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1. La responsabilidad en la historia del pensamiento

En la primera parte de esta investigación analizamos algunos de los más importantes planteamientos éticos propuestos en la Edad Antigua, Moderna y Contemporánea. Exponemos en los primeros capítulos lo que consideramos los pilares del acercamiento a la comprensión del comportamiento de la persona.

A pesar de que el concepto de responsabilidad como tal no comienza a ser tratado como un principio autónomo de la moral hasta el siglo XIX, encontramos algunas alusiones a las implicaciones de este concepto ya a lo largo de la historia.

1.1. ANTECEDENTES ÉTICO ANTROPOLÓGICOS DE LA RESPONSABILIDAD EN LA EDAD ANTIGUA

En Mesopotamia, Hammurabi de Babilonia dicta leyes que marcan la conducta segura y la dirección correcta para lograr la «equidad del país» en el Código de Hammurabi (datado en torno al 1700 a. C.), considerado el primer libro de leyes de la historia. En él encontramos: «Para que yo mostrase la equidad al país, para que yo destruyese al malvado y al inicuo, para que el prepotente no oprimiese al débil, para que yo, como el divino Shamash, apareciera sobre los Cabezas Negras e iluminara la tierra, para que promoviese el bienestar de la gente, me impusieron el nombre».17

Entre las leyes propuestas en ese documento aparece: muerte por ayudar a un esclavo a escapar o refugiar a un esclavo fugitivo, penas duras para quien lesione al miembro de una casta superior, penas leves para quien lesione a miembros de una casta inferior. Si una casa mal hecha causa la muerte de un hijo del dueño de la casa, la falta se paga con la muerte del hijo del constructor.

Podemos comprobar que en esta época los individuos están al servicio del poder, intentan cumplir con sus funciones en la vida terrenal, pues no consideran que exista otra vida de ultratumba, solo intentan cumplir las normas conservadoras predominantes en la ciudad palacio en la que habitan, independientemente de otros.

Por su parte, los egipcios basan la conducta en algunos valores, como la justicia y la renuncia al individualismo en pro del bien común, tal como promulgaban los mandatos del faraón, que se contemplaba como el poder divino. En el conocido como Libro de los muertos (Libro para salir del día), que data de la época de Imperio Nuevo (periodo comprendido entre 1550 a C. y 1070 a C.), se expresan las fórmulas para declarar ante los dioses la justificación de las acciones llevadas a cabo en vida y que permiten al difunto salvarse de los peligros que se le presentan después de la muerte. Se trata, por tanto, de una confesión de gran importancia moral para los egipcios, que aseguran con ello la continuación de su camino en el mundo de los muertos. Algunas de las negaciones recomendadas en este libro son: no cometí delito en lugar de la justicia y la verdad, no conocí el mal: no actué perversamente, no causé aflicción, ni ejercí aflicción, no hice que su amo obrara mal con su siervo, a nadie le hice sentir dolor, no perjudiqué a la gente.

El simple planteamiento de la conveniencia de buscar el bien del otro, y no solo el personal, y el hecho de actuar en consonancia con el deber de cada uno, ya sea por voluntad propia o por seguir los mandatos de un orden superior, es algo que caracteriza la vida en grupo o en sociedad desde tiempos ancestrales y está intrínsecamente relacionado con la responsabilidad social, como vamos a intentar demostrar en las próximas páginas.

En Grecia se plantea la moral desde tres puntos de vista, según la siguiente secuencia evolutiva. En una primera etapa, la vida se caracteriza por la anomia o ausencia de normas morales objetivas. El ser humano no tiene sentido de culpa, no siente responsabilidad. Después, surge la moral del justo medio (con Aristóteles), el paso de la anomia a la presencia de normas externas (heteronomía) dictadas por los dioses, ante los que se rinde cuentas. En un tercer momento, se produce la perturbación anímica, de conciencia, provocada por la sanción. El ser humano se siente plenamente responsable de lo que provoca, de lo que ha causado.

Podemos comprobar que el fundamento de las reglas morales ha pasado a lo largo de los siglos por distintas etapas, en las que se defienden distintas posiciones. Resaltan, por su influencia en la sociedad actual, las aportaciones de Platón y Aristóteles, que argumentan cómo los deseos y actitudes del ser humano se moldean para reconocer y buscar ciertos bienes; la influencia del cristianismo, que defiende que las reglas morales tienen su base en los mandamientos divinos; la posición de los sofistas y Hobbes, que sostienen que las reglas morales ayudan a diferenciar las acciones que satisfacen los deseos del ser humano, y, por último, la gran contribución de la teoría del deber de Kant.

Parece que, a lo largo de la historia, son dos las orientaciones en las que se sustenta la ética occidental, fundamento de la RSC. Por un lado, la tradición aristotélica o teleológica, cuya pregunta clave será: ¿Qué he de hacer para ser feliz? Por otro, la posición deontológica, cuya principal cuestión será: ¿Qué he de hacer para actuar correctamente?

La ética teleológica de Aristóteles parte del conocimiento de la acción humana. Lo importante no es saber qué es la ética, sino practicarla. Se trata de comprender de manera operativa, bajo la dirección de la razón, el deseo humano de alcanzar el bien y la vida buena. Así, la ética de las virtudes se refiere al ámbito del comportamiento y de la costumbre, de las motivaciones y razones. Define modos de ser y de vivir para lograr un fin, la felicidad. Tal como apunta Aristóteles: «Las virtudes no son ni pasiones ni facultades, solo resta que sean modos de ser […]. La virtud del hombre será también el modo de ser por el cual el hombre se hace bueno y por el cual realiza bien su propia función».18 Los hombres aspiran a realizar su plena potencialidad, a encontrar la felicidad, y esto solo es posible a través de la práctica de las virtudes. Entre ellas, la prudencia es la más destacable porque las unifica todas: «La prudencia, entonces, es por necesidad un modo de ser racional, verdadero y práctico, respecto de lo que es bueno y malo para el hombre».19

La ética deontológica propuesta por Kant defiende como correcta la acción que se ajusta a la ley, al deber. El fundamento no es metafísico (conseguir la plena actualización del ser potencial, es decir, la felicidad), sino racional. Cada persona puede someterse a las leyes si decide hacerlo voluntariamente. La voluntad, define Kant, es la capacidad para que uno se autodetermine a obrar conforme a la representación de ciertas leyes. Pero, puesto que el ser humano, además de un ser racional, es sensible y, por tanto, subjetivo, necesita adecuarse a una ley moral o principio objetivo; Kant lo llama el imperativo categórico, que tiene validez universal: «Obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en una ley universal».20 La felicidad metafísica no puede ser el fundamento de la vida del ser humano porque, aunque todos aspiramos a ella, el contenido que cada individuo le da es diferente.

A pesar de todo, teleología y deontología deben estar relacionadas. Realmente, lo importante es actuar como debemos, según lo que nuestra razón dicta como bueno para todo ser humano; esto en sí mismo nos proporciona la felicidad sin perseguirla y sin necesidad de ser conscientes de que es la única manera de lograrla. De ahí que no sea preciso que la persona tenga grandes conocimientos sobre cómo llegar a ser feliz para lograr serlo. Alcanza la felicidad el que hace lo que debe según su propia conciencia social y acierta con lo que favorece al progreso de la humanidad. El reaccionario, el pobre, el desprotegido, puede ser feliz si, teniendo las necesidades básicas cubiertas, actúa de manera responsable para lograr el bien común. El visionario, el rico, el líder, será desgraciado si su conducta no se guía por los principios fundamentales. No es que debamos cumplir con nuestro deber para ser felices, sino que cumpliendo con nuestro deber somos felices. Lo que debemos hacer es lo que nos conduce hacia el fin último, la felicidad. Sin el deseo y la motivación, podemos cumplir las reglas y ser unos profesionales correctos, pero habremos perdido el gusto y la ilusión por los bienes que proporciona esta práctica profesional. Tal como Alasdair MacIntyre explica en Historia de la ética (2006), «habremos perdido el gusto por jugar al ajedrez aunque movamos correctamente las piezas en el tablero y ganemos muchos premios internacionales».

A partir de estas dos líneas de explicación del comportamiento humano, basadas en las virtudes para la búsqueda de un fin último —la felicidad— o en el cumplimiento del deber, a lo largo la historia encontramos distintas aproximaciones al concepto de ética que han dado lugar a diferentes corrientes de pensamiento. Todas ellas suponen una gran influencia en lo que actualmente conocemos como ética empresarial, caldo de cultivo de la RSC; por esta razón, consideramos esencial comprender los fundamentos ético filosóficos de las principales posiciones de la mano de sus principales representantes.

Los orígenes del pensamiento occidental se encuentran en las reflexiones de algunos pensadores griegos que vivieron entre finales del siglo VII y el siglo V a. C., a los que se conoce en general como presocráticos. En el siglo V a. C., Atenas alcanza su mayor esplendor político, económico y cultural bajo el gobierno de Pericles. Son los sofistas quienes dan respuesta a la nueva necesidad de los ciudadanos atenienses de expresarse en público, en un sistema democrático que permite que cualquier ciudadano intervenga directamente ante un jurado, para defender distintas causas.

Con los sofistas se produce un cambio de intereses. Mientras que los presocráticos investigan la naturaleza, los sofistas estudian el ser humano; si los presocráticos reflexionan sobre la naturaleza con un procedimiento esencialmente deductivo, los sofistas reflexionan de modo inductivo; si los presocráticos buscan la verdad objetiva acerca del mundo, los sofistas persiguen el éxito social a través de la retórica.

Lo que realmente preocupa a los sofistas es el problema más importante, por inmediato, para todos: ¿qué debemos hacer?, ¿qué leyes debemos seguir?, ¿son las leyes comunes para todos los seres humanos?, ¿son respaldadas por los dioses?, ¿son las leyes propias de cada Estado o de cada individuo? Una de las conclusiones a las que llegan para dar respuesta a todas estas cuestiones es la necesidad de definir las virtudes morales de los individuos por las buenas actuaciones en cada ciudad Estado, por tanto variables y sujetas a aprendizaje.

Conocemos, a través de sus seguidores, que, en esta misma época, Sócrates (470-399 a. C.) aporta una defensa de la introspección y el diálogo para llegar a la verdad. Comparte el mismo ámbito de problemas que los sofistas, aunque se diferencia de ellos en las soluciones que ofrece a los mismos asuntos. Frente al subjetivismo y relativismo de los sofistas, Sócrates se decanta por el objetivismo. Los valores morales no dependen de una decisión, ya sea individual, ya sea colectiva, sino que son lo que son en virtud de sí mimos. Lograr la felicidad humana implica desarrollar esos valores que permiten alcanzar la armonía y el equilibrio como individuo, en el marco de la ciudad Estado.

Platón (427-347 a. C.) es uno de los máximos exponentes en la transmisión del pensamiento de Sócrates, aunque no por ello dejen de tener importancia sus planteamientos filosóficos. Sin duda es una de las fuentes principales del pensamiento en la historia de la humanidad.

En su intento de proporcionar un análisis de los principios morales que puedan guiar la conducta del ser humano como ciudadano basándose en el mismo discurso socrático, apunta que lo bueno y lo justo para el individuo es lo mismo que para la comunidad y que, por tanto, la persona solo puede ser feliz en el entorno de la polis.

Los intereses de la polis son prioritarios; el interés individual está supeditado al colectivo. La manera de entender la ciudad como ideal se basa en la justicia como término moral y político. Un criterio que se debate entre decir la verdad, dar a cada uno lo que se merece, dar la impresión de ser justo aun no siéndolo o simplemente ser justo porque ello no implica temor. El individuo justo usa la razón y se conduce en la vida siguiendo los dictados de la verdad, la fortaleza, el valor y la moderación en los deseos. El concepto de responsabilidad aún no ha surgido, pero podemos comprobar que muchos de los términos en los que Platón habla de justicia no son sino un punto de partida para analizarla.

Platón considera que las aptitudes personales son las que marcan el lugar que cada ser humano ocupa en la sociedad y, por tanto, cada individuo puede cambiar de una clase social a otra en función de los méritos que sea capaz de lograr; el estatus no es una condición hereditaria.

Pertenecer a la clase de los guardianes, de los guerreros o de los ciudadanos tiene relación con las capacidades del individuo para mandar y vivir con prudencia (sabiduría), para llevar una vida austera basada en el coraje (fortaleza) o para obedecer y vivir sin preocupaciones y con moderación (templanza). Estos tres estados coinciden con las tres partes del alma del ser humano y, al igual que en cada individuo se relacionan entre sí, también lo hacen en la polis o ciudad Estado ideal.

Es un discípulo de Platón, Aristóteles (384-322 a. C.), quien marca un antes y un después en la comprensión de la conducta moral del ser humano; concibe lo bueno como aquello hacia lo que tienden las cosas. Para ser bueno, hay que tener una cierta naturaleza y, por supuesto, una tendencia (teleología), causa final que hace tender a todas las cosas hacia su fin; todas las cosas en potencia tienden hacia su telos, su acto. El ser humano delibera sobre los medios más adecuados (virtudes) para ser feliz y esto lo hace basándose en su razón. La prudencia es la virtud central, pues señala lo más conveniente en cada momento. La bondad está en la acción misma, la felicidad se alcanza realizando cada actividad por lo que supone en sí misma.

Una de las aportaciones esenciales de Aristóteles para el tema que nos ocupa es la Ética nicomáquea, obra en la que el autor trata de conocer cómo el ser humano debe comportarse para encontrar la felicidad, partiendo de su célebre frase: «El bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden», defendiendo siempre que la conducta humana debe ir dirigida a «procurar el bien para un pueblo o ciudad» y dando, como hacía Platón, prioridad a la sociedad sobre el individuo: «Procurar el bien de una persona es algo deseable, pero es más hermoso y divino conseguirlo para un pueblo».21

La felicidad se logra mediante la acción buena, mediante la conducta virtuosa; sin embargo, la definición de los comportamientos que llevan a una vida virtuosa no es fácil, «parece ser distinto en cada actividad y en cada arte».22

Para Aristóteles, existen dos clases de virtud, la dianoética, que se desarrolla mediante el aprendizaje, la experiencia y el tiempo, y la ética, que se adquiere por la costumbre.

La persona tiene la potencialidad de desarrollarlas, de tal manera que el ser humano bueno se hace bondadoso siéndolo y el justo practicando la justicia; asimismo, podríamos hoy decir también que la persona se hace responsable actuando con responsabilidad. «La virtud del hombre es el modo de ser por el cual el hombre se hace bueno y por el cual realiza bien su función propia».23

Para la persona, es necesario buscar, por encima de todo, un bien perfecto, y este solamente será definido por sí mismo: «Llamamos perfecto a lo que siempre se elige por sí mismo y nunca por otra cosa».24 Queremos la felicidad por sí misma, por eso es perfecta y suficiente y agradable al ser humano, pero satisfacerla no es igual para todas las personas.

Cada individuo busca la satisfacción de los placeres que cree que van a hacerlo feliz, pero, puesto que esos placeres no son por naturaleza para todas las personas iguales, son objeto de disputa. Algunos individuos llegan a creer que los placeres solo vienen del exterior, son los bienes materiales los que proveen de felicidad, pero, cuando tienen eso que ansían, descubren que no es suficiente, porque, tal como expresa Aristóteles, «la felicidad es una actividad del alma»;25 supone, por tanto, mucho más que lo puramente material. El camino de la felicidad se logra cultivando las virtudes; Aristóteles explica cuáles, a su modo de entender, son las más importantes. Entre las que más se aproximan y aportan al entendimiento del concepto de responsabilidad (aunque Aristóteles no emplea nunca este concepto) encontramos las virtudes éticas.

• Liberalidad: el liberal es alabado por la manera de dar y recibir riquezas; no se trata de la cantidad que se da o recibe, sino del modo de ser del que da o recibe. Llevado a nuestro terreno, vemos aquí el antecedente del análisis de la responsabilidad basada en la elección de los actos oportunos para lograr una finalidad buena en sí misma, y no con el fin de obtener un beneficio mayor, por ejemplo, económico, de poder o de estatus.

• Magnificencia: el término medio entre la ostentación y la mezquindad; se trata de saber gastar (o invertir, en nuestra terminología empresarial) en lo que se debe y cuando es oportuno.

• Magnanimidad: acometer obras dignas de honor y aprecio. Invertir de modo responsable implica saber cómo y dónde hacerlo, de manera que la rentabilidad social sea incluso más alta que la puramente económica.

• Ambición: puede parecer un concepto ambiguo, porque puede ser bien o mal interpretada en relación con la distancia que haya al justo medio entre dos extremos, el que desea en exceso el honor y la gloria (el éxito) y el que no lo desea nada. En nuestros días el concepto de éxito está mediatizado, sobre todo por la posesión de poder y riquezas materiales. Ser prudente en este sentido implica valorar las implicaciones que tiene la gloria así entendida y si con ello puedo beneficiar a alguien más que a mí mismo.

• Mansedumbre: no dejarse arrastrar por las pasiones y por la cólera (encontrar el autocontrol en la acciones que se acometen). La responsabilidad implica consciencia y libertad para elegir qué actos llevar a cabo estimando las consecuencias de estos, lo que es incompatible con el hecho de no poseer autocontrol en todo tipo de situaciones.

• Amabilidad: es importante encontrar el justo medio entre la complacencia —alabar todo para agradar— y la pura oposición sin tener en consideración las molestias que puedan causarse.

• Sinceridad: reconocer lo que se tiene tanto en hechos como en palabras. Ser responsable requiere ser honesto con uno mismo y con los demás; en términos actuales, empatizar para poder llegar a ser asertivo, defender las propias ideas y pensamientos sin intimidar, imponer o manipular a otros.

• Justicia: es injusto el trasgresor de la ley, el que no es equitativo; esta es «la única de las virtudes que parece referirse al bien ajeno, porque afecta a los otros […]. Los hombres buscan, o devolver mal por mal (y, si no pueden, les parece una esclavitud), o bien por bien, y, si no, no hay intercambio, y es el intercambio por lo que se mantienen unidos».26 Es posible considerar esta afirmación una aportación a la comprensión de la conducta humana en general y en particular en relación con la empresa (cada grupo de interés afectado por la actividad empresarial intentará devolver a esta aquello que recibe, un servicio favorable genera gratitud, un servicio desfavorable promueve el descontento y la respuesta ingrata). En palabras de Aristóteles:

Las cosas que son justas no por naturaleza, sino por convenio humano, no son las mismas en todas partes […]. Siendo las acciones justas e injustas, se realiza un acto justo o injusto cuando esas acciones se hacen voluntariamente; pero cuando se hacen involuntariamente no se actúa ni justa ni injustamente excepto por accidente, pues entonces se hace algo que resulta accidentalmente justo o injusto.27

Lo voluntario, para este filósofo griego, es aquello que un individuo realiza estando en su poder hacerlo y sabiendo a quién, con qué y para qué lo hace. Lo que se ignora o no depende de uno, o se hace por la fuerza, o es involuntario.

Cuando los individuos cometen daños de forma imprevisible o equivocaciones, obran injustamente, pero no por ello son injustos, solo lo serán si han actuado con intención, con maldad. Del mismo modo se puede obrar de manera responsable o irresponsable sin llegar a serlo, pues, como veremos más tarde, no es lo mismo ser responsable que tener responsabilidad sobre algo.

En el examen de las virtudes intelectuales destaca la prudencia, que consiste en deliberar rectamente; su fin es lo que se debe hacer o no, y se diferencia del entendimiento en que este solo es capaz de juzgar: «No es posible ser bueno en sentido estricto sin prudencia, ni prudente sin virtud moral».28 En su análisis sobre el placer, Aristóteles defiende que no se trata de procesos que conducen a algo, sino de actividades y fines en sí mismos que tienen lugar cuando ejercemos una facultad que puede conducir al perfeccionamiento de la naturaleza, y no cuando llegamos a ser algo. Por tanto, los placeres no son buenos o malos:

La vida del hombre bueno no será más agradable si sus actividades no lo son […]. La actividad más preferible para cada hombre será la que está de acuerdo con su propio modo de ser y para el hombre bueno será la actividad de acuerdo con la virtud.29

Este es el camino de la felicidad, que es el mismo fin de la conducta humana. Para encontrar este camino es necesaria la educación y la costumbre, y esto debe transmitirse con base en unas leyes, «porque la mayor parte de los hombres obedecen más a la necesidad que a la razón, y a los castigos más que a la bondad».30

La influencia de Aristóteles es crucial en la historia de la ética, aunque existen otras corrientes que también tienen gran repercusión en la manera de explicar la conducta humana. Así, encontramos a los escépticos, que defienden que el ser humano solo puede guiarse por lo que sus propios sentidos le dejan percibir de la realidad y, por tanto, no pueden garantizar la certeza de nada, pues la percepción sensorial no es del todo fiable; los defensores del hedonismo (escuela cirenaica), que sostienen que la felicidad es igual a la satisfacción de los sentidos y la ausencia de dolor; los epicúreos, que defienden que el bien humano es igual a placer, o los estoicos, más preocupados por la adecuación al orden del mundo y la aceptación, que entienden al ser humano como un ser dotado de razón que está capacitado para elegir su conducta, lo que le libra de sucumbir a sus pasiones e instintos placenteros. Para los estoicos, solo el sabio puede llegar a vivir de acuerdo con las leyes de la naturaleza, es decir, libre; el resto de los humanos son esclavos de falsas ideas y viven solo para el placer.

Después de Aristóteles, la gran revolución llega en el siglo I d. C. con el surgimiento del cristianismo. Basado en la idea de que Dios es el camino que proporciona la verdadera felicidad y en las enseñanzas de Jesús de Nazaret, Occidente encontrará una nueva forma de dar sentido a la persona en el mundo.

Uno de los mayores exponentes de la tradición cristiana es San Agustín (354-430). Sus aportaciones éticas se basan en la explicación del camino que seguir para lograr la felicidad, objetivo y fin último del ser humano, que no puede alcanzarse en esta vida terrenal, dado el carácter trascendente de la naturaleza humana. La orientación correcta en la conducta debe provenir siempre de la Iglesia, que suple la ausencia de Cristo resucitado. La sociedad es necesaria al individuo, y los valores sociales y políticos son buenos siempre y cuando sean un reflejo de las enseñanzas del cristianismo, pues todo lo creado por Dios es bueno. Defiende la doctrina de la gracia y del pecado original y cree en la predestinación del ser humano, aunque es partidario del libre albedrío. Dios concede al individuo la libertad de decidir cómo actuar, le da la oportunidad de obrar rectamente, aunque conoce su tendencia a no hacerlo. Precisamente porque la persona es libre puede elegir entre el bien y el mal:

Si el defecto que llamamos pecado asaltase, como una fiebre, contra la voluntad de uno, con razón parecería injusta la pena que acompaña al pecador, y recibe el nombre de condenación. Sin embargo, hasta tal punto el pecado es un mal voluntario que de ningún modo sería pecado si no tuviese su principio en la voluntad; esta afirmación goza de tal evidencia que sobre ella están acordes los pocos sabios y los muchos ignorantes que hay en el mundo. Por lo cual, o ha de negarse la existencia del pecado, o confesar que se comete voluntariamente. Y tampoco, si se mira bien, niega la existencia del pecado quien admite su corrección por la penitencia y el perdón que se concede arrepentido, y que la perseverancia en el pecar justamente se condena por la ley de Dios. En fin, si el mal no es obra de la voluntad, absolutamente nadie debe ser reprendido o amonestado, y con la supresión de todo esto recibe un golpe mortal la ley cristiana y toda disciplina religiosa. Luego a la voluntad debe atribuirse la comisión del pecado. Y como no hay duda sobre la existencia del pecado, tampoco la habrá de esto, conviene a saber: que el alma está dotada del libre albedrío de la voluntad.31

Las enseñanzas de Platón y San Agustín, en primera instancia, y, sobre todo, la de Aristóteles marcan profundamente la obra de uno de los pensadores más influyentes de la historia occidental, Santo Tomás de Aquino (1225-1274). Defiende que toda acción tiende a un fin, si bien este fin expresado en la felicidad no puede lograrse si no es de un modo trascendente, es decir, contemplando a Dios, tal como apuntaba San Agustín. Los actos humanos son buenos si respetan el orden natural de las cosas dictado por Dios. La razón humana puede conocer la ley natural como norma de conducta. El primer precepto de esta ley es la conservación de sí, pero el sí mismo que tiene que ser preservado es el alma inmortal. En el alma humana reside la voluntad, el deseo de satisfacer necesidades, de conservar la vida y de orientarse al bien como tal. Todo ello configura el camino hacia la felicidad. Las virtudes son a la vez una expresión de los mandamientos de la ley natural y un medio para obedecerla. La ética está gobernada por la ley eterna, inmutable, que expresa la esencia divina con una perspectiva intelectual. La virtud es un hábito selectivo de la razón que se forma mediante la repetición de actos buenos.

La actividad moral se basa en la deliberación, es decir, en la elección de la conducta adecuada, y esta siempre será aquella que siga el precepto apuntado por Santo Tomás en Summa teológica: «Se ha de hacer el bien y evitar el mal» (Bonum est faciendum et malum vitandum).32

Como San Agustín, Santo Tomás de Aquino defiende que la sociedad es el estado natural de la vida del ser humano. El Estado debe procurar el bien de todos, para lo cual legislará de acuerdo con la ley natural. El individuo debe estar supeditado a lo comunitario, el bien particular al bien común.

Otro gran exponente del medievo, por su clara influencia en nuestro mundo actual, es Guillermo de Ockham (1285-1349); sus aportaciones han dado lugar al movimiento conocido como nominalismo. Afirma que los conceptos son palabras arbitrarias y convencionales que sustituyen a los objetos en la mente y nos permiten conocer la realidad externa aunque no tengan ninguna relación directa con ella. Lo que podemos conocer con claridad son entidades particulares, individuales; Pedro, por ejemplo. Si nos alejamos de este matiz, obtenemos un conocimiento confuso en el que no podemos diferenciar a unos objetos de otros; Pedro es similar a otros seres, como José o Antonio, y a todos ellos los llamamos hombres, término que puede aplicarse a otros objetos parecidos, pero que en todo caso supone un conocimiento confuso. Por tanto, lo que podemos conocer, en realidad, es lo individual y lo concreto.

Se trata de un pensamiento precursor del escepticismo, caracterizado por el intento de destrucción de previas teorías metafísicas que tratan de dar una explicación racional al universo. Contempla las pruebas tomistas de la existencia de Dios como no concluyentes, pues la búsqueda de la causa última de todas las cosas es infinita y nada puede garantizar que pueda llamarse Dios, solo es una posibilidad entre otras muchas. Estas ideas favorecen la libertad en el orden del pensamiento, que ya no ha de depender de ninguna idea sobrenatural.

Los mandamientos divinos son puramente arbitrarios y misteriosos, el hecho de que Dios tenga que ser obedecido culmina en el subjetivismo moral. Los actos que el ser humano realiza no son en sí mismos buenos o malos, sino que se catalogan como tales en virtud de que Dios los ordena o los prohíbe.

Las ideas de Ockham son consideradas por algunos autores como las raíces del derecho subjetivo occidental, en el que el individuo tiene poder de decisión y el Gobierno tan solo una responsabilidad limitada.

Supone, además, el punto de partida en el pensamiento individualista de Thomas Hobbes y John Locke y en la idea de contrato social de Jean Jacques Rousseau y en las corrientes filosófico lingüísticas modernas. Pero, además, nos ayuda a entender algunas posiciones del pensamiento posmoderno actual, caracterizado por ideas empiristas y agnósticas.

El espíritu crítico del nominalismo de Ockham no da respuestas claras a la comprensión de la realidad, ni una explicación convincente al modo en que la conocemos, y mucho menos al sentido de lo que debe ser obrar bien, aspectos que sí eran contemplados en la escolástica cristiana. Se abren así las puertas a una nueva etapa en el pensamiento filosófico: la modernidad.

1.2. ANTECEDENTES ÉTICO ANTROPOLÓGICOS DE LA RESPONSABILIDAD EN LA ÉTICA MODERNA

El periodo histórico conocido como Renacimiento, que transcurre entre los siglos XIV y XVI, va a suponer para la ética un claro cambio de dirección con el surgimiento del humanismo. Tanto la vida cotidiana, influida por las grandes transformaciones culturales, como las ideas acerca de las normas morales que deben prevalecer marcan un antes y un después respecto a la etapa medieval. Por primera vez el ser humano cree en el valor que tiene por sí mismo, considera que puede progresar y perfeccionarse, y ayudar a los demás a hacerlo, tomando como sustento el estudio de los clásicos, la elocuencia y el esfuerzo por integrarse de una manera positiva y activa en la totalidad ordenada y armónica.

El cristianismo de la Edad Moderna se representa en dos posiciones fundamentales. Por un lado, Erasmo de Róterdam (1466/69-1536), que defiende la libre voluntad de la persona que existe, aunque mermada, por el pecado original. Por otro, Martín Lutero (1483-1546), que parte de una posición pesimista en la que caracteriza la razón como parte intrínseca de la perdición humana y al humano como un ser que no está en condiciones para obrar libremente.

Para Lutero, apelar al libre albedrío es un acto de soberbia; el cristiano solo puede hacer uso de su libertad siguiendo la verdad recogida en la Biblia, todo intento de alejarse de ella conduce al error y a la perdición. Inspirador de la Reforma protestante, propone que las únicas reglas morales verdaderas son las que marca Dios; solo la fe en Dios hace justos a los seres humanos. Introduce la importancia de la figura del individuo como tal; cada persona puede establecer una comunicación directa con Dios de acuerdo con una predisposición interna que la orienta a buscar la felicidad y la salvación. En principio, ninguna de las obras del individuo es buena porque responde a los deseos, y estos son corruptos, ya que participan de la propia naturaleza humana. Pero, si la fe y la confianza en Dios es justa y verdadera, las obras del individuo pueden llegar a ser buenas.

Lutero considera que cada individuo debe actuar de manera responsable en función de su oficio y cargo específico; no existen normas generales establecidas marcadas por las personas, sino que cada una tiene que responder según el caso y situación, siguiendo únicamente las reglas que Dios establece. Este concepto supone una base para el concepto que nos ocupa, la responsabilidad debe partir del ser individual, cada persona ha de ser responsable de sus actos de acuerdo con las circunstancias que vive en cada momento.

En el contrapunto de la concepción panteísta de la realidad, según la cual Dios es la única realidad de la que todo emana, encontramos las aportaciones de Maquiavelo (1469-1527). En El príncipe (1513), defiende que no hay ningún valor o norma que marque un sentido determinado en la vida del ser humano; las acciones deben juzgarse solo por sus consecuencias, y no por la acción en sí misma.

El ser humano ansía el poder, la gloria y la reputación, y para lograr esas metas se pregunta cómo puede influir en los demás; lo importante es el objetivo, y no el que las acciones estén más o menos ajustadas a la moral.

Con este autor surge el concepto de conducta moral enfocada al éxito, a la eficacia en el logro de los fines y, sobre todo, a la conservación del poder. El fin justifica los medios; las normas y las leyes son necesarias para dirigir a los súbditos por el camino que se considera adecuado por aquellos que ejercen el poder en el Estado.

La sociedad no es una creación natural, sino humana, es el resultado de la actividad de la persona, se construye gracias a las acciones de los más fuertes y astutos de la sociedad, que son capaces de alcanzar y mantener el poder a cualquier precio.

En la actualidad, vivimos bajo la influencia de estos parámetros; los hombres intentan lograr el triunfo personal y profesional, entendido siempre desde una posición de fuerza, de estatus social, de poder y de influencia sobre otros que en algún sentido —material, moral, social— ocupan un lugar inferior. El éxito va ligado a posiciones altas en estructuras empresariales e institucionales, desde las que puede manejarse a los otros. Los modelos sociales ocupan posiciones de poder, sobre todo material y económico, y así, puesto que es más importante socialmente el que más tiene, es necesario caminar en esta dirección. La clave del éxito es tener; no es tan importante preocuparse por el ser.

En 1651, Thomas Hobbes escribe el Leviatán para dar cuenta de la naturaleza humana y la organización social. Apela a la conservación del ser humano como lo primordial en su existencia. Las reglas que obligan a la persona son tanto sociales como naturales, el individuo obedece al soberano por las posibles sanciones que se pueden derivar de no hacerlo y porque considera que es la única manera de lograr sus propósitos, obtener la dominación y evitar la muerte.

Según Hobbes, la felicidad humana consiste en un continuo progreso del deseo de un objeto a otro. Los hombres son impulsados por un continuo deseo de poder que cesa solo con la muerte. Hobbes es considerado como uno de los padres del individualismo, movimiento que defiende que la sociedad es un conjunto de sujetos, con sus propias metas, proyectos y fines específicamente individuales.

Los valores, los principios éticos y los criterios de evaluación moral parten del individuo, que es quien tiene autonomía y dignidad. La labor de la sociedad es ayudar al individuo a proteger ciertos derechos.

El individualismo será una de las corrientes teóricas más influyentes en la filosofía moderna y contemporánea y en la fundamentación de la concepción liberal y empirista de la responsabilidad social corporativa. Sus más destacados representantes son: John Locke, David Hume, Adam Smith, Stuart Mill, Von Hayek o Rawls.

Por primera vez en la historia, Immanuel Kant (1724-1804) sitúa la moral en el ámbito del deber. Para este autor, si debo es porque puedo; el concepto de deber entraña la noción de buena voluntad, pero también respeto a la ley.

La bondad de una acción no debe juzgarse por la acción misma ni por sus consecuencias, sino por la actitud de la voluntad. Todos nuestros talentos están mediatizados por la voluntad; utilizarlos con una finalidad loable o no solo depende de lo que cada uno pretenda en un momento dado:

No es posible pensar nada dentro del mundo, ni después de todo tampoco fuera del mismo, que pueda ser tenido por bueno sin restricción alguna, salvo una buena voluntad […]. La buena voluntad no es tal por lo que produzca o logre, ni por su idoneidad para conseguir un fin propuesto, siendo su querer lo único que la hace buena de suyo […]. El auténtico destino de la razón tiene que consistir en generar una voluntad buena en sí misma y no como medio con respecto a uno u otro propósito.33

Kant defiende la razón como una capacidad práctica que influye en la generación de una voluntad buena en sí misma, y no como un medio para alcanzar otros propósitos:

Una acción por deber tiene su valor moral, no en el propósito que debe ser alcanzado gracias a ella, sino en la máxima que decidió tal acción; por lo tanto, no depende de la realidad del objeto de la acción, sino simplemente del principio del querer según el cual ha sucedido tal acción.34

Es necesario entonces que el ser humano respete una ley cuya representación en sí misma sea el motivo de la voluntad que anima a la persona a actuar de acuerdo con el bien moral. La voluntad es la misma razón práctica que el individuo requiere para actuar de acuerdo con las leyes: «Cada cosa de la naturaleza opera con arreglo a leyes. Solo un ser racional posee la capacidad de obrar según la representación de las leyes o con arreglo a principios del obrar, estos es, posee una voluntad».35

El ser humano debe proceder siguiendo una ley que pueda querer que se convierta en ley universal, válida para todos los hombres. La dificultad estriba entonces en establecer esa ley, pues la persona tiende a atribuirse motivos nobles, pero encubiertos tiene otros móviles: «Cuando se trata del valor moral no importan las acciones que uno ve, sino aquellos principios íntimos de las mismas que no se ven».36

De esta manera, Kant diferencia claramente entre aquellos actos que se llevan a cabo por el deber que entraña una ley en sí misma para la persona y aquellos que responden a la preocupación por las consecuencias perjudiciales que puedan acarrear. Tomamos este punto para poner luz en el sentido que ha de tener el concepto de responsabilidad al que pretendemos acercarnos. ¿Hemos de ser responsables porque eso es lo que le dicta la razón a la voluntad o hemos de serlo por las posibles consecuencias que puede tener el no responder así ante la sociedad? ¿Actuamos de manera responsable cuando dejamos de contaminar el medioambiente por miedo a una multa o más claramente lo somos si actuamos consecuentemente con el propio deber del ser humano? La buena voluntad no consiste en hacer lo que se debe, sino en querer hacer lo que se debe. La intención es el elemento esencial de la moralidad; se puede actuar conforme al deber sin actuar por deber:

La voluntad es pensada como una capacidad para que uno se autodetermine a obrar conforme a la representación de ciertas leyes. Y una facultad así solo puede encontrarse entre los seres racionales. Ahora bien, fin es lo que le sirve a la voluntad como fundamento objetivo de su autodeterminación y, cuando dicho fin es dado por la mera razón, ha de valer igualmente para todo ser racional. En cambio, lo que entraña simplemente el fundamento de la posibilidad de la acción cuyo efecto es el fin, se denomina medio. El fundamento subjetivo del deseo es el móvil, mientras que el motivo es el fundamento objetivo del querer; de ahí la diferencia entre los fines subjetivos que descansan sobre móviles y los fines objetivos que dependen de motivos válidos para todo ser racional […]. El hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no simplemente como un medio para ser utilizado discrecionalmente por esta o aquella voluntad.37

Querer y desear implican aspectos muy diferentes. El deber tiene que servir para todo ser racional, mientras que lo que se deduce de los sentimientos y los intereses puede ser particular de cada individuo, y por tanto puede convertirse en una máxima, pero no en una ley universal; puede ser un principio subjetivo según el cual tenemos una inclinación a actuar de un modo determinado, pero no puede ser nunca un principio objetivo conforme al cual quedemos obligados a obrar.

Siguiendo sus deseos, la persona actúa particularmente de manera subjetiva, pero solo si sigue su razón se guiará por el deber que marca la buena voluntad. Esta razón a la que se refiere Kant es práctica y se perfila en leyes que se convierten en mandatos formulados en lo que él llama imperativos: «Fórmulas para expresar la relación de las leyes objetivas del querer en general con la imperfección subjetiva de la voluntad de este o aquel ser racional».38

Mientras que los imperativos hipotéticos son normas que expresan obligaciones condicionadas, es decir, son válidas para algunos seres humanos, pero no pueden considerarse leyes morales, los imperativos categóricos son incondicionados, absolutos, obligan a todos y, por tanto, se convierten en ley moral. Así, consideramos acciones rechazadas por la propia conciencia del ser humano, como matar a otro, y así deberíamos considerar también el hecho de utilizar a las personas como medios y no como fines en sí mismas.

Como consecuencia de estas reflexiones, Kant apunta una aseveración práctica: «El imperativo práctico será por lo tanto este: obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio».39

La cosificación de la persona, tan extendida en la actualidad sobre todo en el marco empresarial, está claramente cuestionada desde este enfoque kantiano. Utilizar a los seres humanos, ya sean empleados, compañeros de trabajo, colaboradores o clientes, como medios que permiten la consecución de unos objetivos empresariales, generalmente rentables para el accionista o el empresario, no es sino un altercado contra la propia dignidad de la persona.

Cuando pensamos solo en nuestros intereses económicos, de poder o de estatus y, para lograr esas pretensiones, nos servimos de otros sin tenerlos en cuenta como fines en sí mismos, no estamos obrando consecuentemente con esa ley universal que Kant propone.

Si no consideramos que en la vida social o empresarial cada uno cumple una misión o función, y sea cual fuere esta es igualmente digna a la de otros, no estamos siguiendo la dirección correcta que facilite la concordancia de la voluntad de cualquier ser racional con la razón práctica universal.

En la humanidad existen disposiciones tendentes a una mayor perfección que pertenecen al fin de la naturaleza con respecto a la humanidad en nuestro sujeto; descuidar dichas disposiciones podría muy bien subsistir con el mantenimiento de la humanidad como fin en sí mismo, más no con la promoción de tal fin.40

El ser humano tiende a perfeccionarse, a desarrollarse, y lo hace en cualquiera de las facetas de su vida. Llevándolo a nuestro terreno podemos debatir si la profesión, el desempeño de una labor en la empresa, es un eslabón más de esa cadena de actuaciones que cada persona necesita para crecer como persona y así debe ser entendido por cada individuo.

Es posible que el trabajo no sea únicamente una manera de salir adelante económicamente, es posible que suponga una oportunidad para que cada uno se desarrolle de manera integral como ser humano.

Creemos que esto no es solo una posibilidad, consideramos que en la empresa es responsabilidad de todos hacer posible que esto sea una realidad. Es responsable de ello el trabajador que elige realizar un tipo de trabajo determinado de la manera adecuada en interés propio y, por tanto, de la empresa en general, lo es también el cliente que accede a la compra de productos o al uso de servicios que cumplen una serie de especificaciones acordes con el desarrollo de la humanidad, asimismo lo es el directivo que facilita los medios para que todo esto se realice de una manera coherente sin atentar contra valores morales fundamentales.

Para Kant, un ser finito como el ser humano no puede hacerse una idea precisa de lo que realmente quiere para lograr la felicidad, pues no se trata de un ideal de razón, sino de imaginación, que descansa sobre fundamentos empíricos que no harán posible determinar la manera de alcanzar todas las consecuencias ideales de una acción, pues son infinitas. El que quiere una larga vida luego deseará que sea saludable, luego tener riquezas o amigos, es decir, no podrá precisar qué lo hará realmente feliz, porque irán surgiendo nuevos acontecimientos, situaciones que cambiarán sus deseos a cada paso.

Siguiendo a Kant, considerar la persona como un fin en sí misma, y no como un medio, es ofrecerle la oportunidad de buscar esa felicidad, de aspirar a cubrir sus expectativas como persona. En la empresa, esto significa contemplar a cada individuo no solo como trabajador, cliente, proveedor o accionista, sino como persona. Lograr esta pretensión requiere tener una idea clara de lo que es el ser humano y un conocimiento preciso de la importancia de su propia voluntad en la toma de decisiones que guían su conducta.

La empresa, compuesta por muchos seres humanos, puede facilitar esta andadura proporcionando planes de desarrollo adecuados a cada persona, información transparente a clientes y proveedores sobre lo que la organización pretende y cómo va a lograrlo, explicando cómo se accede a las materias primas, qué tipo de fuerza laboral se emplea, cómo se financia o qué garantías se ofrecen, colaborando con la comunidad local de la que dependen y con la sociedad en general, sin descuidar los intereses puramente económicos de accionistas y empresarios. Estos son algunos ejemplos de actuaciones concretas que seguir para proporcionar a todos aquellos individuos que se relacionan con la organización empresarial la libertad de elegir con confianza, seguridad y convicción.

Responsabilidad de la persona y sostenibilidad de las organizaciones

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