Читать книгу El desorden de los toldos - Thierry Precioso - Страница 6

Оглавление

PRIMERA PARTE

101

En la noche ya plena del domingo 18 de setiembre 1977, un tren procedente de Barcelona se inmovilizó en la estación de Chamartín. Entre los pasajeros que salieron al andén estaba Iván Salinas. Un metro setenta de altura y de complexión delgada, había finalizado su servicio militar tres meses y pico antes y acababa de aprobar el bachillerato francés con una calificación regular. A la decena de metros dejó que un mozo de equipajes agarrara y pusiera su maleta y bolsa grande de cuero marrón sobre su carreta mientras le preguntaba:

—¿Quiere un taxi?

—Sí, sí, señor.

—Sígame.

El mozo empezó a avanzar rapidísimo haciendo slalom entre la multitud... Esforzándose para seguir su estela, Iván pensó: Tendrá como sesenta años.

Una escalera mecánica los subió a un vestíbulo de suelo liso blanquecino, anchísimo pero tan corto que al rebasar unas puertas de cristal que se abrían automáticamente ya se encontraban fuera, ¡qué rápido del andén hasta fuera!...

—Aquí vas a tener un taxi enseguida...

Depositó el equipaje cerca de un hueco en la valla separadora de la calzada que señalaba la cabeza de la fila de espera y el umbral para entrar en los taxis que llegaban. Delante había un hombre con impermeable y maletín. Iván sacó unas monedas. Dos faros blancos se estaban acercando...

—No conozco, ¿es suficiente?

—¡Si eso no es nada!

Iba añadiendo monedas, el hombre del maletín entraba en el taxi...

—¿Así?

—Un poco más.

Entre la calderilla, Iván notó dos monedas más grandes y pesadas...

—¿Y con esto?

—Ya vale. Mira, viene un taxi.

—Gracias, hasta luego.

El vehículo se detuvo delante del umbral. Iván abrió la puerta trasera derecha y tendió un papel pequeño.

—Buenas noches. Es la dirección a donde voy...

—Antonio Arias, muy bien. Estaremos allí en poco tiempo...

Empujó maleta y bolsa hasta detrás del taxista, se sentó en la banqueta trasera a la derecha de los dos equipajes y cerró la puerta. El coche empezó a avanzar, el motor ronroneando suave y potente... Expectante, la nariz pegada a la ventana, veía edificios con pocas ventanas iluminadas, farolas y arboles sombríos, unas ramas se mueven, quitó la marca de su vaho sobre la ventana...

—¿Está de vacaciones?

—No, vengo para estudiar.

—¿En la universidad?

—Aún no lo sé. Puede que sí, acabo de aprobar el bachillerato francés...

—Ah, sí. Aquí se llama el COU. Entonces habrás estudiado mucho este año...

—No tanto, es que en enero de 1976 dejé el último curso del colegio para anticipar mi servicio militar, que terminé a finales de mayo de este año. Por eso acabo de aprobar el COU en la sesión de setiembre...

—¡Qué fenómeno!

—Bueno, me presenté en la sección literaria con matemáticas porque son muy fáciles para mí y me defiendo bastante bien en lenguas...

—¡Qué fenómeno! ¿Cuántos años tienes?

—19 años. —Curioso eso de ¡qué fenómeno!

—¿En qué cuerpo hizo la mili?

—En la marina, poco más de tres meses en la metrópolis y ocho en el ultramar...

—¿Dónde?

—En el océano Índico.

—¡Qué fenómeno!

El ancho y arbolado paseo de la Castellana estaba bien ventado y muy vacío, los follajes se movían a rachas... Fantasmal, no se ve a casi nadie... El paseo giró levemente y el vehículo se detuvo absolutamente solo delante de un semáforo en rojo en la plaza Emilio Castelar. Una chica con botas atravesó la calle, mmm, qué pantorrillas...

El taxi se paró delante del número 15 de Antonio Arias. Iván abonó el viaje y el taxista salió para llamar al séptimo A, intercambió unas palabras en el interfono y al volver le dijo:

—La señora va a bajar dentro de cinco minutos. Dice que puede esperar en el bar.

Iván entró en el bar Los Paletos, justo enfrente, que ocupaba una esquina de Antonio Arias con Sainz de Baranda. Tenía entrada en sendas calles. Estaban ordenando el local ya para el cierre y, al depositar su equipaje en un rincón:

—¿Una cerveza se puede?

—¡Claro que sí!

Al entregarle la caña, el camarero:

—¿Vas a la familia del séptimo?

—Sí, sí.

—Es muy buena gente.

Vio encenderse la luz tras el portal grande acristalado y apareció una señora con bata azul. Apuró la cerveza...

Invitándolo a pasar en el ascensor, ella:

—¿Has tenido un buen viaje?

—Sí, muy bueno.

La puerta del piso estaba entreabierta...

—Entra...

En el pasillo los esperaba la hija de la señora...

—¡Hola! ¿Qué tal el viaje?

—Bien, bien.

Tenía treinta y siete años, llevaba el pelo corto y medía apenas un metro cincuenta. La señora, con permanente rubia y yendo hacia delante:

—Te voy a mostrar tu habitación. Ya no te esperábamos hoy, ¿sabes?

Pasaron al lado del salón, a la derecha, la televisión está encendida, y torcieron a derecha...

—Mira, esta es tu habitación. La otra allí está ocupada por Elisabeth. Es estadounidense, en este momento está de viaje por Andalucía...

La habitación le pareció estrecha y larga, era aproximadamente de siete por dos metros y medio...

—Ya me voy a dormir.

—Claro, has hecho un viaje largo... ¿Pero no quieres comer algo antes?

—No, gracias, tengo suficiente con los bocadillos que comí en el tren.

El día siguiente, al abrir los ojos Iván vio las rayas luminosas entre las tablillas de las persianas, qué bien estas rayas... Se quedó en la cama estirándose con gusto, oliendo las sábanas, mmm huelen a limpio... Varias veces oyó pasos y voces, la señora y su hija se preguntaban si debían despertarlo... Con las rayas luminosas creyó visualizar una viñeta de tebeo, es la primera vez que me despierto en esta ciudad, soy un agente secreto, tengo encomendada una misión cuyo contenido desconozco, je, je... La discusión entre hija y madre se estaba redoblando:

—¡Mejor despertarlo!

—¡Pero puede que esté cansado del viaje y le venga bien quedarse acostado!

Giró noventa grados las piernas y se sentó al borde de la cama, cogió los calcetines que estaban sobre la maleta y se los puso; hizo lo mismo con calzoncillo, pantalón y camisa. Ignorando los zapatos de calzar y atar del día anterior, abrió la maleta, sacó las sandalias de piscina y las enfiló, ¡je, qué fácil!, para utilizarlas como pantuflas y, tras echar una mirada a la ventana, lo siento, rayas luminosas, se dirigió a la puerta...

—¡Hola, buenos días!

—Buenos días, ¿el café lo quieres solo o con leche?

—Con leche...

—Vete al salón, te lo llevo todo...

Después de haber comido las cuatro galletas del plato pequeño y blanco notó que seguía con hambre...

—Perdón, ¿hay solo estas galletas para comer?

—¡Te hace falta más! ¿Qué sueles tomar de desayuno?

La señora parecía algo desconcertada y él aventuró:

—Pan con mantequilla me vendría bien...

Las dos fueron a la cocina, y la hija:

—¡Ya te dije que en Francia suelen comer pan con mantequilla en el desayuno!

Después de haber ingurgitado cuatros lonchas de pan con mantequilla, Iván ya se sentía bien restaurado... Habían empezado a hablarle de la otra inquilina, Elisabeth, que tal vez iba a llegar...

—Ya verás, tiene un carácter muy alemán.

—¿Pero no es estadounidense?

—¡Sí, pero de origen alemán!

Alrededor de las 19:00 llegó Elisabeth. Enseguida fue a dejar su maleta con ruedas en la habitación, volvió al salón, hicieron las presentaciones y empezó a contar su viaje, que le había encantado... Solo que en Granada un chico intentó robarle el bolso. Mostró su puño cerrado y con los ojos brillantes:

—¡Me tiró al suelo, pero no solté el bolso!, ¡lo agarraba y al final, al ver gente aproximándose, tuvo que escaparse!

Poco más tarde, mientras Elisabeth tomaba una ducha, la madre sonriendo:

—Esta cuenta historias, porque si realmente la hubiera atacado un macarra, créame que habría soltado el bolso.

—Sí, de vez en cuando cuenta historias así para dejar en mal lugar a España.

Al día siguiente, Iván despertó oyendo un rumor sostenido, ¡llueve!...

Veinte minutos más tarde, los dos inquilinos desayunaban en el salón y la señora:

—Elisabeth, ¿podrías llevar a Iván a la escuela de idiomas Castelló?

—¡Sí, sin problema! Además, tenía previsto pasar por allí esta mañana...

Iván fue a su habitación, se quitó calcetines y sandalias de piscina, calzó alpargatas, luego se secarán pronto, es que le daba pereza ponerse zapatos de atar más potentes, tal vez acabarían mojándose igual. Al oír la lluvia fuerte tampoco quiso ponerse calcetines, pues iban a retener el agua, vistió el impermeable y dejó la habitación...

Saliendo, en Antonio Arias, ella:

—¿Quieres coger el autobús?

—Prefiero andar, ¿no te molesta?

—¡No, no, mejor vamos andando!

Imprimieron a su paso un ritmo bastante rápido. Elisabeth, de treinta y cuatro años, había estado por primera vez en Madrid en el 73 y desde entonces venía cada año... Con la calle Goya ya muy cerca para comprobar algo que le parecía obvio, él:

—Entonces habrás notado un cambio desde que el dictador murió.

—Sí, un cambio... a peor.

—¡Ah!, ¿sí?, ¿por qué?

—Noto menos respeto en la calle por parte de los jóvenes y hay más robos.

—Aaahhh...

Vio como el importe de cualquier curso del Instituto Castelló era demasiado alto para él.

Cuando volvían a casa, la señora:

—¿Entonces?

—Esta escuela es demasiado cara para mí.

Aunque efímera, notó una mueca de contrariedad en la comisura de sus labios...

—Bueno, tendrás que buscar otra escuela...

Después de cenar, la madre se sentó en su sillón. Las dos chicas e Iván hicieron lo mismo en el sofá y empezaron a mirar la segunda parte del telediario. Al lado de la madre quedaba libre otro sillón. Llegaron a percibir un hondo bienestar, el ruido de la lluvia contra las dos ventanas daba un valor especial al calorcito del salón y al televisor encendido... Al poco tiempo de haber empezado Florida Park, un programa de variedades bastante entretenido, él:

—Este presentador tiene un bigote bastante… ¿cómo decir...?, ¡espectacular!

La señora, sonriendo:

—Sí, es verdad. A mí no me gustaría que uno de mis hijos llevase un bigote así, pero es un buen profesional.

El animador televisivo presentaba a cada cantante antes de su actuación, mujeres y hombres elegantemente vestidos en mesas constituían el público de plató, en cada mesa redonda con mantel blanco había un ramo de flores y una vela encendida.

Un día después, al terminar de desayunar, Iván salía de casa y la señora:

—¡A ver si hay suerte!

—Sí, gracias.

Desestimó el ascensor... Al salir a Antonio Arias sintió alegría por la lluvia, que caía bastante fuerte, tengo toda la mañana. Se había puesto sus zapatos más potentes, que cubrían hasta los tobillos. Al llegar a Narváez decidió, mejor cruzar el Retiro que ir por el metro, continuar recto. Atravesada Menéndez Pelayo, entró en el parque; delante tenía árboles y un paseo ancho con poquísima gente, me gusta este vacío, sobre todo jubilados. Se paró en la barra del primer quiosco-bar al borde del estanque y pidió un café solo... Al lado, un anciano fumaba un cigarrillo mientras contemplaba la intemperie, qué simpático sonríe viendo la lluvia...

—¡La que está cayendo, ja, ja!

—¡Sí, señor!

—Tiene un pequeño acento. ¿De dónde es?

Minutos más tarde, al haber alcanzado la calle Alcalá, vio cuatro jóvenes con material escolar.

—¿¡Perdón!?...

—¿Sí?...

—¿Sabéis de una escuela de idiomas?

—Hay muchas academias...

—¿Y una en particular?...

Empezaron a consultarse y al cabo de unos instantes, uno:

—Lo mejor para ti sería ir al Instituto Oficial de Idiomas, lo único es que está bastante lejos, tienes que coger el metro dirección a la Moncloa y al salir, al final, ya estarás bastante cerca. No sé cómo se llama la calle, pero da a la avenida de Filipinas.

Señalando una salida de metro a una quincena de metros:

—¿Entro en este metro, aquí?

—No, esta es la estación de Banco de España y tendrías que hacer un cambio. Mejor vete a la estación de Sol, que no está lejos. Mira, sigues hacia delante, vas a ver otra estación, la de Sevilla, en la que tampoco vas a entrar… pero siguiendo siempre recto, delante, un poco más lejos ya tendrás la estación de Sol con línea directa hasta la estación de la Moncloa. Queda como a quinientos metros de aquí...

—¡Muchas gracias!

A la vez que los otros tres, el chico que había dado la explicación para llegar a Sol, con voz más fuerte:

—¡¡DE NADA, CHAVAL!!

Mucho más tarde, en Antonio Arias, después de haber cenado los cuatro, cómodos en el sofá y el sillón empezaron a mirar una película que se desarrollaba durante los años cincuenta en un pueblo caribeño de México.

Una chica mantenía una charla apasionada con un hombre bastante mayor que ella. En la playa, más allá, a poco más de un centenar de metros, se veía una plataforma petrolífera en el mar, y la señora:

—¿Entonces, te vas a inscribir en el Instituto Oficial de Idiomas?

—Puede que sí, pero quiero esperar un poco. Tal vez encuentro algo mejor.

—¡Cuidado de no quedarte sin nada!

Al día siguiente, a las 21:00 apenas pasadas, la señora, su hija e Iván estaban comiendo unos macarrones con tomate frito. Elisabeth había salido a cenar con unos amigos. Apareció en la pantalla Pedro Sánchez, secretario general del PSOE y líder de la oposición, que se paró para contestar a los periodistas. Con un tono bastante monocorde empezó a desgranar unas garantías que había conseguido para la clase trabajadora en vista de unos hipotéticos pactos de la Moncloa... Apenas desapareció Pedro Sánchez, la señora:

—Voy a votar a este...

—¡Ah, sí! ¿Y por qué?

—Es joven y necesitamos cambio. Por ejemplo, hace falta una ley de divorcio, ¡es de cajón!...

—Sí, apoya el divorcio, sin embargo, es viuda, tiene razón. Si yo fuera español también lo votaría, pero me sorprende su tono tan monocorde, el pobre...

—Es verdad que no encandila mucho, pero es serio y además, cuando pienso en mi hijo...

—¿No estará muerto?

—¡¡Nooo!!, pero cuando era estudiante de ingeniería manifestó por las libertades y fue detenido. Entonces lo echaron de la universidad y tuvo que ir a estudiar a Alemania durante unos años...

—¿Tiene dos hijos?

—No, tengo tres. Tengo otro chico. El mayor, la verdad es que hace un trabajo que no me gusta...

—¿Qué trabajo hace?

—Trabaja para la policía, pero vestido de civil.

—Aaahhh...

—Sí, circula todo el día en coche y observa. Sabe que no me gusta y nunca hablamos de su trabajo...

—Entonces, políticamente sus dos hijos no deben coincidir...

—Sí, no coinciden para nada. Ahora bien, ¡cuando su hermano fue detenido, movió cielo y tierra para que saliera cuanto antes de la cárcel!

El día siguiente, el viernes 23 de setiembre, Iván llevaba una decena de minutos despierto disfrutando de la cama cuando la señora, llamando a la puerta:

—¡Iván, ya son las 7:05!

—Gracias, ahora voy.

Se vistió en un plis plas y entró en la cocina:

—¡Buenos días!

Se sentó al otro lado de la mesa, como a un metro de la señora en bata azul clara que estaba junto a la pared cogiendo la cafetera.

—¿Café con leche?

—Sí.

Iván untó una rebanada de pan, la mojó y emprendió a comerla con cierto ardor... Al ver escapar un poco de líquido por una comisura de su boca, ella sonrió. Después de la cuarta rebanada apuró lo que quedaba de café con leche... Abrió la puerta, y la señora:

—Que tengas suerte.

Aún era de noche y se puso a andar con paso rápido, tenía como primer objetivo la estación de metro de Goya. Ya muy cerca de la estación, en la misma acera izquierda, vio la luz débil de un quiosco-bar metálico acristalado. Entró y pidió un café solo... El olor de su café aún indemne, la oscuridad con la luminosidad parca y dispersa del alumbrado más las voces de la pareja de ancianos del local que charlaban con tres barrenderos, le agradaban, el pequeño vaso cálido en mi mano es un tesoro...

En la taquilla preguntó si había algún pase mensual, la taquillera le dijo que para eso necesitaba fotos y algunas cosas más que no entendió del todo porque el cristal amortiguaba la voz; ella repitió y añadió que en vez de pase mensual podía comprar un carnet con diez billetes. Primero, él no entendió, luego no oyó bien el precio, que por quinta o sexta vez hizo que le repitiera. También se lio porque no encontraba el bolsillo donde tenía dinero... Al recibir el carnet de diez billetes sintió un subidón de calor al ver que se había formado una cola tan larga que no se veía su final en la escalera más arriba, ¡qué cola he provocado! ¡Debo desaparecer enseguida!...

Ya retornando de la Facultad de Letras, al salir del autobús en la Moncloa, decidió andar en el soleado... Cerca de las 14:45, al abrirle la puerta, la señora:

—¿Qué tal? ¿Ya tienes algo?

—Sí, ya está, me voy a inscribir en Estudios Hispánicos para Extranjeros en la Facultad de Letras de la Universidad Complutense. El lunes haré los trámites...

Tomado el postre, Elisabeth salió enseguida e Iván se tumbó en el sofá... La dueña llegó con tres cafés y galletas en la bandeja, súper: ahora tocan dos horas sin hacer nada, notó un grupo de nubecitas soleadas. Masticando la primera galleta contempló el humo del café que subía en espiral hasta evanescerse entre el polvo que flotaba en el rayo de sol, bella extrañeza... Al bajar la mirada volvió a oír a hija y madre conversando, ¡sí, ha empezado un día radicalmente distinto al de hace un instante!...

A las 18 y pico horas salió a la calle... Las calles se han llenado con bastante juventud... Atravesó el parque el Retiro... Llegó a la Puerta del Sol, le gustó su jaleo automovilístico y la muchedumbre en sus estrechas aceras... Después de dar varias vueltas, se desorientó, qué bien, estoy perdido y queda una eternidad para la cena... Tiraba por un lado, después por otro, eligiendo calles por intuición... La noche caía y empezó a sentir cierta preocupación... Se encontraba en la acera frente a una plaza con unos arbolitos, no quiero que se enfade la señora. Una tras otra, se cruzó con cuatro personas mayores; una quinta se acercaba, era una chica con una carpeta pegada contra el pecho, a tres metros. Él alzó la mano:

—¡Perdón, por favor!...

Ella se inmovilizó. Debía llevarle dos o tres años...

—¿Sí?...

—Quiero ir a la Puerta del Sol...

—Pues no está tan lejos. ¡Ven!, te voy a indicar el camino...

—Sí. —¡Este «ven»!...

Ella volvía sobre sus pasos; él andaba a su derecha...

—¿Qué plaza es esta?

—Esta es la plaza Tirso de Molina

—¿Eres madrileña?

Sonrió por su curiosidad.

—Bueno, estudio aquí pero soy de Galicia.

—¡Aahh! —Qué mirada....

En la esquina de Doctor Cortezo le tiró ligeramente de la manga:

—¿Ves? Allí arriba, al final de esta calle, está la plaza Jacinto Benavente...

—Sí —¡¡no me sueltes!!—, entiendo.

—Bien, la cruzas y ya verás delante, un poco más abajo, la Puerta del Sol. ¿Vale?

Diez días más tarde, el lunes 3 de octubre, empezaron las clases de Iván en la Facultad de Letras de la Complutense. El horario era de las 8:00 a las 14:00 los lunes, miércoles y jueves, y de las 8:00 a las 13:00 los martes y viernes, con cinco minutos de intermedio entre las clases, a las 9:00, 11:00 y 13:00; y un cuarto de hora a las 10:00 y a las 12:00.

En el descanso de las 10:00 bajó a la cafetería con Hilaire, un haitiano. La cafetería, en la planta baja, era casi cuadrada, con lados de una veintena de metros. Pidieron dos cafés solos en la larguísima barra en el lado nordeste; las ventanas en el lado sureste dejaban entrar mucha luminosidad. Los cristales pequeños, a unos dos metros por encima de los cristalones opacos blancuzcos, eran lisos. En la prolongación de la barra, hacia el sureste, un batiente abierto de la puerta desvelaba un tramo de jardín...

—¿¡Entonces eres francés!?

—Se nota por mi acento, ¿verdad?

—Sí, es verdad, ¡eh, eh!...

Hablaban en francés. Hilaire, de veintiocho años, llevaba una camisa blanca tipo cubana con alforzas verticales que debidamente caía fuera del pantalón. Medía casi un metro ochenta y su semblante expresaba cordialidad. Recordó haberlo visto saludar a dos otros negros:

—¿Eres el único haitiano de la clase?

—No, somos tres.

Dos días más tarde, el miércoles 5 de octubre, a las 8:55, el profesor acababa de dar una clase de Historia del Pensamiento Español y los alumnos salían del aula para la corta pausa... Junto a la pared, a cuatro metros, Iván notó a una japonesa, semblante pulposo simpático, que estaba con dos chicas y un chico, japoneses todos. Tapando su boca retuvo un brote de risa y al momento soñó...

Un día después, alrededor de las 10:00, durante un instante Iván dejó de escuchar a sus colegas de mesa al reparar en esa misma japonesa. Estaba a una decena de metros y con un gesto furtivo repuso una mecha de su cabello liso y negrísimo tras la oreja, qué gesto más majo... Fueron a la segunda planta para una clase de Historia de España, él se situó al lado de un japonés, lo que no era difícil ya que entre el centenar largo de alumnos, los más de cuarenta japoneses conformaban el grupo más numeroso seguido por los alemanes, los franceses, los estadounidenses y los italianos. Aún no había llegado el profesor y empezaron a charlar. Se llamaba Norio, tenía veinte años y era de Kobe...

—¿Dónde está?

—Está cerca de Osaka, al sur de Honshu, la isla principal. Es un puerto muy importante...

—¿Lado océano Pacífico o continente?

—Está en la costa sureste, lado océano Pacífico.

Cuatro días más tarde, el lunes 10 de octubre, en el descanso del mediodía Norio e Iván, en algún tramo de la parte más interior de la larguísima barra de la cafetería, acababan de tomar el primer trago de su caña. Minutos antes, Norio le había anunciado que tenía una noticia para él y después de haber encendido un cigarrillo Fortuna le informó:

—Va a haber una habitación libre en mi pensión y la señora está interesada en verte, ¿puedes pasar esta tarde?

—Sí, sí, claro.

Cerca de las 17:30, en un pasillo de la pensión de Norio, en la calle del Desengaño, muy cerquita de la Gran Vía y de la plaza del Callao, la señora llevaba a Iván hacia la habitación libre...

—Te la puedo reservar para el mes de noviembre.

Abrió la puerta. Era totalmente interior, un papel gris con motivos marrones que se repetían cubría las cuatro paredes, una bombilla desnuda pendía encima de la cama; se podía encender al entrar y desde otro interruptor al lado de la cama, de todos modos, me ahorro mucho dinero...

—La cojo.

—Está bien, pero tienes que darme algún adelanto...

—No llevo dinero encima, pero mañana puedo pagar el mes entero...

Cerca de las 20:50, al llegar a Antonio Arias, Iván decidió no decir nada a la casera, mejor no fastidiarme una noche tranquila de sofá y tele.

Un día después, cerca de las 7:45, cuando terminó de desayunar, Iván se levantó de la mesa pequeña de la cocina, como recordando de repente:

—¡Ah, sí! A final de mes me voy a mover a una pensión más cercana a la universidad...

—¡Pero tu madre me había dicho que era para todo el año!

Una mueca de disgusto afloró en su boca al cerrar la puerta. Con un soplo:

—¡Es que esto es un negocio!, ¿sabes?

—Sí, lo siento… Hasta luego.

A las 12:00, al terminar las clases, decidió no coger el autobús y anduvo solo por el camino ajardinado hasta la estación de la Moncloa...

Emergió del metro en la soleada Goya. Llevaba una bolsa de plástico con una carpeta de hojas, un estuche con dos bolígrafos, un libro de cuentos de Ignacio Aldecoa y otro de poesía. Le inquietaba encontrarse con la señora, pero emprendió Narváez... En la calle Alcalde Sainz de Baranda, al ver una muchedumbre de hombres como asediando la barra codo a codo y extremadamente alegres, entró... No lograba pedir nada a los dos camareros, tan irremediablemente separado de ellos por la muralla humana estaba, pero dándose cuenta de ello, un hombre:

—¡Pasa, joven!

—¡Gracias!

—¡De nada, hombre!

Bebió sin prisa su vino tinto, aun anonadado al ver a esos hombres mayores bebiendo vino con tanto ardor... Pidió dos tintos más... Salió del bar un poco piripi. Al cruzarse con los viandantes oía un sonido, «fffrrruuu», y sentía el aire desplazado en su cara...

La señora le abrió la puerta...

—¡Hola!...

—¡Hola! ¡He preparado unos macarrones con tomate!

—¡Qué bieeen, gracias!

Sintiéndose aliviado, ¡no va a haber guerra!, se dirigió a su habitación. Dejó la puerta completamente abierta, puso su material escolar sobre la mesa, se quitó la americana y los zapatos, enfiló las sandalias de piscina y bajó las persianas. Preveía echarse por una vez un ratito después de haber almorzado, además, es una costumbre muy extendida entre los espías, ja, ja, ja...

—¿Pero no te gusta la luz?

Era Elisabeth, que se había parado delante de la habitación...

—Sí que me gusta la luz, justamente así veo las líneas de luz entre las tablillas.

Tres días más tarde, el viernes 14 de octubre, cerca de las 12:30, Hilaire e Iván, recién salidos del autobús, entraban precipitadamente en un bar de Meléndez Valdés en el barrio de Argüelles. Estaba lloviendo a cántaros, no habían ido a la última hora de clase... Ya con sus cañas se dirigieron a la sala trasera, dos escalones arriba, para estar más tranquilos.

—Todas las mesas están libres, je, je, je...

Con unas servilletas de papel se secaron un poco la cara, se zamparon las dos patatas al tomillo ofrecidas, bebieron el primer trago y posaron sendos vasos...

—¿Entonces en Haití has estado dos años en la cárcel?

—Sí, fui liberado en 1971, cuando llegó Baby Doc al poder. Suele pasar que en los intermedios entre dictadores se relaja un poco la presión. Mi madre me cuidó para que recobrara la vista y pudiera mantenerme sobre las piernas; es que en esos dos años no había visto el sol y solo nos daban plátanos para comer. Cuando me vio suficientemente recuperado, me compró un billete de avión para salir del país, ya que lo más probable era que las cárceles se llenaran de nuevo, como de hecho ocurrió poco después.

Cuando al siguiente día siguiente, cerca de las 16:35, sonó el timbre, la hija de treinta y siete años se levantó del sillón como un resorte y se lanzó a esprintar para abrir la puerta como si fuera una chavala. Elisabeth no se encontraba en casa.

—¡Hola, buenas!

—¡Hola, qué tal!

Era una voz masculina, ¿¡es el poli!? A los pocos segundos llegaba al salón un hombre de complexión fuerte y al ver a Iván, ¡sí, es el poli!, levantó los ojos hacia el techo...

—¡Hijo!, ¿qué tal estás?

Se inclinó para besar a su madre, sentada en el sillón. Tenía unas patillas espesas, cogió sitio en el sillón de al lado, que justo antes había ocupado la hija...

—Este es Iván, el nuevo inquilino francés...

Se saludaron de manera ya oficial con sendos movimientos de cabeza. La señora pidió a su hija apagar el televisor, los tres empezaron a charlar mientras Iván hojeaba un Cambio 16, aunque también prestaba mucha atención a lo que decían. Bastante pronto la charla empezó a derivar hacia la situación del país. El «secreta» objetaba que la economía estaba muy mal. Iván, con el ritmo cardíaco ya acelerándose un poco, no conseguía leer la revista… Ahora se quejaba de la pérdida de orden en la calle...

—¡Ya, hijo, pero el orden que teníamos!...

—Pero si vieras lo que está pasando realmente, en profundidad, no es admisible...

Haciendo acopio de voluntad, Iván intervino:

—Bueno, tal vez no hay que ser tan pesimista. ¡En este Cambio 16 hay unas declaraciones de San Carrillo asegurando que va a hacer todo lo necesario para la estabilidad de España!

Mirándolo con unos ojos horrorizados y grandemente abiertos, el hombre:

—Se llama Santiago Carrillo, no San Carrillo, ¡no es ningún santo!

Sintiéndose de repente más desenvuelto, Iván:

—Realmente, creo que España tiene suerte de tener gente como Carillo y Sánchez. ¡Parecen muy responsables los dos!

Mientras, había hablado la hija expresando su acuerdo con movimientos de cabeza muy marcados y un:

—¡Sí, claro!

Aflojando el nudo de su corbata, el hombre:

—Bueno, habría que ir por partes...

—¡Ah!, ¿no te he contado lo de Merche?

Era la señora que acababa de intervenir...

—No.

—Ha estado en Trujillo y dice que es una ciudad bellísima...

La conversación ya cogió otros derroteros... A poco más de las 17:00, Iván se despidió para salir a pasear. Bajó las siete plantas tragándose los escalones de dos en dos. Aun atento a no caerse, atesoraba la mirada incrédula del policía secreto al oírle decir «San Carrillo», ¡¡qué equivocación más cojonuda tuve!!...

Dos días más tarde, el lunes 17 de octubre, cerca de las 14:30, Iván se encontraba en el barrio de Argüelles e iba eligiendo su camino dejándose tentar por intuiciones, a ver esta calle con el tronco inclinado... Había avisado a la señora que no iba a almorzar en casa. Atravesó Alberto Aguilera corriendo y tomó la primera a derecha, un dédalo de calles, se internó en San Vicente Ferrer, cuya calzada se presentaba estrecha y llana unos decámetros antes de desaparecer de la vista; luego, a unos doscientos metros largos, volvía a aparecer remontando tras la aún invisible calle de San Bernardo. Fijándose en lo más cercano, vio a una decena de metros, al lado izquierdo, una enseña y leyó sobre su fondo blanco «Restaurante Casa Domingo», ¿a ver qué tal?

La puerta de entrada se encontraba al fondo de un pequeño espacio de un metro de profundidad. Justo a la derecha de esta puerta estaba pegado un plástico con la carta. Sobre la lista de platos se anunciaba un menú setenta y cinco pesetas con entrada, plato principal, pan, vino, postre o café, ¡sí, que parece simpático! No se podía ver a través de la puerta porque su cristal, enteramente cubierto por innumerables pequeños relieves, resultaba muy opaco. Fue hacia la izquierda del espacio de entrada, donde estaba la más pequeña de las dos ventanas del escaparate, pero tenía un visillo blanco que impedía ver adentro. Continuó hacia la derecha, donde estaba la ventana más grande, que tenía un gran tabique rojo vivo que solamente dejaba ver algo del techo. Cerca, expuesta sobre un papel también de color rojo, una botella de vino tinto estaba al lado de una fuente rebosante de frutas de plástico. Volvió al espacio de entrada, tiró de la puerta y vio aparecer un pasillo entre dos hileras de mesas dispuestas en rombo. Avanzó. Aproximadamente a la mitad de la sala de apenas cinco metros de ancho sobresalía medio metro de pared perpendicular al lado izquierdo y oeste. Este pequeño obstáculo desbarataba la total perfección de la lisura de la pared izquierda, pero afectaba muy poco visualmente. A la postre, solamente escondía una silla en la mesa inmediatamente posterior, pero sí que podía tener una influencia psicológica importante al definir claramente sector exterior y la parte más interior de la sala. Se paró al lado de la mesa que estaba justo tras esta pared, con tres comensales. Las demás mesas también estaban ocupadas, qué pena, no hay mesa libre. Después de esta constatación, desilusionado, se dio media vuelta para irse, pero el camarero, que también era el jefe, mientras atendía a un cliente se dio cuenta de ello y en voz alta:

—¡SEÑOR!, ¿QUIERE ALMORZAR?

Llevaba pantalón negro, camisa blanca y trapo blanco sobre el hombro...

—Eehh… Sí.

—¡Venga!

Lo dirigió hacia la misma mesa tras la diminuta pared a izquierda. En el rinconcito, la silla más invisible estaba libre...

—Con su permiso, señores.

—¡Claro!

—¡Claro!

Un treintañero se levantó para que pudiera pasar. Sentándose, dejó su bolsa de plástico con el material escolar en el suelo. El jefe le tendió un plástico con el menú y se fue. Algo intimidado, saludó al sesentón y a los dos treintañeros y empezó a leer el menú... Al depositar un café solo delante del sesentón, el jefe:

—¿De primero qué toma?

—¡Una sopa de fideos!

—¿Y de segundo?

—Albóndigas con patatas fritas.

El jefe giró la cabeza en dirección de un estrecho y oscuro pasadizo al fondo de la sala y con voz potente:

—¡UNA DE FIDEOS!, ¡UNA DE FIDEOS!

Dirigiéndose de nuevo a Iván:

—Y para beber, ¿vino con casera?

—Sí.

Ya se había ido y el sesentón, sacando un cigarrillo:

—¿Permiso?

—¡Claro!

—¡Claro!

La sopa de fideos aterrizó humeante delante de Iván, que se lanzó a comerla, mmm, qué buena y calentita. El jefe no paraba de entrar y salir del pasadizo cargado con platos que iba sirviendo a diestra y siniestra conforme avanzaba. Al final del pasadizo oscurísimo y de medio metro de ancho se percibía la luminosidad de lo que debía ser la cocina.

Al otro día, cerca de las 12:05, Iván volvía de la cafetería; subía la escalera para la última clase cuando lo alcanzó Hilaire:

—Tengo que decirte algo importante. ¿Después de clase vamos al bar del otro día?

—Sí, sí, de acuerdo.

Cerca de las 13:40, se encontraban en la sala trasera del bar en Meléndez Valdés...

—Entonces, ¿qué me quieres decir?

—En el descanso de las diez hablaste con los dos otros haitianos...

—Sí, coincidimos en la barra...

—Vi que te dieron una tarjeta...

La sacó de su bolsa y se la tendió:

—Sí, mira, tiene la dirección de su pensión. Está en la calle, a ver..., de San Agustín, cerca de las Cortes. Me han dicho de pasar por allí cuando quiera...

—Bueno, tienes que saber una cosa: el apellido de uno de ellos me pareció el mismo que el del cocinero de Papa Doc, y, por lo del envenenamiento, los cocineros de los dictadores son de máxima confianza...

—¿¡Ah, sí!?...

—No tengo ninguna prueba, pero ayer aposta expresé una duda sobre la elaboración de un plato haitiano y él me la aclaró superbién. De verdad me da la impresión de que es hijo del que fue cocinero de Papa Doc. Los saludo como si nada, pero mejor no les hables de mí...

—Bueno, solo quedé en visitarlos dentro de poco, pero tendré todo el cuidado.

Un día después, Iván entró al aula un par de minutos tarde y se sentó en la primera silla del rango más cercano a la puerta de entrada para no molestar. Era la primera clase y no había ni la mitad de los alumnos que habría en la segunda hora. No había nadie a su izquierda, los demás estudiantes estaban en los rangos de adelante. A los dos minutos vio el picaporte moverse, la puerta se abrió, ¡es la japonesita chula! La recién llegada se dirigió al rango posterior al suyo, la oyó pasando tras él y alejarse recorriendo todo el rango hasta alcanzar el pasillo lateral sureste, ¡avanza un rango, pero no más! Efectivamente entró en el rango donde estaba Iván, bien, prosigue hasta cerca de mí, pero se sentó mucho antes, ¡mierda! Unas once sillas los separaban. Ella sacó un bolígrafo y unas cuantas hojas sobre la mesa y empezó a remover el interior de su mochila pequeña… Ya hacía más de un minuto que estaba buscando algo, a ver si le falta el libro...

—PASEN A LA PÁGINA CUARENTA Y CINCO...

Iván pasó páginas haciendo el mayor ruido posible... Ella se rindió ante la evidencia y mirando a su derecha vio a Iván con el libro.... Cogió sus cosas y se levantó para acercarse, ¡súper!...

—Perdón, olvidé mi libro. ¿Puedo leer en el tuyo?

—Sin problema.

Le gustaban la delicadeza de su pañuelo en el cuello y el peso de su mirada, carne desnuda en el aire, atenta...

Ya tenía la página leída...

—¿Pue... puedo pasar la página?

—¡Sí, ji, ji, ji!

—Gracias —¡Un riachuelo su risa!...

Al día siguiente, jueves 20 de octubre, alrededor de las 17:00, Iván cruzó el Retiro y se dio cuenta de que su reserva de dinero era ya casi nula, voy a llamar a cobro revertido para que me envíen ya el dinero de noviembre... Preguntó para saber dónde podía hacer una llamada a cobro revertido, se le dijo que debía ir a la oficina de Telefónica en la calle Fuencarral... Su madre le dijo que siguiendo su intuición había enviado el giro por adelantado esa misma mañana.

Los días sucesivos Iván continuó dando una vuelta después de la sobremesa del almuerzo, pero ya no podía parar en ningún bar.

El jueves 27 de octubre, cerca de las 14:45, al abrirle la puerta, la señora:

—Ha llegado tu giro, para cobrarlo tendrás que ir al Palacio de Correos en la plaza de Cibeles...

—Bien, iré esta tarde...

—Mmm, haz lo que quieras pero me han dicho que lo podrás cobrar solo a partir de mañana.

La mañana siguiente, cerca de las 8:50, Iván salía del portal de Antonio Arias disparado bajo la lluvia, ¡sí que llueve de verdad, je, je!, rumbo al Palacio de Correos...

El sábado 29 de octubre, cerca de las 9:55, Iván salía del portal de Antonio Arias 15 con la maleta en mano. Iba a su nuevo domicilio en la calle del Desengaño. Luego iba a volver por la bolsa de cuero marrón, más fácil de llevar. Era una bella mañana bien despejada, esta luz radical me gusta. Evitó el parque el Retiro y empezó a subir Narváez; tenía ganas de multitud y de bocinazos. En la Puerta de Alcalá se metió en Salustiano Olózaga. Decámetros delante en la segunda esquina a la izquierda vio el cristalón de un bar, descansar un poco el brazo tomando una cañita, je, je, je...

Dejó la maleta abierta en el suelo, contra la pared, y fue a llamar a la puerta de la habitación de Norio...

—Hola, Norio...

—Hola. ¿Ya te has movido?

—No del todo, ya he llevado la maleta pero me queda traer la bolsa...

—¿Cuánto vas a tardar?

—Calculo que en una hora estaré aquí...

—Cuando llegues podríamos jugar al flipper en el bar debajo...

—Sí, sí, perfecto.

Más tarde, cerca de las 16:10, Norio llamó a la habitación de Iván invitándole a tomar un té japonés...

—SÍ, YA VOY...

Volvió a su habitación. Un minuto más tarde llegaba Iván y Norio, quitando un cartón de la única silla:

—Puedes sentarte...

Norio enchufó el hornillo eléctrico, alcanzó una cacerola pequeña, la llenó de agua del lavabo, está bien tener un lavabo, (Iván no tenía lavabo en su habitación), puso la cacerola sobre el hornillo que ya se había enrojecido, encendió una lámpara pequeña, apagó la luz general y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas... Por la ventana se veía, a unos quince metros hacia el sur, el muro gris de un edificio, con una luminosidad muy debilitada ya que el cielo se había nublado bastante... El agua ya hervía... Norio llenó las dos tazas y tendió una a Iván...

—Gracias.

El joven japonés dejó su taza en el trocito de suelo iluminado por la lámpara y alcanzó un pequeño recipiente con un cubo rectangular blanco dentro...

—¿Qué es eso? ¿Un queso?

—¡No!, es un tofu, me encanta. ¡Estoy absolutamente loco por el tofu!

Iván probó el tofu, está bien... Tazones humeantes en manos y casi sin hablarse, bebieron a tragos mirando el grisáceo afuera.

Dos días más tarde, el lunes 31 de octubre, en la pausa del mediodía Iván estaba con Norio en una mesa de la cafetería. Se encontró también con Kayako, otra japonesa que tenía veinte años; Yukari, la chica con quien había compartido su libro días antes, que ya tenía veinticuatro; y Rick, un estadounidense de veintidós que, alto y con pelo medio largo, vestía pantalones y chaqueta ambos de tela vaquera. Como estaba algo nervioso por la presencia de Yukari, cuando no cogía su taza de café Iván mantenía las manos bajo la mesa. Luego, cuando se levantaron para retornar a clase, Kayako dirigiéndose a él:

—¡Estás muy silencioso!

—Sí, a veces me pasa.

A las 14:00 salió tan rápido del aula que se encontró en el autobús sin ningún colega de clase al lado. Desde la Moncloa se puso a andar a buen ritmo hasta llegar al restaurante Casa Domingo... Todas las sillas estaban ocupadas y esperó cerca de la entrada. Llegó otro cliente, los dos tuvieron cuidado de no mirar demasiado a los que ya estaban tomando el postre, preferiría sentarme en la parte más adentro. A él le gustaba el carácter más íntimo de la zona más interna, pero la primera silla que se liberó fue de la mesa junto a la ventana con cortinilla blanca, y el jefe:

—¡Siéntese allí, caballero!

—Gracias —¡Qué le vamos hacer!...

Terminada la sopa de fideos, Iván se echó hacia atrás levantando del suelo las dos patas delanteras y apoyando la extremidad derecha del respaldo de la silla sobre la pared; arriba de la cortinilla el cielo aparecía diáfano, bueno, al final con este azul voy...

El martes 1 de noviembre Iván se despertó alrededor de las 8:00 con un dolor de cabeza. Es que, como no tenía clases, había bebido más de la cuenta la noche anterior. En seguida se esforzó en levantarse y vestirse, se dirigió al bar de abajo y a los cinco minutos ya estaba desayunando un café con leche grande con una ración de porras. La visión de la calle y una cascada de pequeños acontecimientos simultáneos como voces, gestos y ruidos del flipper empezaron a levantarle el ánimo, y, cuando hubo terminado de desayunar, el dolor de cabeza había desaparecido...

Cerca de las 16:15, Iván andaba al azar por callecitas no muy lejos de su pensión cuando su ánimo decayó vertiginosamente. Notó un hormigueo desagradable en su espalda. Solía tener momentos de ansiedad así los domingos ante la visión de calles desiertas, mortecinas. Se replegó en su habitación y se metió en la cama, va a pasar...

A las 18:20 salió de nuevo a la calle, me siento mejor, suele ser así cuando ha caído la noche ya completa. En la calle Fuencarral, a unos ciento cincuenta metros de la glorieta de Bilbao, vio escrito arriba de una ancha entrada en la acera de enfrente: «El Drugstore de Fuencarral, abierto 24 horas». Atravesó la calzada y entró en el local, que parecía muy amplio; no se veía su final. A una decena de metros, una barra de bar se escapaba hacia dentro. Entre otras cosas, se vendían periódicos, discos y casetes. Compró El País y fue a la barra a pedir una manzanilla. Desestimando las mesas para cuatro personas, se sentó en una de las dos mesas rectangulares muy largas en las que podían caber fácilmente una quincena de personas y que estaban cerca de la entrada. Leyendo y bebiendo a pequeños tragos, llegó a sentirse bastante a gusto, uff, sí, ¡ya me siento bien del todo!

Dos días más tarde, el jueves 3 de noviembre, a las 7:00, Norio llamaba a la puerta de la habitación, pero Iván, que apenas había empezado a despertarse. Gritó:

—NO ME ESPERES —¡¡¡mi cabeza!!!—, HOY NO VOY.

—¡VALE, JA, JA, JA! HASTA LUEGO.

Llegó a levantarse aproximadamente una hora más tarde. Cuando tomó el desayuno en el bar de abajo, el poco dolor de cabeza que le quedaba se esfumó. La luminosidad en la calle del Desengaño era muy gris, pero no es un gris prometedor, no creo que vaya a llover.

Un poco más tarde, cerca de las 11:25, bajando la Gran Vía en dirección de la plaza de España por la acera norte, Iván acababa de rebasar la calle de los Libreros cuando se inmovilizó al ver un centenar de jóvenes irrumpiendo en plena calzada una cincuentena metros más abajo, en el cruce con San Bernardo. Más allá, en la plaza de España, aparecieron unos faros giratorios azules; eran de una decena de furgonetas policiales que empezaron a subir lentamente la Gran Vía... Al llegar a tiro de piedra de los jóvenes, empezaron a recibir objetos diversos y de las furgonetas salieron policías con cascos y fusiles. Se oyó un primer disparo y varios más, una espesa nube invadió la calzada; ya no se percibían los faros azules. Los jóvenes corrían para salir del humo. A uno le dolían tanto los ojos que se dejaba guiar por su amigo...

—¡NO VEO NADA!

—¡NO ME SUELTES!

Las siluetas de los antidisturbios emergieron de la polvareda en el cruce con San Bernardo, reaparecieron los faros azules girando e Iván empezó a retroceder en dirección de la plaza del Callao. Echó una mirada atrás y se asustó, ¡siguen subiendo, se están acercando!, y torciendo a la izquierda entró en la calle Tudescos. Al alcanzar la plaza Santa María Soledad Torres Acosta, miró otra vez para atrás: los jóvenes venían corriendo y tras ellos, en la Gran Vía, se veían unos antidisturbios con escopetas largas y gruesas, ¡a ver si entran en la calle!, y sin pensar más atravesó aceleradamente la plaza hasta meterse en un bar que hacía esquina con la calle de la Luna...

—Una infusión de verbena, por favor.

—Muy bien. —Está un poco pálido este chico...

Abonó la verbena y se fue a una mesa. A unos cinco metros, los dos batientes de la entrada del lado de la plaza estaban abiertos. Empezó a calentarse las manos en la taza, mirando hacia fuera. Entraron dos jóvenes que depositaron sus apuntes y libros en una mesa vecina a la suya; uno se sentó mientras que el otro fue a la barra a pedir dos jarras de cerveza. El que se había sentado recuperaba su respiración, el otro volvió con las bebidas, se sentó, chocaron sus jarras de buena gana y cuando terminaron de beber su primer trago, Iván:

—Oye, perdón, ¿venís de la manifestación?

—Sí, ¿se nota, verdad?

Había contestado sonriendo. Ambos tenían dos o tres años más que él...

—Sí, ¡es muy peligroso lo que habéis hecho!

—Bah, es solo un mal momento, no dura ni un minuto, todo se juega en una carrera, no te tienen que coger.

Dirigiéndose al mismo que le había contestado:

—¿Qué idea os inspira más?

Después de mirar unos instantes al suelo moviendo la cabeza, como sopesando la respuesta, interrogó a su amigo:

—¿A ti qué te parece?

—Mmm, creo que el último que intentó realmente de hacer algo fue Jesucristo, ¿no crees?

—Sí, es posible...

—De verdad —este será más marxista, pero no quiere división en la acción—, ¡encuentro que tenéis mucho valor!

Al terminar sus jarras, se despidieron de Iván y desaparecieron por la entrada ancha, abierta con los dos batientes replegados. Iván se quedó mirando la luminosidad en la plaza... ¡¡Qué grisáceo más prometedor!!

Al día siguiente, en la pausa de las 10:00, Iván fue a la cafetería y vio que Norio estaba con Yukari y Sumiko, otra japonesa de la clase que tenía veintinueve años. Se acercó al camarero de sala para pedir y pagar ya un café solo; seguidamente se dirigió a la mesa y se sentó:

—Hola a todos. Norio, ¿qué te parece si almorzamos en Casa Domingo?

—Ah, sí, tengo que conocer este restaurante. ¿Venís con nosotros? No está lejos, está cercano a Argüelles...

—¡Sí, es una buena idea!

—¡Sí, sí!…

Las dos parecían encantadas, ¡gran Norio!...

—Lo que pasa es que sería mejor no ir a la última clase. Así, si llegamos cerca de las 13:00, encontraríamos más fácilmente una mesa libre...

—Sí, sí, nos iremos al mediodía…

Llegó el camarero y sonrió:

—Aquí tiene su café, ¡ya pagado!…

—Gracias.

Cerca de las 12:50 llegaban al restaurante, y el jefe:

— ¿Sois cuatro?

—Sí.

—Tenéis dos mesas completamente libres…

Eligieron la mesa más hacia el interior. Estaba en la fila derecha. Uno tras otro fueron a limpiarse las manos, los servicios se encontraban tras una puerta a la izquierda, en la mitad del túnel casi espantoso entre la sala y la cocina invisible, qué pasadizo más guay.

Fueron servidos rápidamente. Sumiko e Iván, una ensalada de tomates; Yukari y Norio sendas sopa de fideos, y Sumiko:

—Este sitio está muy bien. ¿Cómo lo descubriste?

—Bueno —cojonudo así quedo modesto—, fue el azar.

Aunque vibraba cada vez que cruzaba la mirada de Yukari, Iván se sentía más calmado, mejor en pequeño comité, que en la cafetería de la Facultad de Letras. Un momento, con la mano tapando su boca, Sumiko (riéndose):

—¡Estaba comentándole a Yukari que sois más jóvenes y que tal vez os estamos pervirtiendo, ji, ji, ji!

Yukari también se reía con la mano delante, y Norio:

—Tengo hambre de mujeres: ¡acepto todas las edades!

—¡¡Noorio!!

Las dos se reían aun más... El almuerzo prosiguió alegre, al ritmo del vaivén del jefe entrando y saliendo del pasadizo. Era evidente que Yukari, con las mejillas algo rosadas, era la más afectada, pero los cuatro sentían un calorcillo suave por el vino con gaseosa... Con el café, los tres japoneses sacaron sus paquetes de cigarrillos; Yukari invitó a Iván, que aceptó aunque no solía fumar. Al intentar hacerlo sin tragar el humo, se fijó en un cartel que estaba al inicio del pasadizo oscuro. Reproducía una pintura de Klimt, esos ojos casi cerrados, es como oriental, su cuello, sus hombros, está envuelta en una cortina que al bajar se vuelve más fina y transparente; es como un visillo...

—¡Iván, Iván…!

Eran las dos chicas que lo llamaban...

—...¿Sí?

Ya se había despertado de su ensoñación, y Sumiko:

—¿Qué quieres hacer después?

—Mmm, si no os molesta, primero quisiera pasar a la pensión para dejar la bolsa y limpiarme los dientes.

—Ji, ji, ji. Ah, sí, sí, claro: ¡qué elegante limpiarse los dientes después de almorzar!, ¡qué francés, ji, ji, ji…!

Los tres japoneses se reían de buena gana...

—¡Ji, ji, ji, ji, ji…!

—¡Ji, ji, ji, ji, ji…!

—¡Ja. ja, ja, ja, ja…!

—Ja, ja, ja —qué graciosos son—, ¡ja, ja, ja,ja…!

El día sábado 5 noviembre, después de haber desayunado en el bar que quedaba justo debajo de su pensión, Iván sintió ganas de pasear y se dirigió hacia la plaza de España sin tener claro ningún destino posterior. Llegó a la plaza, abierta a un sur un poco desviado hacia el suroeste me parece, y prolongó el paseo subiendo el falso llano de Princesa. En Alberto Aguilera bajó los escalones de la estación de metro de Argüelles lanzando una mirada al cielo, hasta luego, azul. En el quiosco de prensa, una decena de metros antes de la taquilla, notó a Miles Davis en la portada de una revista, la compró; era un semanario muy fino, de apenas una veintena de páginas, que se llamaba Rock Express. Traspasado el torno de acceso, anduvo lento mirando la portada; en ella se veía al jazzista ataviado de una camisa sombría, con lunares blancos, abierta en el pecho; llevaba gorra blanca, gafas negras y un pañuelo en el cuello; entre fino y macarra. Arriba de la imagen el titular preguntaba: «Miles Davis, ¿una nueva estética punk?»

—¡¡Jo, jo, jo!!

Al levantar la vista vio unos pequeños carteles que anunciaban el concierto de un grupo llamado La Romántica, banda de la Escuela de Arquitectura Técnica, para este mismo día a las 21:00. Como responsable de la organización del concierto se mencionaba el colectivo de la Cochu.

Más tarde, cerca de las 20:40, habiendo dejado atrás la plaza de la Moncloa, Iván bajaba unos trescientos metros de la avenida de Séneca, muy arbolados, con especímenes grandes en ambos lados. Notó que de todas partes estaban llegando jóvenes, la gran mayoría con melena y pisada decidida. En la calle Martín Fierro, ya muy cerca de la Escuela de Arquitectura Técnica, se sintió, ¡felizmente!, engullido entre varios centenares que iban...

Un poco más de dos horas después, el público salía alegre del recinto, mientras la inmensa mayoría se quedaba para charlar el tiempo de un cigarrillo. Iván no se detuvo e inició, acelerado, la subida de los trescientos metros de oscuridad salpicada a cada lado por las claridades de ocho farolas. Sin pararse, se fijó en unos troncos tocados por estas claridades, las estrías del tronco, relieve, tacto y tiempo... Alcanzó la luminosidad tenue pero amplísima de la plaza de la Moncloa con el cuartel general del Ejército del Aire a la derecha. Al salir de la plaza, doscientos metros más adelante, apareció la espuma del alumbrado de la calle Princesa extendiéndose levemente descendente hasta la plaza de España. Ralentizó un poco el paso. En su cabeza bullían sonidos del concierto. Miró atrás y viéndose suficientemente aislado empezó a canturrear:

—No me gusta el rock, no me gusta el rock, que me den música ¡country coouuntry, cooouuuntry…!

Y seguido, ya más fuerte:

—BABA UNA UNA UAAANNN —(simulación de solo de guitarra eléctrica)—, ¡¡NO ME GUSTA EL ROCK!!

Dos días más tarde, el lunes 7 de noviembre, cerca de las 20:45, Iván entró en su habitación. Una lluvia muy fuerte lo había sorprendido cerca de Cuatro Caminos. Se quitó los zapatos tenis, los calcetines y toda la ropa, se secó someramente con una toalla pequeña y empezó a vestir ropa nueva: pantalón, zapatos más potentes pero sin calcetines, luego un jersey y el impermeable, y salió a llamar a la habitación de su amigo japonés...

—Hola, Norio...

—Hola, Iván...

—¿Has cenado?

—Aún no, entra…

Apenas un metro adentro:

—¿Vamos al Casa Domingo?

Norio se acercó a entreabrir un batiente de la ventana...

—¿¡Pero has visto cómo llueve!?

—Sí, sí, pero da igual...

—Bueeeno… Estás loco, pero de acuerdo: ¡vamos!

Salieron a la calle. Norio con la capucha puesta... Para protegerse de la lluvia, iban cerca de las paredes...

—¡¡MIERDA!!

A la vuelta de una esquina, el agua de un canalón acababa de alcanzarlo...

—¡¡JA, JA, JA, JA, JA…!!

De las cinco mesas ocupadas, cuatro lo estaban en la mitad más interna del local. Eligieron el lugar situado más adentro y quedaron separados del fondo por una sola mesa; pusieron sus impermeables sobre los respaldos de las sillas, se sentaron y utilizando servilletas de papel se secaron un poco la cara... Norio fue a limpiarse las manos; cuando volvió, Iván fue a su vez. Al entrar en el pasadizo echó una mirada a Judit, impenetrable...

—Señores, ¿para beber?

—¡Vino con gaseosa!

Con las botellas de vino y gaseosa, el jefe les entregó los plásticos y, con un pequeño cuaderno de espiral y un bolígrafo en mano, se quedó esperando...

—Ensalada de tomates y chuleta de cerdo con patatas.

—Yo, sopa de verduras y trucha...

—Muy bien.

Yendo hacia una mesa recién desocupada, gritó en dirección del pasadizo:

—¡UNA ENSALADA DE TOMATE Y UNA SOPA DE VERDURAS!

Mirando alrededor, Norio:

—Por las noches hay menos gente...

—Sí, el jefe no pondrá ningún desconocido en nuestra mesa.

—¡Qué graciosa la equivocación de la profesora de Literatura esta mañana!

—¡Sí, sí… Ja, ja, ja, ja, ja…!

—¡Ja, ja, ja, ja, ja…!

Se reían de buena gana. Es que por la mañana, dirigiéndose a un alumno asiático de una cuarentena de años, alto y bastante calvo, la profesora de Literatura Clásica había dicho:

—Os admiro, a los japoneses, por memorizar tantos ideogramas, realmente sois un pueblo ¡MUY INTELIGENTE!

El hombre sonreía tímidamente. Los más de cuarenta japoneses empezaron a reírse. Corrió la voz de que justo él no era japonés y terminó riéndose la clase entera... Al final, la profesora:

—¿Pero qué pasa?

—No es japonés, es coreano...

—Uy, perdón, pero ¿COMO LO PODÍA SABER YO? ¿Hay más coreanos en la clase?...

Dos chicas levantaron la mano...

El jefe, trapo blanco en el hombro izquierdo, estaba llegando con los dos primeros platos...

—¡La sopita y la ensalada de tomates!

—Gracias. ¡Buen provecho!

—¡Buen provecho!

—¡Me gusta tomar una sopa!, ¡me encanta totalmente!...

Con el plato principal, Norio llegó a hablar con tanto ardor de la lluvia intensa, que era frecuente en Kobe durante buena parte del año, que por un instante Iván disfrutó vislumbrando el puerto bajo un aguacero... Cuando hubieron acabado la comida...

—¿Quieres un cigarrillo?

—Bueno, sí, gracias.

Iván alcanzó la llama. A su vez, Norio encendió su cigarrillo y los dos se acomodaron un poco sobre las sillas para extender las piernas. Un cliente se levantó, el jefe fue a abrirle la puerta...

—¡Cómo se oye la lluvia de repente!

—Sí, da una sensación de extrañeza...

El día siguiente, el profesor de Poesía, Carlos Bousoño, aconsejó a los alumnos ir a ver la obra Flowers, de Lindsay Kemp Company, que se iba a dar en el Teatro Martín, recomendándoles no perder tiempo para sacar las entradas, ya que se iban a agotar pronto...

—Para daros una idea de la expectación, un amigo mío residente en Canarias me ha pedido sacarle dos entradas. ¡Va a tomar el avión solo para ver esta obra!

El día siguiente, miércoles 9 de noviembre, después de haber sesteado, Iván salió de la pensión con el objetivo del Drugstore de Fuencarral. En vez de Gran Vía y después Fuencarral, inició el camino por el dédalo de calles pequeñas...

A una quincena de metros, dos hombres estaban delante de una puerta; uno acababa de sacar un manojo de llaves. Se paró tras ellos. (Aparentaban unos veinticinco años). Buscaban la llave adecuada...

—Perdón, ¿qué estáis haciendo?

El que no tenía el manojo de llaves:

—Estamos abriendo un pub.

—¿¡Ah, sí!? ¿Puedo entrar?

Habiendo abierto ya, el otro:

—Pasa. ¡Hoy eres el primer cliente de El Antro Más Distinguido!

A unos trescientos metros de la calle Fuencarral, el pub estaba en el lado sur y de los impares de San Vicente Ferrer, la calle del Casa Domingo pero ya en el barrio de Malasaña.

Encendieron las luces. El local, bastante pequeño, presentaba dos partes. A continuación de la salida de la barra larga, de unos tres metros, ubicada al lado este e izquierdo al entrar, había dos cortas paredes perpendiculares con sendos muros longitudinales que, al estrechar el área, delimitaban el primer espacio de la parte más profunda. La primera parte, de unos cinco metros de ancho, apenas iluminada por la luz de la barra, estaba muy vacía, sin ninguna mesa; solo con unos taburetes altos a la derecha bajo el estante a lo largo del muro oeste.

La segunda parte, bien iluminada, era muy estrecha y más profunda, de unos dos metros. Dos bancos de cemento partían desde las dos paredes separadoras e iban pegados a sendos muros longitudinales hasta el fondo. Delante de estos bancos había mesas con taburetes pequeños y el espacio entre las dos filas de mesas terminaba con la puerta de los servicios, tras la cual uno desapareció mientras el otro ponía un disco.

Iván se mantenía a un metro de la barra. Resonaron resbaladizo el bajo y algo sincopada la batería, es Jimi Hendrix, la rítmica acercándose hasta no más, alarmante o familiar según…, entró la guitarra, ah, sí, es Stone Free… Llegó el primer momento en la canción, cuando el legendario músico pide especial atención a los oyentes:

—¡LISTEN TO THIS, PLEASE! —(«¡Escuchen esto por favor!»).

El encargado que volvía de la zona de servicios se paró para preguntar:

—¿Qué quieres?, ¿un tercio de cerveza?

—Sí, sí.

—¿Con un vaso?

—Sí, gracias.

—Si quieres puedes sentarte, te llevo todo.

Iván se adentró en la zona interior sentándose en el tramo central del banco de cemento del lado derecho y oeste... Entraron cuatro, se sentaron en el banco del lado izquierdo... Entraron más grupos de jóvenes... Después de cada llegada, la puerta, toda de madera, volvía a cerrarse devolviendo oscuridad al local... Todos iban a la parte más interior. Pronto había más de una treintena conversando alegremente, cualquiera interpelando a cualquiera de otra pandilla... Oyendo Jimi Hendrix, cuchicheando y estrujado entre dos grupos, Iván bebía observando unos rostros, estamos en una caja, podríamos estar en cualquier sitio...

—¡Y tú tan callado! ¿Qué opinas de lo que dice de los Kinks?

La pregunta venía de uno del grupo a su izquierda. Expresó una opinión muy comedida. Pero después, envalentonándose, quiso expresar algo ya más arriesgado sobre otra banda de rock y uno de la pandilla a su derecha, que se había mantenido atento, se dirigió a Iván:

—A VER, NO TE HE ENTENDIDO DEL TODO ¿¡PUEDES EXPLICAR OTRA VEZ LO QUE LES REPROCHAS A LOS RRRRROOOOOLLING STONEEEEEESSSSSS!?

Se quedó paralizado un instante, impresionado por el tono ralentizado y ronco del chico, pero esforzándose llegó a argüir:

—No niego que los rollings son muy buenos, pero para mí no han hecho un disco del calibre de Hunky Dory de David Bowie, ¡toma ya!, por ejemplo.

Dos días más tarde, el viernes 11 de noviembre, cerca de las 17:20, Iván, sentado en una de las dos mesas rectangulares muy largas del Drugstore de Fuencarral estaba bebiendo un poleo y leyendo el periódico Le Monde bastante concentrado, con la frente apoyada en la palma de una mano…

—¿Eres francés?

Levantó la mirada hacia atrás para ver quién se había dirigido a él en la lengua de Molière. Era un hombre joven alto y fuerte, llevaba una jarra en mano...

—Sí, ¿tú también?

—No, yo soy americano.

—¡Ah!, ni tiene un acento quebequés, ¿entonces tal vez eres del Quebec?

—No, soy estadounidense, de la costa este.

—Pero hablas un francés perfecto.

—Es que mis padres son franceses; pero habiendo nacido allí, tengo pasaporte americano...

Sentándose, se presentó:

—Me llamo Eric.

—Yo, Iván.

—¿Eres nuevo aquí?

—Sí, llevo dos meses. Estudio...

—¿Qué estudias?

—Estudios Hispánicos para Extranjeros en la Complutense.

—¿Te gusta aquí?

—Mucho, mucho. Esta noche voy a un concierto de Morris...

—¿Quién es?

—Es un roquero argentino afincado aquí. No lo conozco, lo voy a descubrir. Hay un movimiento rock muy fuerte aquí...

—¿Tú crees?

—Sí... Y tú, ¿estudias?

—No, soy periodista.

—¿De qué periódico?

—No trabajo para un periódico, soy un periodista independiente, freelance.

—¿Y te vas a quedar aquí?

—Sí, por algún tiempo. Estoy trabajando en la situación política de este lugar.

—Es interesante lo de aquí, ¿verdad?

—Sí, un poco, lo que pasa es que acabo de llegar de Berlín oeste, donde trabajé sobre los movimientos alternativos. Allí sí que hay algo muy fuerte y veo bien el contraste: aquí es simpático, pero un poco superficial.

—Bueno, ¿¡así que Berlín es la rehostia!?

Se había lanzado a terminar su cerveza… Volviendo a colocarla en la mesa, dijo:

—Sí, te voy a contar... Pero antes voy a pedir otra jarra. ¿Quieres una?

—Sí, gracias.

Se levantó. No solo era fuerte, sino que incluso algo gordo, en cuanto a corpulencia sí que puede ser estadounidense; tiene algunos años más que yo...

Al poco más del minuto, volvió con las dos jarras.

—Gracias. Oye, yo tengo diecinueve años. ¿Tú cuántos años tienes?...

—Veinticinco.

Siguieron charlando. Pronto, Eric se definió como marxista-libertario. Cuando a la media hora aproximada intercambiaron sus números de teléfono antes de separarse, Iván pensaba haber sacado en limpio, sobre todo, que le encantaba el cantautor y poeta Wolf Biermann.

Al día siguiente, Sumiko, Yukari y Kayako tenían cita a las 17:00 con Ricardo, el amigo español de esta última; Rick, un estadounidense también de Estudios Hispánicos, e Iván. El lugar del encuentro era un bar de la calle Gatzambide, en la zona de Argüelles. La llegada de la noche no iba a tardar mucho. Cerca de las 17:10, Kayako y su amigo llegaron los últimos. Ya estaban los seis. Pronto, el amigo de Kayako dijo, dirigiéndose a Rick:

—Rick será de Richard, ¿no?

—Sí, es el diminutivo de Richard.

—Richard: Ricardo en español: ¡tenemos el mismo nombre!

—¡Ji, ji, ji! ¡Qué gracioso! ¡¡Ji, ji, ji!!…

—¡Ji, ji, ji!

—¡Ji, ji, ji!

Las tres japonesas se reían de buena gana tapando sus bocas...

Empezaron a dirigirse al pub que Ricardo les iba a enseñar. Kayako, Ricardo —con bigote de galán— y Rick iban en primera línea. Iván seguía tras ellos, y detrás de él estaban Sumiko y Yukari...

Al principio, Iván caminaba muy cercano del trío de delante, pero pronto empezó a dejarse distanciar. Llegó a tener a Sumiko y Yukari justo detrás. Llegó a oír de Sumiko:

—¡Creo que tiene más años que yo!

Iván aceleró el paso y llegó a un metro del trío delante.

—Oye, Ricardo; Rick tiene veintidós, yo diecinueve. Y tú: ¿cuántos años tienes?

—¡Uff, cómo me gustaría tener diecinueve años! Tengo treinta y tres.

—Jolín, te conservas bien.

Llegaron al pub. Estaba en una adyacente a la plaza Olavide; su escaparate era opaco, sin ventana alguna. Entraron, la luminosidad estaba tenue, había sofás de cuero taburetes pequeños con asientos también de cuero y la música sonaba potente... Al tener las tres cañas y tres jarras pedidas, el grupo se fue dislocando con Kayako y Ricardo yendo a la esquina más interior de la barra, Sumiko contestando a desconocidos que habían empezado a preguntar por su nacionalidad y Rick atendiendo a una desconocida, por lo que Yukari e Iván quedaron en el tramo central de la barra, donde había más luminosidad...

—¡Ven, Yukari! Allí hay menos jaleo...

Fueron hacia la esquina de la barra aledaña al escaparate, algo oscurecida y completamente vacía. Al haberse dado media vuelta, ella:

—¿¡Para qué me has traído hasta aquí!?

—Mira...

Ya no sentía su latido, esos ojos indómitos...

—¡Yukari, te quiero!

—Iván, te quiero mucho pero solo como amigo. No más, lo siento...

—Pero no lo puedo remediar. ¡Te voy a seguir queriendo!...

—¡Qué pesados esos chicos! Y tú, Iván: ¿qué tal?, está bien aquí, ¿verdad?...

Era Sumiko que acababa de llegar...

—Sí, sí es verdad, pero acabo de darme cuenta de que tenía que ver a mi amigo Eric en el Drugstore de Fuencarral y tengo que irme...

—¿¡Pero cómo has podido olvidar una cita!?

Empezó a tomar unos tragos precipitados y, al terminar uno más largo:

—Yo tampoco lo entiendo, pero es así. ¡Hasta luego! ¡Decid adiós a los demás!

Salió y se puso a andar superacelerado, manteniendo cerrado el cuello de su abrigo con la mano derecha, ¡lo único bueno es que con la noche casi no se me ve!

Dos días más tarde, el lunes 14 de noviembre, cerca de las 17:15, Iván entró en un bar en lado norte y de los pares de la calle San Vicente Ferrer. La caña estaba servida y empezó a beber vigilando la apertura del pub El Antro Más Distinguido, a una treintena de metros, en la minúscula acera de enfrente. Este local tenía una rocola: también por eso había pensado que era un buen sitio para esperar… Cerca de una hora más tarde dejaba su vaso vacío en la barra y sonaba la canción que había seleccionado. No se veía al dueño, la trampilla en el suelo tras la barra seguía levantada, el hombre está abajo otra vez, llevaba más de un cuarto de hora subiendo cajas de bebidas desde el sótano. Iván se acercó a la entrada más hacia el este, entreabrió su batiente acristalado y miró hacia el Antro canturreando bajito, con una expresión muy sentida, la canción que sonaba, aún no ha abierto; bueno al menos ha empezado a llover... Finalizada la canción, volvió a seleccionarla en la máquina de discos. Apenas volvió a sonar y el dueño apareció en la trampilla subiendo otra caja e irguiéndose. Estuvo resoplando con una expresión de tan profundo cansancio que una duda asaltó a Iván: ¿Estará cansado por remover tantas cajas pesadas o más bien está saturado con la repetición de mi canción?...

—Perdón, ¿me puede poner otra caña?

—Sí, voy a ponerla. Solo le pido un momento...

Se estaba secando la frente. Iván no llevaba la cuenta exacta, pero era como la duodécima vez seguida que había seleccionado la canción Ti amo, de Umberto Tozzi, pensando en Yukari...

—Sí, sí, no tengo prisa, por si acaso, no voy a ponerla más.

El día siguiente, cerca de las 17:15, Hilaire e Iván, entre una multitud en la calzada de la pequeña Santa Brígida, estaban delante del teatro Martín. Con los nervios de la expectación estaban más callados que de costumbre, a una veintena de metros en la calle Fuencarral, luminosidad suave, unos coches estaban inmóviles o avanzaban lentamente...

Llevaban escasos cinco minutos repantigados en sus butacas en el teatro Martín cuando las luces se apagaron y se abrieron las dos cortinas con el típico sonido. En el escenario aparecieron tres focos de luz blanca que seguían a dos hombres y a una mujer que se desplazaban y gritaban. Los tres subieron en una especie de andamiaje y, agarrándose a los barrotes, sus gritos se hicieron aun más estremecedores, parecen animales asustados, los tambores fueron redoblando y quedó una sola luz blanca saltando de un rostro a otro. Hilaire respiró hondo, se removió en su asiento y, bajito, sopló al oído de Iván:

—Están en la cárcel.

—¿Ah sí?, qué suerte ver esto con Hilaire... Mierda, estoy loco, no es una suerte que él haya estado en la cárcel.

Dos días más tarde, el jueves 17 de noviembre, cerca de las 21:40, Iván andaba en la acera sur de la calle Rodríguez San Pedro, yendo hacia San Bernardo. Acababa de superar la calle Vallehermoso cuando, al oír voz y guitarra, se paró delante de una escalera que se escapaba hacia abajo, inmediatamente previa a la entrada de un bar. Esta escalera, de apenas un metro de ancho, bajaba abrupta y recta poco más cinco metros antes de girar a izquierda y desaparecer...

No podía entrar en el sótano al haber topado con una muralla de gente agolpada en la entrada, pero entreveía un hombre joven sentado en un taburete pequeño que, rasgando una guitarra, alternaba soplando con fuerza en una armónica sujetada alrededor de su cuello, cantando, clamando...

Unos instantes más tarde, habiendo terminado la ovación, unos empezaron a salir. La muralla se fue desagregando y apenas notó un trozo de banco libre entre dos mesas ocupadas, Iván se dirigió hacia allí...

—¿Puedo sentarme?

—¡Sí, claro!

Dos días más tarde, el sábado 19 de noviembre, cerca de las 21:35, Iván, recién salido de la estación de metro de Cuatro Caminos, se apresuraba en la avenida Reina Victoria. Iba a otro concierto organizado por la Cochu. Ya en el colegio Santo Domingo notó que en el ancho rellano delante de la sala donde se iba a dar el concierto se estaba montando, ¡a tener en cuenta!, un puesto para despachar bebidas...

Envueltos en una luminosidad violácea, los cuatro músicos que habían empezado a visitar lugares sonoros remotos, retomaban una senda más genuinamente roquera; luego se escaparon más veces, pero siempre en algún momento volvían a la pulsación básica del rock... Terminada esta larga primera pieza, una parte del público reclamó La canción para pedir una limosna, y el cantante:

—Sí, sí, después de la siguiente.

Y arrancaron con los acordes de Wild Thing... Las canciones fueron sucediéndose entre intervalos muy cortos... Por fin empezaron La canción para pedir una limosna.

Entonces era eso, una balada tan suave... Hubo dos bises y en vez de acompañar al público pidiendo un tercer bis, Iván salió disparado hacia el puesto de bebidas de fuera, a diez metros. Se sentó en un banco a una quincena de metros y empezó a beber su cerveza mientras veía montón de gente haciendo cola para pedir una bebida, qué bien hice de no pedir el tercer bis, je, je, je, je, je, y veía tres veinteañeros melenudos dirigiéndose, ¿a qué vienen?, manifiestamente hacia él...

—¿¡Oye, te vemos en todos los conciertos!?

—¡Sí, me gusta!

—¿De dónde eres?

—De Cannes, en Francia...

—Uff, es superconocido, ¿y qué haces?

—Estudio Estudios Hispánicos para Extranjeros en la Complutense.

—¿Cómo te llamas?

—Iván.

—Yo soy Carlos. Estos son Xosé y Ramón.

Se habían sentado...

—¿Te ha gustado Cucharada?

—Mucho. Y el grupo siguiente, ¿qué tal es?

—Uufff…¡Son muy buenos! Ya verás la marcha que llevan, son punks; se llaman Kaka de Luxe.

A los cinco minutos, Iván volvía a la sala con sus nuevos colegas. Kaka de Luxe arrancó con los acordes de la canción Pero qué público más tonto tengo yo. Entre los asistentes, unos se levantaron y, riéndose, empezaron a regalar unos cortes de mangas al pequeño cantante de veinte años tan delgado que su camiseta blanca parecía muy amplia. Tenía el pelo negro y corto y llevaba unas gafas con montura espesa de plástico negro. Cuando sonaba el estribillo, una y otra vez, se llevaba las manos a la cabeza y con expresión de irremediablemente harto clamaba:

¡¡¡PERO QUÉ PÚBLICO MÁS TONTO TENGO YO!!!...

Dos días más tarde, el lunes 21 de noviembre, cerca de las 14:20, Iván se apresuraba hacia un bar en la plaza de Excombatientes, cerca de la estación de la Moncloa... Como había previsto, estaban Carlos, Ramón y Xosé. Dejó su material escolar en el estante. Había una rocola en el fondo y la barra en U, convexa y con los clientes rodeándola, tenía unos taburetes altos y movibles alrededor.

Ramón, rubio rondeño, y Xosé, ponferradino, estudiaban Económicas, mientras el santanderino Carlos cursaba Agronomía. Este último se acercó a la máquina de discos para seleccionar una canción y volvió... Cuando el estribillo, haciendo muecas improbables, canturreó:

SHEENNA IS A PUNKROCKER,

YES SHEENNA IS!, YES SHEENNA IS!...

—¡Vaya muecas haces!

—SHEENNA IS A PUNKROCKER, ¿nunca viste a Joey Ramone, Iván?, YES SHEENNA IS!, YES SHEENNA IS!...

Alrededor de las 18:00, volvieron a encontrarse en el bar Cleo, unos setenta metros más arriba, lado izquierdo hacia el este. Estaba en el mismo eje que el bar de Excombatientes, pero ya en la calle Meléndez Valdés. También tenía una rocola. Mientras Ramón fue a pedir una ración de patatas bravas y un mini (es decir una jarra muy grande para varios) de cerveza, Xosé se acercó a la máquina de discos. Pronto sonó Capitán Trueno y empezaron a beber y picar. Llegó el turno de Iván, bebido su trago quería pasar el mini a Xosé pero este, el antebrazo izquierdo apoyado sobre la máquina, canturreaba Capitán Trueno mirando hacia fuera… A…

—¿Le pasa algo?

—No, se encuentra bien, lo que pasa es que le emociona esta canción. Es un hombre de carácter galaico, ¿sabes? Hay que darle la señal. ¡Eeehh, Xosé, toma...!

Como cinco minutos más tarde, terminados mini y ración...

—Ahora vamos al bar Rosado...

—¿Cómo es este bar?

—Es un bar más tranquilo con clientela de viejos del barrio; está en esta misma calle, unos treinta metros arriba, en la esquina a derecha con Gatzambide...

Entrando en el bar Rosado Xosé, aclaraba a Iván:

—El Cleo está bien, pero hay muchos jóvenes hablando fuerte y a veces resulta un poco pesado...

—Pero tú tienes 21 años, ¿no?

—Ya, pero hay momento para la marcha y momento para conversar. El Rosado es mejor para conversar, ¡y tiene muy buenas aceitunas!

El bar Rosado, con la entrada en el corte mismo de la esquina, tenía ventanales grandes; uno en Meléndez Valdés, tres en Gatzambide y espacio por doquier. Iván estuvo un buen rato escuchando a sus amigos hablando de grupos y solistas...

—¿¡Pero es tan bueno Sisa!?

—¡Buufff!!, muy buena música, muy buen rollo, colores, ¡viajas!...

Al día siguiente, cerca de las 20:30, los cuatro mismos salían del bar Rosado, e Iván:

—¿Adónde vamos?

—Vamos al pub El Amardillo, está en Alonso Martínez. Así también damos un buen paseo...

—Sí, sí, claro; nos hace bien andar.

Pronto Carlos, Ramón y Xosé empezaron a cantar a pleno pulmón. Iván no los acompañaba cantando, de pequeño en la escuela no había cantado bien y se había apartado. Siempre se sentía acomplejado por este tema, aunque en el camino, por momentos, canturreó muy débilmente.

Un día después, miércoles 23 de noviembre, cerca de las 21:10, los cuatro mismos salían del bar Rosado. Carlos, Ramón y Xosé empezaron a cantar. Iban a Malasaña... Llevaban tres decámetros en la acera norte de Rodríguez San Pedro y empezaron a caer unas gotas gordas y Carlos entró en un bar en la esquina de la calle Vallehermoso...

—Buenas, ¡cuatro cañas!...

—Oye, esto no estaba previsto...

—¿¡Habéis visto cómo se ha puesto a llover!? Mejor nos paramos en el Sótano, está a cien metros...

Con el Sótano se refería al sitio donde el jueves anterior Iván había visto a un cantautor joven soplando la armónica y clamando, pero Ramón:

—Yo tengo ganas de ir a Malasaña como habíamos quedado...

—¡Yo también!

—En francés se diría que eres un dégonflé!

—¿Qué significa eso?

—Desinflado.

—Desinflado, ya: acobardado. ¿Cómo lo pronuncias?

—Dé-gon-flé...

Dirigiéndose a Carlos:

—DÉGONFLEU.

Al minuto, Carlos accedió a seguir yendo hacia Malasaña y, al salir, Ramón riéndose:

—¡Vaya clase de santanderino que tenemos!

Dos días más tarde, el viernes 25 de noviembre, cerca de las 17:55, Hilaire e Iván en la acera norte de la Gran Vía iban en la suave bajada posterior a la calle Hortaleza, hacia el este. Hilaire le llevaba al pub Hermano Lobo, especializado en música negra. Al haber atravesado la calzada dejaron la Gran Vía torciendo a la izquierda en la acera derecha y este de la calle Virgen de los Peligros, que terminaba casi enseguida, a una treintena de metros del gran espacio vacío propiciado por el edificio muy bajo de un aparcamiento...

—Es la plaza de Vázquez de Mella, casi hemos llegado.

—Ah, no veía bien lo que era...

—Sí, con el edificio del aparcamiento ya tiene poco de plaza.

En la esquina de la acera oeste surgió un negro alto con un sombrero. No había más gente que ellos tres en las aceras. Cinco metros antes de cruzarse, separados por los seis metros de calzada, el hombre miró a Hilaire y levantando el puño:

—¡Eh!

Hilaire correspondió furtivamente. Apenas levantada su mano, ya la había bajado... A los cinco segundos, Iván:

—¿Lo conocías?

—No.

—Pero te ha saludado...

—Sí, me ha hecho el saludo negro.

—Ah. ¡Pero fuiste muy timorato al contestarle!

—Es que esta historia de saludo negro no me gusta, es una tontería.

Había manifestado su reprobación con una mueca e Iván, poco lucido en muchas cosas, estaba algo decepcionado por su falta de empuje, pero confusamente sintió que era mejor no decir nada...

Después de un par de minutos en el Hermano Lobo, Iván empezaba a acostumbrarse a la luz apocada y distinguía mejor se alrededor. Estaban cómodamente sentados al lado en un sofá de cuero marrón con dos platos de fritos de patatas y de aceitunas y sendas jarras de cerveza sobre una amplia mesa baja que tenían delante. Los clientes, alguno solo y los demás en pequeños grupos, estaban esparcidos en la sala muy amplia; la mayoría eran negros y sonaba música soul...

—Mira, uno de la pensión Tomás se va el 10 de diciembre. Comparte la habitación con Virgilio. Son amigos míos dominicanos. Hablé con Virgilio y en un principio está de acuerdo en que entres en su habitación. Mañana podrías verlos a él y a las dueñas...

—El problema es que quedé en pagar el mes de diciembre de Desengaño este lunes.

—Pero hasta el 10 de diciembre puedes quedarte en mi habitación. Hay una sola cama pero es doble, grande. Si todo va bien con Virgilio y las dueñas, el lunes en vez de pagar podrías dar el aviso de tu salida a la dueña de tu pensión de Desengaño...

—Ah, sí, estaría bien. Vuestra casa está en Andrés Mellado 78, ¿verdad?...

—Sí, 78.

—Mañana, si llego alrededor de las 10:00, ¿está bien?

—Perfecto.

Dos días más tarde, el domingo 27 de noviembre, cerca de las 10:35, Iván ponía su bolsa grande de cuero marrón sobre la maleta que había hecho un poco más de una hora antes. Hilaire, que en el viaje anterior no se había movido un ápice, empezó a estirarse…

—Mmmmmm. ¿Qué hora es, Iván?

—Las 10:00. ¡Qué remolón eres!

Encendiendo la luz:

—¡Ja, ja, ja!, es normal; es domingo, ¡ja, ja, ja, ja, ja!...

Como a los cinco minutos, Iván seguía a Hilaire por el pasillo, dirigiéndose hacia la claridad de la cocina, a unos seis metros, para saludar a las dueñas...

—Buenos días...

—Buenos días.

—Buenos días, Hilaire. Buenos días, Iván. ¿Ya has terminado el traslado?

—Sí, sí, ya he terminado.

Carmen vigilaba una cacerola de leche sobre el fuego, Emilia estaba planchando; en la mesa, un hombre delgado bien moreno con unos ojos algo rasgados mantenía una sonrisa leve bajo su bigote fino. Aunque estaba sentado, se le notaba de estatura baja; tenía una servilleta puesta en el cuello, cuatro lonchas de mantequilla ya preparadas y su bol estaba humeando... Vertiendo la leche en el bol, Carmen:

—¿Ya sabes que solo se puede tomar una ducha por semana?

—Sí, sí.

—¡Sí, ya se lo dijimos ayer!

—Vamos a la habitación de Virgilio. Hasta luego.

—Muy bien.

Hilaire e Iván volvieron al pasillo sombrío y de aproximadamente de un metro y medio de ancho, pasaron delante de la habitación de Hilaire, torcieron a la izquierda en la esquina y empezaron a oír voces y risas tranquilas. Virgilio había dejado de fijar sus ojos en el techo y, dirigiendo su mirada hacia Tomás:

—¡Tienes razón, qué vaina!, ¡ja, ja, ja!...

—¡Ja, ja, ja, ja!

Tomás y Virgilio, dominicanos negros de 27 y 28 años, el segundo un poco más claro, se reían a unos siete metros el uno del otro, tumbados en sus camas pegadas a sendas paredes de la habitación. Hilaire empujó lentamente la puerta entreabierta.

Esta y la puerta de la habitación de enfrente eran las más cercanas a la de entrada, a tres metros...

—Hola, buenos días, ¿qué os hace tanta gracia?

—Es algo de Hipólito...

Los dos se sentaron a ambos lados de la mesa redonda, muy cerca de las dos ventanas del medio. Iván estaba en el lado más sombrío porque las persianas de las dos ventanas más al este y próximas a la cama de Virgilio estaban completamente bajadas, mientras que las persianas de las dos ventanas más al oeste y próximas a la cama de Tomás estaban completamente levantadas. Las cuatro ventanas seguidas, con tres intervalos de apenas una veintena de centímetros, daban a un amplio patio rectangular hacia el nordeste...

—¿Qué pasa con él?

Hilaire e Iván tenían, tres metros delante, la puerta de la habitación entreabierta unos diez centímetros. A partir del metro, era de un cristal muy opaco con innumerables relieves; la parte de la habitación más al sureste no recibía nunca el sol y en este momento era mucho más sombría porque la persiana de la ventana, sobre de la cama de Virgilio, estaba completamente bajada. A Iván, esta habitación de aproximadamente cuatro por seis metros, le parecía excepcionalmente amplia.

Como estaban hablando de asuntos de sus trabajos, de los cuales no tenía ni idea, dejó de prestar atención a la charla. Al girar la cabeza hacia la derecha, vio al otro lado del patio un poco del interior de la cocina a través de sus puertas acristaladas y ventana abiertas. El sol entraba bien allí, será el momento del día cuando entra mejor. La puerta, acristalada y lisa desde aproximadamente el medio metro de altura, daba acceso a una pequeña terraza que conducía hasta el ascensor de servicio, a unos cinco metros. Volviendo a mirar hacia el interior y la charla de los colegas, notó que el cristal muy opaco de la puerta de la habitación se estaba clareando, la puerta de la habitación de enfrente se está abriendo. Levantándose de la cama de un impulso, Tomás empezó a moverse dando saltitos como de calentamiento antes de una competición deportiva. Parejo en altura con Iván, era muy ancho de espaldas. Virgilio, todo en la sombra, dejó de tocar su barba perilla y siempre en voz baja:

—¡A ver si consigues la vaina esta para Hilaire!

—¡Es que no depende solo de mí!

Pero Hilaire enseguida desestimó tal posibilidad porque con las clases de la facultad no estaba disponible para el turno del almuerzo...

—Tienes razón. El jefe no aceptaría que fueras a trabajar solo para el turno de noche.

Virgilio reconoció que no había calibrado bien el asunto. Tomás, dirigiéndose a Hilaire:

—Bueno, ¿te llevo donde te dije?

—Sí, sí, vayámonos.

Tomás e Hilaire salieron de la habitación y del piso. Virgilio se movió lateralmente para sentarse al borde de la cama, empezó a tocarse párpados y cara como intentando reunir voluntad... Ya dejando de manosearse:

—¿Qué te parece la habitación?

—Bien, es muy amplia, ¡tiene cuatro ventanas!

Eligió uno de los elepés del suelo, cerca de la pared y bajo la ventana, y se desplazó para ponerlo en el tocadiscos que también estaba en el suelo. La música empezó a sonar, parece algo folk...

—¿Quién es?

—Silvio Rodríguez, es de la nueva trova cubana, ¿no lo conoces?

—No, la verdad no.

Cogió una toalla blanca, mide un poco más de un metro ochenta y cinco, y salió para la sala de baño. Arriba de su cama había un cartel de Mao Zedong con la típica gorra. Iván se levantó para mirar los elepés; entre otros, había discos de Mercedes Sosa, Daniel Viglietti, Víctor Jara y Pablo Milanés... Al oír una puerta abrirse, se dio media vuelta. Una claridad intensa invadía el cristal y distinguió una silueta que hablaba en un dialecto chino. Vio una segunda silueta, la puerta cerrándose y la oscuridad volvió. Oyó la puerta de entrada abrir y cerrarse y a los pocos segundos, de manera tenue pero nítida, la frenada del ascensor que llegaba.

Virgilio volvía visiblemente satisfecho de haberse duchado...

—Los de la habitación de enfrente han salido.

—Ah, sí. Son chinos de Taiwán. ¿Prefieres beber un té aquí o salimos a tomar algo?

—Mejor salimos.

—Bien.

Ya vestido, salió hacia la derecha...

—Voy por este lado porque prefiero tomar el ascensor de servicio.

—Bien, bien.

Estaban pasando por la cocina...

—Hasta luego.

—Hasta luego.

—Hasta luego. Qué bien, ¡hacéis buenas migas!

Caminaron unos tres metros, dejaron atrás la terraza de la casa y abrieron la cancela como de medio metro de alto. Virgilio llamó el ascensor. Unos dos metros más allá estaba la cancela de la terraza del otro piso, el de la quinta planta. La cabina comenzó a bajar por el agujero enorme del patio. Más allá de los metales de su valla no había nada.

—No estamos aislados en una cabina hermética, estamos en el aire.

—Sí, está muy bien.

Virgilio desestimó entrar en el pub Woody, mencionando que era el bar donde tenía más costumbre de ir. Un centenar de metros más arriba, en la calle Cea Bermúdez, tiraron a derecha y entraron en el primer café. Era muy amplio. Pidieron café con leche y se sentaron en una mesa cerca del enorme escaparate... Estuvieron un tiempo en silencio.

Además de siete clientes en la barra, había una veintena sentados en las mesas… Indicando hacia fuera, Iván:

—Me gusta aquí, se ven las casas más esparcidas y hay mucho verde.

Justo más arriba estaban la avenida de Filipinas y el estadio de Vallehermoso con su pista de atletismo. Y Virgilio:

—Es cierto lo que dices, pero la verdad es que si no me paré en el Woody no es por el paisaje sino porque prefiero estar más alejado de nuestra casa para decirte esto. —Después de un instante, continuó—: Pensaba que en la cocina podía estar un inquilino...

—¿Uno moreno con bigote fino?

—Señores…

Acababan de aterrizar en la mesa los dos cafés con leche, grandes y humeantes...

—Gracias.

—Gracias.

Se alejó el camarero, un cincuentón o sesentón...

—Sí, moreno con bigote fino, ¿lo viste?

—Cuando llegué lo vi en la cocina con las dos dueñas; él estaba desayunando...

—Perfecto, era solamente para advertirte que no le debes dar confianza. Es el único inquilino que tiene derecho a comer en casa. Desayuna y cena con las dos hermanas, desde luego debe tener un acuerdo especial. Es chileno y se nos presentó como profesor en el Instituto Minero. Yo estaba mosqueado y un día me presenté en el Instituto Minero preguntando por él. Me dijeron que ningún profesor se llamaba así...

—Uuyyy, ¿y entonces?

—Entonces nos tememos que en realidad trabaje para la Embajada de Chile. Por eso, mejor no contarle nada.

Al día siguiente, al despertarse a las 7:00, Iván quitó la alarma del reloj que estaba sobre la mesilla de al lado..., se sentó al borde de la cama y empezó a vestirse en la oscuridad, Hilaire me dijo no despertarlo, suele llegar a las nueve... Al salir del portal hacia la izquierda, levantó el cuello de su abrigo y empezó a descender, con paso rápido, la acera este de Andrés Mellado, está completamente oscuro, qué bien... Atravesó en diagonal el cruce con Fernández de los Ríos y al alcanzar su acera sureña continuó bajando, esta vez hacia el oeste. A la izquierda, la acera se ampliaba. Bajo unas arcadas, divisó una luz en la acera norteña, ¿un bar?, estiró el cuello del jersey y olió dentro, mmm… huele a cama, infiltró la mano para tocarse el esternón, fríos los dedos je, je, je, y a renglón seguido, ¡sí es un bar! El escaparate era todo cristal. Tras la barra en el lado oeste, un camarero se afanaba ordenando. Iván atravesó la calzada y empujó el batiente...

—¡Buenos días!

—Buenos días, señor.

—Un café con leche grande. ¿Hay para comer?

—Claro que sí: ¡¿no ves estos bollos y todo lo demás?!

Al contestar, el camarero cincuentón había indicado con un gesto el mueble presentador consecutivo a la extremidad interior de la barra...

—¡Uuff! ¡Es que tengo los ojos en los bolsillos! Quiero un bollo redondo, ese...

Fue a sentarse a una de las dos mesas del fondo y dejó su bolsa escolar de plástico en el suelo. Había un cuadrado de cuatro mesas para cuatro, tenían patas de acero brillante y sus tablas eran lisas y estaban plastificadas. A la derecha tenía la barra y, cinco metros delante, el escaparate, qué desnudez, se nos ve supernítido dentro...

—¡Aquí tiene!

Iván se levantó para recoger en la barra el café con leche humeante, ¡tal un barco de vapor, je, je, je!, y el bollo en un plato.

A la mañana siguiente, al salir de este mismo bar, Iván se encontró con que el día ya estaba bien clareado y con mucha gente apresurándose, ¡mierda, voy a faltar a la primera clase que es la que más me gusta por su ambiente tranquilo, con unos pocos alumnos en la sala!, e imprimió un ritmo rabioso y rápido al suave descenso. Es que al haber apagado la alarma de reloj había vuelto a dormirse. Atravesada Isaac Peral, quedaba poco más de veinte metros de Fernández de los Ríos para alcanzar la plaza de la Moncloa, y rebasando la última esquina vio un autobús superlleno, a rebosar, con su puerta delantera cerrándose ya, cojo el siguiente, y seguido cayó en la cuenta de una inmensísima barra transversal rosada instalada en el cielo, ¡¡¡pero qué cosa!!!

La mañana siguiente, al salir a una Andrés Mellado completamente oscura, Iván notó una luz en el bar colindante. Dentro se estaba afanando un hombre de pelo blanco, y, apenas empujó, la puerta acristalada cedió...

—Buenos días, ¿se puede?

El setentón, levantando la mirada:

—Claro que se puede. ¿Qué quiere?

—Un café con leche grande. ¿Hay algo para comer?

—Claro, ¡mira delante de ti!

Tras un cristal protector de medio metro de altura había magdalenas en celofán y más bollería...

—¡Súper! ¡Tomo una magdalena!

La mañana siguiente, al salir a la calle, Iván miró enseguida a izquierda, mierda no hay luz, entonces prosiguió ya con el objetivo del bar en Fernández de los Ríos. Bueno, lo bueno es que aún es plena noche.

La mañana siguiente era viernes 2 de diciembre. Al salir a la calle Andrés Mellado ya clareada, Iván vio como otra vez el barecito colindante no estaba abierto, ¡y eso que hoy no voy para la primera clase!...

Cerca de las 16:30, volviendo del Casa Domingo, estaba a punto de alcanzar el portal de su casa cuando echando una mirada notó al hombre del pelo blanco absolutamente solo y entró en el barecito...

—¡Buenas tardes!, un café solo por favor...

Depositó su bolsa de plastico con material escolar sobre uno de los barriles de cerveza, a unos tres metros de la barra donde se fue a acodar... Llegó el café solo...

—Gracias. Cuando salí esta mañana, estaba cerrado...

—¿A qué hora?

—A las ocho y poco...

—Normal, ¡no abro antes de las ocho y media!

—Pero anteayer salí una hora antes y estaba abierto...

—¡Ufff!, es que anteayer me desperté muy temprano y no sabía qué hacer en la cama, ¡pero eso fue excepcional!...

—Ya, ya… Ya entiendo.

Taza en mano, se acercó al escaparate, saboreó un sorbo mirando fuera... Dándose media vuelta se percató de la reproducción enorme de una fotografía en negro y blanco a unos cuatro metros; a partir de un metro y veinte de altura ocupaba toda la anchura del fondo del bar. Era un paisaje de montaña...

—¿De dónde es este paisaje?

—Es de mi tierra, de Santander...

—Es bello...

—Me crié allí hasta los catorce años.

—No se ven casas...

—Sí. Sin embargo mi casa está como a doscientos metros de donde fue tomada la fotografía.

Minutos más tarde, entrando en casa encontró a los dos chinos saliendo de la habitación de enfrente de la de Tomás y Virgilio...

—Hola. Soy nuevo, me llamo Iván.

—Ah, sí, ya nos han dicho. ¿Eres francés, verdad?

—Sí, ahora duermo en la habitación de Hilaire, pero dentro de ocho días estaré en la habitación de Virgilio.

—Pues, ¡bienvenido!

Dicho eso, retomaron su movimiento para salir...

—¡Ah!, una alumna de mi clase es de Taiwán...

—¿Ah, sí?, ¡ja, ja, ja!, entonces salúdala de nuestra parte. Hasta lueegooo, ¡ja, ja, ja, ja, ja!…

Cerca de las 18:05 del siguiente día, Iván salía de un tren que acababa de inmovilizarse en un andén del metro, en la Moncloa. Apenas había entrado al primer pasillo hacia la salida y vio escrito en letras grandes en una valla publicitaria, ¡ostras de los demonios, para el 15 de diciembre!, el nombre de Sisa. La descarga de energía le hizo correr, ¡normalmente deben estar en uno de los tres bares, no me van a fallar!... Al haber traspasado la salida subió los escalones de dos en dos y continuó corriendo en la acera… No estaban en el bar en la plaza de Excombatientes... En el Cleo tampoco... Se lanzó calzada a través hacia la acera de enfrente y en la esquina entró en el bar Rosado, ¡uf, sí que están!...

—¡Oye!

Con la espalda apoyada en la barra, Xosé sonriendo:

—Tú te has enterado de lo de Sisa...

—Sí. ¿Entonces ya lo sabéis?

—Desde esta mañana.

—¿¡Y os quedáis tan panchos!?

—Es que tenemos cuidado en no desperdiciar inútilmente nuestra energía je, je, je...

—¡Pero me estáis tomando el pelo! ¡Señor, una caña, por favor!

Pasando la bayeta delante de Iván, el viejo camarero:

—Una cañita, muy bien. Pero hombre: ¡respire un poquito!...

El domingo 4 de diciembre, Iván salió cerca de las 8:35. En Andrés Mellado, vio que el bar colindante llevaba en la puerta el rótulo «Cerrado el domingo», al menos queda claro. Hacía bastante viento... En un quiosco de periódicos en Guzmán el Bueno compró El País y unos ciento cincuenta metros más abajo encontró una cafetería con escaparate grande...

—Buenos días.

—Buenos días, ¿qué desea?

—Una ración de tortilla española, un vaso de agua y un café con leche grande.

—¿Se va a quedar en la barra?

—No, me voy a sentar...

—Entonces siéntese, se lo llevamos todo...

Se sentó de manera de tener la calle enfrente. El desayuno y la lectura prometidos, el hecho de estar en un lugar nunca pisado y la buena temperatura de por sí le ponían de buen humor, pero además apareció volando alto una hoja como a unos cuatro metros en la calle, ¡¡¡ostras!!!...

—Aquí tiene.

El camarero había empezado a depositar su desayuno en la mesa...

—Gracias.

Cerca de las 9:55 estaba de vuelta. Oía sus voces y empujó lentamente la primera puerta a derecha entreabierta...

—Hola...

Tomás y Virgilio estaban sentados sobre sendas camas e Hilaire estaba en la mesa.

—Hola, Iván, ¡entra!

Cerca de las 10:20, los dos taiwaneses salieron de su habitación, empujaron apenas la puerta entreabierta, y sonrientes:

—Hooola, ¡buenos díííaas!

—Buenos días.

—Nos vamos, ¡hasta lueegoo!

Los cuatro, casi al unísono:

—Hasta luego.

Se oyó la puerta de entrada cerrándose...

—¡Son la vaina esos taiwaneses!

—Sí, sobre todo cuando juegan al dominó.

Tomás se levantó y cogió un calzoncillo...

—Voy a lavar la vaina esta.

—¿Pero no das tu ropa para limpiar?

—El resto de mi ropa sí que lo entrego, pero la mierda de mi calzoncillo la limpio yo.

—Ah sí, ¡mierda, mejor me hubiera callado!, claro.

Cerca de las 11:10, pasaban las siluetas de las dos hermanas dueñas… A los pocos instantes se oyó el ascensor llegar y a Emilia:

—Adiós, Carmen; dales muchos recuerdos de mi parte...

—Sí. ¡Hasta esta noche!

Después de que Emilia había vuelto a pasar delante de la habitación, Tomás empezó a comentar que Carmen tenía un temperamento nervioso porque no había hecho suficientemente el amor, y haciéndose aún más cándido que lo era, Iván:

—¿De verdad?

—¡Sí! ¿Por qué crees que grita así todo el tiempo?

Hilaire y Virgilio, con aspecto serio, abundaban en el mismo sentido:

—Es verdad.

—Sí, ¡lleva razón!

—¿y Emilia?...

—Ella es otra cosa, ¿has visto como sonríe y es suave?

—Sí, es cierto.

—Ahora tiene años, ¡pero estoy seguro de que le gustaba la vaina y que lo hacía muy bien!...

Se rieron e Iván los acompañó de buena gana, hago como si no notara que me toman el pelo... Cerca de las 11:35 apareció otro inquilino, Valentín. Era el tercer dominicano de la casa. Ha mirado al cartel de Mao, notó Iván. Se quedó de pie un metro adentro y empezaron a charlar de asuntos que aparentemente tenían pendientes. Valentín tenía la tez más oscura y era más alto que Virgilio, debía alcanzar el metro noventa; llevaba gafas con montura fina y un impermeable militar. A los cuatro minutos salió de la habitación y se dirigió a Hilaire:

—Bueno, ¿a finales de mes vas a mover tu vaina?

—¡Sí, sí!

Cuando Valentín ya se había ido en el ascensor, Iván preguntó a Hilaire:

—¿Vas a cambiar de habitación?

—Sí, es que se va a liberar la otra cama de su habitación.

La habitación de Valentín daba en Andrés Mellado, era la siguiente a la de los taiwaneses.

Horas más tarde, con la noche cayendo, Iván salió con el objetivo de la zona de pubs de Aurrera, más abajo en Andrés Mellado, pero enseguida sintió ganas de comer algo y en la intersección con Fernández de los Ríos, viendo un poco más arriba hacia la izquierda y al este, una luz de bar en su acera derecha y sur. Se dirigió hacia allí.

Este bar se encontraba una veintena de metros antes de Guzmán el Bueno. Para Iván, que tenía la perspectiva de quien vive en la zona Argüelles, la calle Fernández de los Ríos empezaba en Isaac Peral, muy cerca de la plaza de la Moncloa, cuando en realidad, como atestigua su numeración, Isaac Peral era su final e iba subiendo bastante fuertemente durante cuatro cuadras hasta Guzmán el Bueno. Luego, durante tres cuadras pasaba a tener un falso llano levemente subiente hasta alcanzar Vallehermoso, y finalmente adquiría un curso completamente llano durante las tres cuadras restantes hasta terminar en Bravo Murillo, muy cerca de la bulliciosa Glorieta de Quevedo. En realidad, en Bravo Murillo estaba el comienzo de la calle Fernández de los Ríos. Entrando en el bar vio a una señora rubia de una cuarentena de años afanándose tras la barra...

—Buenas noches, mmm, guapa con buenas mejillas. ¿Qué hay para comer?

—Pues muchas cosas: hamburguesa, perritos calientes, bocadillos y más cosas, allí tienes la lista...

—Una hamburguesa, por favor.

—Y para beber, qué quieres, ¿una jarra de cerveza?

—Sí, eso, una jarra de cerveza.

Empezó a asar carne y verduras sobre la placa. Él, jarra en mano se acercó al escaparate. Al ver lo alto del edificio de enfrente perderse en el cielo oscuro sintió un escalofrío de placer, ¡densidad urbana! ¡Este edificio que se pierde de vista en la oscuridad de lo alto me hace pensar en el barrio de Manhattan, en Nueva York!

Tres días más tarde, el miércoles 7 de diciembre, Iván, con la bolsa escolar de plástico a pie de silla en la mesa del pequeño bar iluminado y supertransparente en Fernández de los Ríos, donde solía desayunar antes de ir a la Facultad de Letras, habiendo ingerido la magdalena se había quedado mirando más allá: el vapor de su café con leche, los trazos de lluvia en la oscuridad, qué gusto... Era el único cliente. Probó el líquido con la lengua, ya puedo, y el camarero, que también estaba mirando hacia fuera:

—¡Cómo llueve!

—Mmm sí, muy fuerte.

—Usted es francés, ¿verdad?

—Sí. ¿Tal vez conoce Francia?

—Fui tres veces allí. ¡Y dos veces por el Partido Comunista, ja, ja, ja!

—¿Ah sí?...

—Sí. Le voy a decir una cosa: vuestro general De Gaulle no era progresista, pero sí era un verdadero patriota...

—Sí.

—En cambio nuestro Franco, además de reaccionario, no era nada patriota, no valía para ninguna de las dos cosas.

—Estoy de acuerdo con usted.

—Y aunque soy comunista, reconozco que De Gaulle quería a su país e hizo cosas positivas.

Un hombre se aproximaba atravesando la calzada... Empujó la puerta de cristal, cerró su paraguas y lo dejó en el paragüero...

—¡Hombre, Jacinto! ¿Qué tal?

—Buenos días, Enrique, ¡vaya lluvia!

Y frotándose las manos, añadió:

—Anda, ¡ponme un café con leche bien calentito!

Cerca de las 17:35, hacía un par de horas que había dejado de llover, Iván llegó al Cleo y encontró a Ramón, Carlos y Xosé; los tres con aspecto demasiado serio, ¿qué les pasa?...

—Hola. ¿Os pasa algo?

—Tenemos una mala noticia.

—¿Qué noticia?

—El concierto de Sisa en el teatro Alcalá está suspendido...

—¿¡No!?...

—¡Sí!

—¿Pero por qué?

—Por nada, hace dos semanas, en un empujón durante la entrada para un concierto de Iceberg, una puerta quedó un poco dañada...

—¡Pero eso es una excusa!

—Claro que es una excusa.

—¿Iceberg es un grupo inglés?

—No, son de Barcelona. Hacen rock progresivo. Su líder es el guitarrista Max Suñé.

Se movieron hacia el bar Rosado. Allí Xosé, con la espalda completamente apoyada en la barra y caña en mano:

—Esto es así, Iván, el fascismo no cede por sí solo. ¡Tenemos que derribarlo!

Tres días más tarde, el sábado 10 de diciembre cerca de las 14:20, Iván, al entrar en casa, oyó un disco sonando en la habitación de Virgilio y empujó la puerta entreabierta...

—¡Entra, Iván!

—Hola, Virgilio. ¿Qué disco es?

—Es un disco de Mercedes Sosa. Oye, el sitio ya está libre. Puedes venir a la habitación.

Al haber traído sus cosas, Iván se quedó tumbado mirando al techo. Tenía el cuerpo desviado para mantener los zapatos fuera de su nueva cama. Las persianas de las cuatro ventanas estaban completamente levantadas...

—Oye, Virgilio, ¿si no bajo las persianas de las dos ventanas de mi lado por las noches, te molesta?

—No me molesta para nada. Es verdad que durante la noche me gusta estar en lo más oscuro, pero también me agrada ver algo más de claridad en la otra parte de la habitación.

Una decena de minutos más tarde, después de haber quitado la aguja del tramo final ya sin música, Virgilio:

—¿Vamos a almorzar en algún lugar?

—Sí, conozco un buen sitio, se llama Casa Domingo.

—¿Dónde está?

—En San Vicente Ferrer, pero bastante cerca, antes de cruzar San Bernardo...

—¡Uf, me da pereza ir hasta allí! Mira: al otro lado de la manzana hay un restaurante con el menú a ciento veinticinco pesetas y está bastante bien...

Unos minutos más tarde estaban en este restaurante esquina Joaquín María López con Guzmán el Bueno. La sala era amplia, casi cuadrada, con ventanas grandes y su entrada ocupaba el corte mismo de la esquina. Tomaron el primer trago de vino tinto, eran los únicos clientes.

—Eeeh, Virgilio, el otro día creí notar un frío entre Valentín y tú...

—Sí, es verdad que no nos llevamos demasiado bien.

Llegó el hombre con la sopa y el pisto...

—¡Buen provecho!

—Gracias.

—Gracias.

Justo después de haber empezado a comer, Iván, refiriéndose de nuevo a Valentín:

—Y cuando llegó se quedó un instante mirando al cartel de Mao...

—Sí. Hace tiempo me preguntó por qué tenía este cartel y le dije que había cosas interesantes en la experiencia china y entonces me dijo que los chinos habían traicionado a la Unión Soviética. Se le veía muy disgustado. Es que estuvo estudiando tres años en la Universidad Patrice Lumumba, en Moscú…

—Es un poco tonto que haya este frío entre vosotros si los dos sois comunistas...

—Ya, pero es así.

—Oye, tendrás algo de sangre blanca, ¿verdad?

—No, de sangre india.

—¡Pero en un documental vi que en la isla La Española todos los indios desaparecieron al contactar con los españoles!...

—Sí, es verdad que la inmensa mayoría desapareció, pero unos muy pocos sobrevivieron y mis rasgos tienen algo de indio taíno...

—Bueno, no sé yo...

—Si, en la República Dominicana, en la calle, a veces noté a algunos, poquísimos es verdad, con estos rasgos. No somos mulatos «café con leche», tenemos una tez de color cobre...

Más tarde, alrededor de las 19:00, estaban los dos tendidos descalzos en sus camas. Iván acababa de volver de un paseo. La música llegó a dejar de sonar con la aguja rasgando en la banda final del vinilo...

—Qué vaina, tengo que ir a trabajar...

—Coraje.

—Bueno, me quejo pero en realidad los sábados muchas veces hago los dos turnos y hoy me he librado de eso.

Tres días más tarde, el martes 13 de diciembre cerca de las 14:20, en una estrecha y muy corta calle del barrio de Huertas, Sumiko, Yukari, Kayako, Norio, Iván y Ricardo entraron en un bar cercano a la tienda de decoración donde Ricardo trabajaba. Iban a almorzar en este bar. Ricardo estuvo saludando a la pareja que regentaba el local y a los clientes...

—¡Conoces a todos!

—Ya, es normal, es mi bar.

Los dos batientes de la entrada se mantenían abiertos. La sala parecía muy reducida. Visto desde fuera, hacia la derecha tres taburetes de madera altos estaban delante de la barra, había un cuarto taburete en el espacio reducido entre el tramo corto de la barra y una pequeña ventana vertical con dos barrotes negros; bajo la espesa y oscura madera de la barra había unos azulejos con motivos azulados sobre un fondo blanco; cinco metros tras la entrada del bar había un escalón de unos veinte centímetros de alto y unos dos metros de ancho que daba acceso a la sala trasera donde iban a almorzar. En el lado izquierdo del escalón había una pequeño muro de casi de medio metro de ancho con dos pequeños huecos verticales a medio metro de altura. Este pequeño muro era previo a la única mesa visible. Todas las demás mesas se encontraban a la derecha del ancho escalón y estaban ocultas tras la pared.

Pidieron una ronda de vinos, varias veces Ricardo había alabado el vino de este bar. Iván se situó en el tramo reducido de la barra y empezó a observar por la pequeña ventana vertical el muro marrón claro de la casa de enfrente y un trozo de cielo azul, nunca he estado en esta pequeña calle. Al entrar uno, Ricardo con voz muy fuerte:

—¡HOLA, SOCIALDEMÓCRATA!

El hombre sonrió con una expresión algo cansina. La expresión «socialdemócrata» era el insulto supremo entre gentes de izquierda; sonaba a social-traidor... A los cinco minutos, cuando acababa de irse el socialdemócrata, Ricardo:

—Es un amigo, ¡solamente le hago cosquillas porque es del PSOE!

—¿Y tú de qué partido eres?

—Soy simpatizante del MC, el Movimiento Comunista.

—¡Siempre le digo que es demasiado radical!

—¡Uff, si Kayako se pone contra mí ya no digo nada!

Pasaron al comedor y eligieron la mesa del lado izquierdo justo detrás del ancho escalón. Los invitados de Ricardo descubrieron que la sala trasera era como dos veces más amplia que la primera sala. Más o menos, la primera sala era de cinco por cinco metros, mientras que la segunda era de cinco por diez metros.

Iván, completamente egoísta, aprovechó el pequeño barullo de los amigos preguntándose cómo situarse para sentarse en la primera silla tras el pequeño muro con su espalda hacia la pared. Así tendría enfrente lo profundo de la sala y a través del hueco vertical a su derecha podría ver la primera sala y la calle. Resultó que a su izquierda estaba Sumiko, a izquierda de Sumiko estaba Kayako, enfrente de Kayako estaba Ricardo, y siempre de lado, enfrente y en diagonal, tenía a Yukari, me gusta tenerla cerca y a la vez quisiera olvidarla un poco, y luego estaba Norio, me da tranquilidad tenerlo enfrente. Enseguida Sumiko y Yukari empezaron a atender a Kayako y Ricardo, alegres y dicharacheros, en el otro extremo de la mesa, por lo que Iván pudo dedicarse a charlar con Norio y a beber para tranquilizarse... Con su ensalada ya zampada, Norio:

—¡Esta ensalada me encantó!

—Muy bien. ¿Un poco más de vino?

—Bueno...

Iván llenó los dos vasos... Terminaron el plato principal e Iván cogió el cigarrillo ofrecido por Norio. Cada vez procuraba guardar un instante el humo en la boca y echarlo sin haber tragado... Norio llegó a interesarse un poco por el resto del grupo e Iván, ya sin charla, hizo pivotar la silla sobre sus dos patas traseras; con el respaldo de la silla y la espalda apoyados en la pared sus pies no tocaban el suelo, no tengo más preocupación que no olvidar mi bolsa escolar al pie de la silla; me gusta la extrañeza del rumor de caracol en los oídos y del hormigueo cálido burbujeando en el cuerpo y me chifla sentir los dos pesitos de mis pies colgando en el vacío…; estoy bien en la linde entre exterior e interior, el trocito de calle y la luz reflejándose en los azulejos de la barra.

Cuatro días más tarde, el sábado 17 de diciembre cerca de las 16:25, sonó el timbre. Estaba solo en la habitación... Oyó unos pasos acercándose, es Emilia...

—Buenos días...

—Buenos días, vengo a ver a Iván; me llamo Eric...

—Muy bien, lo aviso enseguida...

Dio dos toques a la puerta...

—¿Iván?

—¡Sí!

Entreabriendo:

—Un chico pregunta por ti, se llama Eric.

—Gracias, ya voy.

Era la primera vez que habían quedado en casa de Iván. Bajaron al bar del montañés, que estaba desbordado como nunca con una docena de adolescentes...

—A ver, ¿¡falta alguien!?

—¡Sí, yo!

—¡Y yo!...

—¡Pues, decirme!

Cuando hubo terminado con la pandilla de chicas y chicos, Iván:

—Dos cafés solos cuando pueda.

Eric, sintiendo ganas de comer algo, se infiltró entre la pandilla y al llegar delante del cristal protector alargó su brazo encima y atrapó un bollo...

—¡Hombre, tenía que haberme pedido!

Eric se encogió de hombros e hizo una mueca en dirección a Iván, que significaba algo como «¿¡Pero qué dice este!?»... Y al haber dado un buen mordisco al bollo, dirigiéndose en francés a Iván:

—¡Es gilipollas este tío!...

—Aah...

Completamente desconcertado por la severidad de la aseveración de Eric y su tono seguro, Iván no había encontrado ninguna palabra para decir, pero pasados unos instantes quiso dejar claro:

—Bueno, es un poco viejo, me temo que este periodista independiente sea un magno gilipollas, y chochea un poco, pero no es malo.

Iván ya dijo poco más. Se le habían quitado las ganas de hablar, no conseguía contestar mucho más que: «No», «No sé», «Sí», «Ah, sí!», «Tienes razón», «Tal vez»... Salieron del bar... En la calle Alberto Aguilera, apenas habían entrado en otro bar, Eric:

—¡Ostras!, olvidé una cita en el café Comercial; estaba en el contestador automático, lo siento es un asunto profesional y tengo que ir solo, ¿entiendes?...

—Entiendo, no pasa nada, ¡hasta luego, Eric!

—¡Hasta luego, Iván!

Eric salió... Pasó por encima de la barandilla de un metro y pico de alto que separaba acera de calzada, atravesó correteando, pasó por encima de la barandilla de enfrente y al haber tomado contacto con la acera sur empezó a tirar hacia la glorieta de San Bernardo. Iván lo fue observando, su silueta llegó a confundirse con hilera de árboles..., Jo, es una pena para Wolf Biermann.

Seis días más tarde, el viernes 23 de diciembre, Iván se despertó antes de que sonara el despertador... Al salir del portal, le encantó la oscuridad aun completa, ¡viva la noche en la mañana!... ¡Rumbo al café del comunista de Fernández de los Ríos!... Luego, alrededor de las 10:00, en una mesa de la cafetería de la facultad, Chieko, que tenía veintitrés años, Sumiko y Yukari se sorprendían por la ausencia de Kayako. E Iván:

—Tal vez no vendrá. Es el último día de clase...

—Pero no nos dijo nada...

—Sí, es increíble. Ya no es japonesa, ¡es española!

—Norio tampoco está...

—Me dijo que iba a llegar tarde...

—Ah sí... ¡Pero mira, si ahí viene!, ¡¡JI, JI, JI!!...

Se estaba acercando su cabeza, que enarbolaba una «bola» de pelo muy rizado, casi crespo...

—¡¡JI, JI, JI!!...

—¡JI, JI, JI!!...!

Mientras Iván solo sonreía, las tres japonesas con los ojos brillantes sobre las manos que tapaban sus bocas, se reían muchísimo...

—Norio, ¡que guapo estááássss! ¡¡JI, JI, JI!!...

—¡¡JI, JI, JI!!..., sí, de verdad, estás, ¡ji, ji, ji!, muy guapooooo...¡ ¡¡JI, JI, JI!!

Poniendo los ojos grandes como platos, Norio se dirigió a Iván:

—¡Pero bueno! ¿Ves cómo se mofan de mí? ¡¡Es increíble!!

Cerca de las 11:35 del día siguiente, Carlos, Ramón, Xosé e Iván se levantaron de sus asientos en un cine de la Gran Vía... Apenas traspasada la salida se pararon deslumbrados por la luz que estallaba en la gradería de la acera más abajo, toda blanca...

—¿Qué hacemos?

Acababan de ver el filme Encuentro en la tercera fase. Estaban a un centenar de metros de la plaza de España...

—No sé...

—Bueno, primero bajemos la gradería y ya se nos ocurrirá algo...

Apenas Iván, dos metros delante, había empezado a bajar los anchísimos escalones, vio a su amiga japonesa en la acera, más abajo, con dos chicas no japonesas que no conocía. Se paró de golpe y se puso a gritar, sin importarle la gente alrededor:

— ¡YUKARI! ¡YUKARI! ¡YUKARI!...

Yukari subió unos escalones hasta estar a un metro de él...

—Hola, Iván. ¿Qué tal?

—Bien. ¿Y tú?

—Bien...

—¿Podríamos tomar un café juntos?...

—Pero estás con tus amigos...

—¡Sí, sí, pero los puedo abandonar!

—¡Esto no está bien, Iván!

—¡Ja, ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja, ja, ja!

Mirando atrás, descubrió que sus tres colegas estaban riendo con un caudal ciertamente moderado pero también profundo, de largo recorrido, y viendo su expresión divertida…algo me dice que estoy un poco ridículo...

—Bueno, tienes razón. ¡Que tengas felices fiestas, Yukari!

Cerca de las 20:35, Norio e Iván se encontraban en un tren que arrancaba en la estación de Atocha. El tiempo había cambiado del todo; llovía con mucha fuerza. El destino del tren era Lisboa. Habían pensado irse durante la velada de Nochebuena para tener más tranquilidad. De hecho, el convoy estaba extremadamente vacío. Llegando a su compartimento encontraron un pasajero sentado; tenía unos veinticinco años y después de haberlo saludado, Iván:

—¿Y adónde vas?

—A Toledo.

—No te saltas la Nochebuena con tu familia, ¡eeh!...

—Claro, voy a estar con ellos.

Cerca de las 22:45 pasaron para poner las literas... Al haber salido el revisor y el ayudante, los dos se auparon a las camas del medio tirando enseguida de la cortina para ganar dos o tres centímetros y ver fuera...

—Sí que llueve...

—¡La nube debe ser muy grande!

Norio e Iván se despertaron viendo al mismo revisor y dos aduaneros portugueses. Con sus pasaportes devueltos, salieron al pasillo a mirar el Tajo. Estaba soleado, parecía que el río se había ensanchado casi como un estuario; se veía hierba espesa. Norio encendió un cigarrillo...

En la estación preguntaron por el centro de Lisboa... A la veintena de minutos recalaron en la Praça do Comercio, una plaza de piedra blanquecina y pintura amarilla que les pareció enorme. Tenía tres lados con arcadas y el cuarto lado estaba abierto al estuario, que se veía a medio centenar de metros...

—¿Has visto? Muchos hombres tienen gabardinas con imitación de piel en el cuello...

—Sí, es un poco raro.

Entraron en un café grande... Consumidos sus bocadillos y cafés con leche, Norio encendió un cigarrillo... Ya habían pagado en la barra, e Iván:

—Perdón, ¿podríamos dejar las bolsas aquí mientras buscamos una pensión?

El hombre, dándoles una tarjeta:

—Miren, esta pensión está muy bien y está muy cerca...

—¡Ah, sí!

—Sí, está en la rua do Crucificio. Vais por allí, cogéis la cuarta a izquierda después la primera a derecha. Y la pensión está a los veinte metros, al lado derecho. Decir a la señora que vais de mi parte...

—Muchas gracias. Obrigado.

Minutos más tarde entraban en una habitación. Las dos camas, paralelas frente a la única ventana alta, de unos dos metros y medio. Había un armario, un radiador de hierro fundido y un lavabo. Se afeitaron y asearon... Vestidos y tumbados sobre sus camas, empezaron a charlar con ánimo ligero mirando al techo... A la decena de minutos se levantaron para salir... Emprendieron por una calle que subía un centenar de metros antes de desaparecer torciéndose... Notaron unos tranvías amarillos circulando... Estuvieron subiendo, bajando y subiendo varias veces.... Llegaron a una plazoleta con un quiosco de prensa cuyo tejado estaba un poco tocado por el follaje del árbol grande de atrás...

—¡Pero si ya hemos pasado por aquí!

—Tal vez se puede comprar un plano en el quiosco de prensa...

Entre dos planos, eligieron el más pequeño y manejable. Entraron en el primer bar... Ya sentados, movieron un poco sus infusiones para desplegar el plano en la mesa...

—A ver, ha puesto la marca allí...

Cerca de la 13:40 empezó a llover. A los pocos instantes, vieron un restaurante y averiguaron el precio del menú. Entraron. Había cinco comensales en tres mesas ocupadas. Se sentaron en una mesa, llegó el camarero, pidieron lo mismo, sopa de Alentejo, pescado con patatas fritas y una pequeña botella de vino tinto. El camarero enseguida les abrió la botella y llenaron sus vasos con vino...

—Está bien este restaurante, es un poco como el Casa Domingo, pero más amplio.

Llegaron humeantes las sopas de Alentejo...

—¡Hay un huevo dentro!

—En Japón muchas sopas tienen un huevo dentro.

Pasaron el resto de la tarde bajando y subiendo colinas bajo la lluvia... Cada equis tiempo se paraban en un bar, se secaban un poco la cara y pedían un chá com leite (té con leche) o una infusión... Cenaron en el mismo restaurante del almuerzo... Al salir, continuaron paseando y en las paradas bebían cervezas... Cerca de las 23:10, al haber entrado en la habitación:

—¿No te molesta si no cerramos la contraventana?

—Sí, sí. ¡Mejor no cerrarla!

Pusieron sus ropas mojadas sobre el radiador y se acostaron... Alargando su brazo, Norio apagó la luz. Enfrente tenían el muy leve clareo de la ventana grande.

El día siguiente era lunes 26 de diciembre. Se estaban despertando y una luminosidad grisácea entraba en la habitación...

—Hola, buenos días...

—Buenos días. ¿Oyes cómo llueve?

Norio encendió la luz, fueron a la ventana y apartando un poco sendos visillos blancos vieron unos trazos nítidos...

—¡Qué fuerte!

Se pusieron ropa nueva y salieron a desayunar... Saliendo del café de la Praça do Comercio se pusieron a andar subiendo, bajando y subiendo de nuevo... Les extrañó llegar a una zona plana. Los edificios, bastante bajos, eran más de empresas que de viviendas; se veían camionetas en los patios... Apareció el estuario... A medio centenar de metros había una luminosidad bajo unas arcadas...

—Es un bar.

—Sí, a ver si nos calentamos un poquito...

En el fondo de la sala había una rocola con luces violeta y verde que brillaban y enfocaban zonas puntuales de la barra. Una decena larga de clientes consumían, un poco ruidosos, en la barra, y cuatros clientes más estaban en sendas mesas. Al tener sus dos chás com leite fueron a una mesa y Norio encendió un cigarrillo. Una mujer de una cuarentena de años se acercó a la rocola, echó una moneda, apretó dos teclas y volvió hacia la barra. Se oía el movimiento del mecanismo llevando el disco sencillo hasta el plato...

Al salir del bar, remontaron el estuario hacia el este para acercarse al centro... Un poco antes de la Praça do Comercio tiraron hacia el interior en una calle con gente que se apresuraba delante de escaparates iluminados, la lluvia, las enseñas luminosas reflejándose en el suelo, el susurro de los neumáticos… Siento calor, estamos bien cobijados en una inmensa bola, digo yo...

Almorzaron en el mismo restaurante que el día anterior.

Después de haber cenado en un restaurante desconocido, volvieron a andar; seguía lloviendo... En lo alto de una colina llegaron a una zona llana con bares musicales que se sucedían...

—Parece que estamos en el barrio internacionalista.

Entraron en el café que vieron más amplio y confortable... Al haber obtenido las jarras de cervezas fueron a una mesa... Una mujer con abrigo señorial y cabello largo ondulado llegó con un chico alto que llevaba un abrigo un poco desgastado y un estuche de guitarra en la mano. Al alcanzar la barra, empezaron a charlar con una clienta y el encargado del local... La mujer emitió una risa bien sonora, se quitó el abrigo, lo entregó al encargado y subió al pequeño estrado, a un lado, donde empezó a manejar un trípode con micrófono. La tarima estaba entre un ventanal y el lado pequeño de la barra. El chico, a su vez, subió a la tarima, sacó la guitarra, se sentó en un taburete y empezó a afinarla...

Ya estaban listos para empezar el recital. Se apagaron la luz general y las conversaciones, se encendió una luz muy parcial enfocada en el micrófono; sobre la tarima había más bien dos siluetas... Y el rostro de la mujer entró en el foco de luz, gravedad.

Un día después, un poco antes de las 9:00, notando un movimiento en la otra cama...

—¿Estás despierto?

—Sí, jo… Sigue lloviendo...

Encendió la luz...

—¡Voy a creer que en Lisboa llueve aún más que en Kobé!

Se levantaron y fueron hacia el radiador...

—¡No está seca aún!

Aunque mojada, se pusieron la ropa del primer día dejando a su vez la del segundo día sobre el radiador.

Saliendo del restaurante habitual, donde acababan de almorzar, decidieron alejarse más del centro que en los dos días anteriores. En una parada de Praça do Comercio vieron llegar un autobús. Iván, dirigiéndose al hombre de al lado:

—Perdón, ¿va lejos este autobús?

—Sí, sí, bastante lejos.

Tres cuartos de hora más tarde, hacía algún tiempo que tenían la impresión de haber dejado el centro de la capital. Avanzaban por una avenida ancha, entre bloques de viviendas y grandes espacios vacíos; la lluvia lo envolvía todo... Notando que habían alcanzado una zona con mucho verdor y casones, decidieron bajar a la parada siguiente...

Veían lo que parecía un palacete y al notar un follaje imponente que desbordaba una esquina de la propiedad, se pusieron a corretear hacia allí... Ya estaban bien cobijados. Norio encendió un cigarrillo.

Hacia el noroeste había un espacio vacío hiperamplio con los trazos de la lluvia bien nítidos. Iván avanzó hasta el límite de la protección del árbol y percibió un reflejo del cielo extrañamente claro en un charco, que sacudió su interior, ¿qué sentido...?

—¿Quieres un cigarrillo?

—Sí, gracias. Tengo la impresión de que me va a dar calor.

Al día siguiente, el miércoles 28 de diciembre, se despertaron oyendo, aaahhh envolvente, la lluvia...

—¿Qué tal?

—Bien, pero cuando llegue a Madrid lo primero que hago es ponerme ropa seca.

—¡Y yo!

—¡Me encanta la ropa seca! ¡¡Me encanta!!

Seis días más tarde, el martes 3 de enero de 1978, Iván apenas despertado se sentó al borde de la cama. A su lado había una leve claridad por las dos persianas de su lado, completamente levantadas. No distinguía casi a Virgilio, inmerso en la oscuridad, pero oía su respiración, es temprano, podría ir a un bar donde no tengo costumbre... No tenía escuela; las clases se reanudaban el día 9. Pensaba en algún sitio un poco más lejano, pero no demasiado porque también quería desayunar en un ambiente aún sombrío antes del estallido del día...

Aproximadamente un cuarto de hora más tarde pasaba rápido delante del Casa Domingo, qué frío je, je, je... Torció a derecha y a izquierda en la calle del Noviciado... Unos siete metros antes de la calle San Bernardo se internó en un bar a la derecha, que hacía esquina. Dos o tres veces, después de haber comido en el Casa Domingo, había tomado un café en ese sitio. Apenas había acompañado el cierre del batiente de cristal, tres negros entraron por la puerta más grande, en San Bernardo. Llevaban gorros de lana. Visiblemente alegre ante la pequeña avalancha de clientes, el dueño, de unos cincuenta y cinco años:

—¡Buenos días, jóvenes!

—Buenos días. Un café con leche y una ración de porras.

—Buenos días.

Después de un pequeño conciliábulo, uno:

—Lo mismo para nosotros.

Para los cuatro clientes empezó el tiempo de espera pisando espacio pero sin andar realmente, ¡ah sí, la máquina de discos! Al haber seleccionado la canción ¡Son ilusiones! y echado la moneda, Iván notó a su izquierda a un africano que mientras observaba la calle de San Bernardo absolutamente desierta, soplaba en sus manos, y en voz alta:

—¡QUÉ FRÍO HACE, JA, JA, JA, JA!...

—¡SÍ, SÍ, JA, JA, JA, JA!

La música empezó a sonar, vibrante. Volvieron a la barra, el jefe estaba poniendo leche en las cuatro tazas grandes dispuestas en línea...

—¡ESTOS CAFÉS YA OS VAN A DAR CALOR!

Once días más tarde, el sábado 14 de enero, cerca de las 12:15, Iván salía de un tren de metro en la estación de Argüelles..., al internarse en el primer corredor a la izquierda vio en una valla publicitaria el rostro un poco asimétrico de Sisa sonriendo con las gafas que agrandaban algo sus ojos pícaros y, seguido, leyó en la mitad baja del cartel: «¡SISA ATACA DE NUEVO!».

—¡Ostras!

Sintiendo una descarga de energía, se puso a correr. Franqueada la salida, subió de dos en dos los escalones hacia la acera... Entró en Gatzambide, adelantaba los viandantes haciendo eslalon... Viendo que ninguno de la banda estaba en el bar Rosado, se lanzó a Meléndez Valdés, hubo suerte. Vio a Carlos y a Xosé en la barra del Cleo.

Dos días más tarde, el lunes 16 de enero cerca de las 18:10, Virgilio entró en la habitación y encontró a Iván muy animado escuchando un disco...

—¡Hola Iván!, ¿otra vez escuchando Veneno!?

—¡Hola, Virgilio!, sí...

Se fue a la sala de baño... Al volver se puso una camisa nueva...

—Tengo un cuarto de hora libre. ¡Deja esta música ácrata y vente a tomar una cerveza conmigo!

—¿Adónde?

—Enfrente, en el Woody.

Un día después, cerca de las 21:20, Iván estaba en el sótano del bar de Rodríguez San Pedro con una jarra rebosante de cerveza en la mesa. Acababa de llegar, con bastante antelación para tener una buena visión de la banda de jazz recién formada que iba a tocar alrededor de las 22:00, a ver si Dolores son tan buenos como dicen. Estoy pasando unos días superplacenteros con la certeza de Sisa.

Dos días más tarde, el jueves 19 de enero 1978, cerca de las 21:05, Xosé Ramón, Carlos, Iván y una veintena de amigos entraban en el Teatro Alcalá. Excepto Rick y Peter, dos estadounidenses de la clase de Iván, los demás eran amigos de Carlos, Xosé y Ramón... Se oían ruidos tras la cortina que se movía por momentos... Una chica, al reconocer a un amigo, empezó a gritar su nombre moviendo vehemente su brazo y al darse cuenta él hizo un gesto de impotencia con las manos para comunicar lo inútil que era intentar acercarse con la sala tan abarrotada... Miradas se cruzaban, una euforia cálida se difundía en el recinto e Iván… cuando encuentre a alguien que haya estado en este concierto, sabré que se trata de un amigo...

Las luces se apagaron y las charlas remitieron... La cortina se abrió con un ruido metálico descubriendo el escenario envuelto en un color violeta. Estaban los músicos arropando a Sisa en el centro, delante del micrófono. Un primer golpe el batería dio la señal y del público salieron unos gritos:

—¡LA PRIMERA COMUNIÓ!

El órgano se incorporó con una melodía calmosa y Jaume Sisa arrancó cuchicheando:

Velles columnes palaus i museus, taules de marbre i miralls...

El viaje ha empezado, apenas moviéndose, Iván chocó con un desconocido...

—Perdón...

—¡Nada, hombre!

Con el primer estribillo, Jaume pasó a clamar alto y unos espectadores lo acompañaban cantando a pleno pulmón:

HEM DE FER LA PRIMERA COMUNIÓ AL BALCO DISFRESSADES DE CAVALL… HEM DE FER LA PRIMERA COMUNIÓ AL BALCO DISFRESSADES DE CAVALL…

La canción estaba terminando con una voz extremadamente aguda de Jaume. Y Rick, dirigiéndose en inglés a Iván:

—¡Eh, Iván, esto parece realmente grande!

—¡Sí, sí!

No tuvieron tiempo para intercambiar más palabras. El grupo ya atacaba la canción siguiente con un tempo potente... Desfilaron las piezas musicales envueltas en colores. Sisa lo pasaba requetebién; no paraba, de no creerse, payaso asimétrico... Ya habían pasado, ¿dos horas?, sesenta minutos cuando un suave azul inundó el escenario mientras sonaban unos acordes de guitarras con una pulsación tranquila. Xosé a Iván:

—Esta es muy buena, es El contador de estrellas. Habla de un barrendero que riega de noche y va contando las estrellas...

Los acordes de guitarra seguían caminando sin prisas, parece una frenada suave en una bajada mojada, brotaron dos golpes de tambor seguidos de cinco a los platillos con la vibración del último impacto alargándose...

Es reconeix fill d’una pluja d’altres mons.

Camina i mira al cel, badant com si fos sec.

Es la claror de mitjanit que li obre els peus.

Té un aura incerta de tristor...

El comptador d’estrelles volta pels carrers.

Coneix el nom dels més terribles déus nocturns.

¡Quin rostre té que quan el mires mai no el veus!

Té el plany del firmament als ulls!...

El comptador d’estrelles rega la ciutat

Amb l’aigua clara d’una xifra que no sap

El comptador d’estrelles rega la ciutat

Amb un sol numero que mai no heu calculat...

Els meridians i els parallels ha capgirat...

Al haber terminado la canción El comptador d’estrelles, los músicos iniciaron la pausa habitual a mitad de concierto secándose la cara, estirando las piernas, bebiendo, dando pasos, charlando…, pero de pronto Sisa sacó un pequeño papel blanco, lo puso en el foco de luz y empezó a leerlo con voz muy alta:

—NACIÓ EL 5 DE SETIEMBRE 1921 EN VIC. EN JUNIO DEL 29 CONSIGUIÓ EL PREMIO DE EXCELENCIA DE MATEMÁTICAS —(risas y aplausos)—. EL 15 DE SETIEMBRE DE 1936, ENGAÑANDO SOBRE SU EDAD, SE ALISTÓ EN LAS TROPAS REPUBLICANAS...

Brotaron dos gritos que al instante se transformaron en un estruendo masivo que se prolongó y se prolongó... Iván se había tensado fijándose en un punto imaginario... Jaume volvió a leer, pero la mente de Iván se había ido... Reenganchó con la biografía del hombre cuando en septiembre del 47 trabajaba en un café en Zurich... Instantes más tarde:

—EL 27 DE JUNIO 1957 PERDIÓ UN BRAZO EN EL CANAL DE MOZAMBIQUE...

¡Ostras, al lado de Mayotte! Su mente viajó de inmediato al verde intenso de las dos islas donde había estado cuatro semanas entre dos estancias durante su servicio militar en la Marina francesa... Luego volvió a conectar otra vez con el relato de Jaume, justo para oír:

—Y EL LUNES 11 DE OCTUBRE CRUZÓ LA FRONTERA, LLEGANDO EL MISMO DÍA A VIC, EL PUEBLO QUE LO HABÍA VISTO NACER.

El desorden de los toldos

Подняться наверх