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EL SILENCIO Y LA GESTIÓN DEL EGO

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«Callar al ego», minimizarlo, «matarlo»... Pero ¿a qué viene esa manía contra el ego? ¿Qué haríamos sin ego? Si es el andamiaje que me permite filtrar, aunar y ordenar experiencias y reacciones; si sin esa pauta básica de ensamblaje viviría amorfa en un puro caos más amorfo todavía... No sobreviviría, vaya.

Entendámonos. El problema no es el ego, esa función básica para la vida humana, sino confundir la realidad que construye y proyecta con «la» realidad; e identificar la existencia, mi existir, con el personaje que da forma a mi ego. El tema está ahí: hemos aprendido un guion –y asumido un papel en ese complejo despliegue que hace posible la sobrevivencia–, pero la realidad, la vida, desborda cualquier guion, cualquiera de nuestras simplificaciones e interpretaciones.

Quizás lo hemos leído ya muchas veces y podemos pasar al capítulo siguiente. Pero aun así, no estará de más insistir sobre esta cuestión y volver a darle un par de vueltas, pues no resulta fácil deshacer ese hechizo. Hay ahí un automatismo siempre a punto para mantener esa identificación. Y es normal que así sea. Pues esa es, ni más ni menos, la función del ego: proporcionarnos una visión unificada, sólida y coherente de la realidad y de nosotros mismos como sujetos diferenciados en ese escenario, personas que saben cómo reaccionar en las distintas situaciones. ¿Cómo se alcanza ese logro? Porque, no lo olvidemos, nacimos un día sin «mundo» y sin personalidad, sin realidad, sin comprender nada, sin palabras, sin capacidad de pensar, sin conciencia de ser «alguien» en relación con..., y en poco tiempo resulta que somos «alguien» que «sabe» y es capaz de interactuar.

Rebobinemos la película. El mundo que vemos y habitamos es una construcción mental. A veces perdemos de vista este pequeño detalle y pensamos que todo esto es «la» realidad. Pero no. Es la realidad humana, la de un determinado entorno social humano y concretada a través de mi experiencia personal, la tuya y la de cada uno. El mundo que vive mi perro, que se encuentra a pocos metros de mí, es radicalmente otro. Y el de la paloma picoteando el suelo, y el de las hormigas que ahora no veo pero que sé que están aquí. Y el de los tigres, las abejas, los pulpos y los murciélagos... todos son otros «mundos»; quizás vivimos en un mismo entorno, pero en realidades distintas... Si nos paramos medio segundo a pensar, lo sabemos; pero en el fondo subyace firme la creencia de que la realidad que yo vivo, la realidad humana, es «la real»... por algo somos «superiores» ¿o no? Una suposición de «única realidad real» muy poco científica, muy poco sostenible, pero así es. ¿Qué hay ahí? Ondas electromagnéticas o partículas elementales combinándose en átomos que forman las moléculas de nuestro cuerpo y de todo lo que nos rodea. Una realidad externa e interna, captada con los órganos de los sentidos, ofreciendo una cantidad ingente de informaciones que el cerebro integra generando una percepción unificada...

La especie humana. Una más en la compleja e infinita trama de la vida. Cada especie percibe, interpreta, genera y habita un mundo a su manera. Tiene su propia perspectiva de lo que es la realidad. Sería fantástico poder cambiar de gafas por unos instantes, poder ver desde la mente y los sentidos de un ave migratoria y su percepción de campos magnéticos, por ejemplo. Las estrategias de la supervivencia son increíbles. Los órganos captan, seleccionan, el cerebro coordina, ordena, interpreta, integra... Los órganos evolucionan en función de lo que esa especie necesita para sobrevivir y la realidad adopta una forma en función de la biología de cada especie... Un juego de acoplamiento y de creación constante de realidades, que produce la percepción de «esto que hay aquí» como si se tratara de un entorno sólido, ordenado, con sentido, en el cual esa especie (aquella forma de vida) puede sobrevivir, siempre con la (ilusoria) certeza de que lo que percibe es lo que en verdad hay. Y cada hormiga, al nacer, reacciona como hormiga y toma su lugar en una compleja organización social. La hormiga granera no se confunde, no imita a su vecino el gusano ni a su pariente la hormiga carpintera, o a la cortadora de hojas; es hormiga granera porque en su genoma lleva toda la información necesaria para saber qué hacer y cómo en cada situación para poder reaccionar como hormiga granera hecha y derecha. Toda esa información ha viajado biológicamente de generación en generación de hormigas, desde la noche de los tiempos, hasta llegar a nuestras contemporáneas. Y así en cada especie. Bueno, casi... Porque en la especie humana la vida tomó un derrotero muy, muy peculiar... dejando el «libro de instrucciones» biológico ¡con la mayoría de páginas en blanco! Unas pocas instrucciones básicas y un mensaje bien claro: «nacido a punto para aprender». Aquellos ejemplos de algún bebé creciendo aislado sin contacto con un entorno humano nos permiten darnos cuenta de que ni algo tan básico como erguirse en pie es innato. Solo agarrarse del pezón materno, llorar a pleno pulmón para llamar la atención, y poco más. El resto irá tomando forma en un complejísimo proceso de aprendizaje en el seno de un grupo de seres humanos.

Desde el mismísimo momento de nacer oímos palabras, palabras que incitan y guían a la percepción, palabras que van dando forma y coherencia a lo que vemos y sentimos. Poco a poco, entre esa nueva vida humana y el entorno se va generando una rica interfaz lingüística que va dando sentido a todo el conjunto. Lo que en un primer momento sería un caos de percepciones se va transformando progresivamente en una realidad significativa «apalabrada». Las palabras no son etiquetas colgadas de las cosas. Cada palabra, cada concepto, es selección, es simplificación e interpretación; guía a la percepción en función de lo que resulta útil y en la forma en que lo es, teniendo en cuenta su interrelación con una compleja y rica red de conceptos: así hasta la creación del mundo de palabras en el que habitamos y que sustituye la impresión directa de los inputs sensoriales. Esta es la maravilla de la significación lingüística. La adquisición del lenguaje es la adquisición de una vidriera que da sentido y condiciona la percepción; una vidriera densa y rica si los sentidos han estado debidamente estimulados.

Cada grupo humano, según sus condiciones de vida, va dando una significación a sus palabras, va creando sus propias narraciones colectivas que fundamentan el sentido de la existencia, orientan el comportamiento del grupo, sus valores, cómo interrelacionarse (dentro y fuera del ámbito del grupo social, con los demás, con la naturaleza). Cada cultura es una increíble creación, la creación de un mundo, el despliegue de un modo de sobrevivencia adecuado en un entorno determinado. Y cada vida humana nace preparada para ser tal, en el modo de serlo del grupo en el que nace, o en el que crece y se desarrolla. En el caso de la especie humana, la herencia genética no determina los «cómos», solo ofrece las bases para hacer posible el aprendizaje y el desarrollo de una existencia humana.

¿Qué ganó la vida con semejante cambio de rumbo? Adaptabilidad. Se requiere tiempo, generaciones, para poder llevar a cabo cualquier adaptación biológica, por pequeña que sea, tiempo para poder responder a las transformaciones de las condiciones ambientales. La mayoría de las veces no se llega a disponer de ese margen y la especie se extingue. En cambio, las adaptaciones culturales son infinitamente más rápidas. Quizás hoy nos pueden parecer lentas, necesitaríamos aumentar la velocidad, pero es este invento de la vida el que le ha permitido a la humanidad cambiar y colonizar todo tipo de ambientes naturales sin que se hayan producido cambios substanciales a nivel biológico. Basta con transformar el sentido de las palabras, las narraciones colectivas y los modelos que se ofrecen, para que las situaciones sean valoradas de nuevas maneras, se pueda responder desde nuevos parámetros o paradigmas... Para así generar unas transformaciones culturales que equivalen, de hecho, a auténticos cambios de especie.

Pero, un momento, no olvidemos el tema que nos ocupa: ¡el ego! ¿Qué tiene que ver todo eso con el ego? El ego tiene un papel esencial en este proceso. ¿Cómo se unifica coordinadamente todo ese aprendizaje? Y ¿por qué, si nacen dos bebés en un mismo lugar y un mismo tiempo, no reaccionan igual? ¿Por qué tienen «personalidades» distintas?

Ese niño, esa niña, que va recibiendo palabras en un determinado entorno, recibe muchas otras señales del colectivo humano que le acompaña. Recibe señales de afecto y de rechazo, presencia todo tipo de comportamientos, gestos, reacciones; y prueba, ensaya, imita: aprende. Durante la infancia y la adolescencia los programas genéticos del cerebro estimulan a aprender cuanto más mejor del entorno social (siempre al servicio de la supervivencia, no lo olvidemos). Esa joven vida humana va adaptando sus reacciones y respuestas al ambiente social en el que vive. Imitará a quien admira o aprecia, evitará parecerse a quien rechaza. El cerebro está biológicamente preparado para la imitación; gracias a las llamadas neuronas espejo, diseminadas en muchas zonas cerebrales, el conjunto del cerebro funciona como un gran espejo. Ese tipo de neuronas se encuentran en las zonas motoras, en los centros de lenguaje, de la empatía, del control emocional, de la creatividad... contribuyendo así a todos nuestros aprendizajes sociales1. Y así vamos aprendiendo a interpretar y a vivir en el ambiente natural y social en el que nos encontramos. Según la respuesta obtenida, incorporaremos una actuación u otra. La experiencia de aceptación o rechazo es fundamental en todo ese proceso; la respuesta emocional que un comportamiento desencadena es el faro que orienta, que avisa del peligro y toma nota del éxito o del fracaso. Todo ello va alimentando la memoria personal e íntima (en gran parte inconsciente) que va marcando un particular modo de reaccionar y relacionarnos con el entorno: la personalidad de cada cual. Todo ese conjunto de aprendizajes, recuerdos, deseos, emociones, razonamientos, decisiones, va alimentando esa identidad personal, ese yo, esa estructura psíquica que incorpora un amplio conocimiento colectivo y una memoria personal emocional que orientará el comportamiento, la percepción de la realidad y de uno mismo. Un complejísimo proceso de creación de una «entidad» capaz de sobrevivir en un entorno determinado. Así pues, llamamos «ego» a esa estructura básica al servicio de la supervivencia y su gran arte es el de lograr filtrar el mundo y las reacciones personales en función de unas expectativas, esperanzas y miedos, en base a la experiencia previa adquirida.

Y si su función es tan esencial, ¿qué problema hay con el ego?

El ego suele hacer muy bien su papel, pero con tendencia... ¡a pasarse! Con tendencia a invadir todo el territorio y a no dejar espacio para nada ni nadie más. Con tendencia a obstaculizar el funcionamiento de la otra parte de la cognición humana, la que atiende, mira y escucha, la que se abre a la realidad. Una tendencia que nos lleva a identificarnos con el yo y sus hábitos, a mirar solo desde la actitud que busca protegerse (a uno mismo y a los más próximos); que busca ganar, que siempre va tras el logro de algo. Desde ese «piloto automático» –recordemos– no vemos, solo recogemos respuestas a nuestras necesidades; permanentemente proyectando ideas, juicios previos, seleccionando e interpretado al servicio de alguna expectativa, deseo o miedo, que condiciona totalmente el resultado. Pero si no hubiera más posibilidad que esa, ¿cómo podría explicarse la creatividad, la experiencia de asombro, de novedad, de descubrimiento ante la existencia?

Aquí es cuando tenemos que hablar de esa «otra parte de la cognición» que acabamos de mencionar; o de la doble dirección en la que funcionan las capacidades humanas: dos direcciones o actitudes, opuestas y complementarias. Porque esa capacidad de simplificación y abstracción, que nos permite ver y reaccionar desde el bagaje del conocimiento y las experiencias previas, se complementa con su reverso: la mirada que se para, que no proyecta, no busca, que atiende y acoge la presencia de lo que aquí pueda haber. Y en ese atender es cuando puede recibirse el latido de la realidad, su valor, su inmensidad. Ahí es donde el conocer humano deja de moverse por las rutas familiares que él mismo ha creado y adopta una actitud atenta al despliegue de la existencia. Conocimiento que silencia lo que sabe y que, por poco que mire, que esté de verdad con el corazón y la mirada tendidos hacia lo que tiene delante (y no pegados al monólogo mental que nos ocupa permanentemente) descubre que todo es «más», que nada es insignificante, que el mismo hecho de existir no tiene nada de normal. Es así como un Albert Schweitzer (pastor evangélico, médico y músico), a sus noventa años, podía sentirse admirado «ante el misterio de la existencia, ante el irresoluble enigma de la presencia de una gota de lluvia o de un copo de nieve», ante «los mil prodigios que se pueden contemplar a cada instante, [...] y cuantos más años pasan, más se multiplican estos»2.

Esas dos modalidades cognitivas son como dos actitudes complementarias e imprescindibles, como lo son la inspiración y la expiración para poder respirar. Cada una de ellas tiene su función en la construcción de mundo, en la forma humana de habitar la existencia. Constituyen la clave de bóveda de la interacción relacional y de la valoración. De una parte, como hemos visto, existimos mediatizados (y ayudados) por la «vidriera» de los saberes adquiridos (conceptuales, emocionales, actitudinales), por el filtro de las conexiones ya establecidas que siempre nos acompaña, simplificando y organizando la realidad a nuestra medida, permitiéndonos prever, interpretar, gestionar, reaccionar ágilmente a partir de la experiencia previa... Y de la otra, se da esa mirada gratuita, que se interesa por lo que ahí hay, porque sí, porque existe. Es esa actitud atenta de la mente y del sentir, auscultando la realidad, la que nos permite sentir el «toque» de la realidad, dejarnos tocar por su «presencia» y reaccionar en sintonía. Del ejercicio (consciente o no) de esa segunda mirada depende el que nos importe algo más que nosotros mismos y nuestro beneficio inmediato; que el ego vaya desarrollándose «poroso», impregnándose de la presencia de los demás, de la vida en todas sus formas, o lo haga cerrado sobre sí mismo, ciego, insensible, sin llegar a establecer las mínimas conexiones propias de la condición humana.

Cuando la vida de una comunidad se desarrollaba pasando largas e intensas horas en contacto directo con el medio natural, los cielos, las lluvias, el mar..., en constante interacción de interdependencia con el mundo animal y vegetal, las capacidades participaban ejercitándose en las dos direcciones. Algo parecido a lo que vivía Jane Goodall cuando trabajaba en la selva –recordando el ejemplo que hemos visto más arriba–. Cuanto más se aleja la vida de esos ritmos pausados, en íntimo contacto con el entorno natural y social, más conscientes deberíamos ser de la función esencial de ese «cuerpo a cuerpo» con la realidad en el ejercicio de la mirada atenta.

El valor de algo, independientemente de si responde o no a mis necesidades, me lo dará una mirada que no busque nada, que no mire desde la necesidad. Una mirada (y un corazón) que no obedezca a la curvatura que impone el ego. Es ahí donde se generan los lazos con todo aquello que no soy «yo», unos lazos imprescindibles para equilibrar la respuesta a la necesidad teniendo en cuenta el respeto por el bien global.

En el reducido «libro de instrucciones» biológico humano falta incluso aquella instrucción básica que parece encabezar el programa genético de cualquier otra especie: «máximo beneficio por mínima destrucción». Hasta algo tan esencial como esto, depende de un adecuado desarrollo y aprendizaje... que implica el ejercicio de las capacidades en su doble movimiento o actitud. «Debería comprenderse la importancia que tiene este silencio –avisa Antoni Tàpies, pintor–. No es un capricho, te hace ver más claramente la unidad universal de todas las cosas. Se estimula un espíritu más comprensivo y solidario entre los seres humanos y con la naturaleza»3. Así es, esa es su función; porque ese silencio, silencio del yo, nos acerca a la realidad, nos permite sentirla, notar la presencia, la vida, del otro y de todo lo que nos rodea. No es capricho, es necesidad; ahí es donde radica la fuente del amor, de un sentir que va más allá del interés mediatizado por el propio provecho. Ahí están el profundo respeto, la admiración, el asombro...

Es la gran paradoja de la condición humana. El contar con una programación genética tan indeterminada, tan abierta, puede dar lugar (a nivel personal y colectivo) a todo tipo de concreciones y desarrollos; desde el egoísmo más aberrante: personas, ideologías o sistemas capaces de despiadadas devastaciones, a todos los niveles... hasta la gratuidad más absoluta de quienes ponen por delante el interés de todo y de todos, en profunda comunión con la vida. De ahí la importancia de tener en cuenta, alimentar y cultivar esa dimensión silenciosa desde la que se tejen los lazos con lo que existe; de ahí la importancia de «aprender a callar», de aprender a entrenar nuestras capacidades con autonomía respecto a la proyección que proporciona el ego. Como bien resume Marià Corbí:

Si se aprende a callar es para poder estar totalmente alerta, sintiendo y vibrando, atestiguando lo que hay. Se calla para apartar la pantalla que modela y diseña todo lo que nos rodea y nuestras propias vidas en función de las necesidades. Si callamos es para tocar, ver, sentir y comprender en concreto y directamente, sin los filtros de la necesidad. Si callamos es para sentir con nuestra carne, para palpar con la totalidad de nuestras entrañas y con lo más potente de nuestra mente esto, ahora, aquí, en concreto4.

Y cuando eso ocurre la realidad «crece», nada ni nadie resulta indiferente o trivial, decía Tagore; cuando el yo deja de imponer sus criterios selectivos de valoración, todo puede mostrar su profundo valor. Y la experiencia es de una profunda paz manando en todas direcciones, de un ilimitado respeto... (Goodall).

Los recuerdos que aducíamos de Tagore, Lanfranchi o Goodall son una muestra de ese «mirar» que no se sitúa desde el foco del yo, sino que surge de una «mirada interior» que implica a la totalidad de nuestro ser en actitud de querer «palpar» la realidad, o de dejarse inundar por ella. Se me ocurre compararlo con esas láminas en 3D en las que se ven muchos colores y trazos. Y observando con todo el interés, aunque no sabiendo mucho ni qué ni cómo observar, de pronto la lámina cobra hondura: es la misma, pero radicalmente distinta, el significado de cada trazo y color queda transformado, cobra otro sentido. Cualquier comparación es limitada, pero algo hay en esa imagen que puede orientar. Me dé cuenta o no, la «hondura» está aquí, siempre, como lo está en la lámina; se trata de acertar en el «mirar» poniendo todo el empeño en ello, pues... «el mundo es lo que vemos y, sin embargo, tenemos que aprender a verlo» (M. Merleau-Ponty)5.

En estas pocas páginas esperamos haber podido situar «razonablemente» la importancia de la gestión del ego y en qué dirección tiene todo el sentido hacerlo; así como la relación entre el silencio de las capacidades y el conocimiento de la realidad. Un conocimiento que, como iremos viendo, no tiene que ver con adquisición de datos o informaciones.

Sobre el silencio y la tranquilidad. Del mismo modo en que nos sentimos mejor cuando practicamos ejercicio físico, también nos sentimos bien cuando descargamos nuestra atención del peso del barullo interior constante al ofrecerle la oportunidad de focalizarse en algo y olvidar todo lo demás. Todo nuestro ser agradece que nos acordemos de ese natural ejercicio de la atención, como agradece el ejercicio físico, o el descanso, o una alimentación adecuada. Y solo eso ya sería y es un buen motivo para incorporar alguna práctica de silencio y atención a nuestras vidas. Pero si esa fuera la única razón para hacerlo, probablemente no iríamos mucho más allá de algunas prácticas de «mantenimiento». Por eso hemos tenido interés en situar la práctica del silencio desde una perspectiva más amplia, o más «esencial», subrayando la relación entre silencio y conocimiento, entre silencio y comprensión. Porque se abre ahí una puerta (una ventana, decía Jane Goodall) que no tendría que pasarnos desapercibida, es demasiado importante. Una puerta, un camino, que nos invita a explorar y a adentrarnos más y más en la experiencia humana de vida. Recordemos... «no es un capricho»... No, no es capricho, es (creo) una urgencia personal y colectiva.

Seguiremos ahondando en ello en los próximos capítulos, dejándonos guiar por la pregunta sobre el «cómo hacerlo»: ¿cómo concretaríamos ese «bajarle el volumen» al yo para poder oír la realidad, acogerla, vivirla? Anunciábamos más arriba que lo haríamos explorando las indicaciones que nos han legado quienes nos han precedido en la indagación. Pues vamos a empezar a ponerlo en práctica, como cierre de este capítulo de introducción sobre la naturaleza del silencio, dándole la palabra a una maestra del silencio, Cristina Kaufmann (1939-2006, carmelita), que así lo define:

El silencio viene a ser la madre, el útero de la persona, ya que solo desde él recibe vida que es comunicación. [...] Este fundamental silencio, que lleva en sí la soledad de la persona y que la hace ser ella misma, es la fuente y la condición absoluta para que viva y se deje fecundar por otras formas de silencio, todas ellas nacidas de este fondo único del ser. Desde allí cobra o recobra una aptitud de percibir el mensaje de todo lo que le rodea. La capacidad para oír, escuchar el silencio del mar, de las montañas, de una flor, del viento y de las nubes; su mirada y su oído se hacen permeables al silencio sonoro de la naturaleza, llevada a su más alta expresión en el hermano. Así descubre el ritmo entre el silencio y la palabra, entre soledad y comunión en el universo donde ella existe y en el universo que ella misma es6.

Subrayo del texto: silencio que nos descubre cómo se complementan los dos «modos» de nuestro vivir, silencio que nos dota de capacidad de percibir el mensaje de la existencia a través de todas sus formas. Silencio que nos permite ser lo que en verdad somos desde ese fondo único que late en ti, en mí, en cualquier rincón. Y así, silencio «útero» que nos engendra y nos alimenta, como verdaderos seres humanos, como seres capaces de vivir en profunda comunión con todo y con todos.

Un último apunte para que podamos aprovechar sin dificultades esas voces cuando provienen de entornos religiosos o se expresan en claves culturales que nos pueden resultar algo ajenas. Las palabras que, de alguna manera, nacen de y apuntan hacia el reconocimiento silencioso de la realidad apelan, precisamente, a una experiencia desnuda de palabras, desnuda de conceptos e ideas: apuntan a lo indefinible e inexpresable. «Es difícil (imposible, de hecho) plasmar en palabras el momento de verdad que de repente me invadió», sentía Jane Goodall. Y si lo intentara, ¿qué haría? Pues tomaría prestados aquellos términos de su vocabulario que guardaran alguna similitud con la experiencia vivida, forzando esos conceptos, dándoles un uso metafórico: lo que veo, lo que he percibido, lo que siento... «sería como si...», «... como si dos ventanas» (Goodall), «como si cayendo agua del cielo todo queda hecho agua...» (Teresa de Jesús en Las Moradas); como si... «mires donde mires, ahí está el rostro de Dios» (Corán 2,115), o todo es «el cuerpo del Buda» (Huei Neng, Yoka Daishi). «La Materia, despojándose de su velo de agitación y de multitud, le descubrió su gloriosa unidad [...]. Realidad majestuosa, desbordante de Energía, que se revelaba ante él, universal en su presencia, inmutable en su verdad, implacable en su desarrollo, inalterable en su serenidad, maternal y segura en su protección» (Teilhard de Chardin)...

Cuando el velo se descorre, la realidad misma, todo, es un «como si» porque la vivencia no encaja en nuestras construcciones, las desborda. Como si todo fuera..., como si en todo latiera, como si... Dios, Brahman, el Ser, Consciencia indivisible y sin límites, Energía, Fuente, Fondo, lo Absoluto... «Inexpresable, silencioso, libre, inmutable... se encuentra en todas partes y es inagotable, no sé su nombre, pero lo llamo Tao...» (Dao-de-jing 25). Conceptos poderosos según cada contexto cultural, que actúan como «dedos apuntando a la luna» –dirá un canto budista–, apuntando a una visión transformada de la realidad. La cuestión no es ni quedarse mirando al dedo, ni entrar en discusión con él, sino volverse hacia la dirección a la que apunta. Algunos podrán parecerme más sugerentes que otros pero sé que, mientras el mundo que veo y la realidad que vivo me parezcan «normales», no puedo saber de verdad de qué hablan. Solo puedo seguir intentando saberlo. Lo saben quienes pueden sentir como propias palabras como estas de Fernando Pessoa:

La asombrosa realidad de las cosas

es mi descubrimiento de cada día.

Cada cosa es lo que es,

y es difícil explicarle a alguien cuánto me alegra esto,

y cuánto me basta.

Basta existir para sentirse completo7.

Sí, la persona que es capaz de sorprenderse cada día es que está «viendo» con todo el ser; vive desde la profunda raíz de la cualidad humana. Sea cual sea la situación, por difícil que pueda presentarse, es posible asombrarse, sentir lo excepcional que es cada momento y cada forma de existencia, sentir el infinito valor de todo y de todos. Y hasta que mi corazón, mi cuerpo entero, no lo sepa, haré por que todas esas palabras me acompañen y alimenten para que no deje de crecer el anhelo de «existir» de verdad, desde el fondo, desde todas las capacidades. Porque sé que vale la pena, porque sé que la vida lo merece.

Vamos a ver si podemos recoger algunas pistas y consejos que puedan ayudarnos a ahondar en el cultivo de esa dimensión silenciosa tan nuestra.

Silencio

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