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PENSAR EL SILENCIO

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El «manual» de yoga más antiguo, los Yogasutra de Patáñjali, un sabio que probablemente vivió en la India hacia el siglo II a.C., es una compilación de un conocimiento previamente transmitido de viva voz a lo largo de los siglos, hasta tomar forma en una síntesis de 195 aforismos (o sutra). Condensa pues una larga historia de reflexión y práctica. ¿Cuándo o cómo arrancó esa cadena de transmisión, ahondando, experimentando, afinando, generación tras generación, antes y después de Patáñjali? ¿Con qué objetivo?

Se me ocurre que podríamos compararlo con el nacimiento del fuego. Imaginemos qué es lo que pudo haber sucedido hasta que un grupo humano se puso a frotar conscientemente piedras o ramitas, y a desarrollar las mejores maneras de encender un fuego. ¿Qué pasó? Fue un proceso largo, seguro. Quizás un chispazo un día, mientras alguien intentaba dar forma a una piedra golpeando piedra contra piedra. Y otro día otro chispazo, y otro, y otro; chispazos que encienden fuegos que desprenden calor... y de ahí a golpear las piedras con el objetivo de encender un fuego, y desarrollar estrategias para controlarlo y mantenerlo encendido. Es decir: suceso natural primero, seguido de observación, imitación, repetición; mejorando poco a poco...

Pues quizás algo así con el ámbito del silencio: suceso natural, observación, imitación, repetición, mejora... ¿En qué sentido podemos hablar de un «suceso natural» en relación al silencio?

No disponemos de datos que nos permitan asomarnos a esos «chispazos» naturales silenciosos de hace miles de años. Pero algunos relatos autobiográficos más recientes sí que pueden ofrecernos pistas en esa dirección. Me refiero a descripciones de personas que, por algún motivo, se dan de bruces con un momento de profundo silencio en el que la existencia queda como en suspenso. Generalmente se trata de experiencias muy breves pero, cuando se vuelve a la «normalidad», se sabe que se ha vivido algo valioso, como una sacudida desde lo hondo que ha hecho posible una vivencia de la realidad, también de la propia vida, desde una plenitud desconocida hasta entonces. Una experiencia o comprensión que tiene sabor de profunda comunión, de unidad con todo y con todos; de formar parte de una realidad mayúscula, misteriosa, infinitamente valiosa. Y ese «chispazo» no previsto da lugar a analizar lo que se ha vivido y a buscar la forma de tener acceso nuevamente a ese «modo silencioso», desde la convicción de haber vislumbrado, como por casualidad, una posibilidad humana realmente valiosa, un «tesoro escondido» desconocido hasta entonces. Escribe Geneviève Lanfranchi (1912-1988) en su diario:

Me parece que si un animal que se moviera en un plano de dos dimensiones adquiriera de pronto la captación de la tercera, sentiría el vértigo que yo siento. Querría explorar esa nueva dimensión sin saber cómo hacerlo; y también desearía recuperar la seguridad de su universo plano de la misma manera que yo vuelvo a las ideas o a los sentimientos. Y, cada vez, se daría cuenta de que retornaba a un mundo superficial del que había sido arrancado por alguna gracia1.

Son ejemplos y palabras como estas las que nos van dando pistas. Podríamos aportar otra voz, la de Rabindranath Tagore en un atardecer entre tantos, desde su terraza de Joraranko; pero ese día en concreto algo sucedió y la escena le dejó maravillado. «¿Qué factor había desencadenado un efecto tan especial aquella tarde?», se preguntó el poeta.

¿Era aquel levantarse del manto de la trivialidad de encima del mundo cotidiano debido a alguna magia de la luz del anochecer? No. Yo vi en el acto que era el efecto del anochecer que se había adentrado en mí; sus sombras habían borrado mi ego. Mientras mi yo estaba rampante durante el relumbrón del día, todo lo que yo percibía estaba mezclado y escondido por él. Ahora que el ego estaba relegado a último término, podía yo ver al mundo en su verdadero aspecto. Y ese aspecto no tenía nada de trivialidad, estaba lleno de belleza y alegría infinitas.

Desde que tuve esta experiencia probé el efecto de suprimir mi ego a toda conciencia y de mirar al mundo como mero espectador, e invariablemente me sentía recompensado con un sentimiento especialísimo. Una mañana, el sol estaba levantándose por las copas frondosas de los árboles. Mientras continuaba mirando, un velo pareció haberse caído de mis ojos, y encontré súbitamente al mundo bañado en una maravillosa irradiación, con olas de belleza y alegría hinchándose por todas partes. Esta irradiación traspasó en un momento las dobleces de tristeza y abatimiento que se habían acumulado sobre mi corazón, y lo inundaron como con una luz universal indecible.

En aquellos días escribí los siguientes versos: No sé cómo, de repente, mi corazón abrió sus puertas de par en par, y dejó que las multitudes de los mundos se precipitaran dentro, saludándose. Y no fue exageración poética. Más bien no tenía yo el suficiente poder para expresar todo lo que sentía2.

Tagore está apuntando a que si se deja caer el velo de ocupaciones y preocupaciones, si se le abren las puertas de par en par a «eso que hay ahí», «eso» puede mostrarse en su esplendor, pues se ha retirado lo único que lo limitaba.

«Cuando la cognición contiene su aliento, nuestro sentido del ser se hace anfitrión de la belleza», escribía George Steiner3. Contener el aliento de lo que se sabe, de lo que se supone, «contener el aliento»... qué imagen más acertada. Anfitriones de la belleza... No parecen referirse a una belleza condicionada a unos cánones o a unos determinados rasgos externos; todo existir, pura belleza, sin más... Tagore comprendió que la diferencia no estaba fuera, sino en él, en el mirar: como si el anochecer o el amanecer hubieran podido adentrarse en él porque el ego, la mirada personal, había dejado de filtrar y dirigir lo que se estaba mostrando. Ocurrió sin él pretenderlo aunque, por lo que nos dice, pasaba tardes y amaneceres en su terraza, saboreando lo que se presentara, sin más (no lo olvidemos). A partir de aquellas primeras experiencias poderosas, se ejercita conscientemente; procura mirar como espectador silencioso, sin proyectar, sin dar nada por supuesto, mirando con todo el ser. ¿Dónde le lleva ese mirar?

Y vino a suceder que ninguna persona o cosa en el mundo me pareció ya trivial o desagradable. Contemplando desde el balcón el andar, la figura, las facciones de cada uno de los que pasaban, fueran quienes fuesen, me parecían todos tan extraordinariamente maravillosos como el fluir de las olas del mar del universo. Desde la infancia solo había visto con mis ojos, ahora comenzaba a ver con la totalidad de mi conciencia. [...] El mundo se me apareció no como montones de cosas y acontecimientos, sino que se abrió a mi vista como un todo esencial...4.

Antes de acercarnos a otra voz, tomemos nota: todo cobra importancia, presencia, valor, nada es «normal», todo lo percibe como profundamente valioso, lo que sea, quien sea, como pinceladas de un todo esencial que todo lo envuelve, todo lo habita, todo lo es. Otro ejemplo: Jane Goodall, la primatóloga. Días, semanas, meses, en Tanzania, en las selvas de Gombe, siguiendo y observando a un grupo de chimpancés. Cuanto más tiempo pasaba en soledad y atenta a lo que le rodeaba, más presencia cobraba todo:

Cada día me acercaba un poco más a los animales y a la naturaleza y, por lo tanto, también a mí misma [...]. Cuando más tiempo pasaba a solas, más me confundía con el mundo mágico y frondoso que ahora era mi hogar. [...] Y cada día aprendía más cosas sobre los chimpancés. [...] Las horas que pasaba en la selva siguiendo, observando o simplemente estando con los chimpancés no solo arrojaban datos científicos, sino que me colmaban de una paz que me llegaba a lo más profundo. [...] La belleza siempre estaba allí, presente, pero los momentos de auténtica conciencia de ella eran infrecuentes, llegaban sin avisar...

Vamos a ir espigando solo algunas frases de una descripción que se extiende a lo largo de varias páginas:

Recuerdo particularmente un día, entre muchos otros. [...] A mi alrededor los árboles aparecían velados por los últimos misterios del sueño de la noche. Todo estaba en silencio, en la paz más absoluta. [...] La belleza del cuadro quitaba el aliento [...] sobrecogida por tanta belleza, debí entrar en un estado de lucidez ampliada. Es difícil –imposible, de hecho– plasmar en palabras el momento de verdad que de repente me invadió. [...] Cuando después traté de recordar la experiencia, me pareció que el yo había estado totalmente ausente: yo y los chimpancés, la tierra y los árboles y el aire parecían fundirse para devenir uno con el poder espiritual de la vida. [...] Nunca había sido tan terriblemente consciente de las formas, de los colores de cada hoja, de las distintas siluetas de sus venas, que las hacían únicas.

Más tarde, sentada junto a un pequeño fuego, calentando mi cena de judías, tomates y huevos, aún seguía flotando en el milagro de mi experiencia. Sí, pensé, hay más de una ventana por la que los humanos podemos mirar el mundo que nos rodea y darle un sentido. [...] Aquella tarde fue como si una mano invisible hubiera retirado una cortina y, por un segundo, hubiera mirado a través de una de esas ventanas. Como si en un instante de «visión» hubiera conocido la infinitud y el sereno éxtasis, y la verdad de unas sensaciones que la ciencia dominante tan solo vislumbra. Y supe que la revelación me acompañaría el resto de mi vida, que la recordaría de manera imperfecta pero siempre dentro de mí. Una fuente de fuerza de la que poder valerme cuando la vida fuera dura, o cruel, o desesperada. [...]

Tumbada boca arriba contemplaba cómo el cielo se iba oscureciendo. Qué triste sería, pensé, que los humanos perdiéramos el sentido del misterio, la capacidad de admirar y sentir ese profundo y sobrecogedor respeto...5.

De nuevo, paz, belleza, íntima comprensión de la unión con todo, de no ser un elemento separado del conjunto. «El yo había estado totalmente ausente», ese yo que suele condicionar la percepción y la comprensión; y, en su ausencia, la captación lleva el sello de la unidad. Esa mirada silenciada, o no condicionada por la perspectiva del yo, no le aportó a Jane nuevos datos. Estos se multiplicaban, día a día, en el ejercicio de la observación científica. Lo que le proporcionó esa otra mirada, «retirando la cortina», fue un nuevo sentido del mundo y de sí misma; una captación de «verdad» experimentada en el ámbito de las sensaciones, el del sentir. Un sentido con sabor a indecible misteriosidad, a sobrecogimiento, a profundo respeto, a paz... que la impregnará y la acompañará a lo largo de los años, convirtiéndose en fundamento de su vida y de sus decisiones.

Podríamos aportar más voces insistiendo en todos estos aspectos, pero no hace falta alargarse ahora; ya irán apareciendo. Siguiendo aquella comparación con el descubrimiento del fuego, en este momento solo buscaríamos imaginar cómo podrían haber sido esos «chispazos» iniciales que encendieron fuegos valiosos, da igual que se produjeran ayer o hace miles de años.

Si hacemos caso a sus palabras, vemos que se da una experiencia vital profundamente valiosa y que se comprende que vale la pena ampliarla, adoptarla como parte integrante de la vida. Es como si ese momento de verdad mostrara que se está haciendo un uso muy limitado de las propias capacidades; que vivir puede ser otra cosa, que puede tener otra profundidad y amplitud; que tenemos por costumbre limitarnos a unas pocas notas de la partitura, siempre las mismas, dirá G. Lanfranchi. ¿Cómo hacer, entonces, para retirar conscientemente esa cortina y convertir lo que fue una experiencia breve, en un modo de vida? Ahí podemos imaginar todo tipo de intentos para lograr «mirar mejor», para bajarle el volumen al yo y a sus permanentes proyecciones, para fortalecer la capacidad de atención. Y esos intentos se concretarán poco a poco en prácticas, en consejos, incluso en métodos, en una pluralidad de enseñanzas.

Y así, cruzando los siglos, han llegado hasta aquí numerosas palabras de maestros y maestras de las vías del silencio. Serán ellas –decíamos– las que mejor podrán ayudarnos a comprender el sentido y la aportación de cualquier práctica de silencio. Porque, cuando nos acercamos a esas fuentes, nos encontramos ante un legado nacido de la experiencia personal (intuiciones, tanteos, errores, aciertos) de alguien que nos ha precedido en esa exploración y que ha tenido el detalle de dedicar un tiempo y un esfuerzo a poner la propia experiencia a disposición de los demás. Y también todo su empeño en avisar de la posibilidad, por si hay quien no la ha intuido todavía: «¿no te das cuenta?», parecen decirnos, «¡despierta! ¡mira, sin miedo!», «hay más», «eres más»... Se suceden imágenes, metáforas de todo tipo, como intentando ayudar a retirar el velo, a compartir la captación de esa hondura.

Quizás ya sabemos de qué van esos «chispazos», o no; a lo mejor fue en un día de tranquilidad, o a raíz de la sacudida provocada por una muerte cercana, o un accidente, o una enfermedad grave; algún suceso de esos que le dan un golpe radical al ego, tocándolo en su línea de flotación. O ante un nacimiento, o una escena que se saliera del guion habitual... Pero aún habiendo recibido ese «toque», no tardamos mucho en recomponer la «normalidad» cotidiana. En resumen, que esos avisos tienen todo el sentido aunque, si no se genera algún grado de intuición sobre a qué están haciendo referencia, pueden caer en saco roto o parecer cuentos de iluminados.

Pero ahí están, ahí está el esfuerzo de tantas y tantos por ahondar en las posibilidades de la existencia humana. Cada cual desde las palabras y conceptos de su época y lugar, como no podría ser de otro modo. Y todo eso tiene que ver con el silencio. Y la pluralidad de voces aporta un valor añadido a quienes –al más puro «estilo santo Tomás»– necesitamos «tocar para creer». Porque a pesar de las distancias culturales y la diversidad de lenguajes, se hace evidente que apuntan a un mismo ámbito, a una misma experiencia humana universal, a una misma «perla escondida»... Nos interesará, o no, echar a andar en esa dirección, pero algo nos dice que no puede ser casualidad ni fantasía, que ahí hay algo muy real que se nos está ofreciendo.

Vamos pues a procurar desentrañar o interpretar hacia dónde apuntan y qué nos sugieren. Ya con esos pocos primeros ejemplos se ve claro por dónde suena la flauta: una mirada (o actitud) silenciosa que guarda relación directa con una determinada gestión del yo; y, desde ahí, se genera una peculiar experiencia de «verdad» que tiene sus consecuencias...

Pero, como introducción, nos podrá ir bien recordar primero lo que sabemos sobre el yo y sus proyecciones. Si el silencio transforma la visión y la comprensión de la realidad, ¿cómo trabaja la mirada antes de esa modificación? «Hay más de una ventana por la que los seres humanos pueden mirar el mundo», nos decía Jane Goodall. Pues previo a adentrarnos en la exploración de la «ventana silenciosa», echaremos una mirada a lo que pueden ser las distintas ventanas, qué aportan, cómo se complementan. Una introducción que nos podrá ayudar a interpretar el sentido de las indicaciones que nacen del ámbito del silencio e invitan a adentrarse en él.

Silencio

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