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Capítulo 5 El padre

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Henry Ballard mira el reloj y llama a Sammy con un silbido.

A lo lejos ve el humo de uno de los edificios que alquilan a turistas. Antes había sido un establo y, en esa época, era adonde su padre se dirigía siempre a esa misma hora del atardecer: un último vistazo al ganado antes de ir a cenar.

Henry sigue dando el mismo paseo todas las noches, pero ahora lo hace con un dolor sordo.

La voz de Anna lo persigue mientras camina:

«Me das asco, papá…».

Henry cierra los ojos y espera a que la voz desaparezca. Cuando los vuelve a abrir, la columna de humo que emana de la chimenea que tiene delante es más densa.

Había sido lo más lógico «desde el punto de vista económico», por supuesto. Transformarlo. Se había convertido en la frase favorita de Barbara, y también de los banqueros. «Es lo más lógico desde el punto de vista económico, Henry».

El éxito agrícola de la granja Ladbrook se había fraguado a lo largo de cuatro generaciones. Había sobrevivido al auge y la caída de la minería de la zona. Había sobrevivido a los cambios que se producían en los gustos de los consumidores. Les habían dado premios por criar a razas excepcionales. E incluso una vez se había diversificado y habían empezado a comerciar con narcisos. Sin embargo, la granja había tardado un abrir y cerrar de ojos en pasar de estar totalmente operativa a convertirse en lo que sus amigos ahora despreciaban con la frase: «¿Todavía juegas a los granjeros, Henry?».

Ahora ha cambiado de sector y ya no se dedica a la agricultura, sino al turismo. Y sí, desde el punto de vista económico, tiene toda la lógica del mundo. Habían transformado un grupo de establos y lo habían vendido para pagar todas las deudas pendientes que la granja tenía desde hacía más de una década. Un segundo grupo de establos ahora son propiedades de alquiler, lo que les proporciona unos ingresos más que suficientes, que se suman a los de la tetería y la zona de camping y, sin duda, son unos beneficios mucho más regulares que los que su padre o su abuelo se habrían imaginado jamás.

¿La verdad? Sus antepasados habían sido quienes se habían dejado la piel. Ellos habían pagado la mayor parte de las deudas bancarias con sangre, sudor y lágrimas. Pero ¿él? ¿Qué había hecho él?

Solo había recogido los frutos. No hay tarde en la que Henry Ballard no se sienta un miserable por eso.

Así que, sí, sigue jugando a los granjeros. Sigue perdiendo el tiempo por los márgenes de los campos con las ovejas —que apenas valen lo que cuesta mantenerlas— y el rebañito vacuno de raza excepcional.

Hace años que da el mismo paseo con gran pesar. Y, ahora, ¿desde lo de Anna?

Henry hace una mueca al recordar a su hija a su lado en el coche.

«Me das asco…».

—¿Qué nos queda ahora? —dice en voz alta mientras Sammy le roza la mano con el hocico y alza los ojos ámbar para cruzarse con los de su amo. El perro todavía se sienta bajo la silla de Anna cada noche durante la cena. Es insoportable.

Henry le acaricia la cabeza a Sammy y luego vuelve hacia la casa. Le aterra la noche que le espera, pero le ha prometido a Barbara que verán el programa del aniversario juntos, así que no debe llegar tarde. Han hablado largo y tendido sobre cómo gestionar el asunto: están preocupados por lo que es mejor para Jenny, quien puede que tenga que hacer frente a la peor parte. Es la hermana que se ha quedado sin hermana.

Las tuvieron con dieciocho meses de diferencia; eran muy dulces y estaban muy unidas, sobre todo cuando eran pequeñas. Se peleaban, claro, había la típica rivalidad entre hermanas, pero a la hora de dormir ya habían hecho las paces, y a menudo querían dormir juntas, a pesar de que hubiera habitaciones de sobra. Henry se acuerda por un instante de que lo último que solía hacer todas las noches era asomar la cabeza por la puerta de la habitación y las veía dormir, con los brazos y las piernas enroscados, acurrucadas con los pijamas rosas en una cama de matrimonio.

Se le encoge el estómago otra vez. Jenny todavía sufre insomnio. Barbara también. No tiene ni idea de cómo deben afrontar este programa. Que vuelvan a poner el foco sobre ellos.

Habían rechazado de plano la invitación de acudir a los estudios de Londres. Barbara no habría podido soportar una entrevista en directo. No. Henry se había negado en rotundo, en parte porque el tiempo que pasaba cerca de la policía lo ponía de los nervios. Por tanto, se había grabado todo de antemano en su casa. También habían rescatado un vídeo antiguo, de cuando Anna era pequeña.

Se detiene y aprieta los puños al recordar ese momento, él, cámara en mano, mientras Barbara le daba órdenes desde atrás. Ante él había un grupo de amigos reunidos alrededor de la merienda de cumpleaños, todos disfrazados: vaqueros y hadas. En el centro, un pastel enorme de chocolate con unas cuantas velas. «Hazle fotos mientras las sople, Henry. Por favor, que no se te pase…». Piensa en cómo era su mujer entonces: Barbara rebosaba alegría y siempre iba de aquí para allá, era muy feliz cuando la casa estaba llena de niños, ruido y desorden.

Henry se aclara la garganta y se inclina para volver a acariciar a Sammy, y así siente ese lazo que le es tan familiar: entre el hombre y el perro, entre el hombre, el perro y la tierra.

En definitiva, sí. Habían aceptado que se emitiera parte del vídeo del cumpleaños, porque la policía les había dicho que grabaciones tan emotivas como esa solían atraer más llamadas, lo cual era, sin duda, el objetivo de todo aquello: hacer un llamamiento a la colaboración ciudadana. El primer aniversario de la desaparición era un momento clave, les habían dicho, para hacer resurgir el interés en el caso y conseguir pistas nuevas. Para intentar encontrar a los hombres del tren. No obstante, él y Barbara están preocupadísimos por la presión que todo aquello ejerce sobre Jenny. Ella también aparece en el fragmento que han elegido los productores del programa, sale sonriendo junto a su hermana, por eso Barbara y Henry se habían sentado y habían acordado que, si Jenny se sentía incómoda, por poco que fuera, no permitirían que se emitiera y buscarían otra opción, o quizá pedirían que su imagen se tapara de alguna manera. Sin embargo, la reacción de su hija mayor había destrozado a Henry.

Era como si, de repente, hubiera visto el cielo abierto, como si en aquella terrible mezcla de culpa e impotencia se le brindara una oportunidad. Le brillaban los ojos cuando les dijo que no le importaba en absoluto que la gente la viera embutida en un vestido de hada con alas. «Lo que sea necesario, si eso ayuda a encontrar a Anna».

Después, se había ido a la habitación y le había dicho que la siguiera. Tenía montones de fotos antiguas guardadas en cajas metidas en uno de los armarios. Las había sacado. ¿Por qué no llamaba a la policía? «Ahora mismo, papá». Había muchísimas fotos que eran muy buenas. «¿Te acuerdas? Son de cuando hacíamos el tonto en los fotomatones. Todo el grupito. Yo, Sarah y Anna, y Paul, y Tim». Encontró un ejemplo —los cinco haciendo muecas— y se la dio.

Henry inspira el aire frío mientras evoca la imagen de Anna en el centro de sus amigos, y cierra los ojos.

«Me das asco…».

Henry dedujo que la policía no querría las fotos, y así fue. Solo querían el vídeo. Cuando le dijo a Jenny que la policía le quería dar las gracias —y también papá y mamá— por el tiempo que había dedicado a buscarlas, a encontrarlas, sus ojos volvieron al que era su estado habitual desde hacía un tiempo: distantes.

—Vamos, Sammy, ha llegado el momento.

Mientras se quita las botas de agua en el cuarto de los zapatos, Henry oye que su mujer está gritando para que se la oiga desde el piso de arriba.

—¿Estás segura de que no quieres verlo con nosotros, Jen? ¿Aquí abajo? A papá y a mí no nos convence que… Ay, espera, creo que… Papá ha vuelto.

Este entra en la cocina en calcetines.

—Bueno, Henry. He puesto el canal y lo he preparado todo para grabarlo. El productor está en el estudio, y me ha dicho que se pondrá en contacto con nosotros para informarnos de las llamadas que reciban.

—Perfecto, muy bien.

—Jennifer sigue diciendo que quiere verlo en su habitación, pero no me hace ni pizca de gracia, Henry. ¿Puedes hablar otra vez con ella?

—Como quieras. Pero ya he hablado con ella esta mañana, cielo, y…

—Es que no tiene ni por qué verlo, si no quiere. Ya se lo he dicho. Pero si se anima, no quiero que esté sola. No entiendo por qué no quiere verlo con nosotros. Deberíamos estar todos juntos. ¿No crees? Deberíamos verlo juntos, como una familia.

Henry se pregunta si debería expresar lo obvio: que ya no son una familia. Examina el rostro de su mujer con atención y baja la voz hasta que es casi un murmullo.

—Jenny no quiere tener que vernos la cara, cariño. —La suya. La de Barbara.

—¿La cara? —La expresión de Barbara cambia mientras da vueltas a las palabras durante unos segundos. Se contempla en el espejo del salón y se vuelve enseguida hacia él—. ¿Es eso lo que te ha dicho?

—No hace falta que me lo diga, cielo.

Henry continúa observando a su mujer con mucha atención, mientras espera a que termine de asimilarlo del todo. Se obliga a mirarla de hito en hito. Sabe exactamente por qué es tan complicado para Jenny: a él le ocurre lo mismo. No es fácil ser testigo de la profundidad de lo que han vivido, oscura y espantosa, escrita en los ojos de Barbara. Todo el día. Día tras día. No importa lo mucho que se esfuerce por maquillarlo con esperanza y sonrisas para Jenny. Ni con los recortes de las personas desaparecidas que al final han encontrado. Ni con el sinfín de pasteles.

—Aun así, ¿hablarás con ella? ¿Antes de que lo emitan?

Tiene los ojos clavados en el suelo.

Henry da un paso hacia su mujer y le da un beso en la frente. Lo hace porque debe, pero no la toca: es consciente de las normas, de los límites. Han dejado el contacto físico en suspenso, de momento, pero quizá no lo retomen jamás.

—Bueno, primero voy a lavarme las manos. Y sí, después hablo con ella.

Jenny está sentada en el suelo de la habitación, rodeada de trocitos de papel, revistas y álbumes de fotos antiguas.

—Mamá me ha pedido que hable contigo. —Henry observa los álbumes. Hay muchas fotografías de las dos hermanas mientras crecían. En una llevaban vestidos idénticos de damas de honor. En otra, salían el primer día de instituto. Por supuesto, la mayor parte de las fotos más recientes ya son digitales, pero Jenny había impreso un montón de sus favoritas cuando un año se le había estropeado el portátil y había perdido las fotos de todo un verano. Ya las había borrado de la cámara. No pudo recuperarlas.

—No pasa nada. Les he pedido a Paul, a Sarah y a Tim que vengan. ¿Os importa? A ver, que mamá tiene razón. Sería demasiado duro tener que verlo sola. Pero no puedo verlo con mamá, es que no puedo.

—Ah, vale. Hablaré con ella ahora. Ostras. —Consulta el reloj—. Lo que pasa es que precisamente esta noche quizá tu madre no se sienta cómoda con tanta gente en casa.

—Jo, venga, papá. No son gente cualquiera. Son mis amigos.

Henry aprieta los labios. Todavía falta una hora y media para que empiece el programa. Inspira hondo mientras trata de plantearse su reacción antes de lidiar con la de su mujer.

Barbara se pondrá a preparar comida. Sándwiches, pastelitos… Ese tipo de cosas. No se quedará quieta.

Sin darse cuenta, vuelve a mirar el reloj. Quién sabe, tal vez estar ocupada pueda ayudar a Barbara, así se distrae.

Le sorprende que Margaret, la madre de Sarah, no quiera que su hija se quede en casa para protegerla. Sarah ha sufrido mucho. Hay muchas preguntas sin respuesta. Todavía nadie acaba de entender la historia de cómo las dos amigas se habían separado en Londres, y hay quienes la culpan a ella.

En el fondo, a Henry no le parece tan mal. Es mejor que la gente se centre en Sarah…

En el piso de abajo, Barbara coloca los últimos platos en el lavavajillas mientras él le explica el nuevo plan para esta noche.

—Ah, bueno, vale…

—Dime, ¿qué opinas? ¿Te parece bien? El hecho de tener la casa llena, quiero decir. Supongo que Jenny tendría que habérnoslo consultado antes, pero no he querido reprochárselo. Hoy no.

Barbara se seca las manos en el delantal y se deshace el lazo de la espalda.

—No creo que sea una buena idea, Henry. Tengo un presentimiento. Es decir, sé que están muy unidos… o lo estaban. —Se yergue mientras respira hondo.

Henry espera y el silencio se alarga. Ninguno de los dos ya no sabe qué tiempo verbal utilizar.

—Pero es que últimamente todos hemos tenido los nervios a flor de piel —dice, mientras se saca el delantal por la cabeza—. Jenny también. No sé si esto va a ser de ayuda. Al menos, no para Jenny. Y no quiero que haya problemas, esta noche no.

—Pues parece que es lo que Jenny quiere. —Henry no aparta la mirada de su mujer.

—No tengo claro que ni ella misma sepa lo que quiere, no más que nosotros. —Suspira—. Va, es igual. Dile que sí. —De repente, Barbara lanza el delantal sobre la encimera—. Será horrible, haya quien haya en casa.

La conversación se ve interrumpida por un golpe sordo en el piso de arriba. Jenny está pateando el suelo de la habitación, que está justo encima de la cocina, mientras grita por el móvil. No entienden qué dice hasta que oyen: «Ay, madre, no. Por favor… no».

A continuación, oyen un estrépito de cristales y objetos que se rompen, al parecer porque los ha arrojado por la habitación.

Te veo

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