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Capítulo 3 La amiga

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En una habitación doble y sofocante del hotel Paradise en Londres, cuyo nombre es manifiestamente inadecuado, Sarah oye la voz de su madre que susurra su nombre, así que ha decidido que no abrirá los ojos todavía.

Ahora está en una habitación diferente. Es idéntica, pero se encuentra en otra planta. Han acordonado la habitación en la que Anna y ella habían vaciado las maletas, pero Sarah no entiende por qué. Anna no había vuelto al hotel. ¿Es que no se la creen? «Que no volvió a la habitación. ¿Vale?».

En esta habitación huele a algo indefinido y horrible. Es un olor que le recuerda a la parte trasera de un armario. A cuando jugaba al escondite de pequeña. Todavía con los ojos cerrados, Sarah piensa que ojalá pudiera volver a jugar. Ojalá pudiera ignorar esa peste y la temperatura, su madre y la policía, y jugar al escondite. Sí. Se imagina que, en otra línea temporal, Anna está secándose el pelo ahora —la plancha ya está caliente para alisárselo después—, mientras charla por encima del ruido del secador sobre qué harían hoy. ¿A qué tienda deberían ir primero? ¿Seguro que Sarah decía en serio lo de probarse algo de Stella McCartney? Porque, por cómo iban vestidas, el dependiente sabría que no comprarían nada.

Anna. Qué dulce e irritante. Demasiado delgada. Demasiado guapa. Demasiado…

—¿Estás despierta, cariño? ¿Me oyes?

Sarah, con la cara girada en dirección contraria a su madre, abre los ojos y hace una mueca al ver la luz que lucha por abrirse paso por la ranura que hay entre las cortinas y forma un triángulo en la pared. Se ha tumbado vestida en la cama, sin querer deshacerla, porque estaba segura de que, a estas alturas, ya debería haber novedades. De un momento a otro. La encontrarán en cualquier momento.

—Me alegro de que hayas podido dormir, cariño. Aunque solo haya sido una hora. He hecho un poco de té para las dos.

—No quiero nada.

—Dale un sorbo, te lo he preparado con dos azucarillos. Tienes que meterte algo en el cuerpo, un poco de azúcar…

—Ya te he dicho antes que no me entra nada, ¿vale?

Su madre viste los mismos pantalones que ayer, pero se ha cambiado la blusa. Sarah piensa que es tan típico de ella como inapropiado —en cierto modo— que se le haya ocurrido traerse una blusa limpia.

—Ha llegado tu padre, está abajo. Lleva casi todo el rato con la policía. Quieren hablar contigo otra vez. Cuando estés…

—Ya les he contado todo lo que recuerdo. Durante horas y horas. Y no quiero ver a papá, no tendrías que haberlo llamado.

Sarah se encuentra con la mirada de su madre.

—Cariño, sé que tú y papá tenéis una relación complicada. Pero es que sí que le importas. Además, la policía quiere hablar contigo sobre una llamada que ha recibido. Después de que el caso haya salido en las noticias.

—¿Una llamada?

—Sí, de una mujer que iba en el tren.

—¿Una mujer? ¿Pero qué dices? ¿Qué mujer?

Sarah siente un vacío enorme en el estómago, el mismo que ha tenido durante las primeras horas espantosas, mientras esperaba con la policía a que llegara su madre. Mientras seguía atontada por lo mucho que había bebido. Desorientada. «¿Dónde te has metido, Anna? Joder, ¿dónde estás?».

Ha tratado de proporcionar a los agentes la información necesaria para que se la tomen en serio, pero no la suficiente como para que…

De pronto, se levanta a toda prisa. Nota las arrugas de la blusa de lino en la cintura mientras se mueve y toquetea los cepillos, los neceseres llenos de maquillaje y el resto de cosas que hay en el tocador.

—¿Tienes tú el mando? Quiero ver las noticias, saber qué dicen. Dime, ¿qué dicen?

—No te lo recomiendo, Sarah. Tómate el té. Le diré a papá que te has despertado, y que pueden subir ya.

—No pienso volver a hablar con ellos. Todavía no.

—Ay, cariño, sé que esto es una pesadilla. Tanto para ti como para todos nosotros. —Su madre se ha puesto a dar vueltas por la habitación—. Pero la encontrarán, mi vida, estoy segura. Lo más probable es que se fuera por ahí a otra fiesta y ahora esté preocupada porque ha metido la pata.

Rodea a su hija con el brazo —ha colocado las tazas de té entre el caos del tocador—, pero Sarah se lo aparta.

—¿Los padres de Anna están aquí?

—Todavía no, no lo sé. No sé qué van a hacer. La policía quería comprobar algunas cosas con ellos en Cornualles.

—¿El qué?

—Creo que los ordenadores o algo así. No lo sé, no me acuerdo exactamente, Sarah. Todo es muy confuso. Quieren recabar toda la información posible que sea de ayuda… Con la búsqueda.

—¿Y crees que yo no? ¿Crees que no me siento suficientemente mal?

—Pero si nadie te culpa, cariño.

—¿Perdón? Y ¿por qué usas el verbo «culpar» si no me culpa nadie?

—Sarah… mi vida. No te pongas así. La encontrarán. Estoy segura. Voy a llamar a la planta baja.

—No, quiero que me dejes en paz. Tú y todos. Es lo único que necesito.

La madre de Sarah se saca el móvil del bolsillo y, justo cuando se pone a buscar las gafas, llaman a la puerta.

—Seguro que son ellos.

Es el mismo inspector de antes, pero lo acompaña una agente de policía diferente, además del padre de Sarah.

—¿Hay alguna novedad?

La madre de Sarah empieza a levantarse de la silla, pero se deja caer al ver que todos niegan con la cabeza.

—¿Has podido descansar algo, Sarah? ¿Podemos charlar un poco más? —pregunta la agente de policía.

—No estaba borracha. Cuando hemos hablado antes. No estaba borracha.

—Claro que no.

Los adultos se miran los unos a los otros.

—Hemos echado un vistazo a las grabaciones de las cámaras de seguridad de la discoteca, Sarah. —Ahora le habla el inspector, con más firmeza—. Por desgracia, algunas de las cámaras no funcionaban. Pero hay ciertas cosas que no acabamos de entender, Sarah. Además, nos ha llamado una testigo.

—¿Una testigo?

—Sí, una mujer que iba en el tren.

Lo nota al instante. Cómo se estremece. Cómo se delata. Cómo baja la temperatura cuando la sangre se desplaza.

Y abandona su rostro.

Te veo

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