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¿SOY COMO SOY Y... NO PUEDO CAMBIAR?

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¿Qué soy?


Podría responder a la pregunta diciendo que soy un ser humano, es decir, he nacido con una constitución biológica común a todos los individuos de la especie humana y, por tanto, tengo una naturaleza humana. Al preguntarme qué soy yo estoy preguntándome, en cierto sentido, cuál es mi esencia, qué es lo que hace que yo tenga o pueda alcanzar un determinado conjunto de características propias del ser humano y no de un león, por ejemplo. Es interesante observar que la palabra «naturaleza» viene de la palabra latina natura, que tiene que ver con el hecho de nacer (natus: nacido). Nacemos, pues, con una naturaleza, que no ha de ser entendida como algo definido totalmente y que permanece invariable a lo largo de la vida, sino, como recoge el Diccionario de la RAE en su primera entrada, como «un principio generador del desarrollo armónico y la plenitud de cada ser, en cuanto tal ser, siguiendo su propia e independiente evolución».

La pregunta que nos podemos hacer a continuación es si nuestra naturaleza determina nuestros actos de tal modo que impide que nuestra voluntad pueda decidir libremente, como le pasa al escorpión de la fábula La rana y el escorpión, atribuida a Esopo:


Había una vez una rana sentada en la orilla de un río, cuando se le acercó un escorpión, que le dijo:

–Amiga rana, ¿puedes ayudarme a cruzar el río? Puedes llevarme a tu espalda...

–¿Que te lleve a mi espalda? –contestó la rana–. ¡Ni pensarlo! ¡Te conozco! Si te llevo a mi espalda, sacarás tu aguijón, me picarás y me matarás. Lo siento, pero no puede ser.

–No seas tonta –le respondió entonces el escorpión–. ¿No ves que si te pincho con mi aguijón te hundirás en el agua y que yo, como no sé nadar, también me ahogaré?

Y la rana, después de pensárselo mucho, se dijo a sí misma: «Si este escorpión me pica a la mitad del río, nos ahogamos los dos. No creo que sea tan tonto como para hacerlo».

Y entonces la rana se dirigió al escorpión y le dijo:

–Mira, escorpión. Lo he estado pensando y te voy a ayudar a cruzar el río.

El escorpión se colocó sobre la resbaladiza espalda de la rana y empezaron juntos a cruzar el río.

Cuando habían llegado a la mitad del trayecto, en una zona del río donde había remolinos, el escorpión picó con su aguijón a la rana. De repente, la rana sintió un fuerte picotazo y cómo el veneno mortal se extendía por su cuerpo. Y mientras se ahogaba, y veía cómo también con ella se ahogaba el escorpión, pudo sacar las últimas fuerzas que le quedaban para decirle:

–No entiendo nada... ¿Por qué lo has hecho? Tú también vas a morir.

Y entonces el escorpión la miró y le respondió:

–Lo siento, ranita. No he podido evitarlo. No puedo dejar de ser quien soy ni actuar en contra de mi naturaleza.

Y poco después de decir esto desaparecieron los dos, el escorpión y la rana, bajo las aguas del río.


Desgraciadamente para la rana, el escorpión no podía obrar en contra de lo que le imponía su naturaleza. ¿Es la naturaleza humana como la del escorpión? Cuando hablamos de la naturaleza humana, hemos de tener en cuenta que esta no es una estructura que heredamos al nacer, fija, estable y tan rígida que no podamos cambiar. Nuestra naturaleza no es algo cerrado y concluido, sino una realidad que se va haciendo a lo largo de nuestra vida. Lo que el ser humano es depende, en parte, de lo que elige ser.

Nuestras acciones surgen de la interacción que se produce entre a) nuestra constitución biológica, que es común a la especie; b) el medio natural en que vivimos, y c) el medio social en que nacemos y crecemos. Estos elementos ayudan a configurar lo que somos. El mundo natural y social nos presenta restricciones a nuestra conducta, pero también posibilidades de transformación que nosotros podemos decidir llevar a cabo. Podemos mejorar o empeorar el medio ambiente, y somos capaces de trabajar para que los seres humanos vivamos mejor y en un mundo más justo.

Utilizando una metáfora de Kant, podemos decir que las restricciones y condicionamientos que por naturaleza tenemos son como el viento, que presenta resistencia al vuelo de la paloma, pero sin el cual esta no podría volar, ya que no se puede volar en el vacío. Entre lo que somos y lo que podemos llegar a ser se abre un espacio abierto a nuestra elección y decisión moral, sabiendo que siempre habrá una tensión entre lo que es y lo que debe ser.

Nuestras decisiones morales han de basarse en el conocimiento que nos proporcionan las ciencias sociales y de la naturaleza, no para que sean estas las que nos dicten lo que debemos hacer, sino para que nos ayuden a entender mejor los problemas morales que nos surgen a lo largo de nuestra existencia y a orientar inteligentemente nuestra acción. El objeto de estudio de las ciencias es conocer cómo son y cuáles son las causas de los hechos; podemos decir, por tanto, que se ocupan del orden del ser, mientras que la ética se ocupa del orden del deber ser, de cómo deben ser las cosas, de cómo debo actuar. Pero, para responder a estas preguntas de naturaleza ética tenemos que tener en cuenta las aportaciones de las ciencias de la naturaleza, de la biología, de las neurociencias, de la economía, de la sociología, etc. Por otro lado, en la actividad científica surgen problemas de naturaleza ética, como, por ejemplo, los derivados de la investigación con animales y seres humanos o los relacionados con la utilización de determinadas tecnologías.

Un reciente campo disciplinar de investigación científica es el de la neuroética, cuyo nacimiento se produce a principios de este siglo. Uno de sus objetivos consiste en investigar nuestro cerebro para descubrir en qué medida nuestros códigos de conducta y nuestras decisiones morales se basan en su configuración neuronal. La neuroética trata de descubrir las bases cerebrales de nuestra conducta moral. Un interés similar tiene la también reciente neuropolítica en lo referente a nuestras decisiones y actos en el ámbito político.


¿Cómo soy?


A veces nos encontramos con personas que, para justificar algunas de sus acciones, dicen que ellos son así o han nacido así, y que, por tanto, no pueden cambiar, como sucede en esta canción del cantante y compositor argentino Andrés Calamaro:


Soy así, no lo puedo evitar,

pero nunca te quise hacer daño.

No elegí mi manera de ser,

a veces me siento un extraño.

Si pudiera volver a empezar,

si aprendiera otra vez a caminar,

ni siquiera podría cambiar,

porque soy así desde que nací.

Aprendí a sobrevivir

y todo se me vino encima.

Pero no, no te olvides de mí,

soy el mismo varón de la esquina.

Si pudiera volver a empezar,

si aprendiera otra vez a caminar,

ni siquiera podría cambiar,

porque soy así desde que nací.

Ni siquiera podría cambiar,

qué quieren de mí, si yo soy así.


La persona que habla en esta canción trata de explicar que el hecho de haber hecho daño a la persona a quien habla se debe a su inevitable manera de ser («soy así, no lo puedo evitar»), que le viene dada desde su nacimiento («porque soy así desde que nací»). Hasta tal punto su conducta está determinada férreamente solo por su herencia biológica que, si volviera a nacer, no podría evitar comportarse como lo hace. Por tanto, podemos decir que su conducta no depende del aprendizaje, sino solo de la naturaleza con la que nace. La pregunta que nos podemos plantear en casos como este es si nos encontramos ante una justificación de una conducta o ante una excusa.

Los seres humanos nacemos con una dotación biológica genéticamente heredada que nos hace únicos, la cual condicionará, en cierto sentido, nuestra vida. Esta configuración biológica con la que nacemos configura lo que se suele entender por temperamento. Por tanto, el cómo somos depende, en parte, del temperamento que heredamos.

Desde su nacimiento, el bebé interacciona con su medio ambiente y va adquiriendo a lo largo de su vida determinadas predisposiciones hacia determinadas formas de reaccionar ante los estímulos, las cuales se llaman hábitos. La adquisición de estos hábitos se logra en procesos de aprendizaje, y se basa en la repetición de determinadas conductas. Los hábitos van configurando el modo de ser de cada individuo y la integración de los mismos constituye su carácter, es decir, el conjunto de sus cualidades personales. La conexión que se produce entre los hábitos que va adquiriendo el niño explica la unidad y la fuerza de su carácter, mientras que la falta de integración de los mismos es causa de un carácter débil, inestable y desestructurado. Mediante el aprendizaje y la adquisición de hábitos, el individuo puede ir transformando su constitución biológicamente heredada, es decir, su temperamento.

Gracias a la educación podemos modificar nuestro temperamento y formar nuestro carácter, y, a partir de aquí, ir eligiendo y configurando nuestro modo personal de ser, nuestra personalidad. Aunque con frecuencia se utilizan con el mismo significado los términos «carácter» y «personalidad», vamos a entender aquí la personalidad como la organización dinámica, en el interior del individuo, de su temperamento y su carácter. Nuestros hábitos configuran nuestra personalidad, la cual se va formando mediante la repetición de acciones que llevamos a cabo de acuerdo con los proyectos de vida que elegimos y los principios y valores que guían nuestra conducta, que dependen del tipo de persona que queremos ser.

Podemos decir, pues, que cómo sea cada uno de nosotros depende a) de nuestra herencia biológica; b) del carácter adquirido mediante procesos de aprendizaje, y c) de lo que hemos decidido y elegido ser, todo lo cual configura la personalidad de cada uno. Con frecuencia nos encontramos con que no es fácil conseguir lo que nos hemos propuesto, lo que queremos o deseamos, y, por ello, desistimos pronto de intentarlo. Algunos estudiantes se proponen al principio de curso estudiar mucho y sacar buenas notas, pero pronto se cansan y cada vez van estudiando menos. Nuestros propósitos de dejar de fumar o hacer ejercicio físico, por ejemplo, suelen ser abandonados pasado un cierto tiempo. En estos casos solemos decir que nos ha faltado fuerza de voluntad. Teníamos voluntad (del latín volo: querer) de ponernos en camino para conseguirlos, pero no hemos tenido la fuerza de voluntad suficiente para mantener la conducta apropiada para ello. La voluntad nos lleva a querer el bien en nuestras acciones y a esforzarnos para conseguirlo superando las dificultades. De la persona que quiere el bien y orienta su vida para lograrlo decimos que es una persona de buena voluntad.

El «yo» que somos cada uno de nosotros es un ser corporal, capaz de pensar, de hablar, de crear y de amar; es un ser que tiene dignidad y que no debe ser utilizado como un mero instrumento para conseguir algo. Nuestro «yo» se va construyendo en relación con los demás, especialmente en diálogo con los otros «yoes». Como dice la escritora estadounidense Siri Hustvedt, el «yo» no es un contenedor hermético, sino poroso, de modo que nos convertimos en nosotros mismos a través de los demás. Comienza siendo un mapa genético, pero un mapa que se va expresando poco a poco a lo largo del tiempo y solo en relación con el mundo.

Mi «yo», el «yo» que cada uno somos, no es un objeto más ni un producto natural solo explicable por las leyes de la biología. No nos relacionamos directamente y en solitario con el mundo. Desde que nacemos, el mundo se nos presenta relacionado a través de los relatos de las personas que nos rodean, de los cuentos que nos leen y leemos, de las canciones que oímos, de las películas que vemos, etc. Pero las palabras que recibimos pueden darnos vida y ayudarnos a crecer o pueden matar. Cuando las relaciones entre los seres humanos son de dominación, es decir, cuando unos son los dueños, los amos, los poseedores, y otros, la mayoría, los explotados, los poseídos, los excluidos, entonces los primeros utilizan un lenguaje y un discurso con el que pretenden mantener y justificar su relación de dominación –discurso dominante–, presentándolo además como el único racional posible –pensamiento único–.

Vemos el mundo desde la atalaya de las narraciones que hemos oído y con las lentes de las metáforas que nos han alimentado, pero esa visión del mundo se puede agudizar, y podemos ampliar nuestro universo de sentido si somos capaces de escuchar las palabras de los que no cuentan, si nos dejamos hablar por la palabra de los que tienen la boca amordazada. Solo así podremos desarrollar una razón imaginativa y crítica que nos permita ver el mundo con los ojos de los demás.


¿Cómo lograr ser como quiero ser?


Aunque en raras ocasiones podemos conseguir lo que deseamos gracias a la suerte, podríamos afirmar que, generalmente, sin esfuerzo no podemos lograr nada que valga la pena. También es verdad que para conseguir el mismo resultado algunas personas deben esforzarse más que otras. El esfuerzo es condición necesaria para alcanzar nuestras metas más altas, aunque no siempre es condición suficiente, pues hay ocasiones en las que además del esfuerzo se necesitan más condiciones, como el uso de la inteligencia para elegir nuestras metas y los medios para lograrlas.

Si un niño quiere llegar a ser un buen bailarín o un buen jugador de baloncesto, sabe que tiene que entrenar duro y con constancia, tiene que ejercitarse, tiene que esforzarse con continuidad. Si una persona quiere llegar a ser un buen zapatero, tiene que aprender bien el oficio y ejercitarlo. De un estudiante que solo estudia la víspera de los exámenes no podemos decir que es un buen estudiante, pues no tiene el hábito de estudiar. La repetición de actos genera los hábitos. Si los actos son nocivos o malos, se denominan vicios. Así, de una persona que acostumbra a mentir se dice que tiene el vicio de mentir. Si los hábitos son buenos, se denominan virtudes.

La palabra «virtud» procede de la latina virtus, que significa «vigor», fuerza de las cosas para causar sus efectos. Así, de una planta que, por su naturaleza, es capaz de curar enfermedades decimos que tiene virtudes terapéuticas. De igual modo, en el ser humano, la virtud es lo que le hace realizarse conforme a lo que es, a su naturaleza humana. Por otro lado, la palabra griega que corresponde a «virtud» es areté, que significa «cualidad excelente», por lo que se dice de alguien que es un virtuoso del violín cuando es capaz de interpretar música con él de un modo excelente. En este sentido, decimos que un ser humano es virtuoso cuando hace bien la función que le es propia, cuando vive bien, es decir, cuando actúa moralmente bien.

Al ser las virtudes una clase de hábitos, no surgen por naturaleza, no nacemos con ellas, sino que son adquiridas mediante la repetición de actos. Tampoco las virtudes se producen contra la naturaleza. No nacemos virtuosos, nos hacemos virtuosos con esfuerzo, aunque sí nacemos con la predisposición y aptitudes naturales para adquirirlas mediante la repetición de actos. Las virtudes son disposiciones habituales a obrar bien en sentido moral que adquirimos por el ejercicio y el aprendizaje.

Para Platón y Aristóteles, el ser humano virtuoso es aquel que controla mediante la razón sus pasiones, deseos e impulsos. La virtud no consiste en reprimir y anular los deseos y sentimientos para dejarnos llevar solo por la razón, sino que necesitamos de la inteligencia para orientar nuestros impulsos y sentimientos hacia el bien. Como dice el filósofo y pedagogo español José Antonio Marina, el impulso sin la razón es ciego, pero la razón sin impulso queda paralizada.

Tradicionalmente, y basándose en los estudios de Platón y Aristóteles, se ha considerado que hay unas virtudes principales, llamadas cardinales, porque son el eje sobre el que giran las demás. Estas virtudes son:

• Sabiduría o prudencia: consiste en una sabiduría práctica, orientada a la acción, que nos permite saber deliberar y decidir bien en cada caso. Es favorecida por el conocimiento y la ciencia.

• Justicia: para Aristóteles es una virtud que engloba a las demás virtudes. Consiste en la observancia de la ley y regula la distribución equitativa de cargas y premios en la sociedad y las relaciones interpersonales. Se orienta hacia el bien común de la sociedad.

• Fortaleza: capacidad para sobreponerse al trabajo, al sufrimiento y al dolor. Se refiere también a la entereza o firmeza del ánimo, así como a la capacidad de autodominio.

• Templanza: consiste en el control y dominio de uno mismo.

La kalokagathia (del griego kalós, hermoso, bello, y agathós, bueno) era el ideal de la educación para muchos griegos, quienes, como Platón, consideraban que consistía en que el ser humano fuera avanzando en el camino de la verdad, de la belleza y de la bondad, camino que maestros y discípulos tenían que recorrer juntos.

Una de las preguntas que nos podemos hacer es si cabe la posibilidad de que alguien tenga en exceso alguna virtud o cualidad virtuosa. ¿Se puede ser excesivamente justo, o sincero, o leal, o prudente? Es lo que le plantea Lisa al profesor, el cual evade la respuesta:


−También quiero deciros qué buen grupo formáis –continuó el señor Partridge–. Tenéis perseverancia y lealtad, cualidades que yo admiro realmente. Por un momento estuve a punto de decir que son cualidades en que nadie puede excederse, pero esto no sería del todo correcto. Hay veces en que uno puede ser más leal de lo necesario a algo o a alguien, y entonces la lealtad se convierte en un defecto.

–¿La veracidad y la honestidad son como la lealtad? –preguntó Lisa.

−¿Cómo? –preguntó el señor Partridge.

−Quiero decir: ¿son todas ellas cualidades en las que no debemos excedernos?

El señor Partridge se rio.

−Bueno, ahora no he venido aquí a discutir de moral contigo, y estoy seguro de que tú y yo aburriríamos al resto de la clase si nos metiéramos en una discusión sobre lo que está bien o lo que está mal 3.


La dimensión moral de nuestra conducta debe estar orientada por la prudencia. Por eso Aristóteles afirma que la virtud es un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquello por lo que se decidiría un hombre prudente. La virtud se encuentra, pues, según él, entre dos extremos, que son viciosos. Así, la fortaleza o valentía se encuentra en el justo medio entre la cobardía y la temeridad. De este modo, un individuo que fuera «demasiado» valiente dejaría de ser tal y se convertiría en un temerario. La persona que se tira al agua sin saber nadar para salvar a alguien que se está ahogando no es valiente sino temeraria. La virtud de la generosidad estaría en el punto medio entre la avaricia (por defecto) y la prodigalidad (por exceso).

Las virtudes son las cualidades que debemos tener los seres humanos para vivir plenamente como tales. Pero los seres humanos nos realizamos necesariamente con los demás, nos hacemos humanos en sociedad; por tanto, como dice la filósofa española Victoria Camps, para vivir bien juntos, es decir, con justicia, hay que cultivar unas virtudes públicas. Estas virtudes necesarias para una democracia justa, libre e igualitaria son la solidaridad, la responsabilidad, la tolerancia y la profesionalidad.

Esta orientación comunitaria de las virtudes está muy presente en la filosofía africana ubuntu, que insiste en la idea de que los seres humanos nos hacemos personas con las demás personas, pues yo soy en función de lo que todos somos. Por ello, las virtudes y la vida moral, en general, tienen necesariamente una dimensión social y comunitaria. El arzobispo anglicano surafricano y Premio Nobel de la Paz en 1984 Desmond Tutu afirma que una persona con ubuntu es abierta y está disponible para los demás, apoya a y se apoya en los demás, el éxito de los otros es su éxito, vive segura de sí misma, pues su seguridad radica en que pertenece a una gran totalidad, y siente como propia la humillación o el desprecio de los demás. Cuenta una leyenda que un antropólogo propuso un juego a un grupo de niños africanos, que consistía en hacer una carrera hasta un árbol determinado, al lado del cual había colocado un cesto con frutas. El ganador recibiría como premio ese cesto. Cuando se dio la señal de comienzo de la carrera, todos los niños se cogieron de la mano para llegar todos juntos a la meta y poder compartir el premio entre todos. Cuando el antropólogo les preguntó por qué habían corrido de ese modo, le respondieron: «¡Ubuntu! ¿Cómo uno de nosotros podría estar feliz si todos los demás están tristes?».

Quizá en la actualidad y en algunos ambientes las palabras «esfuerzo» y «virtud» provocan un rechazo, hasta el punto de haber casi desaparecido incluso en contextos educativos. A algunas personas estas palabras les suenan a algo aburrido, antiguo, propias de una sociedad y de un modelo educativo ya caduco. Se «vende» mejor todo aquello que se presenta como fácil de conseguir y se valora todo aprendizaje que se pueda lograr «sin esfuerzo». Y en determinados ambientes «triunfan» los «malotes», porque se piensa que los «buenos», los virtuosos, son más aburridos. Ya decía en el año 1927 el poeta y ensayista francés Paul Valéry ante la Academia de Francia que la virtud, la palabra «virtud», había muerto, o por lo menos estaba a punto de extinguirse. Pero también hay personas que piensan de otro modo, y jóvenes que saben por experiencia que tienen que esforzarse mucho para conseguir llegar a las metas que se proponen. En un acto reciente de despedida, mis alumnos me regalaron una foto de ellos enmarcada en cuya parte superior pusieron la siguiente cita de Aristóteles: «Solo hay felicidad donde hay virtud y esfuerzo serio, pues la vida no es un juego». Saber que esos estudiantes habían descubierto que la virtud y el esfuerzo eran condiciones necesarias para que hubiera felicidad fue el mejor regalo que un profesor podía recibir de ellos.

En algunos países, como ocurre en España, se ha sustituido la expresión «educación en la virtud» por «educación en valores», aunque no significan lo mismo. Educar en la virtud supone algo más que un mero conocimiento intelectual y reconocimiento de los valores. Para educar en la virtud se necesita no solo conocer qué es el bien, sino esforzarse por ser bueno, como diría Aristóteles. En otros países se presta más atención al estudio y a la educación en virtudes, aunque se les suele dar el nombre de fortalezas del carácter. Según los profesores estadounidenses Martin Seligman y Cristopher Peterson, las fortalezas son rasgos morales y pueden mejorarse mediante el entrenamiento. Se diferencian de las capacidades (como correr muy rápido, cantar bien o el talento) en que estas requieren una base innata para poder desarrollarlas y no están al alcance de todo el mundo, mientras que la consecución y desarrollo de las fortalezas dependen más de la voluntad. Establecen seis categorías de virtudes en las que se agrupan las fortalezas: 1) sabiduría y conocimiento (creatividad, apertura de mente, deseo de aprender...); 2) coraje (valentía, perseverancia...); 3) humanidad (amor, amabilidad, inteligencia social...); 4) justicia (equidad, ciudadanía...); 5) moderación (humildad, prudencia, autocontrol...); 6) trascendencia (aprecio por la belleza, gratitud, esperanza...).


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¿Quién decide, nuestro cerebro o nuestra voluntad? ¿Va siempre la virtud unida a la felicidad? ¿Hay ocasiones en las que conviene no dejarse guiar por la prudencia? ¿Tendría sentido decir de alguien que es demasiado virtuoso?

El dilema del erizo es una parábola escrita en 1851 por el filósofo alemán Arthur Schopenhauer, en la que podemos comparar las relaciones que los humanos establecemos entre nosotros para poder sobrevivir con la relación que establecen los erizos para no helarse:


En un día muy frío, un grupo de erizos que se encuentran cerca sienten simultáneamente una gran necesidad de calor. Para satisfacer su necesidad buscan la proximidad corporal de los otros, pero, cuanto más se acercan, más dolor causan las púas del cuerpo del erizo vecino. Sin embargo, debido a que alejarse va acompañado de la sensación de frío, se ven obligados a ir cambiando la distancia hasta que encuentran la separación óptima (la más soportable).


Como los erizos, necesitamos a los demás para poder vivir como seres humanos, pero la convivencia con los demás no es fácil, y, con frecuencia, produce dolor. ¿Qué virtudes debemos desarrollar para facilitar la convivencia con los demás en un mundo global?

Preguntas para pensar en ética

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