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El jueves 4 de noviembre 1976, cerca de las 8:55, un barco de la Marina Nacional francesa, de ciento dos metros de largo y de casi doce metros de ancho, atracó en el puerto de Dzaoudzi en Mayotte. Era el buque escolta Doudart de Lagrée, llamado «Doudart», a secas, por su tripulación.

A bordo estaba Iván Salinas, que se había incorporado a este navío cincuenta y un días antes, en Yibuti, su puerto base en el océano Índico. Dos reclutas más y Salinas se encargaban de la cafetería del Doudart; en realidad una cantina llamada comúnmente la Cafe. Cuatro días antes el buque escolta había zarpado del puerto de Saint Denis, en la isla de La Reunión.

Mayotte, posesión francesa situada entre Madagascar y Mozambique, constaba de las islas de Grande Terre, de unos 363 kilómetros cuadrados, y, a su este, de Petite Terre, de tan solo once kilómetros cuadrados. Pero era esta última la que albergaba la capital administrativa, Dzaoudzi, y el aeropuerto de Dzaoudzi-Pamandzi, mientras que Mamoudzou, la población más importante de Mayotte, se encontraba en la costa este de Grande Terre que, con una forma dentelleada muy alejada a la de un mero círculo, se extendía unos cuarenta kilómetros de norte a sur y unos veinte de este a oeste. Dzaoudzi distaba de Mamoudzou unos tres kilómetros. Entre las 6:00 y las 18:00, un barco transbordador hacía el enlace con regularidad entre las dos poblaciones, tardando poco más de veinte minutos.

A las 13:00, una primera ola de marinos, los más en pantalones cortos, salió del Doudart. La mayoría de ellos dejó Dzaoudzi embarcando en el transbordador que salía las 13:30... Al llegar a Mamoudzou se fueron disgregando en pequeños grupos. Iván iba con tres colegas que eran marinos militares profesionales. En la calle principal se acercaron a un taxi colectivo que se estaba parado. Era una pequeña camioneta picap con una cubierta de lona encima de la plataforma trasera para proteger a los clientes del sol y de la lluvia; en la cabina delante iba solamente el acompañante del conductor...

—Buenos días...

—Buenos días.

—¿Adónde va el taxi?

—Va a la costa oeste de la isla.

—¿Tarda mucho?

—No mucho, menos de una hora...

—¿Qué hay allí?

—Dos pueblos y bellas playas...

—¿Cuándo sale?

—Dentro de diez minutos. ¿Queréis unos billetes de viaje?

Ya con los billetes comprados, los cuatro recorrieron una decena de metros hasta una barra en la larguísima ventana de una casa donde se despachaban bebidas y pidieron cuatro latas de cerveza. Enfrente tenían el edificio de Correos que con la altura de su planta segunda dominaba los demás edificios... Al haber terminado sus cervezas fueron a sentarse en la plataforma trasera de la camioneta picap. Se situaron dos frente a dos en los tramos finales del par de bancos longitudinales. Tres mayoteses compraron billetes y subieron a su vez a la plataforma. Llegó el conductor, puso el motor en marcha, entraron dos clientes más en la plataforma y la pequeña camioneta picap empezó a avanzar muy lentamente por la calle en leve subida, el conductor y su ayudante anunciando el destino de trayecto.

Se veían más casas de cemento que de madera y muchos tejados eran de cinc. Tras los muros sobresalían partes altas de árboles y de otra vegetación que dejó a Iván impresionado, ¡qué hojas más enormes!, por las dimensiones de algunas plantas.

Los que querían subir al picap se ponían a corretear y al haberse acercado lo suficiente tiraban sus bultos al centro de la plataforma y se esforzaban para subir a ella animados por el aliento y también las risas de los clientes ya instalados. Los bultos fueron amontonándose en el suelo entre los dos bancos. Al kilómetro y medio, el asfalto cedió paso a una pista de tierra rojiza. Una veintena de pasajeros estaban sentados cadera contra cadera; las mujeres llevaban ropa larga y colorida y pañuelos en la cabeza. Una mujer hizo una señal, el picap la sobrepasó ralentizando un poco. Ella se había puesto a correr y lanzó su bulto a la plataforma. Apoyándose en una rodilla de un Iván muy sorprendido, ¡¡qué palma de mano más callosa!!, logró subir al vehículo. Enseguida entraron en la selva... Alcanzada la primera cima, el conductor paró el motor y el vehículo basculó silencioso en una bajada con una sucesión de curvas bastantes cortas, ya no veían ni Mamoudzou ni mar alguno, entramos en la aventura, je, je, je. Exclamaciones y risas arreciaban. Con el motor parado tenían la impresión de ir más rápido y en las curvas, con la fuerza centrífuga, se deslizaban sobre el banco apretujándose cadera contra cadera... Concluido el descenso, el conductor volvió a poner el motor en marcha... Una mujer dijo algo en lengua local, el vehículo se paró y ella bajó de la plataforma, es la primera pasajera que sale... El picap volvió a avanzar e Iván observó a la mujer que había salido, con una mano sobre el bulto encima de su cabeza avanza entre la vegetación cada vez más espesa... Hubo más pasajeros... Un hombre bastante viejo levantó la mano y el taxi colectivo paró a su altura...

—¿Sí?

—Para Chiconi.

Entregó el dinero al ayudante, entre la vegetación hay chozas con tejados vegetales, y se dirigió hacia atrás para subir a la plataforma. El picap volvió a rodar en la pequeña carretera de tierra muy sinuosa. Tanto los tres colegas de Iván como los mayoteses hablaban en voz muy alta, provocando un gran alboroto. Iván, algo más silencioso, abría los ojos de par en par anonado por todo lo circundante, ¡las voces, el aire, el verde intenso!... Llegando a una cima descubrieron, centelleando entre la vegetación, el océano, ¡la costa oeste! El conductor paró el motor; esta bajada fue más larga que las anteriores y terminó apenas a unos cien metros del mar. Aparecieron unas casas de madera y el picap se paró y bajó una quincena larga de pasajeros. Era el pueblo de Chiconi. En la plataforma quedaban un mayotés y los cuatro del Doudart...

—¿A qué distancia de Mamoudzou estamos?

Moviendo una mano para significar más o menos:

—Veinte kilómetros...

—¿El término del trayecto está al final de este pueblo?

—No, no, el final del trayecto está en Sada, a unos cinco kilómetros. Yo soy de allí.

Fueron cinco kilómetros más de pista hacia el sur. A veces el mar desaparecía tras la vegetación, pero pronto reaparecía... El pueblo de Sada apareció, diminuto, al final de una larguísima playa... Al cuarto de hora, el taxi colectivo iba a volver hacia Mamoudzou. El mayotés y los cuatro marinos se adentraban entre unas casas de madera pisando una tierra algo arenosa. El hombre indicó con un gesto:

—Esta es mi casa. Hasta luego.

Ya había empezado a bifurcar hacia la izquierda...

—Hasta luego..., ¡Eeehhh! perdón, ¿hay un bar aquí?

Se dio media vuelta y señalando a una veintena de metros:

—La puerta abierta allí es de un comercio y vende cervezas...

Al llegar a Mamoudzou, cerca de las 17:40, no acudieron a la ventana tan alargada desde la cual se despachaban refrescos, sino que fueron a tomar una cerveza en un verdadero bar. Se veían cada vez más miembros del Doudart en la calle principal. El último transbordador iba a partir a las 18:00.

A partir de las 20:00, después de haber cenado, una gran mayoría de los tripulantes volvieron a salir del Doudart… pero esta vez tenían que quedarse en Petite Terre ya que después de las 18:00 no había ningún barco transbordador hacia Mamoudzou y Grande Terre. Empezaron a esparcirse, unos optando por la zona céntrica, sobre todo la terraza del hotel blancuzco grande con buena vista al mar, mientras que otros asaltaban unos taxis —en este caso no eran unos picaps sino unos coches clásicos— para ir a unos bares un poco alejados, en arrabales que lindaban con la selva de Petite Terre.

Se empezaba a cenar a las 19:00 en la Caf. Desde la cocina colindante, se despachaban las comidas por una ventana pasaplatos superalargada. A las 19:55 se cerraba la ventana pasaplatos y a las 20:00 la sala de la cafetería debía de estar vaciada, pero si excepcionalmente algún mecánico, por ejemplo, había tenido que hacer una tarea urgente, los encargados de la Caf le dejaban terminar de comer un poco más tarde.

Los dos otros encargados de la cafetería eran Ayache y Brisson. El primero, que había llegado primero al Doudart, era oficialmente el responsable de la Cafe. Esta vez le tocaba a Ayache la tarea más fastidiosa, que era la de limpiar las bandejas de la cena que los miembros de la tripulación iban dejando al irse, Brisson solamente tenía que ayudarle, en torno a las 20:05, a sacar los dos cubos de basura al muelle y tirar los desperdicios en un contenedor metálico grande. A Iván le tocaba limpiar la sala. No era la tarea más fastidiosa pero sí la que finalizaba como media hora más tarde. Al terminar se vistió de nuevo de civil y a las 20:40 salía otra vez del Doudart. La noche era plena. Tenían que volver al barco antes de la una de madrugada y sabía que lo más probable era que al final recalara en la inmensa terraza del gran hotel blancuzco y decidió alejarse. Paró un taxi con destino a algún bar lindante con la selva de Petite Terre.

Al pasar un día, los mismos cuatro colegas cogieron en Mamoudzou un taxi picap para ir a M’tsahara, a una treintena de kilómetros al norte... Pronto la pista empezó a mostrar intermitentemente el océano. Lo perdían de vista y al poco tiempo volvía a aparecer... Los follajes de los inmensos árboles filtraban innumerables rayos de luz, y se encontraban en un tramo interior largo y también inusualmente recto, dejando atrás una larga pista rojiza. De pronto la imagen de una adolescente que sobrepasaron, ¡sus ojos sonrientes!, estalló en la mente de Iván... La joven andaba con los brazos sueltos y llevaba una buena carga sobre la cabeza manteniendo desde la cintura para arriba una verticalidad impecable, su silueta reluce en la pista.

Al día siguiente, al haber terminado su cerveza en la barra al aire libre de la calle principal de Mamoudzou, Iván se despidió del hombre y se dirigió al taxi picap de al lado. No era el mismo picap que el primer día y esta vez iba solo sin ningún colega del Doudart. Ocho clientes ya estaban en la plataforma trasera de la camioneta… Poco más de una hora más tarde estaba en Sada, y viendo a unos adolescentes jugando al fútbol en la playa, se aproximó y le invitaron a integrarse en un equipo... Llegó a esquivar de buena manera a dos contrincantes y, haciendo referencia a un atacante del Saint-Étienne ídolo de media Francia, arreciaron unos gritos:

—¡ROCHETEAU!

—¡¡SÍ, ES VERDAD, ES EL MISMO ROCHETEAU!!

—SE CORTÓ EL PELO PERO CON ESTE ESTILO INIMITABLE, NO PUEDE SER OTRO, ¡JA, JA, JA, JA, JA!...

Al día siguiente, el domingo 7 de noviembre, al haber terminado su tarea después del desayuno, Iván prefirió quedarse en Petite Terre, ya que iba a volver a trabajar para el almuerzo. Los domingos solamente uno de los tres de la Caf trabajaba y esta vez le tocaba a él. Lo único que tenían que hacer sus dos colegas era ayudarlo a llevar los dos cubos de basura hasta el contenedor grande en el muelle. Después del almuerzo lo iba a ayudar Brisson y, después de la cena, iba a ser Ayache.

Llegó el lunes. Cerca de las 14:05, llovía intensamente y los mismos tres colegas de tres y cuatro días antes e Iván estaban tomando una cerveza en la barra de la ventana tan alargada en la calle principal. A una decena de metros estaba un taxi picap completamente vacío. Aunque apenas superaba el medio metro, el borde del tejado de la casa los resguardaba bastante. Al moverse, tenían cuidado en alejarse lo justo de la barra para no mojarse demasiado... Terminadas sus latas, se apresuraron muy alegres hasta la plataforma del picap...

—¡Esto sí que es una tormenta!

—¡Vaya estruendo sobre la cubierta!

Llegaron el conductor y su ayudante... El taxi picap dejó atrás las últimas casas de Mamoudzou y empezó a acelerar... Al bascular en el descenso, empezó a difundirse entre los nueve que estaban en la plataforma una suerte de ebriedad tranquila... Entraron en el tramo ondulado con bajadas y subidas cortas sucediéndose y por un instante Iván se fijó, anonadado, en la lluvia tan potente, ¡esos trazos de lluvia en el verde!...

El día después, martes 9 de noviembre de 1976, cerca de las 14:10, hacía un buen soleado e Iván estaba en un taxi picap que empezaba a avanzar lentamente en la calle principal. Estaba otra vez solo, sin ningún colega del Doudart, y luego de la decena de minutos de dejar Mamoudzou había una veintena de mayoteses en la plataforma del picap...

A las 18:00 apenas pasadas, un taxi picap llegaba en tromba, se paró delante del muelle de Mamoudzou e Iván salió apresuradamente pero, ¡¡mierda!!, era demasiado tarde: a unos doscientos metros, el último transbordador que salía se estaba alejando. Anduvo muy desconcertado sin saber qué hacer. Canoas y pequeñas embarcaciones volvían a tierra, la noche está cayendo a marcha forzadas; ya se ve poco. Si no llego al Doudart antes de la una de la mañana estaré confinado al menos una semana en el barco. ¡¡¡No quiero eso!!! Ah, estos cinco...

—Disculpen, he perdido el último transbordador para Dzaudzi y tengo que estar en mi barco antes de la una de la madrugada. ¿Qué puedo hacer?

—Ufff, es que ya han vuelto todos los barcos... ¡Bueno, tal vez no todos! Mira, vete rápido hacia allí; hay una playa grande detrás y si ves a alguien llegando, pregúntale si te puede llevar...

—¡Ah, sí, voy enseguida! ¡¡Gracias!!

Se dirigió hacia la dirección sur indicada... Más allá del pequeño montículo herboso descubrió una playa ancha con las sombras de las canoas y barcos que habían vuelto ya. Escrutando el mar sombrío... distinguió la silueta de un hombre que salía del agua. Iba a tirar su canoa hasta la playa e Iván gritó a pleno pulmón:

—¡SEÑOR!, ¡¡¡no, no haga eso!!!, ¡SEÑOR!...

Explicó su situación. Como tenía suficiente dinero encima aceptó el precio pedido. El hombre lo situó en la popa…

—Por favor, no se mueva, es por la estabilidad de la canoa.

El hombre empezó a remar con una pala e Iván se sintió algo, ¡uuufffffffff!, tranquilizado... Como a los quinientos metros, el canoero dejó de remar y con un recipiente estuvo quitando el agua que se había filtrado dentro... Esta operación se repitió una segunda vez… A la tercera vez, Iván ya se sentía invadido por una despreocupación placentera, he dejado el colegio el último año antes de terminar el bachillerato, ¡¡je, je, je, je!!, y estoy ahora entre dos islas al filo del agua bajo las estrellas.

El desorden de los toldos

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