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La curación integral

El bienestar como punto de llegada

Para comprender de manera psicosomática las enfermedades, es preciso tener en cuenta las nociones de malestar y bienestar.

El malestar no posee una explicación complicada luego de conocer la definición de síntoma y de enfermedad. “Estar mal” es sufrir estas experiencias que, en realidad, son una sola. Nos sentimos mal la mayor parte de nuestras vidas porque llegar a sentirse bien es un verdadero trabajo que, lamentablemente, muchas veces no podemos realizar por falta de tiempo y, cuando sí lo tenemos, suele suceder que no sabemos cómo iniciar el camino.

El bienestar alude a una concepción holística de la curación, entendida como reconciliación de los contrarios y fin de la polaridad, por un lado, y por el otro, como metamorfosis de la enfermedad. Con respecto a la primera condición de reunión, ya desde la teoría de los hemisferios cerebrales se puede observar que la predominancia constante de uno de los lóbulos es perjudicial y suele resultar patológica, puesto que los seres humanos requieren de las funciones de los dos lados de manera simultánea y complementaria. La superación de la polaridad remite a la unificación, al trabajo coordinado y en igualdad de condiciones de los dos lados cerebrales. Si el izquierdo es la conciencia y el derecho el inconsciente, el ensamble de ambos implicaría una reconciliación con los contenidos reprimidos, el alivio de la angustia y de la inquietud, con el fin de llegar a una condición psíquica más plena. Claro que esto es muy difícil de conseguir, y nunca se sabe hasta qué punto se han obtenido resultados —nadie puede establecer cuándo se agota la información de su inconsciente—, pero lo que se necesita, en principio, es estimular la parte del cerebro que fomenta lo instintivo, la intuición y la visión de conjunto. Estar en el camino de abandono de la polaridad es un extraordinario suceso, aunque ningún peregrino sabe si alguna vez llegará a su lugar prometido. La disponibilidad de ambos lóbulos es la senda hacia el esclarecimiento y la buscada iluminación mental que permite hallar más respuestas que las que pueden encontrarse a simple vista.

La segunda condición del bienestar es la curación de la enfermedad como metamorfosis, como transformación de sus cualidades principales. Tradicionalmente, se piensa que a la enfermedad hay que erradicarla, así como destruir sus síntomas y procurar su desaparición, pero esta concepción de curación es incorrecta. A las patologías no se las combate y, en última instancia, la lucha por sentirse bien siempre es con uno mismo, no con el síntoma.

Desde la premisa que no hay que tomar estos indicios como enemigos, sino como guías, se deduce la necesidad de asumir tales signos de displacer como parte de la experiencia formadora y renovadora del ser humano. En consecuencia, la enfermedad se debe transformar, procesar al interior de la mente, para que sus buenos resultados repercutan en el cuerpo; esto es el concepto de “trasmutación patológica”. El malestar no es eliminado, se convierte en bienestar. Sentirse bien es el punto de llegada al que todo tratamiento holístico de los síntomas —que abarque tanto al cuerpo como a la mente— posee. Enfermarse es adquirir experiencia, y quien desee curarse debe aprender a leer sus signos de dolor, inquietud, angustia, etc., y descifrar el mensaje que el cuerpo brinda, pero que está escrito por la conciencia.

El síntoma no se excluye del ser, sino que se asimila con una nueva forma: la del conocimiento de uno mismo, la inclusión de aquel rasgo no placentero que se transforma y nos hace más sabios en lo que respecta a nuestra personalidad y nuestro organismo. Curarse es expandir la conciencia y asumir aquello que habíamos desechado, pero que regresó con una apariencia sintomática, demandando su reingreso y atención. Implica aceptar que ese conflicto que durante tanto tiempo quisimos opacar, olvidar o eludir no soporta una dilación más. No existe sanación que no incluya también aprendizaje; además, como la que está enferma es la conciencia —la cual se manifiesta a través del soma—, no es posible seccionar partes de ella, sino que hay que admitir las porciones que han quedado en la oscuridad, pero que continúan ejerciendo su influencia. De eso se trata curarse.

Retorno a la unidad

En el apartado anterior se mencionó que una de las condiciones para curarse verdaderamente era la de conciliar la polaridad. Esta necesidad se halla estrechamente relacionada con el retorno que se propondrá en las líneas siguientes.

La idea de unidad —a la que este regreso simbólico hace referencia— trasciende cualquier posibilidad de oposición, de existencia de contrarios: es el todo como entidad pura, indivisible y eterna. La unidad es, por definición, un ámbito de características negativas que, paradójicamente, son altamente positivas. El todo, tal como es entendido en esta concepción, no tiene límites, tiempo, espacio ni condicionamientos. Es tan amplio como se imagine y mucho más; su plenitud se desarrolla en una atemporalidad que lo hace eterno, inamovible y constante. Visto desde esta perspectiva, la ausencia de cambio puede ser pensada como algo que no necesariamente resulta favorable, puesto que para una mejor vida se recomiendan las transformaciones, las variaciones de la actitud y los reinicios. Sin ir más lejos, en la segunda parte de este libro se aconseja frecuentemente la metamorfosis de la psiquis y del comportamiento para llegar al bienestar.

Quien se sustenta demasiado en su hemisferio izquierdo, indudablemente requiere de una transformación para reconciliarse con su parte instintiva, pero a partir de esa modificación la tendencia a la plenitud involucra el objetivo de que en determinado estadio de la conciencia el ser humano ya no requiera de ningún cambio para sentirse mejor. Que no perciba carencias en su interior, que se sienta completo y a gusto con su vida y con su entorno. En ese momento habrá llegado a su propia unidad. Por supuesto, la noción del todo es un esquema teórico que sirve como estructura de horizonte, pero que no podremos concretar fielmente en nosotros mismos. Como ha sido dicho, lo que vale es comenzar el camino, porque el trayecto se encuentra lleno de experiencias por vivir que aumentarán la sabiduría y estimularán la sensación de estar pleno y en armonía.

Además, el problema que subyace al concepto del todo es que, desde nuestra polaridad, la entidad única se nos aparece como fin o, más específicamente, como “nada”. La unidad sin tiempo, sin lugar y sin cambios es asimilada con la muerte, y el ser humano constantemente hace hincapié en sus carencias para salir a buscar lo que le falta en el mundo exterior. La unidad es el ser en estado puro, donde no existe el Yo ni el otro, donde todo es uno y no hay una noción del afuera. No se debe buscar en el exterior, porque tal exterior no existe. Todo se halla dentro del ser y él contiene las respuestas posibles.

El camino que lleva a la unidad también es el que conduce a la sanación. Todo proceso curativo implica la conciliación de aquella parte de conciencia aislada que debe encontrar su modo de expresión a través del cuerpo. Por eso, aunque sea en pequeña escala y de una forma muy parcial, curarse es alcanzar una mínima sección de ese todo inaprensible. La conciencia sana es aquella que asumió su sombra y que, por ende, se halla más completa que antes de la enfermedad.

Con el retorno a la unidad, se acaba la idea de progreso tal como es entendido en las sociedades contemporáneas. Progresar —en el sentido de una línea recta ascendente o hacia adelante, parecida a una carrera de postas y con carteles indicadores para saber cuán cerca nos hallamos de nuestra meta— es un estímulo para la actividad del individuo, pero también es cierto que genera mucha angustia, tristeza y frustración para quienes no pueden seguir ese camino del progreso. Además, existe una noción establecida de lo que significa progresar, que por cierto es muy poco tolerante: quien avanza es el que cuenta con dinero suficiente (no es preciso que sea mucho) para concretar sus proyectos, formar una familia y poseer cierto reconocimiento en su medio como aquel que ha hecho las cosas bien y ahora disfruta sus resultados. Como se podrá ver en la vida cotidiana, no todas las personas —ni siquiera la mayoría— cumplen con estos requisitos de progreso y deben afrontar día tras día que su trayectoria vital ha sido distinta y que se han guiado por otro tipo de búsquedas y experiencias. En personalidades más débiles o influenciables, esta constatación de diferencia podría provocar una gran desazón. Sin embargo, con la conciliación de la polaridad y el pensamiento en el todo, no hay progreso, porque se manifiesta la plenitud en el presente. El individuo no necesita seguir avanzando, dado que no sufre carencias y se siente pleno consigo mismo.

Esta noción de totalidad es también una importante renovación en lo que tiene que ver con las decisiones morales y éticas. En la mentalidad bipolar el ser humano se ve obligado continuamente a elegir, pues aún cuando no mantenga una visión demasiado sesgada, todo el tiempo debe decidir entre pares de contrarios. La pregunta infaltable es: ¿cuál es mejor? Estamos llamados a las elecciones permanentes entre bueno y malo, conveniente y no conveniente, ahora o después, esto o lo otro… ¿Cómo sobrevivir entre tantas alternativas que demandan nuestra atención y nuestra responsabilidad al seleccionar y juzgar? La angustia que provocan estas situaciones constantes desaparece cuando se ha asimilado en forma completa y adecuada la idea de unidad, porque el sujeto por fin entiende que nada es completamente bueno o malo, toda entidad conserva en sí misma la cualidad bipolar que se observa en el interior, y pensar en que algo es puramente justo o injusto —o cualquiera de los pares mencionados líneas más arriba— es un error. No hay juicios objetivos y separados de su contexto y de su juez; de más está decirlo. Obviamente, cada mirada es completamente subjetiva y las decisiones dependen del escenario tal como se presenta. El observador es una pieza fundamental de las valoraciones, y si este se encuentra atrapado por la polaridad, dividir en contrarios lo hundirá todavía más en la angustia de tener que decidir entre los componentes de un par durante toda su vida.

Ritmo y tiempo: las variables ineludibles

En la idea de polaridad y de bienestar ya se ha esbozado el concepto de alternancia, vinculado con el ritmo y el tiempo. Todo ser humano, objeto y sujeto de la polaridad, se encuentra atrapado en dos lógicas de funcionamiento que guían sus acciones: el ritmo y el tiempo. Con respecto al primero, en el funcionamiento orgánico se pueden observar claramente procesos que poseen una estructura rítmica: la respiración es uno de esos mecanismos vitales. Inspirar y espirar constituyen dos partes inseparables y complementarias de una actividad automática y absolutamente necesaria para la vida, que, por otra parte, no pueden darse de manera simultánea, y tampoco pueden desaparecer. En el ciclo sueño-vigilia también puede observarse esto: creemos que vivimos en una forma más intensa sólo cuando estamos despiertos, pero lo cierto es que necesitamos dormir para que nuestro organismo se recupere de la actividad de la vigilia y efectúe reparaciones para seguir estando bien.

El ritmo es un elemento imprescindible para la vida, la que además posee su propia contraparte: la muerte. Sin embargo, lo rítmico constituye una noción de importancia solamente cuando nos mantenemos dentro de la polaridad, puesto que en la situación utópica del todo no existe este tipo de lógica. No obstante, como no es posible salir de la polaridad y como máximo podemos transitar el camino hacia el todo, el ritmo es fundamental para las personas en sus múltiples procesos vitales y mentales.

La alternancia entre dos polos únicamente puede darse en el marco de una sucesión temporal, esto es, solamente puede existir la sucesión si también hay un curso de tiempo. La temporalidad es una consecuencia del nacimiento de los contrarios, de dos facetas que muestran diferentes informaciones y que, en el mejor de los casos, el ser humano atiende en partes iguales, pero no a la vez, sino alternadamente. Primero presta atención a uno de los aspectos, y luego al otro. Aquí podemos ver la idea de qué va en primer lugar y qué se encuentra a continuación.

Si en la unidad no hay división, sino simultaneidad, la idea de tiempo es indisociable de la de secuencia; por lo tanto, la polaridad crea lo dual, lo consecutivo. A partir de estas nociones, se puede establecer una idea de cambio, que visto desde la perspectiva del todo es una mera ilusión, una construcción errónea que se han fabricado los hombres. Desde esta concepción, la equivocación reside en pensar que el mundo cambia al igual que los seres humanos: el universo no se modifica porque ha asimilado en su estructura a la totalidad. Son los individuos quienes cambian y transforman sus puntos de vista. El tiempo puede afectar las formas visibles en las cuales se expresan los contenidos, pero estos subsisten como informaciones nobles y estables que se ofrecen al acceso de las personas que aceptan el desafío de encontrarlas.

Mediante la sucesión temporal, todos podemos paliar nuestras consecuencias bipolares mediante la alternancia. Si bien nunca podremos contemplar una totalidad de manera simultánea, sí es preciso prestar atención a sus elementos de manera rítmica pero regular, aunque no logremos superar el engaño de la división en opuestos.

Una correcta alternancia es la que también se propone en estas páginas, puesto que no queremos brindarle al lector una solución prácticamente inalcanzable, como sería la indicación de concretar el todo en su persona. Los seres humanos estamos atados a nuestra condición mortal y a nuestra polaridad: no podemos escaparnos del tiempo, del ritmo y de las continuas elecciones entre opciones. No obstante, lo que sí se encuentra al alcance de nuestras manos es la atención repartida e igualitaria entre los polos, entre las dos secciones del Yo que —de la misma forma en que sucede con nuestros hemisferios— poseen características diferenciadas, pero igualmente importantes para alcanzar el equilibrio.

Cuando el cuerpo habla

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