Читать книгу El desorden de los toldos - Thierry Precioso - Страница 8
Оглавление103
El jueves 26 de enero 1978, al mediodía, en una mesa de la cafetería de la facultad estaban Chieko, Kayako, Sumiko, Yukari, Norio e Iván con las manos bajo la mesa excepto cuando cogían sus vasos... Fijándose en el trozo de jardín más allá el batiente abierto, Iván llegó a desentenderse del grupo, realmente qué capacidad tengo para abstraerme de la charla je, je..., ¡pero uy!... Sintió una presión sobre el muslo, ¿qué es eso? Se encontró un pequeño papel plegado en la mano. Sumiko y Yukari estaban redoblando tanto sus risas, que Chieko:
—¿Pero qué os pasa?
Y Norio:
—¡Están tan alegres!, ¡no entiendo nada!
Y Kayako:
—Es verdad, ¡estáis muy raras!
Sumiko:
—Debe ser el soleado, que nos euforiza, ¡ji, ji, ji!
Y Yukari:
—Sííí, ji, ji, ji, ji...
Otra vez Norio:
—Aaaggg. ¡Me traen loco estas chicas!
Al haber conseguido poner subrepticiamente el papelito en un bolsillo, Iván recogió su bolsa a pie de silla, y levantándose:
—No voy a la clase siguiente. Tengo que ir a la Glorieta de Bilbao.
—¿Y qué tienes que hacer allí?
Era Kayako...
—No puedo decir nada: es una misión secreta je, je, je. Hasta luego.
Se tumbó en la hierba tras un seto, colores fulgurantes, sacó el papel de su bolsillo; lo estuvo desplegando con el ritmo cardíaco desbocándose y pudo leer: «Iván, me apetece —¡¡¡¡¡Dios!!!!!— verte. El domingo a las 10:30, en la estatua de la plaza Mayor. ¿Está bien? Yukari».
Tres días más tarde, el domingo 29 de enero, Iván entraba en la plaza Mayor entre andando y corriendo en dirección de la estatua ecuestre en el centro... No la veo, ¿estará?... Saliendo de detrás apareció una silueta, ¡¡es ella!!...
—¡Hola, Yukari!
—Hola, Iván, ¿qué tal?
—Bien, bien...
Llevaba un pañuelo azulado al cuello, me gusta su pañuelo, tras el nudo tiene un punto de dejadez evasiva...
—Hace un día bonito, ¿verdad?
—Sí, tenemos suerte.
Se dirigieron a uno de los bares bajo las arcadas sombrías, lado sureño de la plaza cercano a la calle de Toledo, y pidieron dos cafés solos... Ella, taza en mano, dio la espalda a la barra y se quedó mirando hacia fuera sonriendo. El sol mordía plenamente la parte norteña de la plaza de enfrente. Él la imitó mirando en la misma dirección hasta que resolvió observarla: aproximaba la taza humeante, estuvo soplando en la superficie del líquido, ¡qué labios más guay tiene!... Ingerido el primer sorbo, ella:
—¿Podríamos ir al Rastro?
—Sí, nunca he estado allí.
—¡Ji, ji, ji!, ¿ de verdad? ¿Nunca has ido al Rastro?, ¡¡ji, ji, ji, ji!!...
—Pues no.
La siguió... En cuestión de cinco minutos llegaron a la plaza de Cascorro, iniciaron la bajada de la Ribera de Curtidores; Yukari paró en un puesto... Al haber visto ya suficiente:
—¿Vamos?
—Sí, sí.
Se pararon en más puestos. Iván, más forofo de husmear el aire y el ambiente en general que de mirar los artículos en venta, se quedaba aguardándola para reiniciar la andadura; eso sí, se sentía bien esperando; sin prisas, contento con su respiración y viendo el cielo. Al haber terminado de mirar unos puestos en la plaza Campillo, en la parte baja del Rastro, Yukari un poco mareada por la muchedumbre aspiró aire hinchando sus mejillas, ¿¿¡¡uy uy uy, va a estallar!!??, y:
—¡¡PRUTTT!! —Sopló hacia arriba haciendo bailar la franja frontal de su cabello...
Rieron de buena gana del gesto de desahogo y ella:
—¡Ahora tendremos que subir!
—Sí..., en una bocacalle de Tirso de Molina conozco un restaurante chino. ¿Podríamos almorzar allí?
—Sí, ¡es una muy buena idea!
Iniciaron la subida... Se pararon mucho menos que en la bajada (solo dos veces). Dejaron la plaza de Cascorro atrás y se dirigieron a la plaza de Tirso de Molina, donde torcieron a derecha en la calle Espada. A la quincena de metros, lado izquierdo, estaba el restaurante. Eligieron dos menús distintos para probar más cosas y brindaron chocando sus vasos de vino... Llegaron humeantes las dos sopas, la de aleta de tiburón y la pekinesa…
—Me encantan los restaurantes: ¡solo con quitarme el abrigo y sentarme me siento a gusto!
—¡Ji, ji, ji! ¡Pareces un «señorito», ¡ji, ji, ji, ji!...
—¿Ah, sí?, no sé si es bueno lo de señorito. ¿Qué tal fue tu año en Birmingham?
—Iván, ¿cuándo vas a cumplir veinte años?
—El 10 de abril. Y tú cumplirás veinticinco años…
—El 9 de noviembre.
Ella empezó a explicar que ya habiendo estudiado inglés durante dos años en Japón, con casi veintiún años se había ido a Birmingham, en Inglaterra, a estudiar inglés durante tres años más, y que ya habiendo sacado el diploma de lengua inglesa había decidido pasar un año sabático descubriendo la cultura española en Madrid antes de volver a Japón para ver a sus padres y buscar trabajo…
—Y al volver a Japón, ¿irás a Tokio?
—Bueno, al menos al principio estaré con mis padres en Kochi. Está en la isla de Shikoku...
—¿Cómo es allí?
—El clima es tropical húmedo, hay mucha vegetación.
En un relámpago, Iván recordó un filme documental sobre los Juegos Olímpicos de Tokio en 1964. Se estaba disputando la última prueba: la maratón masculina. Las nubes eran negrísimas, la vegetación era de un verde intenso y la cámara llegó a enfocar entre el público a una niña sobre su triciclo que, viendo la mítica carrera, tenía un semblante tan grave que resultaba muy gracioso... Mientras duraba esta ensoñación, Yukari había le había contado que antes de sus tres años en Birmingham, había estudiado en Tokio, y que entonces era simpatizante comunista...
—¿Ah, sí?
—Sí, muchas veces distribuía propaganda...
—Bueno, no soy comunista. Soy del PSOE pero le tengo mucho aprecio a Santiago Carillo...
—Yo ya no soy comunista; antes era demasiado seria y extremista, quería poner los ricos burgueses en la cárcel, ¡¡ji, ji, ji, ji, ji, ji!!
Se reía con los ojos brillantes sobre la mano que tapaba su boca...
—¿Y lo has abandonado del todo?
—Bueno, ahora simpatizo más con el partido socialista, pero sobre todo soy feminista...
— Aahh... Ahora el comunista es Ricardo. Y no del PCE, ¡sino del MC!
—Sí, es extraño que a Kayako le dé igual. Ella defiende la tradición y a veces nos da la lata con un partido budista japonés, el Komeito...
—No sabía.
—¡Es que cuando habla español no dice las mismas cosas que cuando habla japonés!
Llegaron los segundos platos: pollo con piña, pescado picante y arroz tres delicias. Iván también cogió los palillos...
—Intentas comer con los palillos. ¡Está muy bien!
—Es que además me conviene porque así como menos aprisa.
Consumidos los platos principales, Iván notó que aunque Yukari no había tomado mucho vino, sí que lo poco que había bebido le había hecho bastante efecto; tenía las mejillas rosadas y a veces tartamudeaba un poquito. Al terminar de hablar, parecía haber llegado a un punto de ebullición límite: se echó hacia atrás y aspirando aire se hinchó las mejillas hasta que, ¡pluttt!, sopló aire hacia la derecha haciendo volar su cortina de pelo... ¡¡Qué graciosa mueca antes de soplar!, ja, ja, ja, ja!!...
—¡Ja, ja, ja! antes lo has hecho hacia arriba, ahora hacia un lado. Es otra variante: ¡tienes muchas tablas!
—¡Ji, ji, ji! Sí, sí, ¡ji, ji, ji!; es verdad, ¡ji, ji, ji, ji!
De postre tomaron dos bolas de helado y un café solo cada uno. Ella fumó un cigarrillo... Al salir anduvieron hasta Antón Martín, donde tomaron la bifurcación a la izquierda en la calle del León... Entraron en un café esquina calle del Prado con la del Príncipe. Estaba completamente vacío y recalaron en una banqueta en un rincón apartado... Llegó un camarero sesentón de un metro sesenta aproximadamente, con chaqueta blanca, pelo también blanco, complexión fuerte y expresión seria. Ella acababa de manifestar que le apetecía tomar un moscatel.
—Buenas tardes, señores...
—Buenas tardes; dos moscateles, por favor.
—Muy bien.
Al haber bebido su segundo trago, Iván la miró y se acercó, tus ojos negros saben, ya no oía el estruendo de su latido entre las sienes... Sus bocas se encajaron, los labios amortiguando y las lenguas empezaron a acariciarse frenéticas...; la palma de su mano en la cintura sentía nítido el hilo de respiración de Yukari... Separaron sus bocas y se miraron, estás tranquila..., ella encendió un cigarrillo y dijo algo sobre el local que le recordaba a algún otro café. En la calle del Prado, a una quincena de metros, pasó una silueta tras los visillos blancos. Estuvieron alternando besos y conversación; Iván manteniendo una presión sobre su muslo, densidad tangible... Saliendo del bar, ya con el objetivo de la casa de Yukari en Diego de León, se pusieron a andar mano en mano y sonriendo... En la calle Bárbara de Braganza, un poco antes de la plaza de Colón, entraron en el bar Ambigu... Al salir del café notaron que la calle estaba algo más sombría, mientras que en el cielo era aun de día... Más tarde, al salir de un bar en el barrio de Salamanca, tuvieron la evidencia de que la noche ya se había hecho tajante… En la calle Diego de León, ya muy cerquita del piso de Yukari, entraron en un mesón, pidieron dos cañas pasaron entre la gente y encontraron la sala trasera completamente vacía. Al haber sido servidos, Yukari arrancó:
—¿Sabes? Comparto el piso con Jennifer, una estadounidense y una española, Pepa. Y las tres hemos decidido que, por respeto a las otras dos, ninguna podía llevar un amigo a casa. Lo siento, pero no podrás entrar en mi piso...
—Bien, bien. ¿Y si vengo para verte, qué tengo que hacer?
—Cuando hayas llegado, tendrás que telefonearme.
Apuntaron sus respectivos números de teléfono, apuraron sus cañas y salieron... Llegando a Francisco de Silvela:
—Mi casa está en la tercera planta enfrente ¿Ves? Son esas dos ventanas...
—Sí, sí.
En realidad no estaba seguro de las ventanas. Ella, apuntando hacia la derecha:
—Mira, allí está un Burger King...
—Ah, sí...
Era un ente iluminado en la oscuridad, a una veintena de metros al otro lado de la calzada en la esquina Diego de León con Francisco Silvela. En la primera planta se sucedían unos cristalones de suelo a techo y se veían nítidas las primeras mesas y sillas pegadas a esta vitrina larga de una quincena de metros...
—Llegando a la primera planta hay un teléfono público. Si quieres puedes llamar desde allí...
Por un instante visualizó un teléfono de color verde chillón, como solían ser los teléfonos públicos más recientes, y volvió a considerar las mesas con sus anchos pegados a la vitrina, me gustará esperarla en una de esas mesas...
—De acuerdo, te llamaré desde allí.
Cinco días más tarde, el viernes 3 de febrero, cerca de las 19:35, Iván entró en el Burger King cercano a la casa de Yukari... Llegado su turno, pidió una cerveza...
—¿Y para comer?
—No, no quiero nada para comer, gracias.
Dio un billete de cien pesetas, bebió un trago para que el líquido no desbordara al moverse y la chica le devolvió el cambio. Llegando a la primera planta vio en un rincón, a dos metros, un teléfono público de color verde vivísimo, como lo soñé, y una pareja en un mesa bastante interior. Dejó su cerveza en una de las mesas pegadas al ventanal y se fue a telefonear...
—¿Diga?
—Hola, Yukari.
—¡Iván!...
—Mira, estoy en la primera planta del Burger King frente de tu casa.
—¡Pero no me habías dicho que venías!
—Es que sin proponérmelo me encontré bastante cerca de tu casa, ¿podríamos dar un paseo?
—Jo, es que estoy preparando la cena…, pero ya casi he terminado y dar un paseo es una muy buena idea...
—Sí.
—Les dejo una nota y voy enseguida...
—Perfecto, te espero.
Se fue a sentar de manera que pudiera verla en Francisco Silvela, tomó un trago pequeño y se quedó mirando la encrucijada entre Francisco Silvela y Diego de León, luces rojas, faros blancos, semáforo verde... Yukari salió del portal yendo hasta el paso de cebra a una decena de metros a su derecha, donde esperó... El semáforo se puso rojo, los coches se pararon y ella empezó a corretear agarrando su gabardina para mantenerla cerrada, qué bonita es corriendo, a mitad de calzada desapareció tras la esquina... Reapareció, atravesó Diego de León y desapareció justo antes de entrar... Y apareció llegando a la primera planta...
—¡Hola, Yukari!
—¡Hola, Iván! ¿Qué tal?
Se fue quitando su gabardina azul oscuro y se sentó a su lado... Al haber separado sus labios, él besó su mano...
—¡Cómo huele bien! A ver la otra… Mmmm, también... ¡Me gusta como huelen tus manos!
—¡Qué no!, ¡mis manos no huelen!
—¡Sí, sí!
Con el semblante serio, Yukari olió sus manos...
—¡Ah sí!, ¡huelen a cebolla!, ¡ji, ji, ji, ji, ji, ji!...
Había estallado de risa; sus ojos lucían divertidos sobre la mano con que se tapaba la boca....
—¡Ji, ji, ji!, es que cuando llamaste, ¡ji, ji, ji!, estaba cortando cebollas, ¡ji, ji, ji!, y olvidé limpiarme las manos, ¡ji, ji, ji!, antes de salir, ¡ji, ji, ji, ji, ji, ji!...
—¿Quieres tomar algo?
—Mejor damos ya el paseo...
—Vale, espera un segundo...
Emprendiendo el movimiento de beber toda la cerveza, al cerrar los ojos creyó visualizar claramente cómo el líquido burbujeante, entremezclándose con los motivos de color violeta de la túnica de Yukari, iba cayendo en espiral y amontonándose en el fondo de su cabeza cada vez más inclinada, ¡jo, qué cosa!...
A la mañana siguiente se encontraron delante del edificio de Telefónica y enseguida se pusieron en busca de algún bar en dirección de la plaza del Callao. Escasos transeúntes se apresuraban en una Gran Vía bastante fría; se acercaban a la enseña con tres palmeras de la cafetería Manila. Había otra en la calle Goya...
—¿Vamos a la cafetería Manila?
—¿No prefieres un bar más normal?
—Es que en Japón los lugares son muy limpios y para desayunar prefiero un sitio así. Después ya me dará igual ir a sitios con un montón de desperdicios en el suelo...
Subieron la decena de escalones de la entrada. Era un café muy amplio, con una barra larguísima y una hilera de taburetes fijos, inamovibles, con asientos redondos cubiertos de cuero verde y, más abajo, círculos metálicos para posar los pies. Bastante al fondo tuvieron la suerte de encontrar dos taburetes libres seguidos; se aposentaron sobre ellos y pidieron dos cafés con leche grandes con dos cruasanes...
Ingerido su cruasán, Yukari sacó su paquete de cigarrillos...
—¿Quieres uno?
—No, gracias.
Encendió su cigarrillo. En silencio, estuvieron bebiendo y mirando la sala llena de mesas casi todas ocupadas. Los camareros llevaban pantalón negro, camisa blanca, pajarita negra y chaqueta azul claro. Bajo una luminosidad amplia pero suave abundaban señoras con permanentes blanquecinas o rubias y hombres, sobre todo mayores de cincuenta años, con corbata y bigote. Algunos estaban fumando un puro... Apagado el cigarrillo de Yukari, terminaron de beber y al salir tiraron hacia Callao. Notaron enseguida un frescor vigorizante... Iván percibió una presión en su hombro, la miró y cayó en la cuenta: ¡se ha secado la nariz en mi abrigo!...
—¡Ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji!...
Ella avanzaba riendo y mirando hacia delante...
—¡Oye, me gusta! ¡Sécate la nariz en mi gabardina cuando quieras!
Seis días más tarde, el viernes 10 de febrero, cerca de las 17:50, Yukari e Iván estaban en El Antro Más Distinguido. Era la primera vez que ella estaba allí y él se levantaba para pedir una segunda ronda...
—¿Vas a pedir más cervezas?
—Sí.
—Por favor, no pidas, ¡quiero irme!
—Bueno...
Ya fuera, en la calle San Vicente Ferrer...
—¿No te gustó este sitio?
—No, la música está demasiado fuerte...
No había imaginado que no le iba a encantar El Antro Más Distinguido y anduvo desconcertado unos decámetros, pero al llegar al primer cruce con la calle San Andrés una idea le dio esperanza...
—¡Ven por aquí!
La tiraba hacia la izquierda...
—¿Me llevas a otro pub?
—Sí.
—¡Me temo que no me guste!
A una treintena de metros, en la esquina derecha delante de la plaza Juan Pujol, estaba la entrada del pub Lefkas... Con tercio y vaso en mano pasaron a la segunda sala absolutamente vacía; se sentaron en una mesa al lado de una de las dos ventanas. Eran ventanas altísimas con rejas que daban a San Andrés. Sonaba rock californiano pero no excesivamente fuerte, el suelo era de baldosas rojizas hexagonales, las mesas desiguales llevaban azucareros también distintos entre sí y había un armario de bastantes años, como de abuela. En las paredes había marcos con pinturas o fotografías; en los rebordes de las ventanas, macetas con flores; y en el techo, las cuatro alas muy grandes de un ventilador estaban inmóviles. Después de haber mirado alrededor, Yukari:
—Este sitio me gusta, la música no está demasiado fuerte y tiene claridad...
—Aaahhh, ¡uff tengo un sitio para ella en Malasaña!, muy bien, Yukari.
Al día siguiente, cuando Iván se despertó cerca de las 8:40, le dolía un poco la cabeza... Haciendo acopio de voluntad se movió lateralmente para sentarse al borde de la cama, a ver si después de desayunar el dolor se va. Ya entraba bastante claridad en su lado mientras que Virgilio, al menos aún medio dormido, estaba inmerso en la suave oscuridad del suyo... Empezó a moverse... A su vez se sentó al borde de su cama, y cogiéndose la cabeza entre las manos:
—Ay, Iván, estoy cansado. No pude dormirme antes de las cuatro, ¡esos taiwaneses no paraban de hacer ruido! ¿Pudiste dormir?
—Bueno, cuando llegué sí que hacían bastante ruido, creo que jugaban al dominó, pero como estaba algo bebido me dormí enseguida...
—Qué suerte. ¡Seguro que apostaban dinero esos capitalistas!
Alguien llamó a la puerta...
—¡Entra!
—Hola, Virgilio. Hola, Iván...
—¿Qué tal, Valentín...?
—¡Qué vaina los taiwaneses anoche!
—Buf, una pesadilla. No pude dormir hasta las cuatro, cuando dejaron de jugar al dominó…
—Sí, salieron los cuatro alrededor de las siete; acompañaron a las dos chicas.
—De por sí ya tienen voces bastante agudas, pero cuando están con chicas se vuelven inaguantables; no paran de hacer unos «¡íííííííí!» agudos. El que tuvo suerte fue Iván: ¡llegó tan bolinga que no se enteró de la vaina!
—Sí, es verdad, ¡jo, están de acuerdo!, me dormí enseguida.
Horas más tarde, Yukari e Iván tomaban sendos cafés con leche sentados al lado en la banqueta del bar Atlántico. El local, en la esquina de Gran Vía con Miguel Moya, tenía una decena de metros dando al sur y una quincena metros a un oeste absolutamente taponado en la corta calle de Miguel Moya. La puerta de entrada, mitad acristalada, estaba en la esquina misma, por lo que desde un tramo de barra y dos mesas se divisaba buena parte de la plaza del Callao. La ventana del lado de Gran Vía, de tres metros de altura y dos de ancho, daba la luminosidad del final de la mañana a la barra de madera oscura que partía una decena de centímetros debajo de ella y se alejaba una docena de metros hasta su salida abierta, sin trampilla alguna. Dos metros más allá, a la derecha, había una puerta que comunicaba con el corredor de entrada al hotel Atlántico. El bar se encontraba bajo las seis plantas del hotel y por este acceso los inquilinos podían entrar directamente sin pasar por la Gran Vía, tal vez hay clientes del hotel aquí. Enfrente de la barra, tres lunas largas de unos tres metros se sucedían dando a Miguel Moya.
Yukari e Iván estaban sentados en la banqueta de cuero marrón adosada a una pared del lado norte que se alejaba perpendicularmente de la tercera luna; había cuatro mesas en esta banqueta y ellos ocupaban una de las dos centrales. Afuera se notaba aún la luz del día...
—¿Te molesta si leo el periódico?
—¡No, qué va!, para nada...
Iván se lanzó a leer El País y Yukari sacó de su bolso el libro titulado El informe Hite... Después de un buen tiempo, Iván sintió un leve dolor de cabeza y dejó de leer el periódico. Se quedó mirando Miguel Moya y unos transeúntes que pasaban. Apenas unos instantes más tarde, a su vez ella guardó el libro en el bolso, sacó un tubo de crema y empezó a pasárselo por los labios...
—Alucino con tu bolso; tiene crema para los labios, pañuelos, farmacia, cigarrillos, mechero, tu libro y ¡no sé cuántas cosas más!...
—¡Ji, ji, ji, ji, ji!
Haciendo presión sobre su muslo, se aproximó, tus ojos ya saben; sus bocas se acercaron entreabriéndose y llegaron a amortiguarse en una cálida humedad... Pero pronto ella, habiéndose liberado:
—¡Hay mucha gente!
—Bien, bien, de acuerdo...
Manos sobre muslos, se quedaron observando alternativamente hacia dentro y fuera, la noche está al caer... El camarero que más salía a la sala acrecentó mucho la luz eléctrica, ya es otro ambiente, oscuridad en la calle, alejamiento del exterior y mucha claridad en el interior del bar. Una bola de luz, me gusta la bola luz. De repente podemos estar más juntos en el bar Atlántico. La palabra «hogar» me hace pensar en afecto y también en la palabra fuego; seguro que las palabras hogar y fuego están emparentadas...
Cinco días más tarde, el jueves 16 de febrero, Yukari e Iván en la calle del Doctor Drumen, muy cerca de la estación de Atocha. Entraron a un bar con un escaparate de cristal para resguardarse de una lluvia repentina y descomunal. Eran cerca de las 16:45. Al entrar había, inmediatamente un metro a la derecha tras un cristal protector, un supermontón de calamares fritos bien iluminados; la barra sin ningún taburete tenía dos tramos casi iguales de largo. Partiendo desde el mueble de los calamares, el primer tramo se iba hacia dentro hasta un ángulo recto a la izquierda después del cual seguía el segundo tramo paralelo a la calle. El local estaba vacío excepto un cuadrado de cuatro mesas situadas cerca del enorme cristalón del escaparate, a la izquierda de la entrada. Con sendos chocolates espesos y humeantes, se sentaron en una mesa.
Iván encontraba que los ojos negros de Yukari estaban especialmente luminosos, será por la lluvia; es aun más guapa con el pelo mojado. Y ella, cogiéndole una mano:
—¡Cómo se ven estas pequeñas venas en el dorso de tu mano!
—Suele pasarme con la lluvia fría. Cuando iba al colegio en ciclomotor bajo una tormenta, lo notaba en mis manos sobre el manillar...
Se quedaron mirando los trazos de la lluvia hasta que ella:
—¡Cuántas veces mi madre me habló de cuando se escapaba de la casa de su marido!...
—¿Ah, sí?...
—Sí. Corría los cuatro kilómetros de playa hasta la casa de sus padres. Es que cada casa estaba en un extremo de la playa. Al llegar, decía a su madre que no podía vivir con ese hombre. Entonces su madre razonaba con ella hasta convencerla de volver a casa de su marido... Y la escapada que más recordaba era justamente una vez que llovía muchísimo...
—¿Y ahora están bien?
—Ahora tiene su segundo marido, que es mi padre; su primer marido murió en la guerra. Era capitán de barco...
De repente su semblante se había tornado grave, no entiendo, si no conoció al primer marido de su madre, su cara tiene la seriedad de la niña con el triciclo... ¡Ah, sí!, es el respeto al muerto, a mí los muertos me traen sin mucho cuidado, no sé si podré aprender alguna vez.... Ella había empezado a soplar en la espesura del chocolate humeante...
—Entonces tu hermano, quince años de diferencia..., nació en 1938, ¿no?
—Sí, has hecho bien la cuenta, ji, ji, ji, ji...
—¿Cómo te llevas con él?
—No lo veo tanto, pero le tengo mucho respeto y a veces le pido consejo. Es muy muy bueno el chocolate que dan en los bares de Madrid, ¿verdad?
—Sí, no es de polvo. Es chocolate verdadero.
El jueves siguiente, 23 de febrero, alrededor de las 17:00, Iván, aún en la acera, percibió una melena mediana y lisa, ¿¡será ella!?... Efectivamente, lo estaba esperando tomando un vino dulce en la barra del café Comercial...
—¡Hola, Yukari!, ¡qué buena estás!, ¿tengo retraso?
—No, yo estaba un poco adelantada.
Se dieron un beso...
—¿Nos sentamos?
—Sí, mejor nos sentamos. ¿Terminas mi moscatel?
Le agradaba cómo estaba vestida: llevaba un vestido de color verde vivo ceñido y un poco corto que descubría sus muslos, unos leotardos negros que salían de unas botas marrones de apariencia sólida, qué botas más chulas, y encima de su vestido llevaba una chaqueta de cuero negro desabrochada que caía hasta su cintura. Él llevaba el periódico Le Monde que acababa de comprar en el Drugstore de Fuencarral ciento cincuenta metros antes. Se sentaron en una mesa de la larguísima banqueta de cuero marrón adosada a la pared. Esta se alejaba del escaparate enorme y no lo hacía de manera exactamente perpendicular, es que el ángulo no era recto sino que podía ser de ciento diez grados. A través del enorme cristalón podían contemplar un trozo de la Glorieta de Bilbao con la salida del metro en primer término...
—Señores. ¿Qué desean?
—Dos moscateles, ¿te parece bien?
—Sí.
—¡Dos moscateles, por favor!
—Muy bien.
—¿No te molesta que lea un poco el periódico?
—No, no, haz lo que apetezca...
Empezó a leer un artículo con la mano derecha sobre el muslo de Yukari... Pasando las páginas, buscaba otro artículo que lo atrajera. De vez en cuando mojaba el índice de su mano izquierda, libre. Por un instante paró de pasar las páginas para observarla mientras mantenía el moscatel a altura de su hombro izquierdo. Ella miraba hacia la derecha la glorieta bulliciosa y, sintiendo su mirada, ella:
—No me mires tanto, ji, ji, ji. Lee el periódico, ¡ji, ji, ji, ji, ji!...
Llegó a ver el titular sobre una antología de haikus... Habiendo leído el artículo así como unos ocho poemas japoneses de tres versos cogidos como ejemplos, se dirigió a ella:
—Mira, es un artículo sobre una antología de haikus que acaba de publicarse. Hay ocho haikus traducidos al francés...
—¡Ah, sí!…
Había girado la cabeza y se puso a mirar el artículo…
—Dos son de Bashõ, es el más célebre. Normalmente, leyendo un haiku debes enterarte de la estación, ¿me los traduces?
Cuando hubo terminado, ella:
—Están muy bien. ¿Cuál te gusta más?
—Mmm… Tal vez el del instante en que la luna toca el hilo de la caña de pescar. Visualizo al hombre acurrucado en la noche entre las hierbas altas, al borde del lago...
Al día siguiente alrededor de las 17:00, Yukari e Iván estaban de nuevo sentados en la misma banqueta del café Comercial con un café solo y un carajillo de coñac. Tomaron el primer trago y ella encendió un cigarrillo. Silenciosos, estuvieron mirando el bullicio afuera con gente que emergía de la salida del metro por oleadas... Cuando hubo apagado su cigarrillo en el cenicero, ella:
—Iván...
Un pico más agudo en su voz había encendido todas sus alarmas...
—Sí, ¡¡qué apagamiento en sus ojos!!, ¿qué?
—Sabes, mucha gente te ve superalegre; eres amable, te ríes mucho…, pero estando contigo he comprendido que en el fondo te sientes muy solo...
—No creas… Es que a veces...
El acaloramiento desmesurado de una vergüenza se había desatado en él. Continuó intentando convencerla de que no se sentía tan solo como ella creía... Pero cuando hubo terminado un desordenado alegato, ella:
—Lo siento, pero sigo pensando lo mismo y tenía que decírtelo...
Además del tremendo acaloramiento, él sentía algo sumamente desagradable en el vientre, la luz ya no es luz, es mierda infinita, ¡quiero disolverme en sudor y desaparecer para siempre en el cuero de esta banqueta!...
El sábado, 25 de febrero, solo en su habitación, Iván estaba tendido en su cama esperando que Yukari llegara. Iban a ir al único cine en Andrés Mellado, un poco más abajo casi al lado del mercado también único en esa calle. Tenía dos salas... Cerca de las 20:10 oyó el timbre, dio un salto y en un plis plas llegó para abrir la puerta...
—¡Hola, Yukari!
—¡Hola, Iván!
Se sonreían, ella manteniéndose fuera de alcance, a un metro y medio...
—¿Entras? Queda una hora para la película...
—No, lo siento, es que quiero comer algo ahora...
El sábado siguiente, 4 de marzo, cerca de las 16:05, Yukari e Iván estaban en la terraza de un café en la acera norte de la Gran Vía, en el tramo entre las calles Hortaleza y Fuencarral. El sol les daba de lleno. Ella, con un gorro blanco tipo golfista, había dejado su libro El informe Hite sobre la mesa y agarraba un cucurucho de helado vainilla que había empezado a lamer con evidente placer mientras Iván tomaba un café solo...
Él empezó a sentirse algo mareado viendo un atasco peatonal descomunal en el espacio superreducido de acera entre terraza y café y llegó a notar una transformación en la bola de helado de Yukari, ¡¡¡ostras ha esculpido una perfecta punta de polla!!!... Seguidamente creyó discernir que muchas miradas de transeúntes se dirigían hacia el helado de Yukari, ¡¡¡¡están mirando la punta de polla que está esculpiendo en plena Gran Vía y ella ni se entera!!!!, bebió de un trago lo que quedaba de café para irse ya, pero ella, visiblemente muy a gusto en el sol, parecía muy lejos de terminar su cucurucho dándole indolentes lengüetazos, ¡¡¡no es posible!!!, ¡¡¡está dando golpecitos que no sirven para nada sino para dejar la punta de la polla absolutamente incólume!!!... Ya, sin poder más:
—¡Oye, nos vamos ya!
—¡Pero si no he terminado!
—¡Termínalo de una vez! ¡Estoy mareado!
—¿Estás mareado?
Levantándose:
—Sí, con tanta gente me mareo.
—Bueno, voy a darme un poco de prisa, pero de verdad, ¡a veces no te entiendo!...
Ocho días más tarde, el domingo 12 de marzo, al encontrarse a las 11:00 en la plaza Mayor, Yukari:
—Mañana no voy a la facultad.
—¡Otra vez!...
—Ji, ji, ji, es que tengo una cita con un grupo de cinco japoneses que llegan a Madrid... No hablan nada de español y debo encontrarles un hostal..., ¿podrías acompañarme?
—¡Sí, claro!
—¿Sabes?, para los japoneses es muy importante que haya un baño o una ducha en la habitación.
Un día después, alrededor de las 10:00, Yukari e Iván se encontraron con el grupo de japoneses, tres chicas y dos chicos, en la plaza de España. Los japoneses y Yukari se saludaron haciendo inclinaciones y pronto emprendieron la subida de la Gran Vía... Al haber cruzado San Bernardo, Iván:
—En algún momento podríamos probar una adyacente a izquierda.
Yukari atendía el grupo, no paraba de sonreír, escuchar y contestar, se la notaba un poco nerviosa, creo que algunas veces tartamudea...
Como un cuarto de hora más tarde ya habían encontrado tres habitaciones con ducha en un hostal de la calle Tudescos y los viajeros japoneses estaban muy contentos con el hotel al lado la bulliciosa Gran Vía. Yukari se despidió de ellos con fuerza de sonrisas e inclinaciones. Al minuto, Yukari e Iván ya estaban solos:
—Me pareció un momento que se hablaba de mí...
—Sí, era pesado; sobre todo una que quería saber si estábamos juntos...
—Bueno, había uno majo que siempre me sonreía, ¿sabes? El que tenía una chaqueta de tela vaquera...
—Sí, era el más majo. En un momento le dijo a la chica: «¡Déjalos en paz!».
Cruzaron la plaza del Callao y empezaron a bajar en un dédalo de callejuelas de tres metros de ancho... Pasando un metro una encrucijada, entraron en una bodega pasando entre sus batientes abiertos de par en par. Estaba en el lado más al este de una callejuela que bajaba hacia el sureste. A dos metros de la entrada empezaba la barra corta, al lado izquierdo y norteño...
—Buenos días, ¿qué desean?
—Dos cañas, por favor.
Acodándose en la barra Yukari, hinchó sus mejillas, ¡¡que graciosa desfigurándose!!, y sopló de lado haciendo volar un tramo de su cortina de pelo... Rieron de buena gana del gesto...
—¡¡Ja, ja, ja!!...
—¡¡Ji, ji, ji, ji!!...
—Bueno, ¡¿estarás contenta de que el trámite haya terminado?!
—¡Uy, qué sí!
Se dieron un beso, llegaron las cañas y bebieron el primer trago...
—¡Cómo sabe bien la cerveza ahora!
Apoyando su mirada en él:
—Quedaron muy contentos, ¡me has ayudado mucho!
El camarero desapareció tras una puerta e Iván se puso a besarla... Ella ya aumentaba mucho la presión sobre su antebrazo para que separara su boca...
—Bueno, de acuerdo...
Bebieron un trago y miraron hacia fuera; el sol pegaba en el alto de una casa de la otra callejuela que iba también hacia abajo, pero al suroeste...
—Oye, me pareció que en algún momento tartamudeaste...
—¡Ji, ji, ji!, sí, es que son de Tokio y encuentran rara mi forma de hablar, ¡ji, ji, ji!, por eso cuando me pedían repetir, extrañados ante mi forma de hablar y con unos ojos grandes como platos, ¡ji, ji, ji!, me ponía más nerviosa, ¡ji, ji, ji!, y sí, es verdad, empezaba a tartamudear, ¡ji, ji, ji, ji, ji, ji!
Cinco días más tarde, el sábado 18 de marzo, Yukari e Iván fueron a almorzar en un restaurante japonés en la Corredera Baja de San Pablo. Era el único restaurante japonés con precio asequible que ella había encontrado en Madrid. Empezaron a mirar el menú, en la mesa vecina había una pareja. Alzando la mano, la mujer:
—¡Un té chino para nosotros dos, por favor!
Tres minutos más tarde volvió el camarero...
—Aquí tienen su té... ¡japonés!
Más tarde, Yukari e Iván ya estaban en la calle. Acababan de dejar el restaurante y él:
—Estaba muy buena la comida. Oye, ¿has visto el camarero japonés con los tés de la pareja al lado?
—Sí, ¡ji. Ji, ji, se picó cuando pidieron un té chino y dijo: «Aquí tienen su té...¡japonés!». Fue muy gracioso, ¡ji, ji, ji, ji, ji!...
Dos días más tarde, el lunes 20 de marzo, en la pausa de las 10:00, Chieko, Kayako, Sumiko, Yukari, Norio e Iván estaban en una mesa de la cafetería. Por la puerta que daba hacia el exterior entraba un rayo de sol corto y muy vivo. Yukari, hablando a Iván que estaba a su lado:
—Ahora mismo tengo que hacer algunas cosas, ¿me acompañas?
—Sí, sin problema.
Levantándose y dirigiéndose ya a toda la mesa:
—No vamos a ir a la clase siguiente. Norio, ¿podrías...?
—Sí, sí, os daré mis apuntes para fotocopiar.
Pasaron por Andrés Mellado para que Iván dejara su bolsa y enseguida se fueron al parque del Oeste adentrándose un poco en su espesura profunda… Ella, sentada en un banco, escribía una postal a su madre mientras que él disfrutaba con la conciencia de su propia respiración. Iba y venía dando pasos anonado ante el estallido de luminosidad, parece irreal... Ella, repasando lo escrito, se reía...
—¿Qué te pasa?
—Es que le escribo siempre casi lo mismo, ¡ji, ji, ji!, que estoy en un parque rodeada de flores y pájaros, ¡ji, ji, ji, ji!...
Cuando hubo guardado postal y bolígrafo en su bolso, él se dejó caer a su lado y la enlazó...
—¡Que se está aproximando el jardinero!
—¡Da igual!
—¡No da igual!
—Bueno...
Poco después se pararon en la barra del quiosco-bar a la salida del parque en la plaza de la Moncloa y al tener delante cañas y platillo de aceitunas ella preguntó:
—Después, ¿qué hacemos?
—¿Bajamos Princesa?
Se refería a la calle de la Princesa, al ladito de donde se encontraban.
—¡Buena idea!
El día después, Yukari e Iván acababan de terminar sus cañas otra vez completamente solos en la sala trasera del mesón en Diego de León. Eran cerca de las 19:50, y ella:
—Me tengo que ir, hoy me toca preparar la cena para las tres...
Se levantaron pero Iván enseguida tuvo que sentarse de nuevo y en un soplo:
—¡Espera!, no puedo…
—¿Qué te pasa?, ¡está muy muy pálido!...
—Es que me duele muchísimo y no puedo levantarme…
—¿Dónde te duele?
—Aquí.
De un gesto furtivo acababa de indicar la zona de su entrepierna.
—¡¡Pobre!!…
Se concentró intentando capear la dificultad y al par de minutos notando un reflujo del dolor se levantó rápido. No podía mantenerse totalmente erguido pero con los puños en lo profundo de los bolsillos de su impermeable salió del local manteniéndose lo menos encorvado posible y con Yukari tras él...
—¡Hasta luego!
—¡Hasta luego!
—¡Adiós, señores!
Anduvieron los escasos decámetros hasta pararse en Francisco Silvela... Acariciándole una ceja, ¡no me acaricies nada, joder, que me duele más!, lo miraba preocupada...
—¿Te puedo dejar?
—Sí, sí, ¡vete ya! Te miro entrar y me voy. ¡Hasta luego!
Pasó otro día y, cerca de las 18:45, Iván estaba en la barra del Cleo con Carlos, Ramón y Xosé cuando vio aparecer Yukari en la acera enfrente. Cruzó la calzada y entró sonriente...
—¡Hola, Yukari!
Dirigiéndose al grupo en conjunto, ella:
—¡Hola! ¡Buenas!
—¡Hola, Yukari!
—¿Tomas una caña?
—Sí, pero solo una.
—¿Después, te quedarás?
—No, tengo que ir a la casa de una amiga en la calle Tutor.
—¿Es de la clase?
—No, no la conoces.
—¿Es japonesa?
—No, es estadounidense.
Al día siguiente, el jueves 23 de marzo, al haber terminado las clases, estaban en vacaciones de Semana Santa y Yukari e Iván querían tener una mesa sin nadie más, y fueron a almorzar en un restaurante a unos cien metros del Casa Domingo habitual... Al acabar su segundo plato, él:
—Virgilio me dijo que no va a estar en casa hasta la medianoche. ¿Po...podríamos ir a mi casa?
—Sí, es una buena idea.
Momentos más tarde, subían Andrés Mellado, no tengo que andar demasiado aprisa... Llegados a la casa de Iván, fueron a la cocina para saludar. Emilia estaba planchando...
—Hola, buenas tardes...
—Hola, ¿qué tal estáis?
Yukari e Iván a la vez:
—Muy bien, gracias.
—Bien.
—¡Qué guapa estás!
En la habitación, Yukari se quitó la chaqueta e Iván fue de nuevo a la cocina a calentar una cacerola para el té... Yukari se sentó en la mesa. Mirando al otro lado del patio veía a Iván hablando con Emilia mientras esperaba que el agua hirviera...
Cuando él llegó con la bandeja:
—¡Mejor nos sentamos sobre la cama!
Acercó una silla para utilizarla como mesa. Empezaron a girar un poco las cucharas... Ella soplaba sobre el líquido, me chiflan tus labios soplando, hasta que empezó a musitar una melodía, y él:
—Es muy bonito el humo escapándose de las dos tazas...
—Sí, es verdad.
Iván puso una mano sobre su muslo y bebió el primer trago. Yukari seguía musitando, mirando delante. Después del segundo trago, él:
—Creo que ya no te va a quemar...
—Sí, gracias.
Bebió su primer trago... Dieron el primer quiebro, tus ojos saben, enlazándose... Entre los quiebros de tu cintura tu hilo de respiración... Siguieron encadenando tragos y besos... Besándola, le pasó el té que había guardado en la boca...
—Eso siempre te gusta, ¡cochino!…
—¡Ja, ja, ja, ja, ja!
Yukari terminó su té, Iván alejó un poco la silla para que las tazas no peligraran y se abalanzó sobre ella... Llevaban fusionados herméticamente un tiempo indeterminado....
—¡Oh! ¿¡Cómo ha sido!?...
Había aparecido una teta, estuvo unos instantes sin poder despegar la mirada... Cuando levantó la vista vio como los ojos de Yukari atesoraban una luz risueña ante su asombro, me gusta que te rías de mí... Cerrando los ojos y con el estruendo de su latido entre las sienes, se aproximó; ya no oía nada... Su boca aterrizó y empezó a lamer y apretar el pezón con sus labios... Un gemido le alegró y el tiempo se estancó en su mente... Ella le miraba, oye Iván...
—Oye, Iván, mejor me quito completamente el sujetador.
—Sí. Tu pezón es la ciruela más bonita que nunca haya visto...
—¡ES UNA VERGÜENZA LO QUE ESTÁIS HACIENDO!
Era Carmen que acababa de entrar trayendo alguna ropa planchada. Yukari ocultó su pecho y bajó la cabeza formando la cortina de pelo delante. La dueña dejó la ropa sobre la cama de Virgilio y, antes de salir:
—SÍ, ¡UNA VERGÜENZA!
Aun agachándose Iván no lograba ver los ojos de Yukari... Sin levantar la cabeza, ella:
—¡Quiero irme ya!
Minutos más tarde, en la calle:
—No quiero volver a tu casa.
—Es que no había luz. Hubiera tenido que dejar alguna luz encendida...
—¡Pero ella no nos respeta!
Cinco días más tarde, el martes 28 de marzo, cerca de las 17:15, cuando Virgilio entró en la habitación, Iván estaba tendido en la cama estaba mirando al techo...
—¿Qué tal, Iván?
—Tengo unas vacaciones de mierda...
—¿Y eso?
—Al salir del Casa Domingo propuse a Yukari venir aquí, pero ella no quiso. Y después discutimos tanto que nos separamos...
—¡Uff!... En cuestión de mujeres, a veces solo se puede esperar a que amaine, pero no se sabe cómo… Tengo un rato libre, ¿te vienes al Woody?
—Sí. Gracias, Virgilio, me viene bien cambiarme un poco las ideas.
Al día siguiente, alrededor de las 18:30, Iván estaba tumbado en su cama y notó que había empezado a llover, ¡voy afuera!...
En la calle Tutor, guiado por el sonido de una canción rock, entró en un café y pidió un moscatel...
—Perfecto. ¿No te vas a sentar en una mesa?
El camarero con melena y bigote aparentaba cinco o seis años más que él...
—Sí, sí, me voy a sentar, se parece mucho a Ayala, del Atlético...
—Siéntate, te lo llevo.
Se situó en una banqueta de cuero marrón; se quedó mirando por el ventanal, a una decena de metros...
—¡Aquí tienes tu moscatel!...
Estuvo un buen tiempo sumando moscateles y cervezas, escuchando la música... Al pedir por enésima vez, el camarero sonriendo:
—¡Qué buen rollo te montas con moscateles y cervezas!...
A partir de cierto momento pidió solamente jarras de cerveza… Cerca de las 23:40, no es fácil irme, se resolvió a volver a casa, es que estoy tan bien con el cuerpo calentito... Le encantó irrumpir en la acera bajo una buena lluvia, lluvia en la cara, esperanza en el corazón...
Llegando a su habitación se quitó el impermeable sin encender la luz, cogió una toalla y se fue al cuarto de baño a secarse un poco... Al volver empezó a quitarse el jersey siempre sin encender la luz, yo sé manejarme a oscuras je, je, je... Apenas se lo había quitado, que desde la oscuridad:
—Oye...
—¡Ah, Virgilio!, ¿estás aquí? ¡JA, JA, JA, JA, JA!...
—Sí, hemos terminado temprano esta noche. Escucha una cosa: este viernes Carmen va a visitar a una familia fuera de Madrid y tengo entendido que se quedará durmiendo allí…
—Uff, es muy interesante, ¡gracias!
Dos días más tarde, el viernes 31 de marzo, Iván, al salir a Andrés Mellado cerca de las 13:30, percibía en el aire soleado algo suave... Una quincena de minutos más tarde encontraba a Yukari al lado del quiosco de prensa en la plaza de Quevedo. Ella tenía unas sandalias de cuero marrón que, cerradas delante, protegían bien sus dedos; llevaba un vestido blanco de mangas como de quince centímetros con botones blancos de unos tres centímetros de diámetro, lisos al interior; circunferencias exiguas con relieves también exiguos estaban espaciadas una veintena de centímetros entre sí. El de más arriba, a altura del pecho, unía unas solapas anchas, y el de más abajo estaba a una quincena de centímetros de la caída de su vestido a altura de las rodillas.
Se dirigieron, como tenían previsto, a un restaurante chino en la acera este de la calle Ponzano, una quincena de metros después de Bretón de los Herreros. Apenas sentados, él empezó a derrochar simpatía diciendo a veces cualquier cosa y ella riendo de ello, me tranquiliza parecerte un payaso…; ah, sí, le digo lo de sus botones…
—¿Sabes, Yukari? Es una tontería, pero los botones que tiene tu vestido siempre me han gustado mucho…
—¿De verdad?, ¿por qué?
—Porque me gusta su circunferencia tan pequeña con un relieve exiguo, y sobre todo me chifla su parte central tan grande y lisa al tacto. Mejor no le digo que también me gustan porque son muy fáciles de desabrochar.
—Es un poco raro que digas eso porque no cuidas especialmente tu aspecto exterior, ¡ji, ji, ji, ji!
Si se habían citado expresamente para almorzar en este restaurante, pero no habían acordado nada acerca de lo que iban a hacer después e Iván se sentía muy tenso porque planeaba invitarla a su casa. Intentando contener su nerviosismo hablaba de manera caótica de cualquier cosa que se le pasaba por la cabeza. Un momento, al fijarse más allá del cristal liso sobre las cortinillas:
—¡Yukari, mira el pajarito allí en el árbol!
—¡Ah sí, qué bonito!
Un poco más tarde, la camarera acababa de servirles el mismo postre: dos bolas de helado de vainilla y un café solo, e Iván:
—Esta tarde Carmen va a salir a visitar a una familia fuera de Madrid y se quedará a dormir allí, así que...
Yukari inmovilizó la cucharita en su boca cerrada, ansiando que Iván consiguiera terminar su frase…
—...¿Vamos a mi casa?
Retiró la cucharita con un chasquido conciso...
—Mmm, de acuerdo, pero mejor damos un paseo antes, a ver si cuando llegamos ya se ha ido...
—Sí, sí, mejor así.
Cerca de las 16:30, los dos entraron en la habitación e Iván vio a Carmen y a Emilia en la cocina...
—¡Mierda, no se ha ido!
Ella, acomodándose en la cama:
—Espera un poco, ya se irá...
—Voy a encender la lámpara de Virgilio para sepan que hay alguien dentro...
Sentados al lado uno del otro y cogidos de las manos empezaron a charlar... Un poco más tarde, Iván ya no entendía lo que le decía, pues solo veía los labios de ella moverse y, notándolo, Yukari repitió la frase más lento y sonriendo:
—Te lo he repetido porque me pareció que has contestado «sí» sin haber entendido...
—Sí, es verdad...
Se aproximó a ella y se besaron... Al separar sus bocas, ella:
—Tal vez es mejor encender la luz grande también...
—Tienes razón, desvía la atención...
Encendió la luz grande cerca de la puerta y al volver a sentarse, se abalanzó, ¡sííí!, abrazándose a ella... En el momento del despegue:
—¡Uy!
Estaba sorprendida con lo empalmado que estaba y aproximó su mano para palparlo suavemente... Levantó la vista, cómo chispean sus ojos…, volvió a mirar lo empalmando ya variando la presión sobre el tejido del pantalón hasta que, alzando una mirada interrogativa:
—¿Te duele mucho?
—Bueno...
—¡Pobre!
Se enlazaron besándose, apretándose con los ruidos textiles, de respiraciones y el tiempo estancándose...
—BUENO, LES DIRÉ ALGO SOBRE ESTE TEMA...
Al oír a Carmen, separaron sus bocas, y ella:
—¡Se ha encendido la luz del pasillo!
Abrazados miraban la puerta de la habitación. Más allá de su cristal muy opaco vieron pasar las dos siluetas, oyeron la puerta de la casa abrirse, el ascensor ponerse en marcha..., su frenada antes de detenerse, abrirse su puerta y los batientes de la cabina...
—¡HASTA MAÑANA! ¡DALES MUCHOS BESOS DE MI PARTE!
La puerta de la casa se cerró, la silueta de Emilia pasó..., la luz del pasillo se apagó y emprendiendo su botón de arriba, Iván:
—Levántate que te quito el vestido...
—No. ¡Me lo quito yo misma!
Se quitó las sandalias y se levantó empezando a desabrocharse el vestido... Quedó en braga y sujetador, ambos de color violeta. Mientras, excepto su calzoncillo, Iván se había quitado todo en un plis plas...
—¡Qué guapa estás!
Se quedaron mirándose, los latidos martilleando entre sienes y atisbando las variaciones de luminosidad en sus pupilas... Una mano de Iván avanzó, ¡¿se mueve por sí sola?!, ya no percibía su latido, alcanzó el sujetador que estuvo acariciando..., levantando la mirada se encontró aspirado en el pozo de sus ojos negros tan dulces... Puso sus manos tras su busto, la atrajo, de paso besó su hombro; a su manejo a ciegas correspondió un sonido salvador, clic, ¡a la primera!, y lanzó el sujetador a distancia... Se miraban sonriendo, espiando las variaciones en sus pupilas... Cerrando los ojos, Iván acercó su boca a un pezón que emprendió chupar..., ella le acariciaba la nuca hasta que hizo presión para separarlo del pezón y empujando levemente sus hombros con una luz risueña en los ojos:
—¿Puedes, ji, ji, ji, tumbarte?
Él se tendió sobre la espalda y al percibir la presión de sus manos en el interior de sus muslos abrió las piernas para que situara en el espacio liberado... Erguida, sonriente, se inclinó besando primero su frente, lamiendo luego sus párpados uno tras otro y besando ya todo su rostro... Con un ritmo pausado de inclinaciones, pasó a cubrir su zona pectoral con besos apoyados..., después de reiterar en el hueco entre sus pectorales, la lluvia cesó..., abrió los ojos, estaba erguida sonriente reponiéndose el pelo tras una oreja, ¡linda!, y volvió a cerrar sus ojos... La lluvia de besos volvió recorriendo su zona ventral, lamió su ombligo, dio un beso al hinchado del calzoncillo..., sintiendo sus dedos tirando de la goma, levantó las nalgas. Le bajó el calzoncillo hasta arriba de los muslos y advirtiendo que se desplazaba, abrió los ojos... De pie, mirándolo:
—Te voy a quitar completamente el calzoncillo.
—Sí, la punta de mi polla en el fresquito y tú sonriendo suave...
Cerró los ojos, percibió su calzoncillo deslizándose hasta los tobillos: ella le levantó un pie, luego el otro, y ya quitada la prenda se reintegró entre sus piernas...
—¡¡¡Ah!!!
Una humedad cálida le había hecho abrir los ojos, ¡¡¡tiene la boca abierta al máximo!!!, tenía la polla engullida y con los ojos cerrados iba chupándola..., reposó su cabeza, Dios, qué dulzura...
Una eternidad después:
—Deberías echar el semen, te aliviaría.
—Es que no llego, ¡¿no va a creer que no tengo nada?!, la tengo como agarrotada...
—No te preocupes, muévete un poco así, te voy a chupar las bolitas.
Iván sintió una humedad extenderse en sus cojones, no es igual que para la polla, parecía algo laxa, más templada... Atrapó un solo cojón y fue aumentando lentamente la presión...
—¡¡¡Uuyy!!!
—¿Paso a la otra bolita?
—¡¡No, continua!!
Engulló de nuevo el cojón y los estuvo apretando hasta que:
—Uy, sí, la otra bolita...
Lamió el otro cojón con golpecitos…, lo atrapó entero empezando a aumentar la presión...
—Uuyy...
—¿Estás bien?
—¡¡Sí!!
Pasó, ¡¡¡uy, mis bolitas!!!, a atrapar los dos cojones, ahora la humedad es más cálida...
Volvió a la polla apretando, su cima y recorriéndola lateralmente una y otra vez, el calor de tu boca y mi punta en el fresquito... Pasó a chuparla desde arriba aumentando inexorablemente la presión…,¡¡¡Dios, una barra me quema dentro de la polla!!!!... Percibió un barullo interno, ¡¿¿¿qué es???!, salió el primer lanzamiento, ¡¡¡Yukari!!!!... Con el segundo lanzamiento abrió los ojos y entrevió sus ojos grandes cerrados, ¡¡¡tus párpados!!!... Al tercer lanzamiento la vio sobresaltar esforzándose para intentar ingerir el semen y a la vez no soltar la polla... También logró capear los siguientes lanzamientos...
—No voy a echar más...
Se despegó de la polla y se quedó concentrada para ir absorbiendo el semen. Ya completamente ingerido, abrió los ojos y sonriendo:
—¡Uuff, ya está!
Agarró su polla y moviéndola de un lado para otro como si fuera un sonajero:
—Entonces, Iván: ¿te ha gustado?
—¡¡Oh, sí!!
Se acercaron y se dieron un beso lengua contra lengua...
—¿Te has tragado todo el semen?
—Sí, mira: ¡así la cama está completamente seca y no tendrás problema con las dueñas!
—Tienes razón. Oye... ¿cómo sabe?
—Bueno, es un poco áspero pero me gusta, ya que es tuyo.
Se vistieron procurando no entrar en el campo de vista desde la cocina iluminada al otro lado del patio... Al volver de la sala de baño, ella:
—¿Nos vamos?
Despegando la mirada de su cuello, arriba de su fular:
—Sí, sí, ¡vámonos!
Tres días más tarde, el lunes 3 de abril, se reanudaron las clases... Cerca de las 10:20, parándose en una de sus idas y venidas sobre el estrado, el profesor Bousoño:
—¿Según vosotros qué es lo contrario del individualismo?
Más allá de las ventanas, la lluvia caía potente. Los estudiantes empezaron a consultarse...
—Tal vez el socialismo...
—Gracias, pero no, no es eso...
Hubo más respuestas tampoco plenamente acertadas según el profesor y una chica, con marcado acento nórdico:
—Ya podría darnos su respuesta...
—Bien, lo contrario del individualismo es el personalismo.
Hubo movimientos de cabeza de alumnos que parecían dudar de esta aseveración, y la misma chica:
—¿Tal vez podría explicarnos con algo más de detalle?...
El profesor anduvo unos instantes pensativo...
—A ver... ¡Sí! Tenemos un buen ejemplo de mentalidad personalista con el Cid. Allí vemos gente que no lucha para sí misma sino para el Cid, están entregados a su persona... Frente a esta mentalidad, el individualismo defiende la potencialidad de todos y cada uno de los individuos... El individualismo es el núcleo de un movimiento de emancipación, de progreso, que nació en Europa y pasando por la Ilustración se fue extendiendo con las ideas socialistas, con los procesos de democratización y con movimientos como los de creación de los sindicatos y de liberación de las mujeres especialmente... Y este movimiento de emancipación, de liberación, tuvo algo inusual, excepcional: su comienzo no fue como suele ser un proceso histórico, extremadamente lento, sino que nació de un día para otro. Vamos, que se acostaron en un mundo personalista y la mañana siguiente despertaron en un mundo individualista. ¡Tiene fecha!, es la del primer día de la liberación del comercio en el Mediterráneo...
Los alumnos estaban cautivados y el profesor con un libro en mano y su fular marrón-rojizo en el cuello seguía dando pasos sobre la tarima, sonriendo al verlos tan expectantes...
—¿Y cuál es esta fecha?
—Esta fecha es el...
En este momento hubo un revuelo y también Iván se emocionó tanto que solamente oyó un sonido general descomunal y no pudo captar bien la fecha antes de volver a percibir con claridad las palabras del profesor explicando:
—...cuando se liberó el comercio en el Mediterráneo con la posibilidad, para Venecia y demás microestados del norte de Italia, de importar productos de Constantinopla...
—¡Norio!, ha dicho mil trescientos y algo, ¿¡verdad!?
—Sí, creo que sí.
Horas más tarde, cerca de las 16:45, Iván salía de la estación de Sol con el objetivo de la Cervecería Alemana en la plaza Santa Ana. Iba andando con paso acelerado bajo la lluvia potente... Se paró en un bar en la calle Núñez de Arce, había estado en este local solo un par de veces pero le gustaba su mostrador de madera sombría, fuerte y lisa al tacto...
—Buenas tardes, un vino tinto por favor.
—Bien. Tome esto...
—¡Gracias! ¡Ostras de los demonios, un buen caldito!...
A las 17:01 entró en la Cervecería Alemana, ¡jolín, no está!, ¡qué raro!, se sentó en una mesa que permitía una buena vista a la plaza Santa Ana, afuera... Se acercó el camarero…
—Buenas tardes, ¿qué le pongo?
Era algo calvo y parecía tener un poco más de cincuenta años. Iván pidió una manzanilla... Apareció el semblante de Yukari bajo su paraguas... Cerró el paraguas, entró, lo dejó en el paragüero y soplando en sus manos miró la sala... Al verlo, sus ojos se iluminaron, llegó risueña...
—¡Hola, Iván!
—¡Hola, Yukari!
Volvió a acercarse el camarero y preguntó:
—Buenas tardes, ¿qué desea beber?
—Yo he pedido una manzanilla.
—También una manzanilla para mí, por favor.
—Muy bien.
Se quitó el abrigo, se sentó a su lado, se dieron un beso y empezaron a charlar...
—Fue muy interesante la clase de hoy de Bousoño...
—Sí, sí.
—No acerté con su pregunta, pensé que lo contrario del individualismo era el comunismo.
—Me pasó tres cuartos de lo mismo, creí que lo contrario era el colectivismo, es que el Partido Comunista francés siempre defiende el colectivismo estigmatizando el individualismo egoísta de la derecha. En Francia, las más de las veces no se dice que alguien es egoísta sino que es individualista. Lo que no oí bien fue la fecha; es que había mucho revuelo en este instante pero con Norio pensamos que dijo mil trescientos y algo...
—¡No!, ji, ji, ji; lo oí claramente,¡ji, ji, ji!, dijo «del año 1080», no me acuerdo ni del día ni del mes, ¡ji, ji, ji!, pero dijo «del año 1080», ¡ji, ji, ji!, estoy segura ¡¡ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji!!...
Tenía un ataque de risa por haber entendido mejor que Iván algo en español. Llegó el camarero con las manzanillas humeantes y las dos tazas vacías…
—¡Parece que lo estáis pasando muy bien!
—Es que ella ha entendido mejor que yo la clase de esta mañana…
—Bah, seguro que ahora usted también entiende perfectamente de qué se trataba…
—Es verdad, acabo de darme cuenta.
El camarero se fue a otra mesa. Mientras Iván charlaba con el camarero, Yukari se había secado una lágrima, y, ya bastante controlada su risa, se excusó:
—Lo siento, ji, ji.
—No pasa nada, ¿entonces estás segura de segura?
—Sí, estoy segurisísima que dijo que era en el año 1080, el primer día cuando Venecia y demás microestados del norte de Italia empezaron a tener total libertad para importar productos de Constantinopla, especialmente la seda.
Llenaron sus tazas y empezaron a contemplar más allá la ventana los trazos de la lluvia potente... Con su mano sobre el muslo de Yukari, bajo la tabla de mármol blanco, Iván aseveró:
—¡Ya me queman las manos!
—Sí, yo también empiezo a sentir calor. Qué gusto ver la lluvia tan fuerte, ¡¿verdad?!
El lunes siguiente, 10 de abril, un poco antes de las 21:00, Iván salió del portal de su edificio hacia la izquierda y a los pocos decámetros entró en un bar en la misma cuadra, un poco antes de Donoso Cortes...
—¡Hola, Yukari!
Estaba en la barra con una caña delante, se dieron un beso...
—¿Hace mucho que estás aquí?
—No, acabo de llegar.
—¿Qué le pongo?
—Una caña, por favor.
Él cumplía veinte años y Yukari le invitaba a cenar. Salieron a la acera cogidos de la mano. Ya había empezado a hacer sombrío, torcieron a derecha en Fernández de los Ríos; a los pocos pasos, en Isaac Peral, apareció a la izquierda la abertura de un césped en una concavidad de la manzana y se desviaron en una vía peatonal de unos tres metros de ancho con suelo liso blancuzco que iba dándole la vuelta a cuatro de los cinco lados de este césped. El quinto lado era el colindante con la acera de Isaac Peral, que la vía reencontraba una veintena de metros más allá de donde había empezado. A lo largo de este diminuto paseo peatonal había locales diversos, dos o tres comercios y Yukari se paró delante del único de estos que estaba abierto a esta hora. Era una pizzería.
—He pensado que podríamos comer aquí. ¿Te apetece una pizza?
—¡Claro que sí!
Entraron, hay una escalera hacia abajo. Entre la veintena de mesas, ocho estaban ocupadas…
—Buenas noches. ¿Preferís estar en esta sala o la de abajo?
Era el camarero con pantalón y chaleco negros y camisa blanca...
—Pensaba que la escalera era para los servicios...
—Es verdad que hay servicios abajo, pero están apartados de la salita.
—¿Qué te parece? Tal vez abajo estaremos más tranquilos...
—Sí, mejor.
—Vamos a la sala de abajo...
—Perfecto. Llego enseguida
Bajaron la escalera ancha y en caracol, pasaron efectivamente delante de las dos puertas de los servicios y llegaron a una sala muy pequeña, con solo una de la siete mesas ocupada por una pareja...
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Se sentaron en una mesa no inmediatamente vecina de la pareja. La salita era un círculo imperfecto con un diámetro de unos cinco metros sin ningún contacto visual con la planta de arriba. El suelo era de azulejos rojizos hexagonales, mientras las paredes albergaban una blancura cruda y de un perchero tipo árbol pendía un abrigo de piel sintética largo y negrísimo... Llegó el camarero con las cartas...
—¿Hay pizza napolitana?
—¡Sí, claro!
—Entonces, una napolitana.
—Para mí igual...
—Muy bien... ¿Y para beber?
—Vino tinto...
—¿Cuál?
—No sé...
El camarero abrió una carta e indicando un vino tinto:
—Este está muy bien...
—Pues este y una jarra de agua.
Al minuto volvió el camarero con la botella de vino y la jarra de agua, llenaron los dos vasos con vino y brindaron para el cumpleaños de Iván… La mujer y el hombre ya habían terminado sus copas, hablaban bajito acariciándose las manos, ella aparentaba unos cuarenta años. Ella era bella, bastante pintada y con un cabello rojizo largo ondulado. Él era un cincuentón algo gordo, trajeado y fumaba un puro. Estuvieron cuchicheando, frotándose y besándose hasta que la señora tuvo una risa bien sonora y se levantaron. El hombre la ayudó a ponerse el abrigo...
—¡Buenas noches!
—¡Buenas noches!
—¡Gracias, buenas noches!
Era el camarero trayendo las dos pizzas...
—¡Buen provecho!
Yukari ya tenía las mejillas rosadas, con el segundo vaso va a ser graciosísima, y recorrió la sala con la mirada...
—¡Estamos completamente solos!
—Sí, es verdad.
Muy al principio Iván declaró que la pizza era muy buena, uf, ya lo he dicho, pero no solo era un cumplido sino que lo pensaba de verdad y ella, notándolo, se puso más contenta… Estuvieron comiendo y charlando, chismorreando también acerca de los amigos de clase. A veces esta actividad les gustaba mucho, él sabía que Sumiko era muy buena amiga suya y que con ella no debía pasarse. Yukari le informó que Sumiko había empezado a salir con un hombre casado, ella chismorreó algo acerca de Norio, pero también sabía que Iván le tenía mucha simpatía así que tampoco se pasó con él; además, ella también sentía verdadera simpatía hacia Norio. El resultado es que se reían más de Ricardo, de Kayako y de Chieko y también de otros alumnos europeos o estadounidenses de la clase… Yukari, empezando su tercer vaso de vino, ya tenía las mejillas muy rosadas y enarbolaba una sonrisa permanente; él terminó su pizza primero y como era la costumbre sin excepción alguna, ella apuntó:
—¡Qué tragón eres!
—¡Buf, no te digo!… Tu sonrisa es la dilatación de tu boca...
—¿En qué piensas?
—Pienso en…, sobre los árboles en las calles desiertas...
—¡Qué poeta!, ¡ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji!...
Al haber terminado de comer, Yukari aspiró aire hasta tener superhinchadas sus mejillas y sopló de lado haciendo volar un lateral de su cortina de pelo…. Rieron del gesto de desahogo…. Ella sacó su mechero y el paquete de cigarrillos...
—¿Quieres uno?
—Sí, gracias. Está bien para la ocasión.
Yukari llevaba la túnica color violeta y, como otras veces había pasado, sus colores empezaron a girar en la mente de Iván…
—Sabes una cosa, Iván…
—No, dime.
—Qué tranquilidad tenemos y…, de verdad pienso en los árboles en las calles desiertas arriba, algunas ramas se mueven un poco...
Diecinueve días más tarde, el sábado 29 de abril, cerca de las 9:15, Iván apenas había salido de su casa cuando, al oír el ruido característico del ascensor poniéndose en marcha dos plantas más arriba, decidió no bajar correteando por la escalera como solía y apretó el botón el ascensor, que se paró en su planta, abrió la puerta y dos hombres jóvenes y morenos dentro ya habían hecho lo mismo con los dos batientes de la cabina...
—¡Buenos días!
—¡Buenos días!
—¡Buenos días!
Iván los había saludado unas cuantas veces en el gran vestíbulo de la planta baja o en la calle, en la inmediación de la entrada al edificio, pero nunca había tenido la ocasión de charlar con ellos. El barbudo tenía una pierna rígida, lo que le hacía cojear de manera bastante ostentosa. Entre sonrisas de circunstancia:
—¿En que planta vivís?
—En la séptima, es también una pensión.
—¿Tal vez sois de Sudamérica?
Una luz brotó en la mirada del barbudo y la expresión de su cara se suavizó sobremanera:
—No, somos de Palestina.
—Aahh...
—¿Y tú?
—De Francia.
—¡Hablas muy bien el español!
—Bueno, no es lo que hago peor.
Salieron del ascensor y llegando a la acera:
—Tiro hacia la izquierda.
—Nosotros hacia la derecha. ¡Que tengas buen día!
—¡Igualmente!
Iván, empezando a bajar Andrés Mellado, pensaba: es la primera vez que alguien se me presenta como palestino, en todo momento hablaba el barbudo y el otro no dejaba de sonreír.
Catorce días más tarde, el sábado 13 de mayo, Iván recién despierto estaba tendido en la cama mirando el techo... Sonó el timbre, ¡qué raro!...
—Hola...
¡¡Es Yukari!!...
—Hola, qué sorpresa. ¡Entra!
Se dieron dos toques a la puerta. Iván había reconocido la voz de Carmen.
—Sí.
La puerta se entreabrió y Carmen, sonriendo:
—Yukari te está esperando en el pasillo.
—Gracias, ahora voy.
Se movió lateralmente y empezó a vestirse...
—¡Que tengas un buen día, Iván!
—Buenos días, Virgilio. Jolín, eres como los gatos: ¡duermes con un solo ojo!
Apenas salió de la habitación, Carmen le tendió una carta...
—Perdona, ayer olvidamos dártela.
Poniendo la carta en su bolsillo trasero izquierdo:
—No pasa nada. Hasta luego, Carmen.
—¡Que tengáis un buen día!
Carmen cerró la puerta y Yukari e Iván emprendieron a bajar por la escalera, tomaron café solo, ella; y café cortado con magdalena, él; en el bar del santanderino justo al lado del portal… Poco tiempo después andaban bastante adentro del bosque del parque del Oeste y en un momento dado ella, poniendo la mano en su bolsillo trasero, percibió la lisura del sobre...
—¿No vas a leer la carta? Debe ser de tu madre.
—Es que me da pereza...
—Si quieres te la puedo leer.
—Pero no lees el francés.
—Ya veremos lo que entiendo y me dirás el resto...
—Bien, adelante...
Iván le tendió la carta, ella se sentó en el primer banco, sacó un pequeño cuchillo multiuso de su bolso y abrió el sobre. Él, dando pasos yendo y viniendo, la veía leyendo el papel, es raro, no me pide ayuda... Al haber terminado de leer, Yukari:
—La carta está escrita en español, no lo domina tanto como tú pero se defiende bien. Te ha conseguido un trabajo en un hostal de la London Hostal Association. Empezarás a principios de agosto. ¡Parece muy eficiente!…
—Vale, gracias.
—¿Pero no sueles leer sus cartas?
—No, no suelo leerlas, es que no hace mucha falta, además ya que me llama por teléfono una vez cada mes…
—¡Pues leyéndola he visto que es muy maja!
—Sí, sí, lo es... Aun queriéndome, es la persona que me ha hecho más daño. Horrible.
—En octubre tomaré, en Londres, el avión para Japón. Nos podremos ver entonces...
—¿Y no podrías quedarte en Europa? Podríamos empezar en la Costa Azul, sabiendo inglés y japonés seguro que podrías trabajar en una de las grandes empresas de la perfumería en Grasse, por ejemplo…
—¡No, ya sabes que mis padres me esperan! ¡Entre Birmingham y Madrid hace cuatro años que no me han visto!
—¿Y no puedo ir a Japón contigo?
—Buff, para empezar me temo que mis padres me quieren casar con uno de allí. Pero ya sabes que después de economizar dinero trabajando unos dos o tres años allí pienso abrir una tienda de productos japoneses en España. Entonces sí que podríamos juntarnos…
Doce días más tarde, el jueves 25 de mayo, a las 23:00 apenas pasadas, Yukari e Iván salían por Andrés Mellado...
—Siento como si hubiéramos pasado a través del cristal del portal...
—Ji, ji, ji, siento exactamente igual, ¡ji, ji, ji, ji, ji!
Bajaban la calle enlazados sin haberse preocupado aún por dónde iban a recalar primero...
—¡Gracias, Yukari, me encanta!
Le daba las gracias porque en un plis plas se había secado la nariz en su hombro.
—Ji, ji, ji, de nada, es gratis, ¡ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji!...
Catorce días más tarde, el jueves 8 de junio, cerca de las 16:35, Yukari e Iván estaban absolutamente solos en la primera planta de un café en lado norte de la calle de Ferraz. Sentados en una banqueta de cuero marrón veían unos ventanales de la planta correspondiente enfrente, una mano sobre el muslo del otro; tenían las infusiones delante...
—¿Entonces el 17 te vas por unos diez días?
—Sí, con Chieko y dos amigas suyas vamos a dar una vuelta por España. Chieko me invita...
—¿Pero tiene tanto dinero?...
—Sí, sus padres son muy muy ricos...
—Pues no se nota, parece de lo más normal...
Se quedaron unos instantes en silencio, hasta que ella:
—¡Pero al volver tomaré el tren contigo hasta Cannes!
—Sí, claro.
—¿De veras crees que tu madre nos dejara ir a vuestro estudio en la montaña?
—¡Sí, claro!
Unas seis horas más tarde los dos salían del portal de la casa de Iván y emprendían la bajada de Andrés Mellado..., ¡como prevé mi mano, al caminar, el movimiento de tu cadera!...
—Si quieres, andamos hasta tu casa en Diego de León.
—¿De verdad me acompañas hasta allí?
—Sí, sí...
—¡Gracias! Justo estaba pensando que no me apetecía para nada coger el metro. ¿Nos paramos en el Comercial?
Después de haber alzado un instante la vista hacia lo estrellado:
—Sí, la noche está muy abierta, paramos en el Comercial, claro.
Nueve días más tarde, el sábado 17 de junio, cerca de las 10:30, Iván estaba tendido en su cama, Yukari estará tomando el autocar para Salamanca, y al volver del cuarto de baño, Virgilio:
—¿Tomamos una cerveza en el Woody?
—Buena idea.
El Woody estaba casi enfrente, a unos cincuenta metros en diagonal del edificio de su casa. Ocupaba la esquina de Andrés Mellado con Joaquín María López. Franquearon su entrada, que estaba en esta última calle, y bajaron unos escalones. El suelo del local estaba aproximadamente un metro sesenta bajo la calle y una luna de medio metro de alto se extendía en los tres metros aproximados del corte de la esquina entre Joaquín María López y Andrés Mellado. Al estar de pie, su visión empezaba a ras del suelo de la calle hacia un más arriba más clareado... Pero no se quedaron de pie en la barra, y, con sendas jarras de cerveza y un platillo de aceitunas condimentadas, fueron a sentarse en una mesa adosada a la pared. La luna del corte les quedaba atrás, un poco arriba de sus cabezas, y Virgilio:
—Oye, te quería preguntar: ¿hay una universidad en Cannes?
—No, la hay en Niza; está como a treinta kilómetros.
—¿Tal vez vas estudiar allí el año que viene?
—Nooo, ¡estoy harto de la Costa Azul!
—Pero si tiene fama de sitio superbello.
—Y lo será, pero no lo soporto ni en pintura...
Iván se lanzó a beber un trago largo para esconder su semblante descompuesto en la jarra y Virgilio, dándose cuenta, está a punto de venirse abajo, lo acompañó con un trago parejo... Posaron sus jarras en la mesa, qué luz más lúgubre en sus ojos, pero se está controlando; le hablo de otra cosa, le digo lo de Lyon...
—Pues tal vez yo estudiaré en Francia el año que viene. Me enteré de una formación para sacar el diploma de aviador que no resulta tan cara; está muy cerca de Lyon. A ver, si tengo plaza, me abriría bastantes posibilidades…
Iván, sin saber nada del tema excepto que le sonaba un aeropuerto en la ciudad de Bron, al lado de Lyon, le dijo que intuía que tendría una vida agradable y tranquila allí y añadió:
—No conozco Lyon pero se dice que es una ciudad muy secreta. Estoy seguro de que van alucinar con el latino tranquilo que eres...
Horas más tarde, eran cerca de las 19:30, Iván encontró a Carlos, Ramón y Xosé en el bar Rosado...
—¿Tenéis algún plan para esta noche?
—Pues no.
—Nada, ningún plan.
—Yo tampoco.
Entonces Iván avanzó:
—Yo voy a ver a Dolores en el sótano de Rodríguez San Pedro...
—¿Seguro que tocan allí esta noche?
—Sí.
—¡Es buen plan!
—Pero mejor vamos yendo ahora mismo, así podemos comer algo en el bar de Fernández de los Ríos...
—Sí, ¡vámonos!
—¡Vámonos, que nos vamos!
Pocos minutos más tarde estaban en el bar de Fernández de los Ríos y habiéndose zampado ya su hamburguesa, Iván jarra en mano se acercaba al escaparate. Le daba suma tranquilidad oír las voces de los tres amigos conversando con la señora, más que miraba no llegaba a distinguir la cima del edificio enfrente, Dios, pienso en Manhattan con sus rascacielos...
Seis días más tarde, el viernes 23 de junio, cerca de las 23:30, Iván bajaba por la calle Princesa... Al llegar a la plaza de España torció a la derecha... Un poco antes de Martín de los Heros torció otra vez a la derecha encontrándose en una calle sin salida para los vehículos que a los sesenta metros terminaba en una plazoleta con sentido giratorio en torno a una «isla» muy reducida: un círculo de unos dos metros de diámetro con hierba y arbolito en el centro.
La plazoleta que comunicaba con la plaza de los Cubos y Martín de los Heros por dos galerías comerciales tenía coches aparcados en batería en su periferia; más allá de ellos se veían una pizzería, otro restaurante y cerca de la entrada en la esquina noroeste de la galería para la plaza de los Cubos, la visión de una puerta completamente opaca atrajo a Iván. Era de una discoteca... Con su billete de entrada pidió un cuba libre, se sentó en un sofá y empezó a pasarlo bien viendo unas chicas bailando al son de la música disco bajo unas luces que se movían extremadamente rápido, pero también por momentos apreciaba la dulzura de la oscuridad circundante con siluetas en las mesas...
Tres chicas, dos venían de la pista de baile y la tercera se había levantado de una mesa. Se sentaron en la mesa vecina y al poco tiempo entablaron conversación con él...
Cerca de las 2:45 de la mañana los cuatro se levantaban ya para irse...
—Tenemos coche, ¿te llevamos a tu casa?
Segundos más tarde la primera, llegando fuera:
—¡¡ESTÁ NEVANDO!!
—¡JODER, QUÉ COSA!
Estaban maravillados con los copos cayendo en espiral, y una de ellas:
—¿OS DAIS CUENTA? ¡ESTÁ NEVANDO EN EL 24 DE JUNIO EN MADRID! ¡¡ES INCREÍBLE!!...
Cerca de las 20:30 de ese mismo sábado, Carlos, Ramón, Xosé e Iván salieron del Cleo con el objetivo de ir a El Antro más Distinguido. Carlos empezó a cantar a pleno pulmón:
—EL CALOR ME MATA…
Se juntaron Ramón y Xosé:
—LA LLUVIA ME PERVIERTE, ¡CUANDO NIEVA EN SEVILLA QUIERO VERTE!
Iván musitaba, a lo más canturreaba... A mitad de camino, con esta canción ya visitada y revisitada, Ramón arrancó con:
—ME JUNTO CON TODA CLASE DE DELINCUENTES, A VECES COMEN EN FRÍO Y OTRAS EN CALIENTE...
Según el momento, se respondían uno al otro o cantaban en coro, Iván seguía igual de discreto, pero cuando llegaron al coro, al fin se atrevió a clamar:
—¡DE MI ABANICO DE CRISTAL!, ¡¡¡DE MI ABANICO DE CRISTAAAAAL!!!
Al haber terminado la canción Carlos:
—¡¿Habéis visto cómo se ha desmadrado Iván?!
—¡Sí, está que se sale!
Ramón, ya en la entrada de El Antro Más Distinguido, miró a sus tres compañeros, atrás, y sonriendo:
—Señores: ¡ahora empieza el viaje!...
Tiró de la puerta para abrirla, sonaba Down by the River.
Ocho días más tarde, el jueves 29 de junio, Yukari e Iván partieron en tren hacia Cannes... La madre de Iván no accedió a darles las llaves del estudio en la montaña pero les compró una tienda de campaña y pasaron dos semanas en un camping de Séranon, a poco más de mil metros de altitud.