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introducción

Los libros de Historia, los cementerios, las bibliotecas y algunas obstinadas memorias están ahítas de patrias, naciones, estados, países, repúblicas, confederaciones y reinos, todos ellos extintos. Patrias por las que muchos pelearon, otros murieron por defenderlas, destruirlas o someterlas. Otros las amaron, las odiaron, las gozaron o las pa­decieron. Todas tanto en contenido como en continente, en res o en verba, languidecen perdidas en el torbellino del tiempo y en la volatilidad de todo lo humano […]. Entre esta interminable lista de mundos difuntos destaca la monarquía católica y su hija predilecta: el virreinato de Nueva España. Patrias fenecidas, cuyos huérfanos no han derramado una sola lágrima, pues los vástagos de ambas surgieron de la extermi­nación de su memoria, la primera en Cádiz y la segunda en Apatzingán.1

A raíz de la magna exposición presentada en 2017 en la Ciudad de México en la que se indagaba sobre la búsqueda de identidad de la megalópolis a través del arte desde la época pre-mexica hasta el siglo xxi, escribí en el catálogo esta reflexión sobre la inmensa dificultad de aproximarnos y entender la civilización de los entes políticos, sociales y culturales que precedieron a las actuales naciones española y mexicana, es decir, la monarquía católica, el reino de Castilla y el reino de Nueva España. Esos entes del antiguo régimen murieron en la convulsión de la modernidad del siglo xix. De ellos heredamos mucho de lo que somos, pero nuestro presente ferozmente moderno y nuestras estructuras culturales e intelectuales, profundamente nacionalistas de raigambre decimonónica, nos entorpecen y nos velan la comprensión sobre cómo aquella civilización que nos antecedió se quiso ver a sí misma, y cómo sintió, rezó, luchó, gozó, vivió y murió. En puridad, nuestra realidad mental y nuestra idea del mundo es tan lejana a la de aquellos siglos, que preñamos constantemente nuestra mirada al pasado con una necedad presentista que satura lo pretérito de presente nublándonos la comprensión de aquello que ni de lejos logramos comprender aunque seamos sus más directos descendientes. En realidad, ni Nueva España ni la monarquía católica en su complejidad multinacional tienen herederos en los países contemporáneos que pudieran sentirse descendientes de ellas. Ambas naciones, como escribí en 2017, nacieron de sepultar aquellos reinos y vaciarlos de una esencia comprehensiva. En estas páginas vamos a adentrarnos en ciertos segmentos identitarios expresados en la mentalidad de aquellos mundos perdidos, a través de una selección significativa de sus expresiones artísticas. Recorreremos la historia de las mentalidades y de las ideas imperantes en el centro de la monarquía y en su reino más próspero, persiguiendo el prolongado rastro de lo que en aquellas sociedades representó el recuerdo de la conquista de México acontecida en 1521. Trescientos años de recorrido siguiendo el profundo impacto en las conciencias colectivas a ambos lados del Atlántico, sobre lo que significó la incorporación de toda Mesoamérica a la Corona de Castilla y a la postre a la monarquía hispánica. Aquel hecho impactó profundamente la narrativa histórica de castellanos, mesoamericanos, chichimecas, criollos y castas, mexicanos y españoles. Esta es la historia de esa construcción identitaria de los confundidos herederos de aquellos lacerantes y trascendentes hechos y su manifestación a través de sus más significantes expresiones artísticas.2

1 Salafranca Vázquez, Alejandro (2017): “Ciudad de México, emporio de las artes, faro de la monarquía católica (1521-1705)”, p. 43, en Espinasa, José María y Salafranca Vázquez, Alejandro (coords.), La Ciudad de México en el arte. Travesía de ocho siglos, México, Museo de la Ciudad de México.

2 Para un recorrido generalista por la mirada hacia el pasado de las culturas que habitaron lo que hoy llamamos México desde la antigüedad hasta la Independencia, véase Florescano, Enrique (1994): Memoria Mexicana, México, FCE.

La conquista de la identidad

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