toman sin que nosotros —¡qué contradicción!— formemos parte de esas “sentencias”. Lo que las personas llaman “autocontrol” es realmente un acto de soberbia; el autodominio sólo puede atender a una pequeñísima cantidad de facultades, y en cuanto decide extenderse, la enfermedad se presenta.

Nacimiento de los contrarios

Aquí hemos llegado a uno de los conceptos clave para esta definición alternativa y holística de salud y enfermedad: la división del Yo, conocida más frecuentemente en las disciplinas de medicina no tradicional como “polaridad”.

Todo el tiempo, en cualquier circunstancia, nos manejamos en términos de divisiones y aislamiento; el individuo se plantea como unidad frente al mundo exterior y a sus pares; la mente se separa del cuerpo y se pretende que el funcionamiento de ambas instancias sea independiente. Los pensamientos se establecen en términos de oposición, comparación, contradicción, separación y diferencia; este tipo de discriminaciones constituye el surgimiento de la sensación de falta en el ser humano.

La discriminación con mayores efectos es la que divide al Yo del Tú, un procedimiento de aislamiento que se produce no sólo en relación con los demás individuos, sino también en el propio interior de cada persona. Tal como veremos en “La sección oscura del Yo”, todo individuo mantiene una parte de su personalidad oculta, reprimida y que se experimenta como carencia inconsciente. A esta porción desconocida se la denomina “sombra”, concepto tomado de Carl Jung. La separación del Yo es el comienzo ineludible de la polaridad; a partir de esta práctica discriminatoria, el sujeto aprende —por así decirlo— a distinguir el bien del mal, la verdad de la mentira, a los hombres de las mujeres, como si cada una de estas partes fuera cerrada, sin ninguna característica de su opuesto y con cualidades distintas de las que posee su contraparte.

La noción de contrarios impide ver que todos poseemos los dos extremos en nuestro interior, sólo que hay facetas del Yo que se muestran y otras que se esconden. La distinción impone también la actividad de quitar. La exclusión consiste en la idea de que no es posible quedarse con las dos alternativas —bueno-malo, blanco-negro, hombre-mujer, alto-bajo— y que el ser humano está siempre obligado a elegir. La actividad analítica propia del sujeto es la que instituye la polaridad y lo encierra en ella; la carencia es conflicto, sensación de falta y, en consecuencia, también es una causa de enfermedad.

La polaridad es sinónimo de patología, de vivir en el pensamiento unilateral y, por lo tanto, en el desequilibrio de permanecer en uno de los lados de la vida sin contemplar lo opuesto, sin considerar la posibilidad de lo distinto. ¡Cuántos enfermos responden a estas características! Inflexibles, reacios a los consejos, desconfiados, tercos... Miran solamente una de las caras de los acontecimientos y forman así una visión sesgada y limitante para actuar.

Esta concepción del nacimiento de los contrarios recupera ciertos conceptos del psicoanálisis —de la mano de Sigmund Freud (1856-1939) y de Carl Jung (1875-1961)—, como son los de “consciente”, “subconsciente” e “inconsciente”.1

La membrana porosa que deja pasar elementos de un lado hacia el otro es el subconsciente, y en esta distribución de la mente, si una persona se aferra demasiado a su parte consciente, lentamente va obstruyendo la permeabilidad de esa pared porque los contenidos de su inconsciente le provocan ansiedad, angustia e inseguridad. Esa polaridad forzada y acentuada por el individuo es fuente de diversos síntomas, que a su vez son reflejos de desarmonía.

La constatación de los contrarios también puede hacerse efectiva a partir del análisis de los hemisferios del cerebro: cada uno posee características diferenciadas y, según la predominancia de uno u otro, se va formando la personalidad.

El hemisferio izquierdo es el encargado de las facultades analíticas y de la inteligencia tal como se conoce. Existen nuevas corrientes teóricas que postulan la importancia de un coeficiente emocional que permitiría establecer cuán inteligente es un sujeto para expresar sus emociones y comunicarse con los demás, pero el hemisferio izquierdo está vinculado a una noción de inteligencia relativa al análisis, el razonamiento y la adquisición de conocimientos teóricos. Esta sección es la denominada “verbal”, porque se relaciona con la construcción sintáctica y gramatical de frases tanto orales como escritas. De allí proviene el pensamiento digital —que divide, secciona y clasifica las unidades con las que trabaja— y las personas con capacidad para las matemáticas experimentan una mayor influencia de este lóbulo. La noción del tiempo también se pone en práctica gracias a este lado del cerebro.

El hemisferio derecho es la contraparte necesaria. Sus facultades son mucho más totalizadoras porque pueden pensar en un todo a partir de una pequeña parte. Si en el lóbulo izquierdo se tiende a separar, a seccionar, en el derecho la actividad es inversa y siempre se intenta construir conjuntos o composiciones más amplias. Por eso, gracias a este lado cerebral, la persona no solamente construye totalidades, sino que también es más hábil para “ver en conjunto”; esto es, ampliar su horizonte y contemplar múltiples posibilidades. El lóbulo derecho es el de las expresiones artísticas, mucho más conectadas con lo instintivo: la facilidad para la música, la pintura y el dibujo nacen aquí. Por oposición a la parte izquierda, este lado privilegia el pensamiento analógico —que coincide también con la visión en conjunto—, estimula la intuición y la capacidad de dar sentido a través de los símbolos.

En una perspectiva alternativa, cada hemisferio tiene asimismo una serie de ítems relacionados que ayudan aún más a construir la personalidad según la predominancia de uno u otro lado: el lóbulo derecho es yang, correspondiente al sol, lo masculino, el día, la conciencia y la vida; el lóbulo izquierdo es yin, vinculado con la luna, lo femenino, la noche, lo inconsciente y la muerte. Todo lo yang es positivo y todo lo yin resulta negativo.

Como puede observarse, las personas que privilegian su lado consciente normalmente tienen facultades analíticas, racionales y una predominancia del hemisferio izquierdo. Lo opuesto sucede con los que experimentan una influencia mayor de su lóbulo derecho. Los individuos que poseen características de uno de los dos hemisferios, cumplirán con el proceso de conciencia que les corresponde, aunque no se den cuenta.

Esta explicación de los lóbulos cerebrales —denominada “teoría de los hemisferios”— es interesante para la comprensión de la polaridad porque, en sí mismo, el cerebro cuenta con los dos extremos de un todo. En la actualidad, la predominancia del hemisferio izquierdo es prácticamente opresiva. Se valoran excesivamente las capacidades racionales, analíticas, conscientes, relativas a la matemática, y se dejan a un lado las ventajas de actuar con el lado derecho del cerebro, solamente porque se considera que esta sección no es capaz de producir actos coherentes, sino aquellos que se remontan a los instintos y al placer humano. Con esta tendencia, además de reforzar la polaridad y provocar que los hombres vivan en una patológica dimensión unilateral, se va en contra de la naturaleza, que valora y necesita mucho las facultades del hemisferio derecho.

Esto puede observarse claramente en situaciones de peligro, en las cuales el cuerpo pone a disposición toda una artillería de autodefensa y protección que es automática y para la que no hay una decisión consciente y premeditada de uso. Cuando se debe actuar rápidamente, con urgencia, la persona adquiere visión de conjunto y deja de observar sólo el suceso de riesgo. Si se trata de un accidente, por ejemplo, piensa en llamar a un médico, cortar el tránsito de la calle, pedir una ambulancia y solicitar la llegada de la policía. Si bien se comunica a través del habla, formula reclamos coherentes y parece ser un sujeto inteligente al hacer lo que lógicamente se debe llevar a cabo en esos momentos, lo cierto es que el cerebro puso en marcha su hemisferio derecho para darle visión de conjunto, dejar de pensar en las víctimas o el modo en el que sucedió el accidente, y lo estimula para iniciar acciones de reparación y supervivencia.

La polaridad existe y se trata de un concepto dialéctico, una parte no puede vivir sin la otra, pues ambas constituyen opuestos que se complementan y parecen una sola entidad. Cuando la estructura bipolar se manifiesta como exclusión con respecto a términos contradictorios, surgen las enfermedades. En condiciones normales, el individuo debería atender simultáneamente a los dos polos gracias a los conceptos de equilibrio, ritmo y tiempo que se verán en el siguiente capítulo.

Cuando el cuerpo habla

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