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Prólogo

En esta obra sobre la responsabilidad de la persona y la sostenibilidad de las organizaciones, la profesora Teresa de Dios reflexiona sobre la responsabilidad personal y corporativa realizando un valiente análisis histórico en el que comparecen todos los grandes temas de la ética. No limita su investigación a los enfoques social y económico (más habituales en la literatura), sino que trata de enraizarlos en un enfoque antropológico.

De ese modo, al hilo de la responsabilidad, se aborda quién es el sujeto responsable y cuáles son sus deberes; el marco espaciotemporal de la responsabilidad; en qué medida nos hacen mejores los demás, las leyes y normas o la educación; la necesidad de sentido para llegar a ser lo que aún no somos, y lo que significa una sociedad más justa y una persona más feliz.

Como dice la autora, «la responsabilidad social corporativa no puede entenderse plenamente si no es desde una posición éticoantropológica y desde un planteamiento estratégico para la empresa. El problema del bien y del mal está intrínsecamente ligado a la estructura antropológica de la persona y con ello al problema de su libertad y de su grado de responsabilidad». Y tiene razón. La estrategia posee una estructura muy similar a la ética, pues en ambas se trata de elegir bien los fines y los medios adecuados. Primero los fines, porque nunca se tiene bastante de lo que en realidad no se quiere.

El enfoque de Teresa de Dios no es el más frecuente en nuestros días. Lo que se lleva es una especie de nuevo moralismo alrededor del bienestar y el progreso que manejan algunas palabras (la justicia, la paz, la conservación de la naturaleza, la preocupación por las generaciones futuras), pero sin enraizarlas en los valores esenciales. De ese modo, se queda frecuentemente en vaguedades y se deslizan a la esfera políticopartidista. Quienes lo ejercen casi siempre tienen consejos y exigencias para los demás, y muy pocas veces para sí mismos.

Decir que el desarrollo humano (su plenitud) es un desarrollo integral supone considerar que afecta a todos los hombres: lo finito tiene sentido (nada es indiferente) y el todo no es imaginario (aunque no es necesario). Además, integral significa que afecta a toda la persona (inteligencia, voluntad, emotividad, relaciones, historicidad). Esta amplitud en modo alguno entraña complejidad, porque dar lo mejor de uno mismo es simplemente dar con el orden, sintonizar, unificar, encajar del modo más personal. Todos buscamos bienestar, ser felices, y todos (personas y pueblos) queremos progresar en esa dirección.

El desarrollo, el progreso, constituye el camino hacia la felicidad. Y en la medida en que esta inclinación resulta algo previo, dado, y compartido por todo el género humano, bien puede denominarse una vocación humana. Para entenderlo mejor basta considerar el peculiar modo de influencia que tiene el bien que buscamos. Lo buscamos porque, de algún modo, no lo poseemos y confiamos en que al final podremos alcanzarlo. Pero, si podemos buscarlo, si sabemos que lo queremos, es porque tenemos algo en común con él: en cierto modo, su anhelo nos está dado desde el principio.

Es decir, el progreso, nuestra mejora, tiene un inicio y un final. Y tiene, además, una historia, narrativa, de la que nos sentimos y sabemos plenamente responsables. En estos tres sentidos (fin, origen y recorrido), toda vocación tiene una parte de llamada, otra de verdad personal y otra de respuesta. Durante el recorrido, nuestro modo de ser libres es la responsabilidad. Respecto al fin, el modo de actuar del bien no es otro que la atracción, por lo que buscar equivale a dejarse llamar, dejarse buscar, descubrir qué vale la pena que atraiga nuestra mirada. Por su parte, la propia verdad puesta en el interior, desde el origen, es también eficaz y causa, como modelo y como impulso.

Todo bien es causa, porque atrae, y precisamente porque atrae es llamada, vocación. Pero la llamada exige respuesta, y una persona es feliz cuando responde a su llamada, cuando lo que hace responde a lo que es, a su verdad. La felicidad es la mejor señal de que la respuesta y la llamada están próximas a encontrarse.

Ciertamente, nuestro querer no siempre es como queremos que sea: nos dejamos llevar y hacemos cosas que en realidad no somos, que no responden a nuestra verdad interior, y entonces la felicidad no comparece. La vocación es una llamada que requiere una respuesta personal y, por tanto, libre. El desarrollo humano supone la libertad de cada persona y de cada pueblo: nadie puede garantizarlo desde fuera y por encima de la responsabilidad humana. Siempre habrá obstáculos, internos y externos, que frenen el desarrollo, pero nosotros seremos los artífices responsables de nuestros éxitos o de nuestros fracasos.

También dependen de la responsabilidad humana esas situaciones claramente injustas que llamamos de subdesarrollo y que no pueden ser fruto de la casualidad ni de una necesidad histórica. Los necesitados interpelan, y eso también es vocación, llamada de hombres libres a hombres libres para resolver una necesidad común.

Y es que, aunque tendemos hacia el bien, somos plenamente capaces del mal. Quienes lo olvidan y se consideran capaces de alcanzar una organización social perfecta que haga imposible el mal suelen considerar que para ello les está permitido cualquier medio, incluidas la violencia y la mentira.

El tiempo y los demás están, como muy bien expone Teresa de Dios, presentes en el desarrollo integral, del mismo modo que están presentes en nuestro deseo de felicidad. Y a lo largo de la historia los totalitarismos han aparecido tanto cuando se ha intentado negar la libertad personal como cuando se ha intentado arrancar violentamente el mal sin dar tiempo a la paciencia.

Como expone la autora, en nuestra sociedad, frecuentemente la persona ha quedado desintegrada, reducida a un conjunto de funciones: emplear, trabajar, dirigir, colaborar, consumir o producir. El individuo se presenta ante los demás como un empleado, un trabajador, un consumidor, un compañero, un jefe, un subordinado o un operario, y de esta manera es tratado por el otro. Por encima de su condición de persona se encuentra la función que desempeña y la relación que esto provoca con sus semejantes.

En sus Aproximaciones al misterio del ser, Gabriel Marcel apunta: «El individuo tiende a aparecer ante sí mismo y también ante los demás como un simple haz de funciones. Desarrolla su vida sin perfilar un horizonte, sin plantearse quién es o quién quiere llegar a ser, sin cuestionarse sobre su existencia».

Sin acudir al núcleo de la persona es muy difícil entender los problemas y apuntar las respuestas. Ocurre que, como dice Marcel, ese núcleo es en cierto modo un misterio (no lo podemos explicar del todo, no podemos conceptualizarlo: el ser no es una esencia, un qué). El misterio del ser es el misterio del don, del amor. Por eso, hacer bien el bien es lo propio de la diligencia, de la prontitud. Frente a la pereza, el tedio o la desidia, diligo significa ‘amar’, que es tanto como dar, o incluso crear. Y es que, en el orden de nuestra capacidad de dar lo mejor, la capacidad de comprometernos pone en juego una nueva dimensión.

Cuando decimos «de acuerdo» al cerrar un contrato estamos haciendo lo que decimos (el lenguaje pasa de ser descriptivo a performativo); de igual modo, cuando ofendemos a alguien, nuestras palabras son la ofensa. Y cuando nos comprometemos, sencillamente estamos creando un tiempo en el que poder cumplir esa promesa. Responsabilizarse no es solo justificarse, dar razón de por qué algo que tenía que haber ocurrido no ha ocurrido. Comprometerse (prometer para poder cumplir) significa estar dispuesto a no guardarse nada (entregarse) para conseguirlo.

La fidelidad posee el misterioso poder de renovar a quien la ejercita y a su objeto. Le sucede como a la capacidad de servir. Si consideramos que servir significa servir para algo, podemos ejecutar esa función sin comprometer nuestro ser; pero cuando servir es servir a alguien, entonces el propio vivir ya no consiste en existir o en subsistir, sino en darse, en disponer de sí. Por eso, no es posible separar la fidelidad a los otros de la fidelidad a nosotros mismos. Ser fiel a la propia misión consiste en responder a una llamada personal e interior, ciertamente, pero se trata de una intimidad en la que los otros han entrado en algún momento de nuestra vida para no salir ya más.

Tenemos la capacidad de ser leales a esa parcela de la creación que hay dentro de cada uno, a ese don que se nos ha concedido de poder participar en la tarea de humanizar el mundo o de volverlo más inhóspito. De este modo, se enraíza toda responsabilidad social en la responsabilidad y el compromiso personales.

Desde luego, hay que felicitar a la autora por su atrevimiento y por sus reflexiones. Y sobre todo por la senda que marca.

José María Ortiz, agosto de 2018

Responsabilidad de la persona y sostenibilidad de las organizaciones

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