Читать книгу Historia de Roma desde su fundación. Libros XXVI-XXX - Tito Livio - Страница 6
ОглавлениеLIBRO XXVI
SINOPSIS
AÑO 211 a. C.
Capua: llegada de Aníbal, batalla, retirada de Aníbal (4-6).
Aníbal inicia la marcha sobre Roma. Reacción en la Urbe (7-8).
Medidas de emergencia en Roma. Combate de la caballería. Aníbal inicia la retirada (9-11).
En Capua se agrava la situación. Discurso de Vibio Virrio ante el senado (12-13).
Suicidio colectivo de veintisiete senadores de Capua, rendición y medidas posteriores (14-16).
En Hispania, Nerón se enfrenta a Asdrúbal. Roma elige a Publio Cornelio Escipión como general supremo (17-18).
Semblanza de Escipión. Su llegada a Hispania y primeras operaciones (19 - 20, 7).
Flota púnica en Tarento. Ovación para Marcelo. Operaciones en Sicilia (20, 7 - 21).
AÑO 210 a. C.
Elecciones en Roma. Juegos. Prodigios (22-23).
Pacto romano con los etolios contra Filipo. Ocupación de Antícira (24 - 26, 4).
Caps. 26, 5 - 37: ROMA .
Marcelo, cónsul, es acusado por los sicilianos. Incendio en Roma. Embajada de Capua (26, 5 - 27).
Informe ante el senado. Medidas militares. Marcelo cede Sicilia a su colega (28-29).
Los sicilianos acusan a Marcelo ante el senado. Réplica de Marcelo y apoyo del senado (30-32).
El senado recibe a los campanos y acuerda deportar a la mayoría (33-34).
Recluta a expensas de particulares. Aportaciones de oro. Situación de la guerra (35-37).
Salapia (38).
Tarento (39).
Sicilia (40).
Caps. 41-51: HISPANLA .
En Hispania, Escipión inicia la marcha sobre Cartagena (41-42).
Nueva arenga de Escipión. Primer y segundo asalto a Cartagena (43-45).
Toma y saqueo de Cartagena. Botín. Recompensas (46-48).
Episodio de los rehenes hispanos (49-50).
Maniobras militares. Marcha de Escipión a Tarragona (51).
Asignación de mandos y provincias
[1] Los cónsules Gneo Fulvio Centumalo y Publio Sulpicio Galba entraron en funciones el quince de marzo 1 . Convocaron al senado en el Capitolio y abrieron un debate sobre la situación del Estado, la dirección de la guerra y la distribución de provincias y ejércitos. [2] A los cónsules del año anterior, Quinto Fulvio y Apio Claudio, se les prorrogó el mando y se les asignaron los ejércitos que ya tenían, dándoles además instrucciones de no abandonar el asedio de Capua hasta tomarla al asalto. Era ésta la preocupación que tenía más en vilo a los [3] romanos, no tanto por resentimiento, que nunca estuvo más justificado contra ninguna otra ciudad, como por la [4] sensación que había de que una ciudad tan famosa y poderosa, igual que había arrastrado tras de sí con su defección a bastantes pueblos 2 , así también, una vez reconquistada, haría que el sentir general se orientase una vez más hacia el respeto por el antiguo imperio. También a los pretores [5] del año anterior les fue prorrogado el mando, en Etruria a Marco Junio y en la Galia a Publio Sempronio, cada uno con las dos legiones que tenía 3 . Se le prorrogó asimismo [6] el mando a Marco Marcelo para que llevase a término la guerra en Sicilia como procónsul con el mismo ejército que tenía; si necesitaba refuerzos, que los sacase [7] de las legiones que mandaba en Sicilia el propretor Publio Cornelio, a condición de no escoger a ninguno de los soldados [8] a los que el senado había negado el licenciamiento o la vuelta a la patria antes de que finalizara la guerra 4 . A Gayo Sulpicio le tocó Sicilia, asignándosele las dos legiones [9] que había mandado Publio Cornelio con refuerzos del ejército de Gneo Fulvio, que había sido vergonzosamente desbaratado y puesto en fuga el año anterior en Apulia 5 . A este contingente de soldados el senado le había [10] fijado el final del servicio militar en los mismos términos que a los de Cannas. A la ignominia de unos y otros se añadió además la prohibición de invernar en las plazas fuertes o emplazar sus cuarteles de invierno a menos de diez [11] millas de ninguna ciudad. A Lucio Cornelio se le asignaron, en Cerdeña, las dos legiones que había mandado Quinto Mucio; en caso de ser necesarios refuerzos, se dio orden [12] a los cónsules de que los alistasen. A Tito Otacilio y Marco Valerio les fueron asignadas las costas de Sicilia y Grecia con las legiones y flotas que ya tenían a su mando: Grecia tenía cien naves y una legión, Sicilia cien naves y dos legiones. [13] Las legiones romanas con las que se hizo la guerra aquel año por tierra y por mar fueron veintitrés 6 .
[2] A principios de aquel año se sometió un escrito de Lucio Marcio 7 a la deliberación del senado; a éste le parecieron magníficas las acciones llevadas a cabo, pero el título que se arrogaba escribiendo «el propretor al senado», mando que no le había conferido ni el mandato del pueblo ni la autoridad del senado, resultaba irritante para gran [2] parte de la ciudadanía. Se consideraba un mal precedente el que los generales fueran elegidos por el ejército y que el ritual solemne de la toma de auspicios en los comicios fuera sustraído al control de las leyes y de los magistrados y trasladado a los cuarteles, a las provincias, al arbitrio [3] de los militares. Algunos opinaban que se debía someter la cuestión a la consideración del senado, pero pareció mejor posponer la deliberación hasta que se marcharan los [4] jinetes que habían traído el escrito de Marcio. Con relación al trigo y las ropas del ejército, se acordó contestar por escrito que el senado se ocuparía de ambas cosas; pero no se estimó oportuno utilizar la fórmula «al propretor Lucio Marcio», para que éste no diese por zanjada la cuestión que precisamente quedaba por debatir. Fue esto lo [5] primero que sometieron los cónsules a debate cuando partieron los jinetes, y todos los pareceres coincidían en proponer a los tribunos de la plebe que cuanto antes consultasen al pueblo a quién quería que se enviase a Hispania con mando de general sobre el ejército que había mandado con plenos poderes Gneo Escipión. La propuesta fue tratada [6] con los tribunos y hecha pública. Pero otra discusión constituía el centro de la atención.
Acusación tribunicia contra Gneo Fulvio, que acaba exiliándose
Gayo Sempronio Bleso 8 presentó demanda [7] de comparecencia en juicio contra Gneo Fulvio, al que acusaba en las asambleas por haber perdido el ejército en Apulia; decía y repetía que muchos generales, por temeridad o falta de conocimientos, habían llevado a la ruina a su ejército, pero [8] que únicamente Gneo Fulvio había corrompido a sus legiones con toda clase de vicios antes de traicionarlas; por eso se podía decir con razón que estaban perdidas antes de ver al enemigo, y que no era Aníbal sino su propio general quien las había vencido. A la hora de emitir el [9] voto, nadie considera suficientemente a quién confía el mando y el ejército. ¿Que cuál era la diferencia entre Tito Sempronio y Gneo Fulvio? A Tito Sempronio se le había [10] entregado un ejército de esclavos 9 y en poco tiempo, a fuerza de disciplina y autoridad, había conseguido que ninguno de ellos pensase en su origen y condición en el campo de batalla, sino que defendiesen a sus aliados y aterrasen a sus enemigos; prácticamente habían arrancado Cumas, Benevento y otras ciudades de las fauces de Aníbal y se [11] las habían devuelto al pueblo romano; Gneo Fulvio había imbuido de vicios propios de esclavos a un ejército de ciudadanos romanos bien nacidos, educados en la libertad; con ello había conseguido que fuesen arrogantes y turbulentos ante los aliados y cobardes y pusilánimes ante los enemigos, y que no pudieran resistir no ya el ataque sino [12] ni siquiera el grito de guerra de los cartagineses; y no era de extrañar, por Hércules, que los soldados hubiesen retrocedido en el frente de combate cuando el general era el [13] primero en echar a correr: más le sorprendía que algunos hubieran caído a pie firme y que no hubieran acompañado todos a Gneo Fulvio en su huida despavorida. Gayo Flaminio, Lucio Paulo, Lucio Postumio, Gneo y Publio Escipión habían preferido caer en el campo de batalla antes [14] que abandonar a sus ejércitos rodeados 10 ; Gneo Fulvio había vuelto casi solo a Roma con la noticia de la destrucción de su ejército. Era indignante y escandaloso que el ejército de Cannas, por haber huido del campo de batalla, hubiera sido deportado a Sicilia sin permitirle salir de allí hasta que el enemigo abandonase Italia, y que últimamente se hubiese tomado la misma decisión en el caso de las [15] legiones de Gneo Fulvio, mientras quedaba impune la fuga del propio Gneo Fulvio de una batalla emprendida por su propia temeridad, y que él fuese a pasar la vejez en las tabernas [16] y burdeles donde había pasado la juventud mientras que los soldados, cuyo único delito era haberse parecido a su general, estaban sujetos a un servicio militar ignominioso, prácticamente relegados al destierro: ¡hasta ese extremo eran distintas en Roma las condiciones de la libertad para el rico y para el pobre, para el que desempeñaba un cargo y para el simple ciudadano!
El acusado cargaba sobre los soldados su propia culpa: [3] Ellos clamaban por la batalla, y se les había llevado al campo de combate no el día que ellos querían, porque era demasiado tarde, pero sí al día siguiente, y una vez formados en momento y lugar favorable, no habían resistido la fama o la fuerza del enemigo; al huir todos en desbandada, [2] él también se había visto envuelto en el tropel, igual que Varrón en la batalla de Cannas, igual que tantos otros generales. ¿Cómo podía él haber ayudado a su país resistiendo [3] en solitario, a no ser que su muerte fuese a servir de remedio a los desastres públicos? No se había metido [4] incautamente en terreno desfavorable por falta de provisiones, no se había visto envuelto en una emboscada al avanzar sin un reconocimiento previo del terreno: había sido vencido con las armas en un ataque en campo abierto; no había dependido de él la moral de los suyos ni la de los enemigos, la propia manera de ser hace a cada uno audaz o cobarde. Fue acusado por dos veces con petición [5] de multa. A la tercera, después de escuchar a los testigos, como, aparte de echar sobre él toda clase de improperios, muchísimos declaraban bajo juramento que era el pretor quien había iniciado la huida despavorida y que los soldados, [6] abandonados por él, habían emprendido la fuga porque suponían fundado el pánico de su general, hubo un estallido tal de indignación que la asamblea pedía a gritos la pena de muerte. También sobre este punto 11 se [7] suscitó una nueva disputa, pues al haber pedido Bleso pena de multa en dos ocasiones y pedir ahora la pena capital, [8] los otros tribunos de la plebe, a los que apeló el acusado, dijeron que ellos no se oponían a que su colega, como le permitía la tradición, pidiese en el proceso contra un particular la pena capital o la de multa, ateniéndose a [9] la ley o a la costumbre según él prefiriera. Entonces Sempronio dijo que acusaba a Fulvio de alta traición y pidió al pretor urbano Gayo Calpumio que fijase la fecha de [10] los comicios 12 . Intentó entonces el acusado otra salida: la posibilidad de que le asistiese en el juicio su hermano Quinto Fulvio, que entonces gozaba de gran prestigio por la fama de sus hazañas y la expectativa de una pronta toma [11] de Capua. Fulvio lo solicitó en una carta redactada en tono de súplica por la vida de su hermano, pero los senadores dijeron que el interés del Estado no permitía que [12] se alejase de Capua. Al aproximarse la fecha de los comicios, Gneo Fulvio se exilió a Tarquinios 13 . Un plebiscito declaró cumplida la ley con aquel exilio 14 .
Capua: llegada de Aníbal, batalla, retirada de Aníbal
[4] Entretanto todo el peso de la guerra tenía su centro en Capua. Se ponía mayor empeño, sin embargo, en el asedio que en el ataque, y la plebe y los esclavos no podían ni soportar el hambre ni enviar mensajeros a Aníbal por entre tan [2] estrechos puestos de vigilancia. Se encontró un númida que aseguró que si le entregaban una carta pasaría al otro lado y cumpliría su compromiso; salió durante la noche por entre las líneas romanas y dio esperanzas a los campanos para intentar, mientras les quedaban fuerzas, una salida general. Por otra parte, en numerosos enfrentamientos, [3] solían tener éxito en los combates de la caballería y resultar vencidos en los de infantería, pero los romanos estaban menos contentos por vencer que dolidos por ser doblegados en algún terreno por un enemigo sitiado y casi vencido. Al fin se ideó un sistema para compensar con ingenio lo [4] que faltaba de fuerzas. Se escogieron de entre todas las legiones los jóvenes más veloces por el vigor y la agilidad de sus miembros; se les entregaron escudos más pequeños que los de la caballería y siete venablos a cada uno, de cuatro pies de largo y con punta de hierro como la que llevan las lanzas de la infantería ligera. Cada jinete cogía [5] a uno de ellos sobre su caballo habituándolo a mantenerse a su grupa y saltar rápidamente a tierra a una señal dada. Cuando después de un entrenamiento diario se estimó que [6] eran capaces de hacerlo con suficiente seguridad, avanzaron hasta la explanada que se extendía entre su campamento y la muralla, contra las formaciones de la caballería campana; cuando estuvieron a tiro se dio la señal y los [7] vélites desmontaron de un salto. Inmediatamente la formación de infantería sale de repente de entre la caballería lanzándose sobre los jinetes enemigos y disparando un dardo tras otro; al lanzarlos a mansalva en gran cantidad sobre [8] hombres y caballos, hirieron a un gran número, pero fue aún mayor el pánico suscitado por lo inusitado e imprevisto de la maniobra, y la caballería cargó sobre un enemigo descompuesto y le hizo huir, causándole estragos, hasta las puertas. A partir de entonces los romanos fueron [9] también superiores con la caballería, quedando establecida [10] la norma de que hubiese vélites en las legiones. Quien propuso combinar infantería y caballería fue, según dicen, el centurión Quinto Navio, y por ello lo honró su general.
[5] Mientras en Capua la situación estaba así, dos empeños contrapuestos tenían indeciso a Aníbal: el de apoderarse de la ciudadela de Tarento, y el de no perder Capua. [2] Prevaleció, sin embargo, la consideración de Capua, en la que veía centrada la atención de todos, aliados y enemigos, y que iba a constituir un precedente, cualquiera que [3] fuese el resultado final de su secesión de Roma. Dejó, pues, gran parte de la impedimenta y todo el armamento más pesado en el Brucio, se preparó lo mejor que pudo para una marcha rápida con tropas escogidas de infantería y caballería y marchó hacia la Campania. No obstante, a pesar de lo precipitado de su avance, lo siguieron treinta [4] y tres elefantes. Hizo alto en un valle escondido detrás del Tifata, monte que domina Capua. Sobre la marcha tomó la fortaleza de Calacia, después de echar por la fuerza a la guarnición, y se volvió contra los que sitiaban Capua. [5] Mandó mensajeros a la ciudad a decir en qué momento pensaba atacar el campamento romano para que estuviesen preparados para una salida brusca y se lanzasen al exterior simultáneamente por todas las puertas, con lo cual [6] provocó una alarma muy considerable, pues él atacó por un lado y por el otro salieron bruscamente los campanos en masa, caballería e infantería, y junto con ellos la guarnición púnica mandada por Bóstar y Hannón.
[7] En vista de lo apurado de la situación, los romanos, para no dejar brechas en su defensa si se concentraban todos en un solo frente, distribuyeron así las fuerzas: [8] Apio Claudio se situó frente a los campanos, y Fulvio frente a Aníbal; el propretor Gayo Nerón tomó posición en la calzada que lleva a Suésula con la caballería de seis legiones, y el legado Gayo Fulvio Flaco en dirección al [9] río Volturno con la caballería aliada. La batalla dio comienzo no sólo con el grito de guerra y el estrépito de costumbre, sino que, además del fragor de armas, hombres y caballos, multitud de campanos no combatientes colocados en las murallas batiendo bronces, como es costumbre hacer en el silencio de la noche durante los eclipses de luna, armaban tal alboroto que distraían incluso la atención de los combatientes. Apio mantenía alejados de la empalizada [10] sin dificultad a los campanos; en el lado opuesto, Fulvio sufría un acoso más intenso de Aníbal y los cartagineses. Allí la sexta legión cedió terreno; rechazada ésta, [11] una cohorte de hispanos con tres elefantes penetró hasta la empalizada; había abierto brecha en el frente romano por el centro y estaba indecisa entre una esperanza y un riesgo, la de abrirse paso hasta el campamento y el de quedar aislada de los suyos. Cuando Fulvio vio la legión en [12] apuros y el campamento en peligro, incitó a Quinto Navio y otros primeros centuriones a lanzarse sobre la cohorte enemiga que combatía al pie mismo de la empalizada; la situación era muy crítica: había que dejar pasar a los [13] hispanos, y entonces les iba a costar menos trabajo irrumpir en el campamento que antes abrir brecha en sus líneas compactas, o bien había que acabar con ellos al pie de la empalizada; no era un empeño especialmente difícil: [14] eran pocos, y aislados de los suyos; además, si se volvía contra el enemigo desde ambos lados el frente que parecía roto mientras les duraba el pánico a los romanos, los cogería entre dos fuegos con su doble ataque. Cuando Navio [15] oyó estas palabras de su general, le arrebató la enseña al portaestandarte del segundo manípulo de la primera línea y la llevó en dirección a los enemigos amenazando con lanzarla en medio de éstos si los soldados no le seguían al instante y tomaban parte en la ofensiva. Era de gran [16] estatura, realzada por su armadura; la enseña que llevaba en alto era el centro de atracción de las miradas de compa [17] triotas y enemigos. Cuando ya había llegado hasta la vanguardia de los hispanos le dispararon trágulas 15 desde todas partes y casi toda la cohorte se volvió contra él solo, pero ni la multitud de enemigos ni la lluvia de dardos pudieron frenar la acometida de aquel guerrero.
[6] También entonces el legado Marco Atilio dirigió la enseña del primer manípulo de la segunda línea de combate de la sexta legión contra la cohorte de hispanos, y los legados Lucio Porcio Lícino y Tito Popilio, que estaban al mando del campamento, se batían con denuedo delante de la empalizada y encima mismo de ésta mataron a los [2] elefantes que la estaban cruzando. Sus cuerpos llenaron el foso, dando paso al enemigo como si se hubiera levantado un terraplén o tendido un puente; allí, entre las moles de los elefantes abatidos, se produjo una horrible carnicería. [3] En el otro lado del campamento ya habían sido rechazados los campanos y la guarnición cartaginesa, y se combatía al pie mismo de la puerta de Capua que da al río Volturno. [4] Más que una resistencia armada al asalto de los romanos, a los enemigos los mantenía a distancia con sus proyectiles un dispositivo de ballestas y escorpiones que había en la [5] puerta. Refrenó también los ímpetus de los romanos una herida del general Apio Claudio, al que alcanzó una jabalina pesada en lo alto del pecho, debajo del hombro izquierdo, cuando arengaba a sus hombres delante de las enseñas de vanguardia. A pesar de todo, se dio muerte a un gran número de enemigos delante de la puerta, y los demás fueron rechazados en tropel adentro de la ciudad.[6] En cuanto a Aníbal, al ver los estragos causados en la cohorte de hispanos y la encarnizada defensa del campamento enemigo renunció al asalto e inició la retirada de las enseñas y el repliegue de la infantería, cubriendo su retaguardia con la caballería para prevenir el hostigamiento por parte del enemigo. Las legiones persiguieron febrilmente [7] al enemigo, pero Flaco ordenó tocar a retirada considerando suficientemente cubierto un doble objetivo: que se dieran cuenta los campanos de lo poco que significaba la protección de Aníbal, y que el propio Aníbal comprendiera esto mismo. Los historiadores de esta batalla dicen que [8] murieron aquel día ocho mil hombres del ejército de Aníbal y tres mil de los campanos, y que se les tomaron quince enseñas a los cartagineses y dieciocho a los campanos.
En otros relatos he encontrado que la batalla no tuvo [9] ni con mucho tales proporciones, que fue mayor la alarma que la lucha al irrumpir inesperadamente en el campamento romano, númidas e hispanos con elefantes, derribando [10] éstos con gran estrépito las tiendas a su paso por el medio del campamento y provocando la huida de las acémilas, que rompían las ataduras; que a la confusión se añadió [11] una argucia, pues Aníbal hizo entrar a hombres que sabían hablar latín, vestidos a la usanza itálica, para que transmitieran a los soldados de parte de los cónsules la orden de huir a los montes cercanos, cada uno por sus propios medios, ya que el campamento estaba perdido; pero que el [12] engaño fue rápidamente descubierto y neutralizado, con una gran matanza de enemigos, y que se hizo salir del campamento a los elefantes con fuego.
Comoquiera que fuese su comienzo y su final, esta batalla [13] fue la última antes de la rendición de Capua. El medix tuticus, que entre los campanos es el más alto magistrado, era aquel año Sepio Lesio, hombre de origen oscuro y escasos medios. Cuentan que su madre en cierta ocasión [14] en que siendo él pequeño ofrecía un sacrificio expiatorio de un prodigio que atañía a la familia, al anunciarle el arúspice que la más alta magistratura de Capua recaería [15] en aquel niño, no encontrando base alguna para semejante expectativa exclamó: «Sin duda te refieres a una situación de ruina para los campanos, cuando el más alto cargo recaiga [16] sobre mi hijo». Aquella ironía acerca de algo que era verdad resultó a su vez una verdad. En efecto, cuando estaban acosados por el hambre y las armas y no había ya ninguna esperanza de poder resistir, cuando rehusaban los cargos quienes por nacimiento estaban destinados a ellos, [17] Lesio, lamentándose porque los principales dejaban desasistida y hacían traición a Capua, asumió la suprema magistratura, siendo el último campano que lo hizo.
Aníbal inicia la marcha sobre Roma. Reacción en la Urbe
[7] Aníbal entonces, al ver que no era posible ni atraer al enemigo a más combates ni abrirse paso hasta Capua a través [2] de su campamento, temiendo que los nuevos cónsules le interceptasen también a él el abastecimiento, decidió renunciar a su inútil intento [3] y alejar de Capua el campamento. Mientras barajaba diversas posibilidades sobre la dirección a tomar a continuación, le asaltó el impulso de ir directamente al centro mismo de la guerra, a Roma, empresa ésta siempre ambicionada cuya oportunidad había dejado escapar tras la batalla de Cannas, como otros murmuraban y él mismo reconocía. [4] Cabía esperar que con el pánico y la confusión de la sorpresa se podría ocupar alguna zona de la ciudad [5] y que al estar Roma en peligro abandonasen inmediatamente Capua o bien los dos o al menos uno de los generales romanos; y si dividían las fuerzas resultarían más débiles ambos, brindándole a él o a los campanos la eventualidad [6] de un triunfo. Lo único que le inquietaba era la posibilidad de que los campanos se rindieran inmediatamente después de su marcha. Convenció con regalos a un númida dispuesto a cualquier osadía para que cogiera una carta, entrara en el campamento romano fingiéndose desertor, y saliera subrepticiamente por el otro lado en dirección a Capua. La carta estaba llena de palabras de aliento: [7] su marcha iba a resultar beneficiosa para ellos, pues se iba a llevar del asedio de Capua a los generales romanos y sus ejércitos para defender Roma; que no se desmoralizasen, [8] que aguantando unos cuantos días se librarían por completo del asedio. A continuación dio orden de coger las [9] naves del río Volturno y llevarlas río arriba hacia el fuerte que ya anteriormente había construido como medio de defensa. Cuando le informaron de que había tantas que se [10] podía trasladar a todo el ejército en una sola noche, hizo preparar provisiones para diez días, llevó por la noche las tropas hasta el río y pasó a la otra orilla antes del amanecer.
Fulvio Flaco se había enterado de esta operación por [8] unos desertores antes de que se iniciara, y cuando informó de ello por carta al senado de Roma, la noticia produjo reacciones diversas según el talante de cada cual. Convocado [2] inmediatamente el senado ante semejante emergencia, Publio Cornelio, cuyo sobrenombre era Asina, proponía que se hiciese venir de toda Italia a todos los generales y todos los ejércitos para defender la ciudad, sin pensar en Capua ni en ninguna otra cosa. Fabio Máximo consideraba vergonzoso [3] retirarse de Capua y echarse a temblar y andar de acá para allá al menor gesto o amenaza de Aníbal; ¿él, que a pesar de resultar vencedor en Cannas no se [4] había atrevido sin embargo a marchar sobre Roma, ahora, rechazado de Capua, se había hecho la ilusión de apoderarse de la ciudad de Roma? No venía a asediar Roma [5] sino a liberar Capua. Junto con el ejército que estaba en la ciudad, a Roma la defenderían Júpiter, testigo de la violación de los tratados por parte de Aníbal, y los demás [6] dioses. Sobre estos puntos de vista extremos prevaleció otro intermedio, el de Publio Valerio Flaco; éste, conciliando ambas cosas, propuso que se escribiese a los generales que estaban en Capua informándoles de qué efectivos había para la defensa de la ciudad; ellos sabían personalmente cuántas tropas llevaba consigo Aníbal y qué fuerzas [7] se requerían para el asedio de Capua; si era posible enviar a Roma a uno de los jefes con parte del ejército de forma que el otro jefe y el resto del ejército mantuviesen adecua [8] damente el asedio de Capua, que Claudio y Fulvio decidiesen de común acuerdo cuál de ellos debía asediar Capua y cuál debía acudir a Roma para impedir el asedio de su [9] patria. Trasladada a Capua esta resolución del senado, el procónsul Quinto Fulvio, que era quien tenía que volver a Roma por encontrarse mal su colega a causa de la herida, escogió entre los tres ejércitos unos quince mil soldados de infantería y mil de caballería y cruzó el Voltumo. [10] A continuación, después de asegurarse bien de que Aníbal avanzaría por la Vía Latina, mandó aviso a las poblaciones de la Vía Apia o cercanas a ella, como Secia, Cora [11] y Lavinio, para que tuviesen preparados víveres en las ciudades y que los hiciesen traer a la calzada desde los campos alejados, concentrando en las ciudades las guarniciones para tener cada una el control de su propia defensa.
Medidas de emergencia en Roma. Combate de la caballería. Aníbal inicia la retirada
[9] Aníbal el día que cruzó el Voltumo [2] acampó a poca distancia del río; al día siguiente dejó atrás Cales y llegó hasta territorio de los sidicinos. Se detuvo allí un día haciendo incursiones de saqueo y continuó por la Vía Latina, cruzando los territorios de Suesa, Alifas y Casino. Al pie de Casino estuvo acampado dos días, saqueando en todas [3] direcciones. Luego, dejando atrás Interamna y Aquino, llegó hasta el río Liris 16 , en territorio fregelano, donde encontró el puente destruido por los fregelanos para retardar su marcha. También Fulvio se vio retenido por el [4] río Volturno, pues Aníbal había quemado las embarcaciones, y debido a la gran escasez de madera tenía dificultades para procurarse balsas con que pasar al ejército al otro lado. Una vez pasado el ejército en las balsas, Fulvio [5] tenía expedito el resto del camino, pues tanto en las ciudades como a los lados de la calzada había dispuestos víveres en abundancia; los soldados, enfebrecidos, se incitaban unos a otros a apretar el paso conscientes de que acudían a defender a la patria. En Roma, un mensajero fregelano [6] que había viajado día y noche sin interrupción suscitó un gran movimiento de pánico. La alarma conmocionó la ciudad entera al correr la gente de un lado para otro exagerando lo que había oído, creándose una confusión mayor de lo que correspondía a las noticias recibidas. Se oían [7] llantos de mujeres en los domicilios, y además las matronas se echaban a la calle por todas partes y corrían de un templo a otro barriendo los altares con los cabellos sueltos, arrodilladas, tendiendo las palmas vueltas hacia el [8] cielo, hacia los dioses, suplicándoles que arrancasen la ciudad de Roma de las manos del enemigo y conservasen indemnes a las madres romanas y a sus hijos pequeños. El senado estaba en el foro a disposición de los magistrados [9] por si querían consultarlo sobre algo. Unos reciben órdenes y se van a cumplir cada uno su cometido, otros se ofrecen por si su colaboración puede ser útil en alguna parte. Se apostan retenes en el Capitolio, en la ciudadela, en las murallas, alrededor de la ciudad, incluso en el monte [10] Albano y en el fuerte de Éfula 17 . En medio de esta agitación, llega la noticia de que el procónsul Quinto Fulvio ha salido de Capua con un ejército; para que no se vea restringida su autoridad si entra en la ciudad, el senado decreta que su autoridad sea igual a la de los cónsules. [11] Aníbal, después de devastar el territorio de Fregelas con mayor saña porque habían destruido los puentes, llega a territorio de Labicos 18 después de cruzar los de Frusinón 19 , [12] Ferentino y Anagnia. Desde allí se dirige a Túsculo por el Álgido 20 , y al no permitírsele entrar en sus murallas tuerce a la derecha y desciende hacia Gabios. Desde allí desciende con su ejército hacia Pupinia 21 y acampa a ocho [13] millas de Roma. Cuanto más se iba acercando el enemigo, mayor era la matanza de fugitivos, pues por delante iban los númidas, y mayor el número de prisioneros de toda edad y condición.
[10] En medio de esta conmoción, entró en Roma Fulvio Flaco por la puerta Capena con su ejército y se dirigió a las Esquilias por el centro de la ciudad cruzando las Carinas 22 , y a continuación salió y acampó entre las puertas [2] Esquilma y Colina. Los ediles de la plebe le llevaron allí provisiones; los cónsules y el senado fueron al campamento, donde se debatió acerca de la situación general. Se acordó que los cónsules acamparan fuera de las puertas Colina y Esquilina, que el pretor urbano Gayo Calpurnio tuviese el mando del Capitolio y la ciudadela, y que el senado en pleno permaneciera reunido en el foro por si era preciso consultarlo dada la situación de emergencia. Entretanto, [3] Aníbal trasladó su campamento al río Anio, a tres millas de la ciudad. Después de establecerse allí avanzó con dos mil jinetes hacia la puerta Colina, hasta el templo de Hércules, y acercándose a caballo todo lo posible, examinó las murallas y la posición de la ciudad. A Flaco le pareció [4] vergonzoso que lo hiciera con tanta libertad y comodidad; envió por tanto a sus jinetes con orden de rechazar a la caballería enemiga haciendo que regresara al campamento. Cuando se inició el combate los cónsules ordenaron a los [5] tránsfugas númidas (cerca de mil doscientos había entonces en el Aventino) que cruzaran las Esquilias por el centro de la ciudad, pues pensaban que éstos serían los más indicados [6] para combatir en aquellas vaguadas, edificios ajardinados, huertos, tumbas y calles encajonadas. Cuando algunos los vieron bajar al galope desde la ciudadela y el Capitolio por la Cuesta Publicia 23 , se pusieron a gritar que el Aventino estaba tomado. Esto provocó tal confusión y [7] tales carreras que la aterrada multitud se habría precipitado en masa al exterior de la ciudad de no ser porque allí estaba el campamento cartaginés; entonces buscaban refugio en las casas y recintos cubiertos y atacaban con piedras y objetos arrojadizos a los suyos, tomándolos por enemigos, cuando cruzaban las calles. No se podía frenar el [8] tumulto y deshacer el malentendido debido a que las calles estaban atestadas de campesinos y cabezas de ganado arras trados en masa hacia la ciudad por la súbita alarma. [9] El combate de la caballería fue favorable y los enemigos fueron rechazados. Por otra parte, como había que controlar los tumultos que se originaban sin fundamento en numerosos sitios, se acordó que todo aquel que hubiese sido dictador, cónsul o censor tuviese el más alto grado de autoridad hasta que el enemigo se retirara de las murallas. [10] Durante el resto del día y la noche siguiente se suscitaron muchas alarmas infundadas, que fueron controladas.
[11] Al día siguiente, Aníbal cruzó el Anio y formó todas sus tropas en orden de batalla; Flaco y los cónsules no [2] rehusaron el combate. Cuando ambos ejércitos estaban preparados para correr el albur de una batalla en que el trofeo del vencedor sería la ciudad de Roma, una lluvia torrencial mezclada con granizo causó tal confusión en ambas formaciones, que se retiraron a los campamentos casi sin poder sostener las armas, con tanto miedo como el que [3] tenían al enemigo. También al día siguiente una borrasca parecida separó a los contendientes, alineados en el mismo sitio; en cuanto se refugiaban en los campamentos, la atmósfera [4] se serenaba con una calma sorprendente. Los cartagineses atribuyeron un significado religioso a esta circunstancia, y cuentan que se le oyó decir a Aníbal que unas veces le faltaba voluntad y otras suerte para apoderarse [5] de la ciudad de Roma. Sus esperanzas se vieron además mermadas por un par de circunstancias, trivial una e importante la otra. La importante fue que, mientras él estaba acampado con sus tropas al pie de las murallas de la ciudad de Roma, se enteró de que partían hacia Hispania [6] tropas de refuerzo con sus banderas al frente, y la otra fue que se supo por un prisionero que aquellos mismos días había sido vendida casualmente la tierra sobre la que él estaba acampado sin que por ello se hubiera rebajado el precio lo más mínimo. Pues bien, el hecho de que se [7] hubiera encontrado en Roma un comprador para el suelo del que él era dueño por ocupación armada le pareció tan desafiante y ultrajante que inmediatamente llamó al pregonero y le ordenó poner en venta las oficinas de banca situadas en torno al foro romano.
Impresionado por estos sucesos retiró su campamento [8] en dirección al río Tucia, a seis millas de Roma. Desde allí continuó la marcha hacia el bosque sagrado de Feronia 24 , cuyo templo era en aquellos tiempos famoso por sus riquezas. Los habitantes de Capena y demás convecinos [9] llevaban allí las primicias de sus cosechas y otros presentes, de acuerdo con sus posibilidades, y lo habían adornado con gran cantidad de oro y plata. De todas estas donaciones fue entonces despojado el templo. Después de la marcha de Aníbal se hallaron grandes montones de bronce, pues los soldados tiraban las piezas impulsados por el temor religioso. Sobre el despojo de este templo no hay [10] ninguna duda entre los historiadores. Celio sostiene que Aníbal se desvió hacia allí desde Ereto cuando marchaba hacia Roma y dice que se inició su itinerario en Reate, Cutilias y Amiterno; que pasó desde la Campania al Samnio [11] y de allí a territorio peligno, y que pasó al país de los marrucinos dejando a un lado la plaza de Sulmona; que luego fue por el territorio de Alba 25 al de los marsos, y de aquí a Amiterno y a la aldea de Fórulos. En esto [12] no hay error, pues las huellas de un ejército y un general de este calibre no pudieron confundirse en el recuerdo en tan breve espacio de tiempo: está efectivamente comprobado [13] que siguió esa ruta; lo único en que hay divergencias es si fue ése el itinerario de su marcha hacia Roma o el de su vuelta de Roma a la Campania.
En Capua se agrava la situación. Discurso de Vibio Virrio ante el senado
[12] Por otra parte, Aníbal no tuvo tanta tenacidad para defender Capua como los [2] romanos para estrechar el cerco. En efecto, atravesó el Samnio, Apulia y Lucania hacia territorio brucio y hasta el Estrecho, hasta Regio, con tal rapidez que su llegada casi repentina los sorprendió desprevenidos. [3] A pesar de que durante aquellos días había sufrido un asedio no menos riguroso, con todo, Capua notó la llegada de Flaco, y sorprendió mucho que no hubiera [4] vuelto también Aníbal. A través de conversaciones posteriores supieron que los cartagineses los habían dejado solos y abandonados y habían perdido las esperanzas de conservar [5] Capua. A esto se sumó un edicto de los procónsules hecho público y difundido entre los enemigos con el refrendo del senado, disponiendo que ningún ciudadano campano que se pasase a los romanos antes de una fecha determinada [6] sufriría daño. No se pasó nadie; más que la lealtad, los retraía el miedo, porque con su defección habían incurrido en una responsabilidad demasiado grave como [7] para que se les perdonase. Pero a pesar de que nadie tomaba personalmente la decisión de pasarse al enemigo, [8] tampoco se buscaba salida colectiva de ningún tipo. Los nobles se habían desentendido de los asuntos públicos y no había forma de reunirlos en el senado; estaba en el poder alguien que, más que honrarse con él, con su falta de dignidad le había quitado fuerza y autoridad al cargo [9] que desempeñaba 26 . Ya ni siquiera aparecía por el foro o los lugares públicos ninguno de los principales; encerrados en sus casas esperaban de un día para otro el hundimiento de la patria y su propio final.
El peso de la responsabilidad recaía por entero en [10] Bóstar y Hannón, jefes de la guarnición cartaginesa, preocupados por su propio peligro y no por el de sus aliados. Éstos le escribieron una carta a Aníbal en la que de forma [11] rotunda e incluso amarga le reprochaban no sólo haber entregado Capua en manos del enemigo sino de haberlos expuesto a ellos y a la guarnición a toda clase de torturas; él se había marchado al Brucio como apartándose para [12] que Capua no fuese tomada ante sus propios ojos, y sin embargo, por Hércules, a los romanos ni siquiera el ataque de Roma había podido alejarlos del asedio de Capua: ¡cuánto más constantes eran los romanos como enemigos [13] que los cartagineses como amigos! Si regresaba a Capua y concentraba allí toda la acción bélica, tanto ellos como los campanos estarían preparados para una salida; no habían [14] cruzado los Alpes para hacer la guerra contra Regio y Tarento, los ejércitos cartagineses debían estar allí donde estuvieran las legiones romanas; así se había conseguido la victoria en Cannas, y en el Trasimeno: actuando a la vez, acampando frente al enemigo, tentando a la suerte. Redactada la carta en estos términos, se la entregaron a [15] unos númidas que se comprometieron a la empresa por un precio convenido. Éstos, fingiéndose desertores, fueron al campamento de Flaco para abandonarlo después en el momento oportuno —el hambre que se pasaba en Capua desde hacía tanto tiempo daba a cualquiera un motivo razonable para la deserción—. De pronto se presenta en el [16] campamento una mujer campana, amante de uno de los desertores, y descubre al general romano que los númidas han preparado un plan para desertar y llevar una carta [17] a Aníbal, que ella está dispuesta a tener un careo con uno de ellos que le había revelado el plan. Hicieron que compareciera, y al principio simulaba con bastante firmeza que no conocía a la mujer; después, convicto poco a poco de la verdad, viendo que se reclamaban y preparaban los instrumentos de tortura, confesó que efectivamente era así [18] y presentó la carta. A lo denunciado añadió además algo que permanecía oculto: que otros númidas andaban por [19] el campamento romano con apariencia de desertores. Fueron apresados más de setenta y azotados con varas junto con los últimos desertores, y enviados de nuevo a Capua con las manos cortadas 27 .
[13] La vista de un suplicio tan atroz quebrantó la moral de los campanos. La aglomeración de la población ante la curia obligó a Lesio a reunir al senado; se amenazaba abiertamente a los ciudadanos principales, que se venían ausentando desde hacía ya tiempo de las deliberaciones públicas, con ir a sus casas si no acudían al senado y sacarlos a todos a la calle por la fuerza. Esta amenaza le procuró [2] al magistrado un senado muy concurrido. En él, mientras los demás hablaban de que era obligado enviar embajadores a los generales romanos, Vibio Virrio 28 , que había sido [3] el promotor de la ruptura con Roma, cuando se le preguntó su parecer dijo que quienes hablaban de embajadores, y de paz, y de capitulación, no tenían en cuenta ni lo que habrían hecho ellos si tuvieran a los romanos en su poder, ni lo que ellos mismos iban a tener que soportar. [4] «¿Es que creéis —dijo— que esa rendición va a ser como la otra vez, cuando les entregamos a los romanos nuestras personas y cuanto teníamos para conseguir su apoyo frente a los samnitas 29 ? ¿Ya habéis olvidado en qué [5] momento y en qué circunstancias nos separamos del pueblo romano? ¿Ya habéis olvidado cómo, al romper con ellos, dimos muerte entre escarnios y suplicios a la guarnición, a la que se podía haber dejado marchar 30 ?, ¿en [6] cuántas ocasiones, y con qué rabia, hicimos salidas contra los sitiadores, atacamos su campamento, y llamamos a Aníbal para que los aplastara?, ¿y lo último, que desde aquí lo enviamos a atacar Roma? Por otra parte, pensad con [7] qué saña han actuado contra nosotros, para deducir de ahí qué cabe esperar. Cuando en Italia había un enemigo extranjero —¡y el enemigo era Aníbal— y la conflagración bélica era total, se desentendieron de todo, se desentendieron incluso de Aníbal y enviaron a ambos cónsules y los dos ejércitos consulares al asalto de Capua. Llevan ya [8] años debilitándonos por hambre, teniéndonos rodeados y encerrados entre sus trincheras, soportando ellos mismos con nosotros peligros extremos y fatigas durísimas, sufriendo frecuentes bajas en la empalizada y las trincheras, y últimamente casi privados de su campamento. Pero paso [9] esto por alto, no es nada nuevo o inusual pasar fatigas y peligros cuando una ciudad enemiga es asediada. Pero hay otro aspecto que sí demuestra un resentimiento y un odio implacable e inexorable: Aníbal, con un enorme [10] ejército de infantería y caballería, atacó su campamento y en parte lo tomó; la gravedad del peligro no les hizo desistir en absoluto del asedio. Cruzó el Volturno y pasó a fuego el territorio de Cales, y no se alejaron ni un paso ante semejante desastre de sus aliados. Dirigió la ofensiva [11] contra la propia ciudad de Roma, y ni siquiera se preocuparon de la amenaza de semejante tormenta. Cruzó el Anio y plantó su campamento a tres millas de la ciudad, y por último se acercó a las mismas murallas y puertas, les hizo ver que les quitaría Roma si no dejaban Capua: no la [12] dejaron. Los animales salvajes, impulsados por el furor de un instinto ciego, si vas contra sus cubiles y sus crías, puedes hacer que se vuelvan para defender a los suyos; [13] a los romanos no los alejó de Capua ni el asedio de Roma, ni sus mujeres e hijos, cuyos llantos se podían oír casi desde aquí, ni los altares, los hogares, los santuarios de los dioses, ni las tumbas de sus mayores profanadas y violadas: tan intensas eran sus ansias de castigarnos, tan [14] grande su sed de beberse nuestra sangre. Y tal vez con razón; nosotros habríamos también hecho lo mismo de habérsenos presentado la oportunidad. Por eso, puesto que ha sido otra la voluntad de los dioses inmortales y yo ni siquiera puedo rehusar la muerte, sí puedo, mientras soy libre y dueño de mí, evitar con una muerte honrosa y a la vez dulce los suplicios y ultrajes que el enemigo prepara. [15] Yo no veré a Apio Claudio y Quinto Fulvio exultantes con su insolente victoria, ni me veré, cargado de cadenas, arrastrado por la ciudad de Roma dando vistosidad a su triunfo para después ser metido en una prisión o atado a un poste y doblegar el cuello ante un hacha romana, con la espalda destrozada por las varas; no veré cómo es incendiada y arrasada mi patria, y arrastradas para ser deshonradas las madres campanas y las doncellas y los muchachos [16] libres. Arrasaron hasta los cimientos Alba, de donde ellos eran oriundos, para que no quedase memoria de su estirpe y sus orígenes; mucho menos voy a creer que perdonarán a Capua, a la que odian más que a Cartago.[17] Conque aquellos de vosotros que quieran plegarse ante el destino antes de ver todos estos horrores tienen hoy preparado y dispuesto un convite en mi casa. Una vez [18] saciados de vino y comida, irá pasando por turno la misma copa que me será presentada a mí; esa bebida librará el cuerpo de los suplicios, el espíritu de los ultrajes, los ojos y los oídos de ver y oír todas las atrocidades e ignominias que esperan a los vencidos. Habrá alguien preparado para arrojar nuestros cuerpos sin vida a una gran pira encendida en el patio de mi casa. Ésta es la única posibilidad [19] de una muerte honorable y libre. Los propios enemigos admirarán nuestro valor y además Aníbal sabrá que ha abandonado y traicionado a unos aliados valerosos».
Suicidio colectivo de veintisiete senadores de Capua , rendición y medidas posteriores
Fueron más los que asintieron a este [14] discurso de Virrio que los que tuvieron el valor de poner en práctica lo que aprobaban. La mayoría de los senadores, [2] confiando en que tampoco con ellos sería implacable el pueblo romano que tantas veces en numerosas guerras había dado muestras de clemencia, votaron y enviaron embajadores para entregar Capua a los romanos. Unos veintisiete senadores acompañaron a Vibio Virrio [3] a su casa y después de comer con él y aturdir con el vino sus mentes cuanto les fue posible para no ser conscientes de su inminente desgracia, bebieron todos el veneno; después, abandonando el convite, dándose la mano y un [4] último abrazo y llorando por su fin y el de la patria, unos se quedaron para ser quemados en la misma pira y otros se marcharon a sus casas. El exceso de comida y bebida en [5] sus venas restó eficacia a la fuerza del veneno para precipitar su muerte, por eso la mayoría de ellos continuaron con vida durante toda la noche y parte del día siguiente, pero antes de que se les abrieran las puertas a los enemigos expiraron todos.
[6] Al siguiente día, por orden de los procónsules, se abrió la puerta de Júpiter, que quedaba frente al campamento romano. Por ella entró una legión y dos escuadrones 31 [7] de caballería con el legado Gayo Fulvio. Éste, como primera medida, dispuso que se le entregasen todas las armas que había en Capua, tanto defensivas como ofensivas, y después de apostar guardias en todas las puertas para que nadie pudiera salir o escapar, arrestó a toda la guarnición cartaginesa y ordenó al senado campano que fuera al campamento, a presencia de los generales romanos. [8] Cuando llegaron allí, inmediatamente fueron todos encadenados y recibieron orden de entregar a los cuestores el oro y la plata que poseían. El oro pesó dos mil setenta libras [9] y la plata treinta y un mil doscientas. Veinticinco senadores fueron enviados a Cales para su custodia y veintiocho a Teano, cuyo voto estaba comprobado que había sido decisivo para rebelarse contra los romanos.
[15] En lo referente al castigo del senado campano, Fulvio y Claudio tenían criterios muy distintos. Claudio era proclive a conceder el perdón, Fulvio era partidario de mayor [2] rigor. Por eso Apio se inclinaba por remitir al senado, a [3] Roma, cualquier decisión sobre el asunto; lo que procedía era que los senadores tuvieran la posibilidad de indagar si los campanos habían compartido sus planes con alguno de los pueblos latinos aliados, y si habían contado con su [4] colaboración en la guerra. Pero Fulvio decía que había que evitar por encima de todo que los ánimos de los aliados leales se viesen turbados por acusaciones dudosas y expuestos a las denuncias de quienes no tenían el menor escrúpulo en decir o hacer cualquier cosa; él, por tanto, pensaba obstaculizar y hacer imposible tal investigación. Después de este cambio de impresiones se separaron y [5] Apio estaba seguro de que, a pesar de la dureza de sus palabras, en una cuestión de tanta trascendencia su colega esperaría a recibir carta de Roma, pero Fulvio, precisamente [6] para evitar que ello obstaculizase sus propósitos, disolvió el consejo militar y ordenó a los tribunos militares y a los prefectos de los aliados que seleccionaran a dos mil jinetes y les dieran instrucciones de estar preparados al toque del tercer relevo de la guardia.
Partió por la noche para Teano con estas fuerzas de [7] caballería y al amanecer cruzó la puerta y se dirigió al foro. Nada más entrar los jinetes se produjo una aglomeración de gente; mandó llamar al magistrado 32 sidicino y le ordenó que trajera a los campanos que tenía bajo custodia. Los trajeron a todos y fueron azotados con las varas [8] y decapitados. De allí marchó a galope tendido a Cales; una vez allí, cuando ya se había sentado en el tribunal y los campanos, que había mandado traer, estaban siendo atados al palo, llegó de Roma un jinete a toda velocidad y le entregó a Fulvio una carta del pretor Gayo Calpurnio y un decreto del senado. Desde el tribunal corrió por [9] toda la asamblea el rumor de que todo lo referente a los campanos pasaba a competencia del senado. Fulvio, convencido de que así era, cogió la carta y la guardó entre su ropa sin abrirla y ordenó al pregonero que mandase al lictor proceder de acuerdo con la ley. De esta forma fueron también ejecutados los que estaban en Cales. Después [10] se dio lectura a la carta y al decreto del senado, demasiado tarde para impedir una ejecución cuyo cumplimiento se había apresurado por todos los medios para que nada pudiese impedirla. Cuando ya se estaba levantando [11] Fulvio, el campano Táurea Vibelio, avanzando entre la multitud, lo llamó por su nombre, y cuando Flaco se sentó de nuevo preguntándose sorprendido qué querría de él, [12] dijo: «Haz que me maten a mí también, para que puedas presumir de haber dado muerte a un hombre mucho más [13] valiente que tú». Flaco dijo que sin duda no estaba en sus cabales, pero que aunque quisiera hacerlo se lo impedía [14] un decreto del senado; entonces Vibelio dijo: «Puesto que, después de haber sido tomada mi patria y haber perdido a mis parientes y amigos, pues yo mismo quité la vida a mi esposa y a mis hijos con mis propias manos para que no sufrieran ningún ultraje, a mí ni siquiera se me da la oportunidad de morir como estos compatriotas míos, que [15] sea mi valor el que me libere de esta vida odiosa». Y así, atravesándose el pecho con una espada que había escondido entre su ropa, cayó agonizante a los pies del general.
[16] Como el hecho de la ejecución de los campanos y muchos otros se llevaron a cabo por decisión de Flaco exclusivamente, algunos historiadores 33 dicen que Apio Claudio [2] murió justo antes de la rendición de Capua, y también que este Táurea ni fue a Cales voluntariamente ni se quitó la vida por su propia mano, sino que cuando era atado al poste con los demás, Flaco ordenó imponer silencio porque en medio de aquel ruido había dificultad para oír lo [3] que éste gritaba, y entonces Táurea pronunció las palabras ya mencionadas: que él, un hombre muy valeroso, moría por orden de quien no se le podía comparar en valor; tras estas palabras, el pregonero, por orden del procónsul, sentenció: «Lictor, aplícale las varas a ese valiente y comienza [4] por él la aplicación de la ley». Algunos autores sostienen además que antes de la ejecución se leyó el decreto del senado, pero como en éste se añadía que «si le parecía» 34 remitiese al senado toda la cuestión, interpretó que se dejaba a su criterio el valorar lo que consideraba como lo mejor para el Estado.
De Cales regresó a Capua, y recibió la sumisión de [5] Atela y Calacia; también aquí fueron castigados los responsables políticos. Así, fueron ejecutados en torno a [6] setenta 35 senadores de los más significados; cerca de trescientos nobles campanos fueron metidos en prisión; otros fueron repartidos por las ciudades latinas aliadas, para su custodia, y murieron por diferentes circunstancias; el resto de la ciudadanía campana fueron vendidos como esclavos. Se debatió luego acerca del destino de la ciudad y su [7] territorio, opinando algunos que una ciudad tan poderosa, tan próxima y tan hostil debía ser arrasada. Pero prevalecieron las razones de tipo práctico inmediato, pues en consideración a su territorio, que sin duda era el primero de Italia por la fertilidad de su tierra, que producía en abundancia frutos de todas clases, se conservó la ciudad para que sirviera de residencia de los labradores. Para poblar [8] la ciudad se dejó que siguiera allí la multitud de residentes forasteros, de libertos, de pequeños comerciantes y artesanos; todo el territorio y los edificios pasaron a propiedad del pueblo romano. Pero se acordó que Capua fuese [9] una ciudad sólo en el sentido de lugar de residencia, temporal o permanente, o sea que no hubiese ningún organismo político: ni senado, ni asamblea popular ni magistraturas; que fuese una masa que al no tener consejo público ni [10] autoridad, nada que la aglutinase, fuese incapaz de ponerse de acuerdo; para administrar justicia se enviaría todos [11] los años un prefecto 36 desde Roma. Se organizó así la situación de Capua con un plan encomiable desde todos los puntos de vista. Se tomaron medidas severas y rápidas con los máximos responsables; la masa de ciudadanos fue [12] dispersada sin ninguna esperanza de retorno; no se aplicó el drástico recurso del fuego o la demolición contra las murallas o los edificios, que no tenían culpa, y aparte de otras ventajas se consiguió también aparecer como clementes ante los aliados al dejar intacta una ciudad nobilísima y riquísima cuya destrucción habría deplorado toda la Campania [13] y todos los pueblos vecinos a ella. El enemigo se vio forzado a reconocer lo enérgicos que eran los romanos a la hora de castigar a los aliados desleales y lo nulo que era el apoyo de Aníbal para defender a los que se habían puesto bajo su protección.
En Hispania, Nerón se enfrenta a Asdrúbal. Roma elige a Publio Cornelio Escipión como general supremo
[17] Libre de preocupación en lo que a Capua se refería, el senado romano acordó asignar a Gayo Nerón seis mil soldados de infantería y trescientos de caballería, elegidos por él entre las dos legiones que había tenido a sus órdenes en Capua, y otros tantos soldados de a pie y ochocientos jinetes de los aliados de la [2] confederación latina. Este ejército embarcó en Putéolos y Nerón lo condujo a Hispania. Llegó a Tarragona con las naves, desembarcó allí las tropas, y después de varar las naves armó también a las tripulaciones para incrementar el número de tropas; [3] partió hacia el Ebro y se hizo cargo del ejército de Tiberio Fonteyo y Lucio Marcio. Después emprendió la marcha en dirección al enemigo. Asdrúbal el de Amílcar tenía [4] su campamento en Piedras Negras 37 , lugar éste situado en la Ausetania entre las plazas de Iliturgi y Mentisa. Era un desfiladero, cuya entrada ocupó Nerón. Asdrúbal, [5] ante el temor a verse atrapado, envió un parlamentario con la promesa de que si le permitía salir de allí sacaría de Hispania todas sus tropas. El romano aceptó la propuesta [6] de muy buen grado y Asdrúbal pidió una entrevista para el día siguiente para acordar personalmente los términos de la entrega de las ciudadelas de las ciudades y fijar la fecha de la retirada de las guarniciones de forma que los cartagineses pudieran llevarse todas sus cosas sin daño. Aceptado esto, Asdrúbal ordenó que las tropas más pesadas [7] fueran saliendo del desfiladero por donde pudieran, comenzando al anochecer y continuando durante toda la noche. Puso el mayor cuidado en que no salieran muchos [8] aquella noche, puesto que un número reducido era en sí más adecuado tanto para pasar en silencio sin que el enemigo se diera cuenta como para escapar por veredas angostas y difíciles. Al día siguiente, acudieron a la conferencia, [9] pero se pasó el día hablando mucho y escribiendo deliberadamente detalles que no venían al caso, y hubo que dejarlo para el día siguiente. El contar con otra [10] noche dio lugar a evacuar a más hombres, y tampoco al otro día se acabó la cosa. De esta forma pasaron varios [11] días discutiendo públicamente las condiciones y varias noches haciendo salir en secreto cartagineses del campamento. Y cuando ya había salido la mayor parte del ejército, ya ni siquiera se mantenían las propias propuestas iniciales [12] y el acuerdo estaba cada vez más lejano, pues había menos motivos para mantener la palabra a medida que había menos que temer. Cuando ya habían salido del desfiladero casi todas las tropas de infantería, un día, al amanecer, una densa niebla envolvió por completo el desfiladero y los campos del contorno. Nada más percatarse de ello, Asdrúbal mandó a Nerón aviso para que se aplazasen las conversaciones para el día siguiente, pues aquel día por motivos religiosos los cartagineses no podían tratar ningún asunto [13] importante. Como ni siquiera entonces se sospechó el engaño, se les concedió aquel día de favor, y Asdrúbal, saliendo inmediatamente del campamento con la caballería y los elefantes sin hacer ruido alguno llegó a lugar seguro. [14] Aproximadamente tres horas después de amanecer, el sol disipó la niebla y abrió el día, y los romanos vieron vacío [15] el campamento enemigo. Por fin entonces se dio cuenta Claudio del engaño cartaginés, y nada más comprender que había caído en una trampa se lanzó en persecución de los que se habían marchado, preparado para entrar en combate. [16] Pero el enemigo rehuía el enfrentamiento. Se producían, no obstante, pequeñas escaramuzas entre la retaguardia de la columna cartaginesa y la vanguardia de los romanos.
[18] Entretanto los pueblos de Hispania que se habían rebelado contra los romanos después de la derrota 38 sufrida por éstos no volvían a su lado, y tampoco se rebelaban [2] otros nuevos. En Roma, una vez reconquistada Capua, tanto el pueblo como el senado estaban ahora más preocupados por Hispania que por Italia. Se consideraba conveniente reforzar el ejército y enviar allí un general 39 . [3] No había acuerdo acerca de qué persona enviar, aunque sí en que había que elegir con el mayor cuidado, para un frente en el que habían caído en el espacio de treinta días dos grandes generales, a la persona que había de reemplazarlos a los dos. Como se proponían diferentes nombres, [4] finalmente se llegó a la solución de convocar los comicios para la elección de un procónsul para Hispania, y los cónsules fijaron la fecha de la convocatoria. En un principio [5] se esperaba que presentasen su candidatura aquellos que se considerasen dignos de tan alto mando; cuando esta expectativa se frustró, se reprodujo el dolor por la derrota sufrida y de nuevo se echó de menos a los generales perdidos.
La ciudadanía, por tanto, estaba abatida y sin saber [6] qué hacer, pero no obstante bajó al Campo de Marte el día de los comicios; vuelta hacia los magistrados, observaba los rostros de los ciudadanos principales, que a su vez se miraban unos a otros, y murmuraba que la situación era tan desesperada y se confiaba tan poco en la supervivencia del Estado que nadie tenía el valor de hacerse cargo del mando supremo en Hispania; entonces Publio Cornelio, [7] hijo del Publio que había caído en Hispania, joven de unos veinticuatro años de edad, manifestó de pronto que optaba al cargo y se colocó en un lugar más elevado, donde se le pudiera ver. Cuando todas las miradas se concentraron [8] en él, los gritos y aplausos hicieron presagiar inmediatamente un mando feliz y afortunado. Luego, cuando [9] se les pidió que emitieran su voto, todos sin excepción, no sólo las centurias en conjunto sino cada uno individualmente, decidieron que el mando de Hispania fuese para Publio Escipión. Pero después de finalizada la votación, [10] cuando en los ánimos se calmó la impetuosidad y la euforia, se produjo un repentino silencio y una callada reflexión sobre lo que habían hecho, no fuera a ser que la [11] simpatía se hubiera impuesto a la razón. Les preocupaba sobre todo su corta edad 40 ; algunos se estremecían además pensando en el sino de aquella casa y en el nombre de quien pertenecía a dos familias de luto y marchaba a unas provincias donde la acción se desarrollaría entre las tumbas de su padre y de su tío.
Semblanza de Escipión. Su llegada a Hispania y primeras operaciones
[19] Cuando Escipión advirtió este desasosiego y preocupación de la multitud después de una votación llevada a cabo con tanto entusiasmo, convocó una asamblea y disertó acerca de su edad, del mando que se le había confiado y de la guerra que tenía que dirigir, con una amplitud de espíritu y un [2] tono tan elevado que despertó de nuevo y reavivó el entusiasmo que se había apagado y llenó a la gente de una esperanza más firme que la que suele inspirar la confianza en las promesas de los hombres o la consideración racional [3] de los hechos. Y es que Escipión no sólo fue admirable por sus cualidades reales sino que estaba además dotado desde su juventud de una especie de arte para hacerlas [4] resaltar, presentando a la gente la mayoría de sus acciones como sugeridas por visiones nocturnas o inspiradas por la divinidad, tal vez porque él mismo estaba poseído por alguna forma de superstición o tal vez para que sus órdenes y sus consejos fuesen ejecutados sin vacilar como si emanaran [5] de la respuesta de un oráculo. Además, para predisponer los ánimos ya desde el principio, desde que vistió la toga viril, su primera acción de todos los días, tanto pública como privada, era dirigirse al Capitolio y una vez dentro del templo sentarse y pasar un tiempo allí retirado, ordinariamente a solas. Esta costumbre, que conservó durante [6] toda su vida, hizo que algunos dieran fe a la creencia, difundida casual o intencionadamente, de que era un hombre de estirpe divina, e hizo que se repitieran las habladurías [7] que ya antes habían corrido acerca de Alejandro Magno, igualmente inconsistentes y fantásticas, de que había sido engendrado en el concúbito con una enorme serpiente y que la prodigiosa aparición había sido vista varias veces en la habitación de su madre, deslizándose y desapareciendo de repente de la vista cuando llegaba gente. Personalmente [8] nunca desmintió tales maravillas, es más, incluso les dio pábulo con una especial habilidad para no negar ni afirmar abiertamente nada semejante. Muchos otros [9] detalles del mismo género, unos verdaderos y otros inventados, habían sobrepasado en el caso de aquel joven los límites de la admiración por un ser humano. Fundándose en ellos entonces, los ciudadanos confiaron tan importante empresa y tan alto mando a quien por su edad no había alcanzado la madurez.
A las tropas que quedaban en Hispania del antiguo [10] ejército y a las que habían pasado en barco desde Putéolos con Gayo Nerón se añadieron diez mil hombres de infantería y mil de caballería, y el propretor Marco Junio Silano le fue asignado como ayudante para dirigir las operaciones. Así, con una flota de treinta naves —todas quinquerremes, [11] por otra parte—, salió de la desembocadura del Tíber siguiendo la costa del mar Etrusco y después de contornear los Alpes y el golfo Gálico y el promontorio de los Pirineos desembarcó las tropas en Ampurias 41 , ciudad griega cuyos habitantes son también 42 oriundos de Focea. Desde [12] allí, después de ordenar a las naves que continuaran, marchó por tierra a Tarragona, donde celebró una reunión con todos los aliados, pues al correrse la voz de su llegada habían [13] afluido delegaciones desde toda la provincia. Allí hizo sacar a tierra las naves y reenvió las cuatro trirremes marsellesas que le habían dado escolta de honor desde su [14] país. A continuación procedió a dar respuesta a las delegaciones, que estaban en suspenso ante la diversidad de acontecimientos tan numerosos, y lo hizo con tal grandeza de ánimo, basada en la enorme confianza que tenía en su propia valía, que no salió de sus labios ni una palabra arrogante, y todo lo que dijo rebosaba autoridad y sinceridad.
[20] Partió de Tarragona y se dirigió a las ciudades aliadas y a los cuarteles de invierno del ejército, y felicitó a las tropas porque habían mantenido la provincia a pesar de haber [2] sufrido dos derrotas sucesivas tan serias y, sin dejarle al enemigo sacar ventaja de sus éxitos, lo habían mantenido alejado de todo el territorio del lado de acá del Ebro, y [3] porque habían protegido fielmente a sus aliados. Tenía a Marcio a su lado y lo trataba con tanta consideración que resultaba evidente que la última cosa que le preocupaba era que alguien fuese un obstáculo para su propia gloria. [4] Después, Silano reemplazó a Nerón, y las nuevas tropas fueron conducidas a los cuarteles de invierno. Escipión, después de iniciar y llevar a cabo sin pérdida de tiempo todo lo que era preciso poner en marcha y hacer, regresó [5] a Tarragona. Entre los enemigos la fama de Escipión era tan grande como entre sus conciudadanos y aliados, y un vago presentimiento de lo que iba a ocurrir les hacía sentir un miedo tanto mayor cuanto menos explicable era racionalmente [6] ese miedo, surgido sin motivo aparente. Habían ido a establecer sus cuarteles de invierno en distintas direcciones: Asdrúbal el de Gisgón, hacia Cádiz, en el Océano; Magón, hacia el interior, concretamente al norte del macizo de Cástulo 43 ; Asdrúbal el hijo de Amílcar invernó cerca del Ebro, en las proximidades de Sagunto 44 .
Flota púnica en Tarento. Ovación para Marcelo. Operaciones en Sicilia
A finales del verano en que fue tomada [7] Capua y Escipión llegó a Hispania, una flota cartaginesa llamada de Sicilia a Tarento para impedir el aprovisionamiento de la guarnición romana que se encontraba en la ciudadela de Tarento había bloqueado, es cierto, todas las vías de acceso a la [8] ciudadela desde el mar, pero al prolongar demasiado el bloqueo hacía más aguda la escasez de víveres para sus aliados que para el enemigo, pues a pesar de que la costa [9] estaba tranquila y los puertos abiertos gracias a la protección de las naves cartaginesas, aun así no se les podía suministrar a los tarentinos tanto trigo como consumía la propia flota, con una tripulación en la que se entremezclaban gentes de todo tipo, de suerte que la guarnición de la [10] ciudadela, al ser poco numerosa, aun sin llegarle provisiones podía sustentarse con las que se habían almacenado previamente, mientras que los tarentinos y la flota ni siquiera con nuevos suministros tenían suficiente. Al final [11] la flota se retiró 45 , y su marcha produjo mayor satisfacción que su llegada. Pero la escasez no se alivió gran cosa, porque al cesar la protección naval no se podía suministrar trigo.
[21] Al finalizar aquel mismo verano regresó Marco Marcelo de la provincia de Sicilia a Roma, y el pretor Gayo Calpurnio le concedió una audiencia del senado junto al [2] templo de Belona. En ella, después de hacer un relato de sus campañas y quejarse sin acritud, más por sus hombres que por él, por el hecho de que no se le hubiera permitido traer al ejército una vez cumplida su misión, pidió que se [3] le permitiera entrar en triunfo en la ciudad. No lo consiguió. Se discutió largamente qué sería más improcedente: negarle el triunfo ahora que estaba presente a un hombre en cuyo nombre se había decretado una acción de gracias cuando estaba ausente y se había honrado a los dioses inmortales [4] por los éxitos conseguidos bajo su mando, o que un general a quien se había dado orden de entregar el ejército a su sucesor —cosa que sólo se decretaba cuando una provincia continuaba en guerra— celebrase el triunfo como si la guerra hubiera concluido y sin contar con la presencia del ejército que podía atestiguar si el triunfo era merecido o no. Se optó por una salida intermedia: que [5] entrase en Roma con los honores de la ovación. Los tribunos de la plebe, con la autorización del senado, presentaron al pueblo la propuesta de que Marco Marcelo se invistiese del poder supremo el día que entrase en la ciudad [6] recibiendo la ovación. La víspera de su entrada en Roma celebró el triunfo en el monte Albano 46 . Después, durante la ovación, entró en la ciudad precedido por un botín considerable. [7] Junto con una representación de la toma de Siracusa, con catapultas, ballestas y todas las restantes máquinas de guerra, iban los objetos con que una realeza opulenta [8] había decorado una larga paz, gran cantidad de bronce y plata labrada y otros objetos y telas preciosas, así como muchas estatuas famosas con las que se había engalanado Siracusa como las principales ciudades de Grecia. También, [9] como expresión de la victoria sobre los cartagineses, desfilaron ocho elefantes, y no fue menos digno de ver el espectáculo de Sosis el siracusano y Mérico 47 el hispano, que iban delante con coronas de oro; el primero de ellos había [10] dirigido la entrada nocturna en Siracusa, y el segundo había entregado Naso y su guarnición. A estos dos se les [11] concedió la ciudadanía y quinientas yugadas de tierra a cada uno, a Sosis en el territorio siracusano que hubiera pertenecido al rey o a enemigos del pueblo romano, y en Siracusa una casa elegida por él entre las de aquellos que habían sido castigados conforme a las leyes de la guerra; a Mérico y los hispanos que se habían pasado con él se [12] acordó concederles en Sicilia una ciudad, con su territorio, de las que habían abandonado la causa de Roma. Se encargó [13] a Marco Cornelio 48 de asignarles la ciudad y el territorio donde le pareciera. En ese mismo territorio se le asignaron cuatrocientas yugadas de tierra a Beligene, que había inducido a Mérico a pasarse al otro bando. Después [14] de marchar Marcelo de Sicilia, la flota cartaginesa desembarcó ocho mil soldados de a pie y tres mil jinetes númidas. Las ciudades de Murgencia y Ergecio se pasaron a su bando, defección que secundaron Hibla y Macela y algunas otras menos conocidas. Los númidas, a las órdenes [15] de su prefecto Mútines, recorrían toda Sicilia prendiendo fuego a las tierras de labor de los aliados del pueblo romano. Por otro lado, las tropas romanas, irritadas en parte [16] porque no se les había permitido abandonar la provincia junto con su general y en parte porque se les había prohibido pasar el invierno en las ciudades, cumplían con desgana sus obligaciones militares y si no se amotinaban era [17] más por falta de un líder que de voluntad. En medio de estas dificultades, el pretor Marco Cornelio calmó los ánimos de los soldados a base de alentarlos unas veces y de castigarlos otras, y además sometió de nuevo a obediencia a las ciudades que se habían sublevado y una de ellas, Murgencia 49 , se la asignó a los hispanos, a quienes por decreto del senado se les debía una ciudad con su territorio.
Elecciones en Roma. Juegos. Prodigios
[22] Como los dos cónsules tenían por provincia Apulia y como Aníbal y los cartagineses representaban ya menor peligro, se les dieron instrucciones de echar a suertes Apulia y Macedonia. A Sulpicio le [2] correspondió Macedonia, reemplazando a Levino. Fulvio fue llamado a Roma para las elecciones, y cuando estaba celebrando los comicios para elegir cónsules, la centuria prerrogativa 50 , la Voturia de jóvenes, votó a Tito Manlio [3] Torcuato y Tito Otacilio. Como la multitud se aglomeró alrededor de Manlio, que estaba presente, para darle la enhorabuena, y el sentir común popular no ofrecía dudas, él, escoltado por un gran número de gente, se acercó al [4] tribunal del cónsul y le pidió que escuchase unas breves palabras suyas y mandase llamar otra vez a la centuria que [5] había emitido el voto. Mientras todos estaban expectantes, atentos a lo que iría a pedir, alegó como excusa una enfermedad [6] de la vista diciendo que no tenía pudor un gobernante o un general que, a pesar de tener que hacerlo todo por medio de los ojos de otros, demandaba que le fueran [7] confiadas la vida y la suerte de los demás; por consiguiente, si al cónsul le parecía bien, que hiciese votar otra vez a la Voturia de jóvenes y le hiciese recordar, a la hora de elegir cónsules, la guerra que había en Italia y las circunstancias que atravesaba el Estado; apenas si había dejado [8] de zumbar en sus oídos el estrépito tumultuoso que había producido el enemigo al aproximarse a las murallas de Roma hacía pocos meses. Tras estas palabras, la centuria, con un nutrido clamor, manifestó que no cambiaba lo más mínimo su opinión y que volvería a votar a los mismos cónsules. Entonces Torcuato dijo: «Ni yo podré, si soy cónsul, [9] aguantar vuestra manera de comportaros ni vosotros mi autoridad. Volved a votar y pensad que la guerra púnica está en Italia y que el general enemigo es Aníbal». La [10] centuria, entonces, impresionada por la autoridad de aquel hombre y por los murmullos de admiración de los circunstantes, pidió al cónsul que llamara a la Voturia de mayores, que ellos querían cambiar impresiones con los de más [11] edad y votar a los cónsules teniendo en cuenta su autoridad. Llamados los mayores de la Voturia se les concedió un tiempo para hablar aparte con ellos en el Cercado 51 . Los mayores dijeron que había que deliberar acerca de tres [12] candidatos: dos que habían desempeñado ya muchos cargos, Quinto Fabio y Marco Marcelo, y, si de verdad querían que se eligiese cónsul a alguien nuevo para enfrentarse a los cartagineses, Marco Valerio Levino, que había llevado a cabo una brillante campaña por tierra y mar contra el rey Filipo. Una vez expuestas las opiniones acerca de [13] los tres, los mayores se retiraron y los jóvenes emitieron sufragio. Dieron su voto para el consulado a Marco Claudio, en el candelero entonces por el sometimiento de Sicilia, y a Marco Valerio, ausentes ambos. Todas las centurias [14] siguieron el ejemplo de la prerrogativa. ¡Como para burlarse ahora de los que admiran el pasado! Si existiera una ciudad de sabios como, más que conocer, imaginan los filósofos, yo, la verdad, no creo que pudieran constituirla ni unos notables más ponderados y menos dominados por la ambición de poder ni una masa con mejor conducta. [15] Francamente, que una centuria de jóvenes haya querido consultar a los mayores a quién confiar el mando con su voto, parece algo casi increíble en estos tiempos en que incluso la autoridad de los padres carece de valor y de peso ante los hijos.
[23] Se celebraron a continuación las elecciones de pretores. Fueron elegidos Publio Manlio Volsón, Lucio Manlio Acidino, [2] Gayo Letorio y Lucio Cincio Alimento 52 . Casualmente ocurrió que una vez finalizados los comicios llegó la noticia de que había fallecido en Sicilia Tito Otacilio, al que según todos los indicios el pueblo estaba dispuesto a elegir en su ausencia como colega de Tito Manlio de no [3] haberse interrumpido el orden de las elecciones. Los Juegos Apolinares se habían celebrado el año anterior, y el senado, a propuesta del pretor Calpurnio, decretó que se celebrasen también aquel año y se prometiesen con voto para [4] todos los años. Aquel mismo año fueron observados y anunciados varios prodigios. La Victoria que estaba sobre el pináculo del templo de la Concordia 53 , alcanzada por un rayo y derribada, quedó enganchada en las Victorias [5] que había en las antefijas y no se cayó al suelo. También llegaron noticias de que en Anagnia y Fregelas la muralla y las puertas habían sido alcanzadas por rayos, que en el foro de Suberto habían corrido arroyos de sangre durante un día entero, que en Ereto había llovido piedra y en Reate había parido una mula. Estos prodigios fueron [6] expiados con víctimas mayores y se fijó un día de plegarias públicas y un novenario sacro. Varios sacerdotes públicos [7] murieron aquel año y se nombraron sustitutos: Marco Emilio Lépido, para ocupar la plaza de Manio Emilio Númida, decénviro de los sacrificios; para el puesto de Marco Pomponio Matón, pontífice, Gayo Livio; en lugar de Espurio Carvilio Máximo, augur, Marco Servilio. No se hizo [8] nombramiento para ocupar la plaza del pontífice Tito Otacilio Craso porque murió al finalizar el año. Gayo Claudio, flamen de Júpiter, renunció a su cargo porque había presentado de forma indebida las entrañas de la víctima de un sacrificio.
Pacto romano con los etolios contra Filipo. Ocupación de Anticira
Por las mismas fechas, Marco Valerio [24] Levino, después de haber sondeado en conversaciones secretas la actitud de los jefes etolios, acudió con una flota ligera a la asamblea de los etolios, cuya celebración había sido señalada previamente con ese expreso fin. En ella presentó la toma de Siracusa [2] y de Capua como pruebas de los éxitos romanos en Sicilia y en Italia, y añadió que los romanos tenían una costumbre [3] que les venía ya de sus antepasados: tratar bien a sus aliados; a unos les habían dado la ciudadanía en igualdad de derechos con ellos mismos y a otros los mantenían en una situación tal que preferían ser aliados mejor que ciudadanos; siendo los etolios el primer pueblo de ultramar [4] en estrechar lazos de amistad con Roma gozarían por ello de mayor consideración; Filipo y los macedonios eran [5] vecinos peligrosos para ellos, y él había quebrantado ya su poder y su orgullo y además los iba a reducir a tal situación que no sólo tendrían que abandonar las ciudades que les habían quitado a los etolios por la fuerza sino que incluso [6] Macedonia sería poco segura para ellos; y a los acarnanios, que se habían separado de la federación de los etolios con gran disgusto de éstos, los iba a reducir de nuevo a la antigua situación, sometidos a su ley y su [7] control. Las promesas contenidas en estas palabras del general romano las confirmaron con su autoridad Escopas, que entonces era pretor 54 de aquel pueblo, y Dorímaco, un etolio muy notable, exaltando el poder y la majestad del pueblo romano más fielmente y con menos reservas. [8] Con todo, lo que más les atraía era la esperanza de apoderarse de Acarnania. Se consignaron por escrito, por consiguiente, las condiciones en que pasaban a ser amigos y [9] aliados del pueblo romano, añadiendo que si les parecía bien y querían, tuviesen los mismos vínculos de amistad los eleos y los lacedemonios y Átalo y Pléurato y Escerdiledo, reyes, Átalo de Asia y los otros dos de los tracios [10] y los ilirios; los etolios iniciarían de inmediato una ofensiva por tierra contra Filipo, y los romanos les ayudarían [11] con no menos de veinticinco quinquerremes; el suelo, los edificios, los muros y los campos de las ciudades desde Etolia hasta Corcira serían para los etolios, y para el pueblo romano todo el resto del botín, y los romanos pondrían los medios para que los etolios se hicieran con Acarnania; [12] en caso de que los etolios firmaran la paz con Filipo, se haría constar por escrito en el tratado que la paz sería firme si desistía de hacer la guerra a los romanos y sus aliados y los pueblos que estaban sometidos a ellos; [13] igualmente, el pueblo romano, en caso de llegar a una alianza con el rey, pondría los medios para que éste no tuviese derecho a hacerles la guerra a los etolios y sus aliados. Éstos fueron los términos del acuerdo, y el documento [14] fue depositado dos años más tarde en Olimpia por los etolios y en el Capitolio por los romanos, para que hubiera testimonio en los sagrados monumentos. El motivo [15] del retraso fue el largo tiempo que estuvieron retenidos en Roma los embajadores etolios, lo cual no fue obstáculo, sin embargo, para pasar a la acción. Los etolios iniciaron inmediatamente la ofensiva contra Filipo y Levino tomó Zacinto 55 —es una pequeña isla próxima a Etolia; tiene una sola ciudad, del mismo nombre; la tomó al asalto excepto la ciudadela—, las Eníadas y Naso, en Acarnania, y se las entregó a los etolios. Convencido de que [16] Filipo estaba bastante ocupado en la guerra que tenía al lado como para poder pensar en Italia y en los cartagineses y en sus pactos con Aníbal, Levino se retiró a Corcira.
La noticia de la defección de los etolios 56 le llegó a [25] Filipo cuando estaba en Pela 57 en sus cuarteles de invierno. Por ello, como al comienzo de la primavera pensaba marchar [2] a Grecia con su ejército, con el objeto de que en Macedonia, a su retaguardia, el miedo mantuviera quietos a los ilirios y las ciudades vecinas a ellos, hizo una incursión por sorpresa en territorio de los oricinos 58 y apoloniatas, y a estos últimos, que habían salido fuera de sus muros, los rechazó otra vez hacia dentro, aterrados y presa de pánico. [3] Después de devastar la zona próxima de Iliria dirigió su marcha hacia Pelagonia con igual rapidez; a continuación tomó Sintia, ciudad de los dárdanos que podría servirles [4] de paso a éstos hacia Macedonia. Después de estas rápidas acciones, pensando en la guerra de los etolios combinada con la de los romanos bajó a Tesalia atravesando [5] Pelagonia, Linco 59 y Botiea, pues estaba convencido de que podría inducir a estos pueblos a emprender con él la guerra contra los etolios; dejó a Perseo con cuatro mil hombres en las gargantas de entrada a Tesalia para impedirlesel paso a los etolios; él, antes de [6] meterse en operaciones más importantes, llevó el ejército a Macedonia, y de allí [7] a Tracia, al país de los medos. Tenían éstos por costumbre hacer incursiones en Macedonia desde que se dieron cuenta de que el rey estaba ocupado en una guerra exterior [8] y el reino estaba desprotegido. Por eso, para quebrantar las fuerzas de este pueblo, comenzó a devastar sus tierras y simultáneamente a sitiar Ianforina, capital y fortaleza [9] de la Médica. Escopas, nada más enterarse de que el rey había partido para Tracia y que estaba allí empeñado en una guerra, armó a toda la juventud etolia y se dispuso [10] a invadir Acarnania. La población de los acarnanios era inferior en fuerzas y además había perdido ya las Eníadas y Naso, y veía que se le venía encima también una guerra con Roma; para hacerles frente preparó una ofensiva, fruto [11] más de la rabia que de una decisión meditada. Después de enviar a sus mujeres e hijos y a los mayores de sesenta años al cercano Epiro, los que tenían entre dieciséis y sesenta años juraron no volver si no era como vencedores; [12] para que nadie acogiese en su ciudad, en su casa, a su mesa, en su hogar, al que abandonase vencido el campo de batalla, formularon una terrible maldición contra sus compatriotas, y contra sus huéspedes el conjuro más solemne de que fueron capaces; al mismo tiempo rogaron [13] a los epirotas que enterrasen en una tumba común a todos los suyos que hubiesen caído en el campo de batalla y que sobre ella pusieran el siguiente epitafio: «Aquí yacen los [14] acarnanios que sucumbieron luchando por su patria contra la injusta violencia de los etolios». Encendido así su coraje, [15] acamparon frente al enemigo casi en su frontera. Enviaron mensajeros a informar a Filipo de lo crítico de su situación obligándolo a dejar la guerra que tenía al alcance de la mano, con Ianforina rendida y otros resultados favorables. Al principio, la noticia del juramento de los acarnanios había [16] retrasado el ataque de los etolios; después, la de que llegaba Filipo les hizo incluso retroceder al interior de su territorio. Filipo, aunque había avanzado a marchas forzadas [17] para evitar que los acarnanes fueran aplastados, no pasó de Dío 60 ; cuando después se enteró de que los etolios se habían retirado de Acarnania, regresó a su vez a Pela.
A comienzos de la primavera, salió Levino de Corcira [26] con su flota, dobló el promontorio de Léucade y llegó a Naupacto, donde anunció que se dirigía a Antícira 61 , para que Escopas y los etolios estuviesen allí preparados. Antícira [2] está situada en la Lócride, a la izquierda según se entra en el golfo de Corinto. Está a corta distancia de Naupacto tanto por tierra como por mar. Menos de tres días [3] después comenzó el ataque simultáneo por tierra y mar. El acoso por mar era más fuerte porque por ese lado atacaban los romanos y a bordo de las naves había máquinas y artillería de todo tipo. Así, a los pocos días la ciudad se rindió y les fue entregada a los etolios; el botín, de acuerdo [4] con lo pactado, fue para los romanos. Levino recibió una carta notificándole que había sido elegido cónsul en su ausencia y que llegaba Publio Sulpicio para relevarle. Pero él regresó a Roma más tarde de lo que todos esperaban, pues lo retuvo allí una larga enfermedad.
Marcelo, cónsul, es acusado por los sicilianos. Incendio en Roma. Embajada de capua
[5] Marco Marcelo tomó posesión del consulado el quince de marzo y ese mismo día reunió al senado simplemente porque ésa era la costumbre, y manifestó que mientras estuviera ausente su colega, no trataría ningún asunto concerniente al Estado [6] o a las provincias; dijo que estaba al corriente de que había muchos sicilianos en las cercanías de Roma en las villas de sus detractores; que estaba tan lejos de ser él quien les impidiese difundir abiertamente en Roma las acusaciones que le achacaban sus enemigos, [7] que él mismo les habría concedido inmediatamente audiencia ante el senado si no anduvieran simulando sentir ciertos reparos en hablar de un cónsul en ausencia de su colega; ahora bien, en cuanto llegase su colega, no permitiría que se tratase ninguna cuestión antes de que los sicilianos [8] se presentasen ante el senado; Marco Cornelio casi había hecho una leva en toda Sicilia para que viniera a Roma el mayor número a presentar quejas contra él, y había llenado la ciudad de cartas con el embuste de que en Sicilia [9] continuaba la guerra, para rebajar su gloria. El cónsul adquirió aquel día reputación de hombre moderado, despidió al senado, y parecía que iba a haber una suspensión total de los asuntos públicos hasta que el otro cónsul llegase a la ciudad.
La inactividad, como de costumbre, suscitó rumores [10] entre la población. Se quejaban de la duración de la guerra y de la devastación, en las cercanías de Roma, de las tierras por donde había pasado Aníbal con su columna a la ofensiva, de las movilizaciones que habían extenuado Italia, de que casi cada año era aniquilado un ejército, de la [11] elección para el consulado de dos hombres belicosos, fogosos y soberbios en demasía que serían capaces de desencadenar una guerra incluso en tiempos de paz y calma, y con mayor razón durante la guerra iban a dejar sin resuello a la ciudadanía.
Un incendio que estalló en varios puntos a la vez [27] alrededor del foro la noche anterior al Quincuatro 62 cortó estos comentarios. Ardieron al mismo tiempo las siete [2] tiendas —cinco más tarde— y las oficinas de cambio que ahora se llaman Tiendas Nuevas; después fueron alcanzados [3] por las llamas los edificios privados 63 —pues por entonces no había basílicas—, las Canteras 64 , la Plaza del Pescado y el Atrio Regio 65 . El templo de Vesta se salvó, [4] a duras penas, gracias sobre todo a los esfuerzos de trece esclavos, que fueron rescatados a expensas del Estado y manumitidos. El incendio continuó toda la noche y el día [5] siguiente, y nadie dudaba de que había sido intencionado, porque las llamas habían aparecido a la vez en numerosos puntos, alejados entre sí además. Por ello, el cónsul, con [6] la autorización del senado, anunció en asamblea pública que quien diese información acerca de los responsables del incendio sería recompensado con dinero si era libre y con [7] la libertad si era esclavo. Atraído por esta recompensa, un esclavo de los Calavios de Capua —su nombre era Mano— declaró que eran sus amos y otros cinco jóvenes de la nobleza campana cuyos padres habían sido decapitados por Quinto Fulvio quienes habían provocado aquel incendio e iban a provocar otros por toda la ciudad si no [8] eran detenidos. Fueron arrestados ellos y sus esclavos. Al principio trataron de restar crédito a la denuncia y al delator diciendo que éste el día anterior había sido azotado con las varas y se había escapado de sus amos, y por resentimiento, sin base alguna, a partir de un hecho fortuito [9] se había inventado un delito. Pero cuando se los sometió a un careo y en medio del foro comenzó el interrogatorio 66 de los cómplices del delito, confesaron todos y fueron castigados tanto los amos como sus esclavos cómplices. El delator fue recompensado con la libertad y con veinte mil ases.
[10] A su paso por Capua, los campanos rodearon en masa al cónsul Levino suplicándole entre lágrimas que les permitiese ir a Roma a rogarle al senado que, si al menos entonces podía ablandarlo un poco la compasión, no consumase su perdición permitiendo que Quinto Flaco borrase para [11] siempre la estirpe de los campanos. Flaco aseguraba que él no tenía ninguna animosidad personal contra los campanos; era una enemistad patriótica, y lo seguiría siendo mientras supiera que su actitud hacia el pueblo romano no cambiaba, [12] pues no había sobre la tierra ninguna nación, ningún pueblo más hostil al nombre romano. Por eso los mantenía encerrados en sus murallas, porque cuando algunos por el medio que fuera lograban escapar vagaban por el campo como animales salvajes destrozando y matando cuanto encontraban a su paso. Unos habían huido al lado de Aníbal, [13] otros habían ido a Roma para incendiarla; el cónsul encontraría en el foro medio devorado por las llamas las huellas del crimen de los campanos. Habían asaltado el templo [14] de Vesta con su llama perenne, prenda del imperio de Roma marcada por el destino, custodiada en su santuario; en su opinión, era de lo más arriesgado darles a los campanos la posibilidad de entrar en las murallas de Roma. Levino les dijo a los campanos que lo siguieran a Roma, [15] después de que se comprometieron bajo juramento ante Flaco a estar de vuelta en Capua cinco días después de haber recibido la respuesta del senado. Flanqueado por [16] esta multitud, así como por los sicilianos que habían salido a su encuentro y lo habían seguido a Roma, daba la imagen de un hombre pesaroso por la destrucción de dos famosísimas ciudades que conducía a Roma como acusadores a los vencidos en la guerra por dos celebérrimos guerreros. Sin embargo, los dos cónsules sometieron primero a [17] debate en el senado la situación del Estado y las provincias.
Informe ante el senado. Medidas militares. Marcelo cede Sicilia a su colega
Allí hizo Levino una exposición sobre [28] cómo estaban las cosas en Macedonia, en Grecia, con los etolios, los acarnanios y los locrenses, y sobre las operaciones que él había llevado allí a cabo por tierra y por mar; Filipo había sido rechazado por [2] él a Macedonia cuando les estaba haciendo la guerra a los etolios, y se había retirado al interior de su reino; y por tanto se podía retirar de allí la legión: bastaba la flota para mantener al rey alejado de Italia. Éste fue el informe del cónsul en relación [3] con él mismo y con la provincia que le había sido encomendada. A continuación los dos cónsules sometieron a debate el reparto de provincias. El senado decretó que uno de los cónsules se hiciera cargo de Italia y de la guerra con Aníbal, y que el otro se responsabilizara de la flota que había mandado Tito Otacilio y de Sicilia, con la colaboración [4] del pretor Lucio Cincio. Les fueron asignados los dos ejércitos que estaban en Etruria y en la Galia, compuestos por cuatro legiones: las dos urbanas del año anterior serían enviadas a Etruria, y a la Galia las dos que [5] había mandado el cónsul Sulpicio. Galia y sus legiones estarían bajo el mando de quien designase el cónsul al que [6] correspondiese Italia. A Etruria fue enviado Gayo Calpurnio, al que después de su pretura le fue prorrogado el mando por un año; también a Quinto Fulvio le fue asignada Capua como provincia y se le prorrogó el mando por [7] un año; se le dieron instrucciones de reducir el ejército de ciudadanos y de aliados de manera que de las dos legiones se formase una sola con cinco mil hombres de a pie [8] y trescientos de a caballo, licenciando a los más veteranos, y que se mantuvieran siete mil aliados de infantería y trescientos de caballería siguiendo el mismo criterio de los años [9] de servicios para licenciar a los antiguos soldados. A Gneo Fulvio, cónsul del año anterior, se le mantuvo la provincia, Apulia, y el ejército, sin ningún cambio; se le prorrogó el mando solamente por un año. Publio Sulpicio, su colega, recibió instrucciones de licenciar a todo su ejérci [10] to 67 salvo las tripulaciones de las naves. También se dio orden de licenciar al ejército de Sicilia mandado por Marco [11] Cornelio cuando el cónsul llegara a la provincia. Al pretor Lucio Cincio se le asignaron los excombatientes de Cannas, dos legiones aproximadamente, para defender Sicilia. Otras tantas legiones le fueron asignadas al pretor [12] Volsón, para Cerdeña: las que había comandado Lucio Cornelio el año anterior en la misma provincia. Los cónsules [13] recibieron órdenes de alistar legiones urbanas sin incluir a ningún soldado de los que habían servido en los ejércitos de Marco Claudio, de Marco Valerio o de Quinto Fulvio, y sin que las legiones romanas sobrepasasen la cifra de veintiuna.
Una vez aprobados estos decretos del senado, los cónsules [29] sortearon las provincias. A Marcelo le correspondió Sicilia y la flota, a Levino, Italia y la guerra con Aníbal. Los sicilianos, que estaban de pie a la espera del sorteo [2] con los ojos puestos en los cónsules, quedaron tan anonadados con este resultado, como si de nuevo hubiera sido tomada Siracusa, que sus llantos y lamentos atrajeron al instante todas las miradas y después dieron pie a comentarios. Vestidos de duelo visitaban los domicilios de los [3] senadores asegurando que abandonarían sus respectivas ciudades e incluso Sicilia entera si Marcelo volvía allí para un nuevo mandato; si éste se había mostrado implacable [4] con ellos la vez anterior sin que se lo merecieran en absoluto, ¿qué haría ahora, irritado porque sabía que los sicilianos habían acudido a Roma a presentar quejas contra él? Más le hubiera valido a aquella isla quedar sepultada bajo las cenizas del Etna o inundada por el mar, antes que ser entregada, por decirlo así, a su enemigo personal, para ser castigada. Estas lamentaciones de los sicilianos, presentadas [5] primero por los domicilios de la nobleza uno tras otro, difundidas después en conversaciones que hacía surgir en parte la compasión hacia los sicilianos y en parte la antipatía hacia Marcelo, llegaron también hasta el senado. Se les pidió a los cónsules que sometieran a deliberación [6] del senado una permuta de provincias. Marcelo decía que si los sicilianos hubieran sido oídos ya por el senado, su [7] parecer sería distinto probablemente, pero que, para que nadie pudiera decir que el temor les impedía exponer libremente sus quejas contra quien los iba a tener en breve bajo su mando, él estaba dispuesto a permutar la provincia si [8] su colega no tenía ningún inconveniente; pero pedía que previamente se pronunciara el senado, pues si era injusto dejarle al colega la opción de elegir provincia sin echarlo a suertes, ¿no era una injusticia mucho mayor, y hasta un insulto, traspasarle al colega lo que la suerte le había deparado a él?
[9] Así, una vez que el senado expresó su parecer pero sin formalizar un decreto, se levantó la sesión. La permuta de provincias se llevó a efecto por acuerdo entre los cónsules, arrastrando el destino a Marcelo en dirección a Aníbal [10] de suerte que sería el último de los generales romanos en caer precisamente cuando mayores eran los éxitos bélicos, para gloria de un enemigo sobre el que obtuvo el honor de una victoria 68 después de tan severas derrotas.
Los sicilianos acusan a Marcelo ante el senado. Réplica de Marcelo y apoyo del senado
[30] Verificada la permuta de provincias, los sicilianos, recibidos en el senado, se extendieron hablando de la inalterable lealtad del rey Hierón con el pueblo romano, haciendo de ella un motivo de reconocimiento [2] para todos; a Jerónimo, y después a los tiranos Hipócrates y Epicides, los habían odiado aparte de otros motivos por haber abandonado a los romanos pasándose a Aníbal; por esa razón los jóvenes de la aristocracia habían dado muerte a Jerónimo poco menos que por decisión pública, y se habían conjurado setenta jóvenes de [3] la más alta nobleza para matar a Epicides e Hipócrates; aquéllos, faltos de apoyo debido al retraso de Marcelo, que no había acercado su ejército a Siracusa en el momento convenido, habían sido delatados y los tiranos los habían matado a todos; incluso esa misma tiranía de Hipócrates [4] y Epicides la había fomentado Marcelo al saquear Leontinos 69 de forma brutal. A partir de entonces los jefes de [5] los siracusanos no habían cesado en ningún momento de dirigirse a Marcelo y asegurarle que le entregarían la ciudad cuando él quisiera; pero él, primero, había preferido tomarla por la fuerza, y después, como no lo había conseguido [6] a pesar de intentarlo todo por tierra y por mar, había preferido como garantes de la entrega de Siracusa al herrero Sosis y al hispano Mérico antes que a los siracusanos principales, que tantas veces se le habían ofrecido infructuosamente para ello, evidentemente para tener un pretexto más plausible para expoliar y masacrar a los más antiguos aliados del pueblo romano. Si no hubiera sido [7] Jerónimo sino el pueblo y el senado de Siracusa los que se hubiesen pasado a Aníbal, si a Marcelo le hubieran cerrado las puertas los siracusanos por decisión oficial y no los tiranos Hipócrates y Epicides que oprimían a los siracusanos, si le hubieran hecho la guerra al pueblo romano con el encono de los cartagineses, ¿qué habría podido hacer [8] Marcelo peor que lo que había hecho, salvo destruir Siracusa? Realmente, aparte de las murallas y las casas de la [9] ciudad saqueadas, aparte de los templos de los dioses, violados y expoliados llevándose a los propios dioses con sus ornamentos, aparte de esto en Siracusa no quedaba nada. A muchos además les habían sido arrebatados sus [10] bienes hasta el extremo de que ni siquiera con el desnudo suelo podían sustentarse ellos y los suyos con lo que les quedaba de su fortuna saqueada. Rogaban a los senadores que hicieran restituir a sus propietarios, si no todo, sí al [11] menos lo que quedaba y podía ser identificado. Después que expusieron estas quejas, Levino les mandó salir del recinto para que los senadores pudieran deliberar acerca de [12] sus demandas, pero Marcelo dijo: «Mejor que se queden para dar mi réplica con ellos delante, puesto que dirigimos la guerra por vosotros, padres conscriptos, en la condición de tener por acusadores a quienes hemos vencido con las armas y de que las dos ciudades conquistadas este año sienten en el banquillo Capua a Fulvio y Siracusa a Marcelo».
[31] Introducidos de nuevo en la curia los enviados, el cónsul dijo: «No me he olvidado, padres conscriptos, de la majestad del pueblo romano y de mi autoridad hasta el extremo de pensar en defenderme, yo, un cónsul, frente a las acusaciones de unos griegos 70 , si los cargos fueran [2] dirigidos contra mí personalmente; pero lo que está en cuestión no es lo que hice yo, ya que las leyes de la guerra me amparan en todo lo que hice frente a unos enemigos, sino más bien el trato que éstos debían recibir. Si ellos no fueron enemigos nuestros, no importa en absoluto si [3] yo traté mal a Siracusa ahora o en vida de Hierón. Pero si, por el contrario, se rebelaron contra el pueblo romano, si atacaron con armas de hierro a nuestros embajadores 71 , si cerraron las murallas y la ciudad y las defendieron contra nosotros con tropas cartaginesas, ¿quién se va a indignar porque se haya tratado como a enemigos a quienes [4] actuaron como tales? Rechacé la oferta de entrega de la ciudad hecha por los jefes siracusanos; preferí confiar en Sosis y el hispano Mérico para una empresa tan importante. Vosotros no sois los más humildes de los siracusanos, o no echaríais a otros en cara su baja condición social; ¿quién de vosotros me prometió en firme que me abriría [5] las puertas, que dejaría entrar en la ciudad a mis soldados armados? Odiáis y maldecís a quienes lo hicieron, y ni siquiera aquí os priváis de pronunciar improperios contra ellos: ¡tan lejos estáis de haber tenido vosotros mismos intención de hacer algo semejante! Precisamente, padres [6] conscriptos, la humilde condición de esos dos, que éstos me echan en cara, es la mejor prueba de que yo no rechacé a nadie que quisiera prestar un servicio a nuestro país. Además, antes de poner sitio a Siracusa intenté la paz, [7] bien enviando embajadores o bien participando personalmente en conversaciones, y en vista de que no tenían recato en maltratar a mis embajadores y que ni a mí mismo se me daba una respuesta cuando me entrevisté delante de las puertas de la ciudad con sus jefes, después de pasar muchos trabajos por tierra y mar acabé por conquistar Siracusa con la fuerza de las armas. De lo que les ocurrió [8] a los vencidos, sería más lógico que se quejaran ante Aníbal y sus derrotados cartagineses, y no ante el senado del pueblo vencedor. Si yo, padres conscriptos, hubiera tenido [9] intención de negar que había entrado a saco en Siracusa, nunca adornaría la ciudad de Roma con sus despojos. Y en cuanto a lo que como vencedor le quité o le di a cada uno, sé perfectamente que actué de acuerdo con las leyes de la guerra, por un lado, y de acuerdo con lo que cada uno merecía, por otro. El que vosotros, padres conscriptos, [10] ratifiquéis o no lo hecho, afecta más al Estado que a mí. Mi compromiso está realmente cumplido; concierne al Estado el que no hagáis para el futuro más remisos a [11] otros generales si desautorizáis mi actuación. Y puesto que habéis escuchado directamente mis palabras y las de los siracusanos, padres conscriptos, saldremos a la vez de la curia para que el senado pueda deliberar con mayor libertad no estando yo presente». Así, se retiraron los sicilianos y él se dirigió al Capitolio para ocuparse de la recluta.
[32] El otro cónsul abrió el debate acerca de las demandas de los sicilianos. Durante el mismo se expusieron diferentes puntos de vista durante largo tiempo. Una gran parte [2] del senado, encabezada por Tito Manlio Torcuato, opinaba que se debía haber dirigido la guerra contra los tiranos, enemigos a un tiempo de Siracusa y del pueblo romano, y no haber tomado la ciudad por la fuerza sino haberla recuperado para darle estabilidad, una vez recuperada, sobre sus antiguas leyes y libertad, en lugar de quebrantarla con una guerra cuando estaba ya exhausta por su desdichada [3] esclavitud. En los enfrentamientos entre los tiranos y el general romano, situada en medio como premio del vencedor, había sucumbido una ciudad muy hermosa y muy noble, granero y tesoro del pueblo romano en otro tiempo, cuyas magníficas aportaciones habían ayudado y equipado al Estado en numerosas ocasiones, y, sin ir más lejos, en [4] aquella misma guerra púnica 72 . Si el rey Hierón, el amigo más fiel del imperio romano, levantara la cabeza, ¿con qué cara se le podría enseñar Siracusa o Roma si, después de ver a su patria medio derruida y expoliada, cuando entrase en Roma iba a ver en el vestíbulo de la ciudad, casi a [5] la puerta, los despojos de su patria 73 ? A pesar de que se decía esto y cosas parecidas por hostilidad hacia Marcelo y compasión hacia los sicilianos, con todo, los senadores adoptaron un acuerdo más moderado: lo que Marco Marcelo [6] había hecho en el curso de la guerra y después de la victoria, había que ratificarlo; en adelante se haría cargo el senado de los asuntos de Siracusa y encargaría al cónsul Levino que se ocupase de la suerte de aquella ciudad cuanto pudiese sin daño para el Estado. Se envió a [7] dos senadores al Capitolio para que volviera el cónsul a la curia, se hizo entrar a los sicilianos y se leyó el decreto del senado. Los sicilianos, saludados y despedidos cortésmente, [8] se echaron a los pies del cónsul Marcelo suplicándole que disculpara las cosas que habían dicho para deplorar y aliviar su desgracia, y que los acogiera a ellos y a la ciudad de Siracusa bajo su protección y patronazgo. El cónsul prometió hacerlo, les habló en tono amistoso y los despidió.
El senado recibe a los campanos y acuerda deportar a la mayoria
A continuación se les concedió audiencia [33] en el senado a los campanos; su discurso fue más conmovedor, su caso era más difícil. Efectivamente, ni podían [2] negar que habían merecido castigo, ni había tiranos a los que echar las culpas; pero creían que con tantos senadores muertos por el veneno y tantos decapitados habían pagado suficiente castigo; quedaban vivos unos pocos nobles a los que no había llevado [3] al suicidio su propia conciencia o condenado a muerte la ira del vencedor; éstos, como ciudadanos 74 romanos unidos a Roma en gran parte por parentesco y por vínculos ya muy estrechos por matrimonios de antiguo, pedían la libertad para sí y para sus hijos y una parte de sus bienes.
[4] Cuando se retiraron de la curia, durante unos momentos se dudó sobre si se debía hacer venir de Capua a Quinto Fulvio —pues el cónsul Claudio había muerto después 75 de la toma de la ciudad— para que estuviese presente en el debate el general que había dirigido las operaciones igual que se había discutido entre Marcelo y los sicilianos. [5] Después, al ver en el senado a Marco Atilio y Gayo Fulvio el hermano de Flaco, legados de éste ambos, y a Quinto Minucio y Lucio Veturio Filón, legados a su vez de Claudio, que habían participado en el desarrollo de todas las operaciones, ya que, por otra parte, no se quería ni hacer venir de Capua a Fulvio ni posponer la cuestión [6] de los campanos, se le pidió su opinión a Marco Atilio Régulo, la persona de más rango entre los que habían estado [7] en Capua, y dijo: «Testifico que asistí al consejo con los cónsules después de la toma de Capua cuando se planteó la cuestión de si había algún campano que hubiese prestado [8] algún buen servicio a nuestro país. Resultó que había dos mujeres, Vestia Opia, una atelana residente en Capua, y Pácula Cluvia, que en otro tiempo había comerciado con su cuerpo. La primera había ofrecido diariamente sacrificios por la salvación y la victoria del pueblo romano, y la segunda había suministrado clandestinamente alimentos [9] a nuestros prisioneros; la actitud de todos los demás campanos con respecto a nosotros había sido como la de los cartagineses, y Quinto Fulvio hizo decapitar no a los más [10] culpables sino a los más influyentes. No veo cómo, sin un mandato del pueblo, puede el senado tratar la cuestión de los campanos, que son ciudadanos romanos; también en tiempo de nuestros antepasados, cuando la rebelión de los satricanos, se hizo así: el tribuno de la plebe Marco Antistio propuso previamente a la plebe, y ésta lo aprobó, que el senado quedase facultado para pronunciarse acerca de los satricanos. Mi opinión es, por consiguiente, que hay [11] que llegar a un acuerdo con los tribunos de la plebe para que uno de ellos, o varios, presenten una propuesta a la plebe en virtud de la cual tengamos la facultad de decidir acerca de los campanos». El tribuno de la plebe Lucio Atilio, [12] por iniciativa del senado, presentó la propuesta al pueblo en estos términos: «Con todos los campanos, atelanos, calatinos y sabatinos que se entregaron al procónsul Quinto Fulvio sometiéndose a la voluntad y al poder del pueblo romano, y con todos los que se entregaron juntamente con [13] ellos, y con todas las cosas que entregaron junto con sus personas: territorio, ciudad, cosas divinas y humanas, utensilios o cualquier otra cosa que entregaron, con todo esto yo os pregunto, Quirites, qué queréis que se haga». La [14] plebe expresó así su voluntad: «Lo que el senado por mayoría de los presentes acuerde bajo juramento, eso queremos y ordenamos».
En virtud de este plebiscito, un decreto del senado [34] les restituyó, como primera medida, los bienes y la libertad a Opia y a Cluvia: si querían reclamar del senado alguna otra compensación, que viniesen ellas a Roma. En cuanto [2] a los campanos, se adoptaron para cada familia resoluciones que no vale la pena enumerar en su totalidad. A unos [3] les serían confiscados los bienes, y ellos y sus hijos y esposas serían vendidos a excepción de las hijas que se hubiesen casado fuera antes de caer en poder del pueblo romano; otros serían encarcelados y más tarde se vería qué se [4] hacía con ellos; respecto a otros campanos, se hizo una división según el nivel de renta para confiscar o no sus bienes. Se acordó que les fuera devuelto a sus dueños el [5] ganado aprehendido excepto los caballos, y también los esclavos, excepto los adultos de sexo masculino, y los bienes [6] muebles. Todos los campanos, atelanos, calatinos y sabatinos, a no ser los que estaban con el enemigo ellos o suspadres, [7] se dispuso que fuesen libres con la condición de que ninguno de ellos fuese ciudadano romano o de la confederación latina y que ninguno de los que habían estado en Capua mientras las puertas estaban cerradas se quedase en la ciudad o en territorio campano después de una fecha [8] determinada; se les asignaría un lugar donde residir, al otro lado del Tíber pero no colindante con el río; respecto a los que no habían estado ni en Capua ni en ninguna ciudad campana que se hubiese levantado en armas contra el pueblo romano, se acordó que fuesen confinados a este [9] lado del río Liris, el que da a Roma, y que los que se habían pasado a los romanos antes de la llegada de Aníbal a Capua fuesen confinados al lado de acá del Volturno sin que ninguno de ellos fuese propietario de tierras o edificios [10] a menos de quince millas del mar; los que fueran deportados más allá del Tíber, únicamente harían adquisiciones o tendrían posesiones en territorio de Veyos, Sutrio o Nepe, y esto sin sobrepasar el tope de las cincuenta yugadas [11] de tierra. Se acordó que fueran vendidos en Capua los bienes de todos los senadores y de quienes habían desempeñado magistraturas en Capua, Atela o Calacia, y que fueran enviados a Roma y en Roma vendidos los hombres [12] libres que habían sido destinados a la venta. Los cuadros y las estatuas de bronce que se decían tomados al enemigo fueron remitidos al colegio de los pontífices para determinar [13] cuáles eran sagrados y cuáles profanos. Debido a estos decretos, los campanos se fueron bastante más abatidos que cuando habían venido a Roma, y ya no protestaban de la falta de humanidad de Quinto Fulvio para con ellos, sino de la injusticia de los dioses y de su detestable suerte.
Recluta a expensas de particulares. Aportaciones de oro. Situación de la guerra
Después de despedir a los sicilianos y [35] los campanos, se hizo el reclutamiento. Una vez alistadas las tropas se comenzó a tratar del complemento de remeros. Como para ese propósito no había ni [2] hombres bastantes ni en aquellas circunstancias dinero alguno en el tesoro público con el que agenciarlos y pagarles la soldada, los cónsules [3] publicaron un decreto disponiendo que los particulares, a tenor de su renta y de su clase, como se había hecho ya en otra ocasión 76 , proporcionasen remeros con paga y víveres para treinta días. Ante este edicto fue tal la agitación, [4] tal la indignación de la población, que más que condiciones para una sedición lo que faltó fue quien la capitaneara. Después de los sicilianos y los campanos, se pensaba, los cónsules la habían emprendido con el pueblo romano para arruinarlo y destrozarlo. Esquilmado por [5] tantos años de impuestos, no le quedaba más que la tierra desnuda y devastada. Las casas las había quemado el enemigo, los esclavos que cultivaban la tierra se los había llevado el Estado, bien comprándolos a bajo precio para el ejército o bien reclamándolos como remeros. Si a alguien [6] le quedaba algo de plata o de bronce, se les había ido en pagas a los remeros o en los impuestos anuales. A dar lo que no tenían no había fuerza ni autoridad que pudiera obligarlos. Que vendieran sus bienes, que se ensañaran en sus personas, lo único que les quedaba. Ni siquiera para rescatarse a sí mismos les quedaba nada. Protestas de este [7] tipo se proferían, no en secreto, sino abiertamente en el foro, a la vista de los propios cónsules, por parte de una gran multitud que los rodeaba; los cónsules no eran capaces de calmarla ni con recriminaciones ni con buenas palabras. [8] Finalmente, anunciaron que les daban tres días de plazo para reflexionar, y ellos a su vez los dedicaron a examinar [9] la situación y buscarle una salida. Reunieron al senado al día siguiente con el suplemento de remeros como tema. En la sesión, después de extenderse en consideraciones acerca de lo justificado de la negativa del pueblo, la conclusión a que apuntaron las intervenciones fue que era preciso imponer aquella carga a los particulares, fuese o no justa; [10] en efecto, ¿con qué se iban a procurar tripulaciones, si en el tesoro público no había dinero? Ahora bien, sin flota ¿cómo se podía conservar Sicilia, o tener a Filipo alejado de Italia, o mantener la seguridad de las costas de Italia?
[36] En esta difícil situación el debate no avanzaba y las mentes estaban como embotadas; entonces el cónsul Levino [2] dijo que así como los magistrados eran superiores en autoridad al senado y el senado al pueblo, así también debían ser los primeros a la hora de asumir las cargas pesadas [3] y desagradables. «Si pretendes imponer algo a un inferior, los tendrás a todos más dispuestos a obedecer si primero tú te impones esa obligación a ti mismo y a los tuyos. Un impuesto no resulta gravoso cuando los demás ven que todos los principales cargan con una parte del mismo mayor [4] de la que corresponde por individuo. Por consiguiente, si queremos que el pueblo romano tenga flotas y las equipe, y que los particulares aporten remeros sin protestar, impongámonos primero nosotros esa misma obligación. [5] Llevemos mañana los senadores al tesoro público todo nuestro oro, plata y bronce acuñado, dejando cada uno un anillo para él, su mujer y sus hijos, y la bulla 77 para su pequeño; y los que tengan mujer e hijas, una libra de oro por cada una. Los que desempeñaron una magistratura curul, que [6] conserven una libra de plata y los arneses del caballo, para que puedan tener un salero y un platillo para el culto de los dioses. Los demás senadores, solamente una libra de [7] plata. En cuanto al bronce acuñado, dejémosle cinco mil ases a cada cabeza de familia. Pero todo el oro restante, [8] la plata y el bronce acuñado llevémoslo inmediatamente a los triúnviros de finanzas antes de aprobar ningún senadoconsulto, a fin de que esta contribución voluntaria y esta porfía por prestar un servicio al Estado suscite la emulación del orden ecuestre en primer lugar y del resto de la población después. Éste es el único camino que hemos [9] encontrado los cónsules después de largas conversaciones entre nosotros; seguidlo, y que los dioses nos ayuden. Un Estado sólido preserva también fácilmente las propiedades privadas; abandonando lo que es de todos, en vano tratas de conservar lo que es tuyo».
Esta propuesta encontró una aceptación tan entusiástica [10] que incluso se les dieron las gracias a los cónsules. Se levantó la sesión, y cada uno de ellos lleva al tesoro [11] público su oro, plata y bronce acuñado en una porfía tal que todos quieren que su nombre figure el primero, o entre los primeros, en el registro público, de forma que no dan abasto los triúnviros a recoger y los escribas a anotar. A la respuesta unánime del senado siguió la del orden ecuestre, [12] y a ésta, la de la plebe. Así, sin edictos, sin coerción por parte de los magistrados, al Estado no le faltaron ni remeros de complemento ni dinero 78 para pagarles, y cuando todo estuvo dispuesto para la guerra los cónsules partieron hacia sus provincias.
[37] En ningún otro período de la guerra estuvieron los cartagineses y los romanos más inciertos entre el miedo y la esperanza, envueltos por igual en alternativas opuestas. [2] Para los romanos, en efecto, en las provincias, las derrotas de Hispania de una parte y los éxitos de Sicilia de otra [3] habían equilibrado duelos y alegrías, mientras que en Italia la pérdida de Tarento supuso daños y dolor, pero el hecho de conservar, contra toda esperanza, la ciudadela [4] y su guarnición fue motivo de júbilo; y la alarma inesperada y el pánico del asedio y el ataque de Roma se trocó [5] en alegría con la toma de Capua a los pocos días. También en ultramar se contrapesaban las operaciones en una especie de alternancia: Filipo se había vuelto enemigo en un momento poco oportuno, pero se habían incorporado como nuevos aliados los etolios y el rey asiático Átalo, como si la fortuna anticipase ya el dominio de Oriente para [6] los romanos. A su vez los cartagineses veían compensada la pérdida de Capua con la toma de Tarento, y si por un lado anotaban en su haber la gloria de haber llegado hasta las murallas de Roma sin que nadie se lo impidiera, por otro estaban pesarosos por haber fracasado en su intento [7] y sentían la humillación de haber sido tomados tan poco en serio que se había hecho salir hacia Hispania un ejército romano por otra puerta cuando ellos estaban acampado [8] al pie de las murallas romanas. Incluso en la propia Hispania, cuando con la destrucción de dos ejércitos y la muerte de dos generales tan importantes habían sido mayores sus esperanzas de liquidar la guerra y expulsar de allí a los romanos, más indignación sentían por el hecho de que Lucio Marcio, un jefe de circunstancias, hubiera [9] reducido a nada y frustrado su victoria. Así, al equilibrarse la suerte, todo estaba en el aire para ambos bandos, intactas las esperanzas, intacto el temor, como si las primeras acciones bélicas se iniciasen entonces.
Salapia
Lo que más inquietaba a Aníbal era [38] el hecho de que Capua, atacada por los romanos con más tenacidad de la que él ponía en defenderla, le había enajenado la voluntad de muchos pueblos de Italia, a los que no podía tener sujetos con guarniciones a menos [2] que quisiera fragmentar su ejército en muchos cuerpos pequeños, cosa que entonces no era en absoluto conveniente, ni podía tampoco retirar las guarniciones y dejar la lealtad de los aliados abierta a la esperanza o condicionada por el miedo. Su temperamento propenso a la codicia y la crueldad [3] lo indujo a saquear lo que no podía defender, para dejárselo arrasado al enemigo. Fue ésta una estrategia [4] indigna tanto en su concepción como en sus resultados. Se enajenaba, en efecto, los ánimos no sólo de los que sufrían inmerecidamente sino también del resto, pues el precedente tenía repercusiones en muchos. Tampoco el [5] cónsul romano dejaba de tantear las ciudades por si por alguna parte despuntaba alguna esperanza.
En Salapia 79 los ciudadanos principales eran Dasio y [6] Blatio. Dasio era amigo de Aníbal; Blatio favorecía la causa de Roma cuanto podía sin comprometerse, y por medio de mensajes secretos le había hecho concebir a Marcelo esperanzas de una rendición; pero sin la colaboración de Dasio no era posible llevar a efecto tal cosa. Después de [7] dudarlo mucho y durante largo tiempo, e incluso entonces más por falta de un plan mejor que por esperar que diera resultado, llamó a Dasio; pero éste, contrario al proyecto por un lado y enemigo personal de su rival en el poder [8] por otro, le desveló a Aníbal el plan. Mandados llamar los dos, cuando Aníbal estaba delante del tribunal despachando algunos asuntos con intención de entrar en el de Blatio en breve, cuando después de retirarse la gente quedaban esperando el acusador y el acusado, Blatio propuso [9] a Dasio entregar la ciudad. Pero éste, como si fuera algo evidente, dice en voz alta que ante los ojos de Aníbal se le está proponiendo una traición. A Aníbal y al resto de los presentes les pareció esto demasiado audaz para ser verosímil: [10] sin duda, no era más que rivalidad y animosidad, y se hacía una acusación que podía ser inventada sin mayor inconveniente porque no podía tener testigos. Así pues, [11] se les mandó marchar. Pero Blatio no cejó en su audaz empeño hasta que a fuerza de insistir y hacer ver lo ventajoso que ello seria para ellos y para la ciudad consiguió que Salapia y la guarnición cartaginesa, formada por quinientos [12] númidas, fuese entregada a Marcelo. No se pudo llevar a cabo la rendición sin un gran derramamiento de sangre. Aquellos jinetes eran con mucho los más aguerridos de todo el ejército cartaginés. Por eso, a pesar de que fue una acción por sorpresa y los caballos dentro de la ciudad no podían evolucionar, sin embargo en pleno tumulto [13] cogieron las armas e intentaron una salida, y como no pudieron escapar, cayeron combatiendo hasta el último, y no fueron más de cincuenta los que cayeron vivos en [ 14] poder del enemigo. La pérdida de este escuadrón de jinetes fue para Aníbal bastante más sensible que la de Salapia 80 ; a partir de entonces, el cartaginés ya nunca fue superior con la caballería, en la que había radicado su mayor fuerza con gran diferencia.
Tarento
Por las mismas fechas en la ciudadela [39] de Tarento la falta de víveres era casi insoportable; todas las esperanzas de la guarnición romana que se encontraba allí y del prefecto de la guarnición y de la ciudadela, Marco Livio, estaban puestas en los suministros enviados desde Sicilia; para que éstos se desplazaran sin [2] riesgo a través de las costas de Italia estaba estacionada en Regio una flota de cerca de veinte naves. Al mando de la flota y del convoy estaba Decio Quincio, un hombre [3] de nacimiento oscuro pero de historial militar brillante por muchas acciones intrépidas. En un principio, Marcelo le [4] había dejado cinco naves, las mayores de ellas dos trirremes; después, debido a la intrepidez de sus frecuentes acciones, le fueron asignadas además tres quinquerremes; por último, a fuerza de exigir de los aliados Regio 81 , Velia [5] y Pesto las naves a que el pacto los obligaba, él mismo reunió una flota de veinte naves, como ya se ha dicho. A esta flota, que había salido de Regio, la salió al paso [6] Demócrates con igual número de naves tarentinas a unas quince millas de Tarento, cerca de Sapriporte. El romano, [7] que no preveía el encuentro que se iba a producir, navegaba a vela; pero cerca de Crotona y Síbaris 82 se había provisto de un suplemento de remeros y contaba con una flota muy bien equipada y armada en proporción al tamaño de las naves. Se dio la coincidencia, por otra parte, de que [8] amainó por completo el viento en el momento mismo en que fueron avistados los enemigos, de modo que hubo tiempo suficiente para recoger el velamen y preparar remeros [9] y soldados para el combate inminente. Rara vez en otras ocasiones fueron al choque con tanto ímpetu flotas regulares, y es que en su combate ponían en juego algo mucho [10] más importante que ellas mismas: los tarentinos, que les habían quitado otra vez la ciudad a los romanos después de casi cien años 83 , combatían para liberar también la ciudadela y además con la esperanza de cortarle los suministros al enemigo si le arrebataban el dominio del mar en [11] una batalla naval; los romanos combatían para demostrar, conservando la posesión de la ciudadela, que la pérdida de Tarento se debía no a la fuerza y el valor, sino a la traición y el engaño.
[12] Así, pues, dada la señal, por ambas partes se lanzaron con los espolones al ataque; no hacían retroceder ninguna nave ni dejaban que el enemigo se distanciase cuando alguien le había enganchado una nave lanzando un gancho de hierro, y combatían a tan corta distancia que se desarrollaba la acción no sólo con armas arrojadizas sino con [13] la espada casi cuerpo a cuerpo. Las proas estaban pegadas una a otra, las popas viraban impulsadas por los remos enemigos; estaban tan apiñadas las naves que apenas caía en el mar sin dar en el blanco ningún proyectil; se atacaban frontalmente como si fueran formaciones de infantería, y los combatientes podían pasar de una nave a otra. [14] Sin embargo, destacó entre las demás la lucha de las dos naves que iban a la cabeza de sus escuadras, que chocaron entre sí. En la nave romana estaba el propio Quincio, en [15] la tarentina Nicón, Percón de sobrenombre, que odiaba a los romanos y era odiado por ellos a nivel no sólo público sino personal porque pertenecía a la facción que había entregado Tarento a Aníbal. Mientras Quincio peleaba y [16] a la vez alentaba a los suyos sin cubrirse, Nicón lo atravesó con la lanza; cuando cayó con las armas en la mano desplomándose en la parte delantera de la proa, el tarentino [17] vencedor saltó prontamente a su nave, desconcertada por la pérdida del comandante, y rechazó al enemigo; la proa era ya de los tarentinos, la popa la maldefendían los romanos apelotonados; de pronto apareció por popa otra trirreme enemiga; cogida así en medio, la nave romana fue [18] capturada. Cundió entonces el pánico en las demás, al ver apresada la nave pretoria, y huyendo en desbandada, unas se fueron a pique en alta mar y otras, impulsadas a remo hacia tierra, fueron presa en breve de los turinos y los metapontinos. De las naves de transporte que iban detrás con [19] los suministros, unas pocas cayeron en poder del enemigo y las otras, reorientando continuamente las velas a favor de los vientos cambiantes, se dirigieron a alta mar.
Por aquellos mismos días se desarrolló en Tarento la [20] acción con suerte bien diferente. Unos cuatro mil hombres que habían salido a aprovisionarse de trigo vagaban dispersos por los campos, y entonces, Livio, que mandaba la [21] ciudadela y la guarnición romana, atento a cualquier oportunidad para entrar en acción, envió desde la ciudadela dos mil quinientos hombres armados a las órdenes de Gayo Persio, un hombre de acción. Cayó éste sobre los que [22] vagaban desperdigados por los campos, haciendo estragos en ellos a mansalva durante largo tiempo, y a los pocos que se libraron los rechazó al interior de la ciudad, a cuyas puertas a medio abrir se lanzaron en su atropellada huida, faltando poco para que la ciudad fuera tomada en aquel [23] mismo ataque. Quedó así equilibrada la situación en Tarento, venciendo los romanos en tierra y los cartagineses por mar. Unos y otros vieron igualmente frustradas las esperanzas de víveres, que habían tenido al alcance de sus ojos.
Sicilia
[40] Por las mismas fechas, cuando ya había transcurrido gran parte del año, llegó a Sicilia el cónsul Levino, esperado por los antiguos y los nuevos aliados; ante todo y sobre todo pensó en arreglar la situación de Siracusa, en desorden aún, pues la paz era reciente; [2] a continuación marchó con sus tropas a Agrigento, donde la guerra aún continuaba, y que estaba ocupada por los cartagineses con una fuerte guarnición. La fortuna, además, [3] favoreció su propósito. El general de los cartagineses era Hannón, pero todas las esperanzas estaban depositadas [4] en Mútines 84 y sus númidas. Éste andaba por toda Sicilia arrancándoles botín a los aliados de los romanos y no había forma de impedirle el regreso a Agrigento ni por la fuerza ni por la astucia, ni de impedirle salir cuando [5] quería. Como debido a esto su fama hacía sombra ya incluso al renombre de su general, acabó por redundar en envidia, de suerte que ni siquiera sus triunfos, por venir [6] de él, resultaban demasiado gratos a Hannón. Éste, al fin, le confió el mando de Mútines a su propio hijo, en el convencimiento de que quitándole el mando acabaría también [7] con el ascendiente que tenía entre los númidas. Pero el resultado fue muy otro, pues incrementó la popularidad de aquél con su antipatía; además, Mútines no toleró la humillación de aquella injusticia y al instante envió clandestinamente mensajeros a Levino para entregarle Agrigento. Después que éstos dieron garantías y se acordó la forma [8] de llevar a cabo la operación, los númidas ocuparon la puerta que daba al mar después de poner en fuga o dar muerte a sus guardianes, e hicieron entrar en la ciudad a los romanos enviados precisamente con ese propósito. Cuando la columna avanzaba ya por el centro de la ciudad [9] y por el foro con gran tumulto, Hannón, pensando que no era más que un motín, una sublevación de los númidas como ya había ocurrido en otra ocasión, se puso en marcha para reprimir la revuelta. Pero cuando divisó desde [10] lejos una multitud más numerosa que la de los númidas y llegó a sus oídos el sonido de voces romanas que tan bien conocía, emprendió la huida antes de llegar a la distancia de un tiro de dardo. Salió por la puerta del otro [11] lado acompañado de Epicides y con unos pocos más llegó hasta el mar; encontraron muy a punto una pequeña embarcación y dejando al enemigo en Sicilia, por la que habían combatido tantos años, cruzaron a África. La multitud [12] restante de cartagineses y sicilianos, sin intentar siquiera oponer resistencia, se lanzaron a una huida ciega, y como las salidas estaban bloqueadas fueron muertos junto a las puertas.
Una vez en su poder la ciudad, Levino hizo azotar y [13] decapitar a los que mandaban en Agrigento; a los demás los vendió junto con el botín; el dinero lo mandó todo a Roma. Al difundirse por Sicilia la noticia del desastre [14] de los agrigentinos, todos se pusieron de pronto a favor de los romanos. En poco tiempo se rindieron veinte plazas, seis fueron tomadas por la fuerza y cerca de cuarenta se pusieron voluntariamente bajo la protección de Roma. El cónsul recompensó y castigó a los principales de estas [15] ciudades según los merecimientos de cada cual, y obligó a los sicilianos a deponer por fin las armas y dedicarse [16] al cultivo de la tierra para que la isla produjese alimentos para sus habitantes y además aliviase la falta de víveres de Roma y de Italia igual que había hecho en multitud de ocasiones. De Agatirna 85 se llevó consigo a Italia a [17] una muchedumbre abigarrada. Eran cuatro mil hombres, una mezcolanza de las más diversas procedencias: desterrados, deudores insolventes, en su mayoría autores de homicidios cometidos cuando vivían en sus propias ciudades y bajo sus leyes, los cuales después que el azar los había reunido por motivos diversos en Agatirna malvivían del [18] robo y del pillaje. Levino consideró poco seguro dejar en la isla, que entonces comenzaba a consolidarse sobre la paz reciente, a aquella gente germen de disturbios, que, por otra parte, podía ser de utilidad para los reginos, necesitados de gente habituada al pillaje con miras a devastar el Brucio. Y por lo que a Sicilia se refiere, la guerra quedó resuelta aquel año.
En Hispania, Escipión inicia la marcha sobre Cartagena
[41] En Hispania 86 , a principios de la primavera, Publio Escipión botó al mar sus naves y mediante un edicto citó en Tarragona a las fuerzas aliadas auxiliares, y ordenó a la flota y las naves de transporte dirigirse de allí a la desembocadura del río Ebro. [2] Después de dar orden de que acudieran también allí las legiones desde los cuarteles de invierno, él salió de Tarragona con cinco mil aliados para unirse al ejército. Cuando llegó, consideró que debía hablar especialmente a los veteranos supervivientes a tantas derrotas; convocada la asamblea, [3] habló así: «Ningún general nuevo anterior a mí pudo dar las gracias justa y merecidamente a sus hombres antes de haber contado con sus servicios; la fortuna ha hecho [4] que yo, antes de tomar contacto con la provincia o el campamento, os estuviera agradecido, en primer lugar, por la devoción que profesasteis a mi padre y a mi tío antes y después de su muerte y, en segundo lugar, porque con [5] vuestro valor conservasteis intacta para el pueblo romano y para mí, su sucesor, la posesión de esta provincia, perdida con tan graves reveses. Pero ahora que por la bondad [6] de los dioses nos preparamos y ponemos manos a la obra no para quedarnos nosotros en Hispania sino para que no se queden los cartagineses, no para impedir el paso al enemigo manteniéndonos quietos ante la orilla del Ebro sino para pasar nosotros al otro lado y llevar allí la guerra, temo que a alguno de vosotros pueda parecerle este proyecto [7] más ambicioso y audaz de lo que corresponde al recuerdo de las derrotas sufridas recientemente y a mi edad. Las derrotas de Hispania nadie puede olvidarlas [8] menos que yo, pues mataron a mi padre y a mi tío en un espacio de treinta días para que en nuestra familia se sucediera un motivo de luto tras otro; pero así como el ser [9] casi huérfano y estar casi solo en mi familia me rompe el corazón, así también la fortuna y el valor de mi país me llevan a no desesperar del resultado final. Por alguna forma de la fatalidad, nuestro destino es que en todas las guerras importantes salgamos victoriosos de las derrotas.
Prescindo de las antiguas, de Porsena, de los galos, [10] de los samnitas; comenzaré desde las guerras púnicas. ¿Cuántas flotas, cuántos generales, cuántos ejércitos no se perdieron en la primera? ¿Qué decir de ésta de ahora? [11] Estuve presente en todas las derrotas, y aquellas en las que no estuve presente las sentí más que nadie. Trebia, Trasimeno, Cannas, ¿qué son sino recordatorios de la pérdida de ejércitos y cónsules romanos? Añádase la defección de [12] Italia, de la mayor parte de Sicilia, de Cerdeña; añádase el pánico de la amenaza definitiva, el campamento cartaginés plantado entre el Anio y las murallas romanas, y la visión de Aníbal victorioso casi a las puertas. Cuando todo se venía así abajo, se mantuvo íntegro e inmutable el valor del pueblo romano; levantó todas estas ruinas y las mantuvo [13] en pie. Vosotros, soldados, bajo el mando y los auspicios de mi padre, fuisteis los primeros haciendo frente a Asdrúbal cuando, después de la derrota de Cannas, se dirigía hacia los Alpes e Italia, y si se hubiese reunido con su hermano ya no existiría el nombre de Roma; y este [14] éxito compensó aquel revés. Ahora, por la benevolencia de los dioses, las cosas se desarrollan en Italia y en Sicilia de forma favorable y próspera todas, mejor y más afortunadas [15] de día en día. En Sicilia hemos tomado Siracusa y Agrigento, los enemigos han sido arrojados de toda la isla, y la provincia, reconquistada, está bajo el dominio del pueblo romano. En Italia hemos recuperado Arpos, [16] Capua ha caído. Aníbal, después de recorrer todo el camino de vuelta desde la ciudad de Roma en precipitada huida, rechazado hasta el más apartado rincón del territorio del Brucio, no pide ya a los dioses nada mejor que poder [17] retirarse y salir con vida del territorio enemigo. ¿No sería el mayor de los contrasentidos, soldados, que decayera vuestra moral ahora que allí todo es favorable y sonriente, cuando vosotros aquí con mis padres —permítaseme equipararlos incluso con el mismo honroso título— sostuvisteis la vacilante fortuna del pueblo romano en un momento en que los desastres se sucedían unos a otros y hasta los propios [18] dioses parecían estar de parte de Aníbal? ¡Ojalá también los acontecimientos recientes se hubieran desarrollado sin mayor duelo por mi parte que por la vuestra! 87 .
Ahora, los dioses inmortales protectores del imperio romano que inspiraron a todas las centurias la voluntad de que se me diera el mando, esos mismos dioses, con augurios y auspicios, e incluso por medio de visiones nocturnas, sólo me vaticinan éxito y prosperidad. También mi instinto, [19] mi adivino más fiable hasta la fecha, presiente que Hispania es nuestra, que en breve todos los cartagineses, arrojados de aquí, llenarán mares y tierras con una huida vergonzosa. Eso que el instinto por sí solo presiente se ve [20] confirmado por un razonamiento que no engaña. Maltratados por ellos, sus aliados imploran vuestra protección por medio de embajadas; tres generales, mal avenidos hasta el extremo casi de traicionarse unos a otros, desmembraron el ejército en tres cuerpos tirando de ellos en direcciones completamente opuestas. Cae sobre ellos la misma [21] mala suerte que antes nos agobió a nosotros, pues son abandonados por sus aliados igual que antes nosotros por los celtíberos, y han dividido las fuerzas, cosa que significó la ruina para mi padre y mi tío; ni las desavenencias [22] internas les permitirán unirse, ni podrán resistírsenos por separado. Vosotros, soldados, basta con que seáis leales al nombre de los Escipiones, al vástago de vuestros generales que rebrota como cuando se corta del tronco una rama. Adelante, veteranos, conducid al nuevo ejército y al nuevo [23] general al otro lado del Ebro, llevadlos a esas tierras tantas veces recorridas por vosotros con tantas acciones valerosas. Igual que ahora reconocéis en mí el rostro, la mirada, [24] los rasgos físicos de mi padre y de mi tío, yo conseguiré en breve devolveros también la imagen de su genio, su lealtad y su valor, de forma que pueda decirse a sí mismo cada uno de vosotros que el general Escipión ha resucitado o ha vuelto a nacer».
[42] Después de caldear los ánimos de los soldados con esta arenga dejó a Marco Silano con tres mil hombres de a pie y trescientos de a caballo para defender aquella comarca y cruzó el Ebro con todas las tropas restantes, veinticinco mil hombres de infantería y dos mil quinientos de [2] caballería. Algunos entonces trataron de convencerlo para que, puesto que los ejércitos cartagineses se habían separado en tres direcciones tan distintas, atacase al más próximo; él pensó que tal acción entrañaba el peligro de llevarlos a reunirse y no poder hacer frente uno solo a tantos [3] ejércitos, y decidió atacar entretanto Cartagena, ciudad de por sí opulenta por sus propios recursos y llena además de toda clase de material bélico del enemigo. Allí estaban las armas, allí estaba el dinero, allí estaban los rehenes [4] de toda Hispania; su situación, por otra parte, era muy a propósito para cruzar a África y además dominaba un puerto suficientemente amplio para cualquier tipo de flota, y no sé si el único de la costa de Hispania de cara al Mediterráneo.
[5] Salvo Gayo Lelio, nadie en absoluto sabía a dónde se dirigían. Éste había recibido instrucciones de dar un rodeo con lá flota controlando la velocidad de las naves de forma que entrase en el puerto la flota al mismo tiempo que [6] Escipión aparecía por tierra con el ejército. Seis días después de dejar el Ebro llegaron a Cartagena al mismo tiempo por tierra y por mar. El campamento se situó en la zona norte de la ciudad; en la parte de atrás se levantó una empalizada, pues el frente estaba protegido por la naturaleza [7] del terreno. Y es que la situación de Cartagena es la siguiente 88 : aproximadamente en el centro de la costa de Hispania hay una bahía abierta especialmente al viento del sudoeste; entra tierra adentro unas dos millas y media, con una anchura de algo más de mil doscientos pies. A la entrada de esta ensenada, una pequeña isla hace de [8] barrera frente al mar abierto y resguarda el puerto de todos los vientos salvo el sudoeste. De la parte más entrante de la bahía arranca una península, precisamente el relieve sobre el que está construida la ciudad, rodeada por el mar al este y al sur; al oeste la cierra una laguna, que se extiende también un poco hacia el norte, con una profundidad variable según esté alta o baja la marea. Una loma de [9] cerca de doscientos cincuenta pasos de ancho une la ciudad al continente. A pesar de que por este lado la fortificación no hubiera sido muy laboriosa, el general romano no levantó empalizada, tal vez para mostrar ante el enemigo una orgullosa confianza o tal vez para tener libre el camino de vuelta cada vez que se acercase a las murallas de la ciudad.
Nueva arenga de Escipión. Primer y segundo asalto a Cartagena
Después de concluir todos los demás [43] trabajos de fortificación que eran necesarios alineó además las naves en el puerto dando a entender que el bloqueo era también marítimo; pasó revista a la flota y advirtió a los capitanes de las naves que estuviesen muy atentos a no descuidar las guardias nocturnas, que el enemigo al principio del asedio lo intenta todo por cualquier punto. De regreso al campamento, con el objeto de explicarles [2] a los soldados las razones de su plan de iniciar las operaciones precisamente con el asedio de una ciudad y de infundirles con su arenga la confianza en conquistarla, reunió la asamblea y habló en estos términos:
«El que se imagine que os he traído aquí, soldados, 3 únicamente para atacar una ciudad, ha calculado vuestro trabajo más que las ventajas; es verdad, efectivamente, que vais a atacar las murallas de una sola ciudad, pero en esta [4] única ciudad conquistaréis Hispania entera. Aquí están los rehenes de todos los reyes y pueblos más conocidos, que una vez en vuestro poder os harán dueños de todo lo que [5] está bajo el dominio de los cartagineses. Aquí está todo el dinero de los enemigos, sin el cual ellos no pueden llevar adelante la guerra, puesto que mantienen ejércitos mercenarios, y a nosotros nos será sumamente útil para atraernos [6] la voluntad de los bárbaros. Aquí están las catapultas, las armas y todo el material bélico, que os equipará a vosotros y al mismo tiempo dejará sin nada al enemigo. [7] Tomaremos, además, una ciudad muy hermosa y rica, muy estratégica, por otra parte, por su magnífico puerto, desde donde se nos puede suministrar por tierra y por mar todo lo que requiere la práctica de la guerra. Esto representará una gran ventaja para nosotros y una pérdida mucho [8] mayor para el enemigo. Ésta es su ciudadela, su granero, su tesoro público, su arsenal, aquí es donde lo almacenan todo; hasta aquí se llega desde África directamente; éste es el único fondeadero desde los Pirineos hasta Cádiz; desde aquí amenaza África a toda Hispania...» 89 .
[44] ...había armado. Al ver que se preparaba el ataque por tierra y por mar, dispuso sus tropas de la forma [2] siguiente: situó a dos mil habitantes de la plaza en el lado próximo al campamento romano, puso en la ciudadela 90 una guarnición de quinientos hombres, colocó otros quinientos donde la ciudad se elevaba hacia el este; a todos los demás les ordenó estar pendientes de todo y acudir a donde los gritos o una emergencia reclamasen su presencia. Después abrió la puerta y mandó salir a los que había 3 alineado en el camino que llevaba al campamento enemigo. Los romanos, siguiendo órdenes personales del general, retrocedieron un poco para estar más cerca de los refuerzos que se iban a enviar en el momento mismo del combate. Al principio se enfrentaron contingentes similares [4] de tropas; después, los refuerzos enviados sucesivamente desde el campamento obligaron a los enemigos a emprender la huida, siguiéndolos además tan de cerca en su desbandada que si no hubiese mandado tocar a retirada podrían haber irrumpido en la ciudad juntamente con los fugitivos.
La alarma no fue ciertamente menor en toda la ciudad [5] que en el campo de batalla; muchos puestos de guardia fueron abandonados en una huida despavorida, y también los muros al saltar de ellos cada uno por donde le cogía más a mano. Cuando Escipión, que había salido hasta [6] la llamada Colina de Mercurio, se percató de que las murallas estaban desguarnecidas de defensores en muchos tramos, hizo salir a todos del campamento y les dio orden de avanzar al asalto de la ciudad y llevar escalas. Él, [7] protegido por los escudos que tres jóvenes vigorosos sostenían ante él, pues era ya muy grande la cantidad de dardos de todo tipo que salían volando de los muros, se acercó a la ciudad. Animaba, daba las órdenes precisas, y, cosa [8] que tenía gran importancia para enardecer los ánimos de los soldados, estaba allí presente como testigo ocular del valor o la cobardía de cada cual. Por eso corren arrostrando [9] heridas y armas arrojadizas; ni los muros ni los combatientes que hay sobre ellos pueden impedir que rivalicen por escalarlos. También se inició al mismo tiempo [10] el ataque naval de la parte de la ciudad que baña el mar; pero por ese lado era mayor el ruido que la fuerza que [11] se podía emplear. Mientras abordan, mientras desembarcan precipitadamente escalas y hombres, mientras se apresuran a saltar a tierra por el sitio más a mano, se estorban unos a otros con las propias prisas por ser los primeros.
[45] Entretanto el cartaginés había llenado ya las murallas de nuevo con hombres armados; tenían a su disposición un buen número de la enorme cantidad de proyectiles acumulada, [2] pero la mejor defensa no eran los combatientes ni los proyectiles ni ninguna otra cosa, sino las propias murallas. Pocas escalas, en efecto, podían alcanzar su altura, y las que eran más largas eran por ello menos sólidas. [3] En consecuencia, como el que iba en cabeza no podía ganar el muro y sin embargo subían otros detrás, se rompían con el peso. Aun en caso de resistir las escalas, algunos caían a tierra al nublárseles la vista con la altura. [4] Como escalas y hombres se estaban viniendo abajo en todas partes y precisamente este resultado incrementaba la audacia y el entusiasmo de los enemigos, se dio la señal [5] de retirada, y esto de momento les dio a los sitiados un respiro después de las fatigas de tan reñido combate y además la esperanza de que tampoco en el futuro se podría tomar la ciudad con escalas o cerco, mientras que los trabajos de asedio eran difíciles y darían tiempo a que sus generales acudieran en su ayuda.
[6] Apenas se había calmado la confusión del primer asalto cuando Escipión ordenó que otros hombres de refresco se hicieran cargo de las escalas de los que estaban agotados [7] o heridos y atacaran la ciudad con mayor brío. En cuanto se le informó de que bajaba la marea, como unos pescadores tarraconenses que habían recorrido la laguna en barcas o a pie cuando éstas quedaban varadas le habían dicho que se podía pasar a pie hasta la muralla sin dificultad, marchó hacia allí llevando consigo quinientos hombres. Era cerca de mediodía, y aparte de que al bajar la marea [8] en su movimiento natural hacía decrecer el nivel del agua, se levantó además un fuerte viento del norte que empujaba el agua de la laguna a favor de la bajamar, dejando los vados con tan poco nivel que en algunos sitios el agua sólo llegaba al ombligo y en otros apenas llegaba más arriba de las rodillas. Esta circunstancia la había previsto Escipión [9] después de un cuidadoso examen, pero la atribuyó a una intervención extraordinaria de los dioses, los cuales, para que pudieran pasar los romanos, hacían retroceder al mar y vaciaban la laguna abriendo caminos jamás pisados hasta entonces por el pie del hombre. Ordenó seguir a Neptuno como guía de su marcha y avanzar por el centro de la laguna hasta salir a las murallas.
Toma y saqueo de Cartagena. Botín. Recompensas
Los que atacaban desde tierra tenían [46] enormes dificultades. Aparte del obstáculo que suponía la altura de las murallas, los defensores tenían a los romanos a merced de sus disparos desde los dos lados, de forma que los que subían tenían más amenazados los flancos que el frente. Pero, en el otro lado, a los quinientos [2] les fue fácil cruzar la laguna y subir a continuación a la muralla, pues no se había construido ninguna protección en aquel sector por considerarlo suficientemente guarnecido por su posición y por la laguna, y tampoco había la barrera de ningún puesto de guardia o vigilancia, al estar todos pendientes de acudir a ayudar allí donde se presentara el peligro.
Una vez que penetraron en la ciudad sin resistencia, [3] siguieron adelante, corriendo cuanto podían, hacia la puerta en torno a la cual se había concentrado toda la acción. Tan centrados estaban en ella no sólo los ánimos sino los [4] ojos y los oídos de todos los combatientes y de los que [5] observaban y animaban a los combatientes, que nadie se dio cuenta de que detrás de ellos la ciudad había sido ocupada hasta que los dardos cayeron sobre sus espaldas y [6] el enemigo los tenía entre dos fuegos. Cundió entonces el pánico entre los defensores, y se ocuparon los muros y comenzó el derribo de la puerta tanto desde dentro como desde el exterior; en poco tiempo, destrozados a fuerza de cortes los batientes y retirados para que no estorbasen el [7] paso, entraron las tropas a la carga. También salvó las murallas un gran número, pero éstos se dedicaron a hacer estragos a mansalva entre los habitantes de la ciudad; los que habían penetrado por la puerta, en formación regular con sus jefes, avanzaron en filas hacia el foro por el centro [8] de la ciudad. Desde allí vio Escipión que los enemigos huían en dos direcciones, unos hacia la loma que quedaba al este y que estaba defendida por una guarnición de quinientos hombres, y otros hacia la ciudadela, donde había ido a refugiarse el propio Magón con casi todos los efectivos desalojados de las murallas; entonces envió parte de sus tropas a asaltar la loma y él marchó hacia la ciudadela [9] al frente del resto. La loma fue tomada al primer asalto, y Magón, después de intentar defender la ciudadela, al ver que todo estaba lleno de enemigos y que las esperanzas eran nulas, se entregó con la ciudadela y la guarnición. [10] Hasta que se rindió la ciudadela, la matanza indiscriminada continuó en toda la ciudad sin perdonar a ninguno de cuantos adultos se encontraron; después, a una señal dada, se puso fin a la matanza, dedicando los vencedores su atención al botín, que fue enorme y de todo tipo.
[47] Fueron hechos prisioneros cerca de diez mil varones libres; de éstos, a los que eran ciudadanos de Cartagena Escipión les devolvió la ciudad y todo lo que les pertenecía y que la contienda había respetado. Cerca de dos mil [2] eran artesanos; a éstos los declaró propiedad del pueblo romano, con la posibilidad de una liberación cercana si colaboraban eficazmente en los trabajos de la guerra. A los demás, residentes jóvenes y esclavos sanos, los destinó [3] como remeros de refuerzo a la flota, que se había incrementado con la captura de ocho 91 naves. Además [4] de toda esta multitud estaban los rehenes hispanos, que fueron tratados con la misma consideración que si fueran hijos de aliados. Se aprehendió también una enorme cantidad [5] de material bélico: ciento veinte catapultas de las de mayor tamaño, doscientas ochenta y una más pequeñas; ballestas grandes, veintitrés; pequeñas, cincuenta y dos; una [6] enorme cantidad de escorpiones grandes y pequeños, y de armas defensivas y ofensivas; setenta y cuatro enseñas militares. También se le llevó al general gran cantidad de [7] ro y plata: doscientas setenta y seis páteras de oro, casi todas de una libra de peso; dieciocho mil trescientas libras de plata, acuñada y en bruto, y un gran número de vasos de plata. Todo esto fue pesado y contado por el cuestor [8] Gayo Flaminio. Y cuatrocientos mil modios de trigo y doscientos setenta mil de cebada. Sesenta y tres naves de [9] carga fueron abordadas y capturadas en el puerto, algunas con su cargamento: trigo, armas, y también bronce y hierro, y velas, y esparto y otros materiales navales para equipar una flota, de forma que la propia Cartagena fue lo [10] menos importante entre tanto material de guerra conquistado.
Aquel mismo día Escipión encargó a Gayo Lelio de [48] la vigilancia de la ciudad con las tripulaciones de las naves, [2] llevó él mismo las legiones de vuelta al campamento y mandó reponer fuerzas a sus hombres extenuados por todas las acciones de guerra de aquel día, puesto que habían combatido en una batalla campal y habían afrontado tantos trabajos y tanto peligro para tomar la ciudad, y después de tomarla habían luchado, desde una posición desfavorable además, con los que se habían refugiado en la [3] ciudadela. Al día siguiente reunió a las tropas de tierra y a la marinería y en primer lugar rindió alabanza y dio gracias a los dioses inmortales, que no sólo le habían hecho dueño en un solo día de la ciudad más rica de Hispania sino que anteriormente habían concentrado en ella todas las riquezas de África y de Hispania, de forma que al enemigo no le quedaba nada y a él y los suyos les sobraba [4] de todo. A continuación elogió el valor de sus hombres porque ni la salida de los enemigos, ni la altura de las murallas, ni el desconocimiento de los vados de la laguna, ni el fuerte situado en lo alto de una colina, ni la ciudadela bien fortificada les había impedido abrir brecha y superar [5] lo todo. Por eso, aunque se lo debía todo a todos, el principal honor, el de la corona mural, era para el primero que se había encaramado a la muralla; que se presentara [6] el que se considerase merecedor de tal galardón. Se presentaron dos, Quinto Trebelio, centurión de la cuarta legión, y Sexto Digicio, un soldado de marina. La rivalidad entre ellos dos era menos fuerte que la pasión que suscitó [7] cada uno de ellos entre los hombres de su ejército. Gayo Lelio, prefecto de la flota, estaba a favor de los soldados de marina, y Marco Sempronio Tuditano, de los legionarios. [8] Como este enfrentamiento estaba a punto de degenerar en una revuelta, Escipión hizo saber que iba a nombrar tres jueces árbitros para que después de hacer una investigación y oír a los testigos decidiesen cuál de los dos había salvado el muro de la ciudad en primer lugar; además de [9] Gayo Lelio y Marco Sempronio, defensores cada uno de una de las partes, nombró a Publio Cornelio Caudino, neutral, y ordenó que los tres, como jueces, se sentaran y examinaran la causa. Como el asunto suscitaba mayores discusiones [10] por haber dejado de lado a unas personas tan autorizadas, que, más que defensores, habían sido moderadores de las posturas encontradas, Gayo Lelio dejó la comisión, se acercó a donde estaba sentado Escipión y le [11] hizo ver que se estaba llevando la cuestión sin comedimiento ni honestidad y poco faltaba para que vinieran a las manos; que, por otra parte, aunque no se llegase a la violencia, la forma de tratar el asunto era un precedente detestable, puesto que se intentaba conseguir con trampas y perjurio una recompensa honorífica al valor; a un lado estaban [12] los legionarios, al otro los soldados de marina, dispuestos a jurar por todos los dioses no lo que sabían que era cierto sino lo que deseaban que lo fuera, y a comprometer con el perjurio no sólo su propia persona y su vida sino las enseñas militares y las águilas y el compromiso del juramento solemne; todo esto se lo comunicaba puesto de acuerdo [13] con Publio Cornelio y Marco Sempronio. Escipión dio las gracias a Lelio, convocó la asamblea y manifestó que estaba convencido de que Quinto Trebelio y Sexto Digicio habían escalado la muralla al mismo tiempo y que les concedía a los dos la corona mural al valor. Después recompensó [14] a los demás a tenor del mérito y el valor de cada cual; particularmente distinguió al prefecto de la flota, Gayo Lelio, poniéndolo a su mismo nivel con toda clase de elogios, y lo recompensó con una corona de oro y treinta bueyes.
Episodio de los rehenes hispanos
[49] Después hizo venir a los rehenes de las poblaciones de Hispania, cuyo número no me atrevo a consignar, pues en unos encuentro que eran trescientos, y en otros, [2] que tres mil setecientos veinticuatro. También en otros datos hay discrepancias entre los historiadores. Uno escribe que la guarnición cartaginesa constaba de diez mil hombres, otro que de siete mil, otro que no sobrepasaba los dos mil; en un sitio 92 encuentra uno que fueron diez mil los prisioneros, en otro que más de veinticinco [3] mil. En cuanto a los escorpiones capturados, diría que fueron cerca de sesenta entre grandes y pequeños si sigo al historiador griego Sileno 93 ; de seguir a Valerio Anciate, diría que seis mil escorpiones grandes y trece mil pequeños: [4] tan poco reparo hay en mentir. Ni siquiera en lo referente a los generales hay coincidencia. Los más dicen que la flota la mandaba Lelio, pero hay quien dice que [5] era Marco Junio Silano. Valerio Anciate sostiene que la guarnición cartaginesa la mandaba Arines y que se rindió a los romanos; según otros historiadores, era Magón. [6] Tampoco hay acuerdo en cuanto al número de naves apresadas ni en cuanto al peso del oro y la plata y al dinero reunido. Si hay que dar crédito a alguien, el término [7] medio es lo más cercano a la verdad. Como quiera que sea, hizo venir a los rehenes y en primer lugar los exhortó [8] a que nadie se desalentase, pues habían pasado a poder del pueblo romano, que prefería obligar a los hombres por la gratitud más que por el miedo y tener a las naciones extranjeras unidas a él con una alianza leal antes que sometidas con una esclavitud digna de lástima. Luego, después [9] que le dieron los nombres de sus ciudades, hizo recuento de los prisioneros que había de cada pueblo y envió mensajeros a sus casas para que vinieran a hacerse cargo cada uno de los suyos. Si coincidía que había delegados [10] de alguna de las ciudades, les entregaba en el acto a los suyos; los demás se los confió al cuestor Gayo Flaminio para que los atendiera cuidadosamente. Entretanto salió [11] de entre la multitud una mujer entrada en años, esposa de Mandonio el hermano de Indíbil, reyezuelo de los ilergetes 94 , se echó llorando a los pies del general y comenzó a suplicarle que recomendara muy especialmente a los guardianes atención y respeto con las mujeres. Escipión dijo [12] que no les iba a faltar de nada en absoluto, y entonces la mujer replicó «A eso no le damos demasiada importancia, pues con cualquier cosa tenemos suficiente, dada nuestra situación. Es otra la preocupación que me inquieta al considerar la edad de estas otras, pues yo ya estoy libre del peligro de los ultrajes que puede sufrir una mujer». Estaban en torno a ella, en la flor de la edad y de la [13] belleza, las hijas de Indíbil y otras igualmente nobles que la veneraban como madre todas ellas. Entonces Escipión [14] le dijo: «Mis principios y los del pueblo romano me llevarían a impedir que aquí se violase lo que en cualquier parte es inviolable; ahora me impulsan además a ser más escrupuloso [15] vuestra virtud y dignidad, ya que ni siquiera en el infortunio os olvidáis de la honestidad de una matrona». A continuación las entregó a un hombre de intachable [16] conducta ordenándole que las cuidara con el mismo respeto y consideración que si se tratara de las mujeres y madres de huéspedes.
[50] Después los soldados conducen a su presencia a una prisionera, una muchacha joven de tan notable belleza que [2] atraía a su paso todas las miradas. Escipión le preguntó de dónde procedía y quiénes eran sus padres, y entre otras cosas se enteró de que era la prometida de un príncipe [3] celtíbero, un joven llamado Alucio. Mandó, pues, a buscar inmediatamente a su tierra a sus padres y a su prometido, y como entretanto se enteró de que éste moría de amor por su prometida, en cuanto llegó se dirigió a él escogiendo las palabras con más cuidado que cuando les habló a [4] los padres. «Te hablo como lo hace un joven a otro, para que haya menos miramientos en nuestra conversación. Tu prometida fue hecha prisionera, y conducida a mi presencia por mis soldados; he oído que la amas profundamente, [5] y su belleza lo hace creíble; como también yo, si tuviera libertad para disfrutar de los placeres de la juventud y sobre todo de un amor honesto y legítimo y no me absorbiesen los asuntos del Estado, desearía que se fuese indulgente conmigo por amar demasiado a mi prometida, [6] ya que está en mi mano quiero favorecer tu amor. A tu prometida se le ha dispensado aquí a mi lado un trato tan respetuoso como si estuviera en casa de sus padres, tus futuros suegros; te la hemos preservado para poder hacerte [7] un regalo respetado y digno de ti y de mí. La única recompensa que pido a cambio de este presente es que seas amigo del pueblo romano, y si me consideras un hombre de bien como ya antes sabían estas gentes que lo eran mi padre y mi tío, has de saber que en Roma hay muchos [8] como nosotros y no se puede citar hoy en todo el mundo ningún otro pueblo al que puedas desear menos como enemigo [9] tuyo y de los tuyos o preferir como amigo». El joven, transido de alegría y de confusión al mismo tiempo, cogiendo la diestra de Escipión invocaba a todos los dioses para que lo recompensasen en su lugar, puesto que en modo alguno tenía los recursos proporcionados a lo que él sentía y Escipión se merecía de él; fueron llamados entonces los padres y parientes de la doncella; éstos, ya que [10] se les devolvía gratis la muchacha para cuyo rescate habían traído una cantidad bastante considerable de oro, comen [11] zaron a rogar a Escipión que se lo aceptase como regalo asegurándole que no se lo iban a agradecer menos que el hecho de haberles devuelto intacta a la muchacha. Escipión [12] dijo que lo aceptaría, ya que se lo pedían con tanta insistencia, hizo que lo depositaran a sus pies y llamando a su presencia a Alucio le dijo: «Éste es mi regalo de boda, para añadir a la dote que recibirás de tu suegro», y le mandó coger el oro y quedarse con él. Feliz por el honor y el [13] regalo que se le hacía, marchó a su tierra, donde abrumó a sus paisanos hablándoles de los méritos de Escipión elogiosamente: había llegado un joven que se asemejaba mucho a los dioses, que lo conquistaba todo o bien con las armas o bien a base de bondad y generosidad. Hizo, pues, [14] una leva entre sus súbditos y a los pocos días volvió junto a Escipión con mil cuatrocientos jinetes escogidos.
Maniobras militares. Marcha de Escipión a Tarragona
Escipión había retenido a su lado a [51] Lelio para contar con su consejo en la toma de medidas con los prisioneros y rehenes y con el botín; una vez tomadas [2] convenientemente todas las medidas, le dio una quinquerreme, embarcó en seis naves a los prisioneros, entre ellos Magón y unos quince senadores apresados juntamente con él, y lo envió a Roma para informar de la victoria. Él dedicó los pocos días que había decidido [3] quedarse en Cartagena a hacer maniobras con las tropas de mar y de tierra. El primer día, las legiones, armadas, [4] hicieron ejercicios sobre un espacio de cuatro millas; el segundo día, sus órdenes fueron atender al mantenimiento y limpieza de las armas delante de las tiendas; el tercer día hicieron un simulacro de batalla regular con palos y lanzamiento de armas arrojadizas despuntadas; el cuarto día fue dedicado al descanso; el quinto volvieron a hacer [5] maniobras con las armas. Mantuvieron la misma alternancia de ejercicio y descanso mientras estuvieron en Cartagena. [6] Los remeros y soldados de marina salían a alta mar cuando había bonanza y probaban la movilidad de las [7] naves en simulacros de batallas navales. Estos ejercicios fuera de la ciudad, en tierra y en el mar, ponían a punto para la guerra sus cuerpos y sus espíritus; y la propia ciudad resonaba con el ruido de los preparativos bélicos, con toda clase de artesanos encerrados en los talleres públicos. [8] El general estaba pendiente de todo con igual dedicación: tan pronto estaba con la flota en los muelles como en las maniobras de las legiones o dedicando su tiempo a inspeccionar los trabajos que realizaba en los talleres o en el arsenal y en los muelles una enorme masa de obreros a porfía [9] todos los días. Cuando todo esto estuvo en marcha y se repararon las partes dañadas de la muralla y se organizó una guarnición para defender la ciudad, salió para Tarragona, y en el trayecto se dirigieron a él sobre la marcha [10] numerosas delegaciones. A unas les dio respuesta y las despidió sin detenerse, a otras las emplazó para Tarragona, donde había citado a una reunión a todos los alia [11] dos, antiguos y nuevos. Acudieron casi todos los pueblos que habitan a este lado del Ebro, y también muchos de la provincia del lado de allá. Al principio, los jefes cartagineses ocultaron deliberadamente las noticias de la toma de Cartagena; después, cuando el acontecimiento se divulgó demasiado como para poder ocultarlo o disimularlo, trataban [12] de quitarle importancia diciendo que era sólo una ciudad de Hispania la que había sido tomada en una acción por sorpresa y casi furtiva de un solo día; y que un joven arrogante, hinchado por el éxito de una operación tan poco importante, en su desmedido entusiasmo le había dado la apariencia de una gran victoria; pero en cuanto [13] oyese que se acercaban tres generales, con tres ejércitos enemigos victoriosos, inmediatamente le asaltaría el recuerdo de los funerales de su familia. Hacían circular tales baladronadas, [14] pero ellos sabían muy bien hasta qué punto había debilitado sus fuerzas en todos los sentidos la pérdida de Cartagena.