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Capítulo 11 El padre

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Henry está dando marcha atrás con el tractor cuando Barbara asoma la cabeza por la puerta.

—¿Qué demonios haces, Henry?

—Estoy preparándolo todo para tu querida vigilia.

—Anda, ahora resulta que es mi vigilia.

—Bueno, está claro que no fue idea mía.

Durante unos minutos, ella observa cómo maniobra con el tractor. Hace movimientos furiosos y erráticos de un lado para otro. Henry solo quiere que su esposa vuelva adentro, que lo deje en paz. Pero no.

—Sigo sin entender qué haces.

—Voy a colocar unas cuantas balas de paja para que la gente pueda sentarse.

—La gente no querrá sentarse. Ya te digo yo que estarán poco rato.

—La gente siempre quiere sentarse. Además, vendrán personas mayores que necesitan sentarse, Barb. Y no podemos sacar sillas. No quiero que se acomoden demasiado, porque, si no, no nos los sacaremos nunca de encima.

—Mira que eres ridículo.

A Henry le parece que es el momento perfecto para que lo acuse de ser ridículo. Desde el principio había dicho que no quería celebrar la dichosa vigilia. Anoche, ya en la cama, tuvieron una discusión al respecto entre susurros.

«Podríamos hacerlo enfrente de casa», había dicho Barbara cuando el párroco llamó. Henry había dejado muy claro que no quería que se hiciera ningún acto religioso, nada que se pareciera a unas exequias.

Sin embargo, el párroco les había dicho que la idea de la vigilia era exactamente la opuesta: la comunidad quería demostrar que no habían tirado la toalla, que continuaban apoyando a la familia. Que rezaban para que Anna volviera a casa sana y salva.

A Barbara le había encantado y aceptaron realizarla. Sería una celebración con poca gente. Vendrían a pie desde el pueblo o aparcarían en el polígono y vendrían caminando por la carretera.

—Pero si ha sido idea tuya, Barbara.

—Sabes que fue idea del párroco. La gente simplemente quiere mostrarnos su apoyo.

—Es puro morbo, Barbara. Eso es lo que es.

Vuelve a maniobrar con el tractor por el jardín y deposita dos balas de paja más al lado del resto.

—Ya está, no creo que hagan falta más.

Henry mira a su esposa y lo asalta esa sensación de contradicción tan extraña y a la vez tan familiar. No sabe cómo han llegado a este punto. La cosa ha ido degenerando no desde que desapareció Anna, sino a lo largo de los veintidós años de matrimonio. Se pregunta si todos los matrimonios acaban así. O si, sencillamente, es un mal hombre.

Cuando Barbara se coloca el cabello detrás de las orejas y levanta la barbilla, Henry contempla los labios carnosos, los dientes perfectos y los pómulos marcados que un día lo hicieron sentir de una forma muy diferente. Es un péndulo que sigue confundiéndolo, que le hace desear que pudiera dar marcha atrás. Volver al baile de los jóvenes granjeros, cuando ella olía a gloria y todo parecía sencillo y prometedor.

Y sí, también desearía volver atrás e intentarlo de nuevo. Hacerlo mejor. Todo.

Entonces, cierra los ojos. Vuelve a oír el eco de la voz de Anna junto a él en el coche.

«Me das asco, papá».

Quiere dejar de oír esa voz. Que se calle. Desea volver atrás por enésima vez. Regresar a la época en que Anna era pequeña y lo quería, y recogía ramilletes al recorrer el Primrose Lane. A la época en que él era su héroe y ella quería echarle carreras hasta casa para merendar.

Barbara dirige la mirada hacia el brasero.

—¿Vas a hacer fuego, Henry?

—Sí, hará frío.

—Gracias. También estoy preparando tazas de sopa. —Una pausa—. ¿De verdad crees que es un error, Henry? No me había dado cuenta de que te disgustaba tanto. Lo siento.

—No pasa nada, Barbara. A la fuerza ahorcan. Vamos a aprovecharlo al máximo.

Comienza a dar marcha atrás con el tractor y sale del jardín para volver a guardarlo en el granero. Ahí, en la penumbra, por fin el pulso le vuelve a la normalidad y se queda sentado en silencio en el tractor: necesita este silencio, esta tranquilidad.

Si hubiese hecho mal tiempo, el plan B era celebrar la vigilia en el granero. Pero ha hecho buen día, un poco frío, eso sí, pero el cielo está claro y despejado, así que se quedarán afuera. Henry tiene la esperanza de que el frío haga que la gente vuelva antes a casa, haya sopa o no.

Acaba de decidir que se quedará allí sentado un rato más. Sí. Está a gusto solo, en el granero. Llega a la conclusión de que no piensa moverse.

* * *

Una hora más tarde, Jenny aparece en la cocina para ver cómo está su madre justo cuando Henry se está quitando las botas en el cuarto de los zapatos.

—¿Seguro que estarás bien, mamá?

Barbara está removiendo la sopa que tiene en dos ollas grandes.

—Sí, no te preocupes. Lo que pasa es que es muy difícil saber cuánta gente va a venir.

Henry clava los ojos en la espalda de su mujer.

—Siento lo que ha pasado antes, cariño. Estoy un poco alterado.

—No pasa nada.

Ella no se vuelve para mirarlo, pero alarga un brazo y le toca el hombro a Jenny para reconfortarla.

—¿Cómo está Sarah?

Jenny respira hondo.

—Le encantaría venir. Su madre dice que le sabe muy mal perdérselo. Y ella jura y perjura que lo de las pastillas fue un accidente. Pero nosotros nos sentimos fatal.

Hay algo en su tono que desconcierta a Henry.

—¿A qué te refieres? Lo que ha pasado es muy triste, pero no es culpa vuestra.

Jenny se vuelve hacia su padre.

—Bueno, o sí.

—Pero ¿por qué dices eso?

—Discutimos con ella, antes del programa de la tele.

—¿Quiénes?

—Todos. Yo, Tim y Paul. —Se le rompe la voz—. Hemos estado tan agobiados últimamente, con lo del aniversario… Y encima vosotros os pasáis el día discutiendo… No sé. Fuimos a ver a Sarah para proponerle que viéramos el programa juntos, pero perdimos los estribos. Se nos fue de las manos.

—Ajá, sigue…

—Supongo que todos nos sentíamos culpables por no haber ido a Londres. Si hubiéramos ido, habríamos sido más personas cuidando de Anna.

—No debes pensar eso —contesta Henry.

—Ya, pero el problema es que no puedo evitarlo. Los chicos se pusieron a interrogar a Sarah otra vez sobre por qué se habían alejado en la discoteca. Sobre qué pasó exactamente para que se separaran y por qué es tan poco explícita cuando le preguntamos.

En ese momento, Jenny comienza a llorar a lágrima viva.

—No queríamos hacer que Sarah se sintiera tan mal. Nos dejamos llevar por la situación, nada más. O sea, yo me rajé del viaje por John y el concierto, y ahora ya no estoy ni con él. No sé cómo fui capaz de anteponer un capullo a mi hermana. Es que nos sentimos tan culpables… Por no haber estado allí, en Londres. Pero no tendríamos que haberlo pagado con Sarah…

—Y ¿cuándo discutisteis?

—La noche anterior a la emisión del programa.

«Y por eso se tomó las pastillas», piensa Henry. «Madre de Dios».

Barbara abraza a Jenny.

—Bueno, es un lío, cielo —responde—, pero a todos nos está costando y es duro. No tienes que culparte de nada. Lo que tienes que hacer es hablar con Sarah y aclararlo, dile que no la culpas de lo que pasó.

—No, de verdad que no la culpamos. Pero es que estamos…

—Afectados, como todos. Hablaré con la madre de Sarah para ver cuándo puedes ir a verla y resolverlo. Venga, tranquila. Sécate las lágrimas y ponte el abrigo nuevo. La gente empezará a llegar pronto. Te ayudaré a solucionarlo, te lo prometo. Arreglarás las cosas con Sarah, ¿vale? Todo irá bien. Pero esta noche tenemos que ser fuertes, por Anna. ¿De acuerdo, cariño?

Henry observa a su mujer y se pregunta dónde habrá aprendido ese truco: saber siempre qué decirles a las niñas.

«¿Niñas?». Hace una mueca al darse cuenta de que ha usado el plural.

—Lo hacemos por Anna, no lo olvides. Para recibir a Anna con una sonrisa cuando vuelva.

Barbara le está secando la cara a Jenny con un pañuelo cuando suena el timbre.

Henry va a abrir arrastrando los pies, tapados con calcetines, y se encuentra al párroco con una chaqueta encerada y unas botas de agua.

—No voy a entrar, estoy lleno de barro —empieza, sonriendo—. Qué buena idea poner algo para sentarse, Henry. Os quería enseñar la lectura que he preparado. No es demasiado religiosa, tal como acordamos. Solo son unas palabras positivas e inspiradoras. Después, he pensado que quizá quieras decir algo tú misma, Barbara. Más que nada para agradecer el apoyo a los asistentes y animar a la prensa local que siga pidiendo la colaboración ciudadana en el caso, a ver si aparecen nuevos testigos. Que sepan que cualquier cosa, por pequeña que sea, es útil.

Barbara sonríe y Henry observa cómo Jenny desaparece escaleras arriba para ponerse el abrigo nuevo, pero, entonces, los llama de golpe desde la ventana del descansillo:

—¡Mirad! Mirad por la ventana, no os lo podéis perder… Venid.

El párroco, animado por ese entusiasmo repentino, se quita las botas de agua y sigue a Henry y Barbara escaleras arriba, desde donde se divisa con claridad la estrecha carretera que lleva hasta la granja. Con la última luz del ocaso, la imagen es fascinante: una delgada fila de todo tipo de luces serpentea por el camino, linternas, velas e incluso antorchas, que forman un sendero iluminado entre las sombras.

Henry se sorprende de su propia reacción. Le tiembla el labio.

Mientras contempla las luces titilantes, evoca a Anna corriendo ante él, vestida con el uniforme rosa a cuadros de la escuela debajo del abrigo, con un ramillete de flores en la mano.

Cathy, la agente de enlace de la familia, no tardará en llegar. Entonces, Henry se da cuenta de que lo ha hecho durar demasiado.

Te veo

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