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Las salas de batallas de la monarquía y su vacío indiano
el palacio del buen retiro
El Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro en Madrid es un espacio inmejorable para iniciar este ensayo1 en el que se pretende demostrar que la conquista de México nunca tuvo relevancia ni representatividad en la pintura de Estado de la monarquía católica, ni en la propaganda bélica general del imperio español y que, a contrario sensu, su representación profusa en el arte novohispano resultó medular para la construcción del relato histórico e identitario del reino de Nueva España.
Esta palpable contradicción entre la manera en que la corona invisibilizó por razones políticas, jurídicas y filosóficas las conquistas americanas de sus “espejos de hazañas”, y la forma en que los novohispanos hicieron lo contrario al construir mediante obras de arte de profunda originalidad “espacios de Estado” que sublimaban el hecho fundacional bélico de su reino, es la razón de ser estas páginas.
Con estas premisas como señeras, retornemos nuestra mirada al palacio madrileño. Este edificio de los Austrias era un constructo fabuloso de propaganda política española, un espacio consagrado al acrecentamiento del prestigio de la monarquía y un auténtico templo para mostrar la musculatura bélica del trono hispánico. Situémonos en el palacio matritense en cualquier año de la etapa madura del reinado de Felipe IV, concretamente en esa sala escenográfica y teatral que desplegaba una simbología cuidada hasta el más mínimo detalle para lograr el deslumbramiento de los embajadores y visitantes que precisaban tratar al “rey Planeta”.2
Imaginemos el arribo de los invitados al Buen Retiro procedentes del alcázar o de cualquier rincón de la villa con todo el ritual cortesano de la década de los treinta del siglo xvii, sea el embajador del sultán de Fez, un príncipe de Gales en busca de una infanta de España, un caballero exiliado irlandés, quizá algún virrey en cesantía de las Indias Occidentales, un dux italiano o algún elector tudesco, un pilli (noble) nahua pleiteando en Madrid, un general genovés en busca de un Tercio de infantería que mandar, un poeta o dramaturgo con obra fresca que ofrecer, un asegurador de flotas balleneras vascas del consulado burgalés con muchos caudales que apalancar, mineros novohispanos en busca de prosapia nobiliaria, armadores guipuzcoanos, canarios y andaluces aspirando a obtener patentes de corso, representantes de cabildos levantinos, cronistas de Indias, intelectuales peruanos, emisarios de repúblicas de indios mesoamericanas disputando en el Consejo de Indias derechos de tierra y abolengos de conquista, pintores flamencos de batallas en busca de encargos. Carruajes, caballerías, chupas elegantes, alabarderos, guardias reales, guardainfantes enormes, bufones más influyentes que un capitán general, secretarios de algún consejo del reino, en fin, cualquiera con ambición de medrar en la corte a la sazón capital de la monarquía más influyente y poderosa de aquel mundo convulso del siglo xvii.
¿Cómo se transformó en tan poderoso aquel monarca austrocastellano?, ¿de dónde tanto boato?, ¿de dónde tanta plata, general de banda y pluma, tercios viejos, galeras y galeones, flotas y convoyes?, ¿de dónde? Seguramente, dirían algunos, que de las entrañas de la pródiga Castilla, sí, buenas rentas las de aquellas tierras ricas y fértiles todavía en el xvii. ¿Quizá de la rica Italia?, rica sí, pero demandante de un esfuerzo bélico y financiero tenaz para sostenerla. ¿De dónde entonces? Sin duda, los Austrias se pavoneaban por el mundo por mor de las riquezas de los nuevos reinos indianos occidentales, de Nueva España y de Perú, de Zacatecas y Potosí, de Acapulco y Manila, de las Indias, en suma. De su comercio y de sus metales, de ellos y del valor de la maquinaria militar y diplomática que con ellos se sustentaba y que gracias a ese ingente flujo de metal y de numerario lograba Madrid engrasar con asiduidad el violento aleteo del águila bicéfala; con ellos maniobraban a la perfección los cuadros firmes, disciplinados y feroces de los tercios italianos, tudescos y españoles en toda Europa, por esa riqueza las flotas hispánicas surcaban con aplomo y éxito el Mediterráneo, el Atlántico y el Pacífico, y gracias al comercio de la primera globalización económica panhispánica se vinculaban mercancías, compradores y vendedores de Milán con Flandes, de Nápoles con Barcelona, de Manila y Acapulco con Amberes, de Santiago de Chile con Cartagena de Indias y esta con Sevilla, Burgos o Bruselas3. Felipe IV creyó reinar, seguramente con sinceridad, por designio de Dios, pero sin duda lo logró con el apoyo más terrenal del mineral potosino y novohispano; gobernó gracias al sudor y los méritos de los castellanos y de sus aliados indígenas de ultramar que un siglo atrás, antes que nadie, dieron más tierra a la corona que mil cruzadas, que mil encamisadas y contraminas en Flandes, que cien victorias pírricas en Italia o que un puñado de batallas navales contra la Sublime Puerta. Por sabido se calla, el poder de la monarquía residía en las rentas de América por mor de su conquista e incorporación a Castilla.
Sigamos imaginando en esta ucronía pedagógica que les propongo, que los invitados más perspicaces compartían silentemente estas reflexiones mientras todos ellos pasaban al Salón de Reinos, en realidad una auténtica “sala de batallas”. Quizá se cruzaron y mezclaron con Velázquez, Sánchez Coello o Maíno, quizá con el Conde-Duque, con alguna monja dramaturga o con el purpurado héroe de Nördlingen, verdugo de los suecos y pesadilla de los franceses, el brillante Cardenal Infante.
Sigamos en este ejercicio y reconstruyamos la imaginada escena cortesana con los ojos de un par de inveterados enemigos de la monarquía, por ejemplo, los del embajador de su Alteza Serenísima en Madrid y los del embajador de la corte parisina, y a su vez, por la mirada de unos fieles aliados del rey católico, por ejemplo, los de una comitiva de nobles tlaxcaltecas, huejotzincas, texcocanos o quauhquecholtecas de visita en la Corte. Ambos grupos de hombres procedentes de dos universos distintos, uno europeo, mediterráneo, orientalizante, comercial, marítimo y profundamente hostil al trono madrileño; el otro de tierra adentro, quizá bragado en la pacificación y colonización de Nueva Vizcaya, orgullosos descendientes de los que derrotaron a los mexicas-tenochcas y a los mexicas-tlatelolcas, y herederos directos de las naciones mesoamericanas que más riqueza le dieron a la corona en una alianza de lealtad bélica y política que llevó las rapaces de doble testa y las aspas borgoñonas desde los volcanes nicaragüenses hasta los bosques de la alta California.
Veamos a todos ellos, a los pipiltin (nobles) novohispanos y a los nobles caballeros venecianos y franceses, acceder al salón real de batallas. Sus curiosas miradas serán testigos de la mayor operación de propaganda del poder militar de una monarquía a la que unos espían con ansias de defenderse de ella o debilitarla, y otros con la aspiración de ver reflejados los privilegios de los que se sienten acreedores por ser aliados y descendientes de los conquistadores que ganaron las tierras que permitían al rey Felipe ser señor del mundo.
Sus visiones opuestas se van a topar con cuatro temáticas, cuatro mensajes, cuatro discursos políticos que lanza a bocajarro la sala al visitante. El primero, el territorial, desplegando veinticuatro escudos de otros tantos territorios de la corona; sigue el mitológico, con diez grandes lienzos de Hércules, fundador mitológico de la monarquía hispánica pintados por Zurbarán; continúa el dinástico, articulado en cinco retratos ecuestres de la familia real del monarca vigente, todos ellos salidos de la mano de Velázquez, y finalmente, el que nos interesa en este ensayo, el bélico, la propaganda militarista del poder del trono expresada en nada menos que doce cuadros de batallas, mayor número que los dedicados a la mitología o al culto a la personalidad de la familia de Felipe IV.
De estos cuadros afortunadamente han llegado a nosotros once. Son en su mayoría retratos de generales teniendo de fondo las batallas que ganaron. Los protagonistas de estas magníficas obras de propaganda son los jerarcas militares representados en su papel de aliados del rey, y no la batalla librada ni el enemigo derrotado, ambos –batallas y enemigos– conforman únicamente el telón de fondo. Estos retratos de generales invictos al servicio de la monarquía muestran campos de batalla en los que o se invisibiliza, minimiza y ubica al enemigo en un segundo plano, o se es magnánimo con él poniéndolo en posiciones honorables de rendición. Todos muestran una auténtica autocelebración castrense de la corte española y una exaltación de los valores que la monarquía hispánica quería representar. Por ello, los lugares de las batallas representadas, el tipo de enemigo vencido y los valores desplegados para con los derrotados, son fundamentales para exaltar y enaltecer esta singular semiótica de perpetuación del poder. En estos retratos de ambiente bélico no hay por lo general ni lenguaje alegórico ni epigrafía, en ellos se despliega un aparente realismo con ausencia de temática religiosa.
El rey recurrió a sus pinceles favoritos y así encargó a Maíno, Velázquez o Zurbarán que retratasen a estos hombres siempre vencedores exhibiendo los valores de la monarquía, magnanimidad y providencialismo enseñoreándose ambos en aquellas campañas militares en las que Felipe IV se sentía partícipe y protagonista. No son batallas de sus antepasados, son sus triunfos y los de sus hombres, siempre condescendientes con un enemigo derrotado con la ayuda de Dios: ¡sigue la autocelebración! Velázquez, inspirado para su Rendición de Breda en una comedia de Calderón, sitúa al general Spínola con una amabilidad y una cortesía exquisitas aceptando la capitulación de un Nassau tratado con una benevolencia digna de la grandeza del “rey Planeta” quien es señor natural de los derrotados y no un monarca extranjero invasor. Maíno pasa al frente Atlántico y, basado en El Brasil restituido de Lope de Vega, retrata la expulsión y derrota de los rebeldes de las Provincias Unidas en Salvador de Bahía, y lo hace otorgándole el mérito al mismísimo monarca que aparece simbólicamente en el escenario bélico, a quien el general vencedor en el campo de batalla, don Fadrique de Toledo, le pregunta si debe dar cuartel a los invasores holandeses ahora defenestrados por las armas reales, petición a lo que accede un rey católico piadoso en su papel de señor natural de los derrotados. Este cuadro es único [Fig. 2] y sin duda resulta el más importante de toda la serie; solo en él aparece el rey en persona otorgando el perdón, además, se representa la caridad mediante la imagen de una mujer cariñosa con unos niños, y a la clemencia a través de otra fémina atendiendo afanosamente a los heridos. En todas estas obras se le concede cuartel al enemigo al que no se humilla ni en el trato ni en el retrato. Al ejército derrotado se le representa difusamente sin signo alguno de humillación.
Aquí se resume toda la teoría política de una monarquía que incluso cuando vence no lo quiere representar ofensivamente; en última instancia, las armas hispánicas están derrotando a vasallos rebeldes de los que el rey es su señor natural, y este aspira, en unos casos a la restitución de la lealtad perdida, y en otros a la recuperación de la soberanía sobre territorios legítimos de Castilla en las Indias arrebatados a esta fundamentalmente por holandeses. No son guerras de conquista u ofensivas contra los enemigos del trono, son el restablecimiento del orden natural de las cosas y, en el mejor de los casos, representan la defensa del territorio propio contra fuerzas extranjeras ilegítimas; nunca el óleo inmortaliza invasiones a territorios de otros señores, o agresiones a otros reinos. En esta tesitura reaparece en la misma sala Zurbarán, esta vez inmortalizando la exitosa defensa de Cádiz contra los ingleses; asimismo desfilan La rendición de Juliers y El socorro de Brisach, ambas pintadas por Jusepe Leonardo; sigue Victoria de Fleurus, La expugnación de Rheinfelden y El socorro de la plaza de Constanza en la guerra de Flandes, todas de Vicente Carducho; el acertado rompimiento del cerco de Génova por el marqués de Santa Cruz del pintor Antonio de Pereda, o en el frente del Caribe a Vicente Cajés pintando tanto la expulsión de los holandeses de la isla de San Martín (única obra que no ha llegado a nuestros días), como La recuperación de San Juan de Puerto Rico, y finalmente, de la mano del artista Félix Casteló, La recuperación de la isla de San Cristóbal.
Las Indias Occidentales están muy presentes en esta sala de batallas. Puerto Rico y Salvador de Bahía son escenarios medulares y, como hemos dicho, el cuadro más importante de la serie es la restauración de la soberanía de la monarquía católica sobre el principal puerto de Brasil. Pero es claro que al no haber ningún cuadro que represente hechos anteriores al reinado de Felipe IV, no aparece, en consecuencia, ninguna referencia a la conquista de Tenochtitlan o del Tanhuantisuyo. En realidad la conquista de las Indias es invisible e inexistente por pretérita, una suerte de historia demodé e innecesaria de alardear, no apta para insuflar el valor castrense de la monarquía por ser aquellos territorios, según se desprende del discurso oficial, posesiones legítimas por bula papal en favor de la corona de Castilla.
Consecuentemente, se retrata y representa en las obras pictóricas la defensa contemporánea de los puertos indianos ante potencias invasoras, pero no se representan nunca conquistas pretéritas –las del siglo xvi en época de Carlos I en detrimento de los estados imperiales de Atahualpa o Moctezuma–, a las que además no se les quiso dar relevancia militar por no abonar a los valores católicos y piadosos en los que insistentemente se quiso hacer recaer el peso del prestigio del trono. Se aspiraba por un lado a que tanto este silencio sobre las conquistas americanas como el exacerbamiento y la exaltación permanente de la magnanimidad y la misericordia infinitas hispánicas sirvieran de antídoto contra la propaganda antiespañola de las monarquías enemigas en Europa que iban constituyendo y perfilando la “leyenda negra” de la obra ibérica en las Indias Occidentales.
En consecuencia, nuestros buenos pilpiltin nahuas de paso por la corte no verán ni encontrarán en el Salón de Reinos las hazañas de sus antepasados quienes hombro con hombro con extremeños y castellanos crearon a sangre y fuego Nueva España. Por su parte los espías y diplomáticos venecianos y franceses tendrán que informar al Doge uno y al rey borbón el otro, que Felipe IV ha inaugurado un palacio de recreo para exaltación absoluta de sus valores y de sus éxitos presentes, olvidando en esta celebración que la grandeza española más que en los méritos fantasiosos del mítico Hércules, reside en los méritos castrenses de los predecesores del rey Habsburgo a los que se olvida absolutamente en el plan iconográfico del Buen Retiro.
Lo observado en el palacio no es una excepción, la conquista indiana, y la novohispana en particular, están también ausentes en general de la pintura oficial bélica hispánica de todo el siglo xvii, más allá incluso de los gustos egocéntricos del monarca.
En los inventarios del Alcázar, hoy depositados en El Prado, se encuentran los cuadros bélicos encargados al singular Snayers por el archiduque Leopoldo Guillermo, primo del rey Felipe IV y a la sazón gobernador de los Países Bajos españoles. En estos lienzos, que no por desconocidos del gran público demerita la magnificencia de su factura, vuelve a ser Flandes, ¡siempre Flandes!, la protagonista de estas obras mezcla de cartografía militar, costumbrismo, intrahistoria castrense y propaganda política de primer orden. Destaca en la serie el cuadro dedicado a la visita al campo de Breda tras la victoria de Spínola, de la Infanta Gobernadora Isabel Clara Eugenia, tema tratado también por Callot en destacados aguafuertes sobre papel, también custodiados en la pinacoteca matritense.
Pero por mucho que busquemos en la pintura de la Corte y en la de sus más destacados miembros, no encontraremos más que obras referidas a los éxitos del monarca y de sus parientes. Encontraremos cuadros magníficos del Cardenal Infante, hermano del rey, como vencedor de los suecos en Nördlingen, o soberbios retratos del famoso héroe de Ostende y Breda, Ambrosio de Spínola, representado de manera soberbia, todos ellos salidos del pincel de Rubens. Todo en aquellos óleos de un talento sin discusión es actualidad bélica y exaltación del reinado presente, nada del pasado, nada de la historia militar de Castilla, en consecuencia, nada de las Indias Occidentales, nada de Nueva España, nada de España en suma. Es en puridad la propaganda del rey, de la casa de Austria, y a lo sumo de los españoles a su servicio, pero no de Castilla, y no de sus conquistas americanas que son en definitiva obra de Castilla y de los aliados mesoamericanos de esta.
el escorial
Hemos demostrado que en torno a 1635 la propaganda militar oficial del rey había decidido no celebrar y no recordar las conquistas indianas de principios del siglo xvi; busquemos entonces en otro tiempo, indaguemos en otro reinado. Sigamos nuestro ejercicio imaginario y situemos ahora a nuestros personajes en la corte de Felipe II, cuando la conquista de Perú y Nueva España estaban todavía frescas en la memoria. Vayamos a través de los ojos de venecianos, franceses, tlaxcaltecas y texcocanos al Escorial y a su “salón de batallas”, y veamos si por fin los caciques nahuas verán reflejadas en los muros del convento-palacio las hazañas guerreras de sus padres, y si el veneciano y el francés constatarán contrariados a través de la contemplación de grandes frescos el orgullo del segundo de los Felipes por saberse heredero del monarca que derrotó a Atahualpa y a Cuauhtémoc, cuyos ricos imperios, al ser incorporados a la corona hispánica, debilitaron irreparablemente tanto a Venecia, al restarle importancia al comercio con Asia por la ruta otomana, como a Francia por haber puesto en jaque la pretendida hegemonía gala en Italia y Borgoña por culpa del caudal infinito de numerario llegado de las Indias a favor de los Austrias.
Pongámonos en situación y reconstruyamos el recorrido en un frío día de esos tan escurialenses en los que el aguanieve te cala hasta los huesos. Envueltos en capas y tilmas veamos transitar a los visitantes por los compactos pasillos y elegantes galerías en las que el hijo de Carlos I, nieto de Juana de Castilla y bisnieto de Fernando e Isabel, ha decidido plasmar los orígenes del éxito militar de su inmenso imperio.
En principio, el soberbio monasterio-palacio es en sí mismo un homenaje a una victoria militar, en esta ocasión contra la sempiterna enemiga, Francia, a la que Felipe II había derrotado abrumadoramente en San Quintín. Este homenaje a San Lorenzo y a su caluroso martirio es entonces una autocelebración filipina por haber aplacado a Francia en sus ambiciones italianas. El enorme pasillo devenido en “salón de batallas” escurialense contiene una diversidad temática destacable, es un auténtico “espacio de Estado”. ¿Qué celebra y qué rememora en él el monarca hispánico?
A diferencia de lo que en un futuro hará Felipe IV, Felipe II sí le otorgó, en principio, un papel clave a Castilla en este espacio de propaganda, lo que se vio reflejado en la obra de gran envergadura titulada La batalla de la Higueruela, representación de una batalla del siglo xv contra el islam andalusí y antecedente inmediato del debilitamiento definitivo de los nazaríes granadinos, principio del fin de la secular presencia musulmana en el oriente andaluz. Poco le durará la exaltación castellana al rey. No tardarán nuestros invitados en percatarse de que el plan pictórico monárquico abandonará la senda castellana para remitirse inexorablemente al presentismo y a la laudación orquestada de las mieles castrenses del propio rey. Este se autocelebrará en continente con el monasterio, y en contenido con un enorme cuadro sobre la batalla de San Quintín ganada por él mismo, en la que, por cierto, se hizo acompañar de uno de los hijos de Hernán Cortés. A partir de aquí ya no se moverán las series pictóricas de la celebración de sí mismo y de su reinado. Esta enorme sala se completa con la recreación de la gran victoria del genio naval Álvaro de Bazán en la Isla Tercera (Azores) entre 1582 y 1583 contra la escuadra y el ejército luso-francés; batalla tras la cual se consumó la unión de las coronas castellana y portuguesa en la cabeza del rey hispánico. Si seguimos buscando en los muros y lienzos de los palacios del hijo del emperador Carlos, encontraremos a Tiziano pintando al rey y a su hijo agradeciendo –el primero– a los poderes divinos la victoria sobre los otomanos en Lepanto –el otro gran éxito militar de Felipe II y de sus aliados papistas, genoveses y venecianos–, o el magnífico retrato hoy en Austria de los comandantes cristianos, Marco Antonio Colonna al mando de la escuadra pontificia y de Sebastiano Vernier dirigiendo la flota veneciana, encabezados ambos por el hermano bastardo del rey Felipe, el excelente militar español don Juan de Austria al mando de las naves hispánicas y de la flota en general. De nuevo nada de Cortés, nada de Tlaxcala, nada de Otumba, ni rastro del sitio de Tenochtitlan, silencio ante la admirable resistencia de Tlatelolco, nada de la lucha naval en el lago de Texcoco entre bergantines y canoas o de la durísima batalla de Nochixtlán. Otra vez, e igual que aconteciera en el futuro con Felipe IV y por razones muy parecidas, la exaltación militar se desarrollará contra franceses por frenarlos en su expansión, contra los infieles de la Sublime Puerta, contra los rebeldes portugueses del Prior de Crato que cuestionan su legitimidad a la corona lusa, y a lo sumo, con alguna referencia añeja a los éxitos castellanos sobre las taifas andalusíes como origen de la grandeza castellana y de su misión de campeona de la fe. Pero nada de las Indias Occidentales a las que se asume que se tiene derecho y posesión por gracia de la bula papal, y que a los ojos de la propaganda militar e imperial, se accedió, pacificó, explotó y pobló sin batalla ni esfuerzo bélico alguno. De nuevo imaginemos por un instante la incredulidad ante este olvido de lo indiano premeditado e inexplicable por parte del rey, en el alma de nuestros nobles indios novohispanos, y el descreimiento sostenido de los diplomáticos venecianos y franceses ante la palmaria ausencia de América en la retórica belicista española.
Demos ahora en nuestra indagatoria un salto en el tiempo aunque sin movernos de El Escorial y situémonos a finales del siglo xvii. Carlos II en el ocaso de la centuria decimoséptima seguirá colmando los muros del viejo palacio serrano con pinturas de guerra, esta vez no de sus propias campañas, sino que ahora lloverá sobre mojado. El rey mandará pintar la celebérrima victoria sobre Francia de Felipe II. Lo hará decorando la bóveda de la escalera principal de El Escorial empleando la superficie arquitectónica a manera de lienzo. El encargo recaló en el mismísimo Lucas Jordán para que por enésima vez actualizase la recreación de la batalla fundacional del monasterio jerónimo.
En conclusión, en los estertores de los Austrias, cuando la mirada bélica al pasado se configura y se enfoca lo hace para seguir regodeándose en el pulso eterno con Francia, y no en autoconmemorarse con las entrañas castrenses pretéritas de Castilla y de sus reinos de ultramar.
Cerremos nuestra teatral pero sincera ucronía poniéndonos por última vez en los huaraches de nuestros aristócratas novohispanos. Estos señores de Tlaxcala, Texcoco o Huejotzingo representaban a un variopinto conjunto de naciones (altepeme) que habían aceptado en el siglo xvi –de mejor o peor gana, por la fuerza o por la persuasión– la autoridad del emperador, se habían convertido al cristianismo y, para hallar un lugar digno en la nueva era tras el cataclismo del hundimiento de su civilización milenaria, habían construido una alianza militar con el monarca para expandir las fronteras de la nueva cristiandad por todo el territorio de la América central y del norte. Con sus ejércitos, con su experiencia, con su valor y con miles de almas armadas hasta los dientes, habían guiado a los pocos soldados y capitanes castellanos en una aventura bélica, militar y cultural de una dimensión épica que hizo crecer Nueva España desde las fronteras originales del imperio de Moctezuma hasta invadir todos los territorios chichimecas desde Querétaro hasta San Francisco y desde Ixmiquilpan hasta el norte de Texas, y por el sur, tras la pacificación de las regiones mixteca y zapoteca, llevaron el náhuatl y el castellano por todo el mayab desde Yucatán y los altos de Chiapas hasta el norte del Darién. Una empresa que fijaría por tres siglos los inmensos límites del virreinato novohispano, fronteras heredadas mayoritariamente por el futuro Estado mexicano.
Esta alianza bélica entre las naciones nahuas, otomíes o purépechas con Castilla debemos aquilatarla y justipreciarla en su calado y dimensión solo si la comparamos, por ejemplo, con las campañas de los árabes en los siglos vii y viii. Los árabes, mientras conquistaban pueblos de diversa raigambre cultural en la luna fértil siriaca o el norte de África, una vez pacificados e islamizados los movilizaban de inmediato para seguir su avance imparable hacia el gran magreb. Una campaña que en menos de un siglo los llevó de Damasco al Ebro, siendo los árabes minoría en estos ejércitos y los pueblos recién islamizados, mayoría.4 Historia muy similar a la de Castilla en Mesoamérica que conquistó, partiendo de la orilla del lago de Texcoco, todo el territorio comprendido entre Cem Anáhuac (territorio bajo dominio mexica) y el norte de California, Arizona o Texas, y por el sur el comprendido entre Cholula y Nicaragua, todo ello mediante los ejércitos aliados aportados por los pueblos recién cristianizados. No olvidemos que entre Damasco y Zaragoza, dos puntos distantes de la expansión militar árabe, hay algo menos de cinco mil kilómetros, y que entre San Francisco en California y Managua en Nicaragua, dos puntos distantes dentro del territorio de la expansión militar novohispana, hay algo menos de seis mil. No perdamos de vista entonces la envergadura de la expansión militar a la que nos estamos refiriendo.
Este es el tamaño del cataclismo bélico/cultural acontecido en las Indias en menos de cien años por mor del impulso incontenible de una España expansiva en mortífera alianza con los pueblos imperialistas y belicistas de la Mesoamérica central. Alianza de una virulencia inaudita que doblegó con mayor o menor esfuerzo a una inmensidad de pueblos, culturas y naciones en todo el orbe indiano septentrional. Imaginemos entonces la segura incredulidad de los descendientes de estas naciones vencedoras de la gran guerra mesoamericana del siglo xvi al observar el silencio en los espacios de poder de la capital de la monarquía sobre la conquista de las Indias y constatar la ausencia de memoria y reconocimiento oficial sobre su destacado papel en la construcción del imperio. ¿Cómo explicarlo? ¿Por la lejanía cronológica de los hechos?
la corte nómada de carlos i
Seamos entonces exhaustivos e indaguemos en las querencias militares más cercanas a los acontecimientos bélicos americanos. Busquemos entonces en el reinado de Carlos I, quien como rey y emperador fue testigo y protagonista de las jornadas de Pizarro, Cortés y de tantos otros. Fue bajo su reinado, marcado por sus constantes viajes y por el nomadeo de la Corte, que la corona de Castilla se extendió a expensas de Cem Anáhuac y del Tahuantinsuyo por un orbe ignoto e inmenso; en su reinado su cetro se adornó con el dominio sobre las Indias y con los tesoros que de ellas llegaban gracias a las empresas de hombres extremeños de la baja nobleza, hidalgos sencillos que a sus costillas, con el apoyo de miles de mesoamericanos aliados, y con una lealtad sólida, habían engrandecido a su patria y a su señor de una manera inimaginable. En esta tesitura, ¿qué hechos de armas ennoblecedores del reino retrató el emperador en sus propios “espacios de perpetuación de la memoria”? En aquellos años en los que llegaban a Castilla, Flandes y Austria desde las Indias continentales noticias asombrosas de conquistas de grandes reinos y ciudades, ¿celebraría el rey flamenco con orgullo las victorias de los extremeños y los tlaxcaltecas contra los tenochcas?
Antes de respondernos hagamos un pequeño alto en la minoría de edad de Carlos. Situémonos en la regencia del viejo franciscano, el cardenal Cisneros. En aquellos años, poco antes de la caída de Tenochtitlan, la catedral toledana se transformó también en un singular “salón de batallas”, en el que, en congruencia con el hábito silenciador de lo americano que se desarrollará en un futuro, no se relató en absoluto las tomas de la Española o de la Fernandina acontecidas veinte años atrás en el recién descubierto Caribe. Por el contrario, Rodrigo Alemán pintó allí la toma de Granada, símbolo por excelencia del triunfo del cristianismo sobre la fe mahometana. Más tarde, en 1514, en la capilla mozárabe del templo, Juan de Borgoña exaltó magistralmente al regente mendicante en su exitosa campaña anfibia contra Orán. Es decir, ambas obras reflejaban las guerras contra el infiel en cumplimiento de los deseos de Isabel de Trastámara. Podríamos esgrimir que las guerras americanas están ausentes de las pinturas de la seu castellana por haberse encargado antes de tenerse noticias de las hazañas en Anáhuac, pero tras conocerse estas ¿qué escenas de guerra para exaltación de la monarquía encargó Carlos en su calidad de monarca beneficiario del sometimiento a su soberanía de las civilizaciones mesoamericanas? Veamos.
En el marco de la apropiación simbólica cristiana de la Alhambra, se erigió el inmueble opresivo y brillante del Palacio de Carlos V. Allí el artista Juan de Orea realizó un bajorrelieve sobre la batalla de Pavía, el gran éxito militar de Carlos sobre Francia, acción de gran repercusión en la que se capturó prisionero al mismísimo rey galo. Pavía, junto con la campaña de Túnez, no tuvo competencia en el imaginario bélico de Carlos. Ambas jornadas estuvieron a la misma altura en su representación propagandística que su victoria norteña en Mülberg a la que hizo inmortalizar con tanto talento a Tiziano. También, y en torno a la representación triunfalista de la gran victoria de Pavía, destaca por su calidad el tapiz encargado a Bernard van Orley manufacturado en Bruselas y hoy exhibido en Capodimonte. Asimismo, en el palacio nazarí ya cristianizado, en el espacio conocido como “Peinador de la Reina”, se encargó decorar al fresco dos salas. En una de ellas se recreó la toma de Túnez por el rey/emperador. Esta jornada en Berbería sería tema preferido de Carlos para exaltar sus éxitos en el frente meridional, el más castellano de todos. Se mandaron confeccionar con este tema doce tapices, de los que hoy sobreviven diez, los cuales relatan con detalle la conquista de Túnez, y lo hacen con la maestría de su autor, Mervellen. Se cree que su destino era el mismo Alcázar toledano. Nueve metros de ancho para dar pábulo al éxito cristiano sobre la expansión magrebí del sultán otomano. El prestigio de estos tapices y su temática bélico-religiosa fue asombrosa. Se transformaron por siglos en una suerte de “sala de batallas portátil” y se exhibieron en la boda de Ana de Austria con Luis XIII, en el bautizo de la Infanta Margarita, en el nombramiento de Santa Teresa como patrona del reino o durante las procesiones del Corpus, celebración de un alto simbolismo contrarreformista y antiluterano, en las que se colocaban en la misma fachada del Alcázar de Madrid. El Corpus y los tapices tunecinos fungieron como talismanes aliados del emperador en hermanada lucha contra ismaelitas y herejes. Finalmente los tapices pasaron al Salón Dorado o de Comedias del Alcázar, y hoy encontramos uno de ellos colgado en la Armería Real del Palacio de Oriente exhibiendo en su magnificencia la revista de las tropas por el emperador previa al embarque del ejército en las galeras atracadas en Barcelona para iniciar la ofensiva en Berbería.
Debemos considerar, para ir interiorizando las razones de este vacío indiano en la memoria histórico-bélica de la corona, que los naturales de las Indias antes de la conquista no eran infieles, eran gentiles, y el papa Alejandro VI, antiguo purpurado valenciano, mediante las inter caeteras refrendó la posesión de aquel continente para Castilla y León a cambio de su evangelización, por ende, la monarquía católica entendió y fue en ello de una congruencia a prueba de siglos, que no debía fomentar ni presumir ni propalar la conquista como una empresa militar urbi et orbi. No es que se negara la relevancia militar del hecho cortesiano, esta había quedado plasmada en las múltiples, y muchas de ellas brillantes, crónicas de Indias, tanto las oficiales como las particulares, y también en las obras de los escritores del Siglo de Oro5 que dramatizaron empática y ampliamente esta hazaña, Lope de Vega, por ejemplo, con especial talento. Pasaba en realidad que no convenía a los intereses de la monarquía fincar su legitimidad en América en la fuerza de las armas sino en los designios de Dios. Además no fueron campañas del rey, sino campañas privadas bajo banderas leales al rey; nunca el monarca estuvo en ellas, y en consecuencia este las quiso interpretar y rememorar como instrumentos de una misión evangélica, y no como un sometimiento manu militari de mexicas, caxcanes, incas y demás naciones, y también, cabe resaltarlo, los monarcas hispánicos tuvieron en esta actitud la abierta intención de restar poder e influencia a la nueva aristocracia militar naciente en América a la que se quería domeñar, no exaltar. De ahí el consistente silencio secular de parte del aparato propagandístico de la corona sobre estas conquistas.
las salas de batalla de la nobleza castellana
No es difícil adivinar que si el rey no mostró las hazañas indianas en sus “salas de batallas”, la alta nobleza castellana que no fue protagonista de ellas, tampoco lo hizo. La Casa de Alba, por ejemplo, presumía en la estancia principal de su palacio en Alba de Tormes la captura como prisionero del Elector de Sajonia y su entrega como botín de guerra al emperador; asimismo, encargó años más tarde a Tiziano el retrato muy castrense del duque como gobernador de los Países Bajos. Nada de América.
Lo mismo ocurre en el Palacio de Oriz en Pamplona o en el de Cabo de Armería de la familia Cruzat, próceres de Navarra, o con los cuadros navales de las victorias marítimas de Oquendo. Todo son victorias contra luteranos, franceses o sarracenos, nada más. Por su parte los Duques del Infantado se autocelebraban en Guadalajara recordando las hazañas medievales de su raigambre nobiliaria. El marqués de Santa Cruz por su lado, en su residencia del Viso del Marqués, además de escenas mitológicas, atesoraba una larga colección de representaciones de batallas que van desde el socorro altomedieval a Sancho Abarca, rey de Navarra, hasta sus modernas hazañas renacentistas. Los condes de Fernán Núñez en ocho cuadros exaltaron ampliamente la participación de su familia en la Reconquista. Ni rastro de las Indias. Ni siquiera los Moctezuma cacereños –descendientes directos del tlatoani Xocoyotzin–, en su palacio cercano a la muralla, representaron en obra alguna ni la conquista de México ni mucho menos las victorias de los tlatoanis precortesianos, únicamente decoraron sus muros con los retratos de todos los reyes mexicas desde Acamapixtli hasta Moctezuma Xocoyotzin.
La nobleza peninsular tampoco se dio por aludida por la gesta cortesiana, no le competía y no le incentivaba celebrar unas guerras, las del Nuevo Mundo, en las que no participó. Se configuraba así otro espacio más –además del cortesano– de silencio intencional sobre el hecho fundacional de los reinos más grandes de la monarquía católica.
Ya sea en palacios reales o nobiliarios, en catedrales o en iglesias, en todos los salones de batallas españoles se recreó y se reforzó la memoria de la monarquía católica y de sus aliados, y se mostraron las batallas que dieron rostro a quien las encargó, en este caso el monarca, la iglesia o la nobleza. La ausencia de exaltación bélica americana de la nobleza castellana es obvia por no haber participado de estos hechos históricos, la de la Iglesia es igualmente lógica pues solo exaltó batallas contra infieles o herejes, y en América no hubo en su conquista ni lo uno ni lo otro; pero desconcierta en principio la ausencia indiana en la retórica bélica de la monarquía, pues fue la principal beneficiaria de estas guerras.6 Los motivos que llevaron a esta total invisibilización militar de las jornadas novohispanas y peruanas van quedando claros.
nueva dinastía, nueva memoria histórica: perseverancia del olvido
El final de la Guerra de Sucesión española trajo como consecuencia que el imperio hispánico heredado por el nuevo rey Borbón fuese medularmente peninsular e indiano. En esta guerra mundial por la corona hispánica, el nuevo titular de esta no heredó los seculares territorios europeos de los Austrias y de los Trastámara, muchos de ellos de procedencia aragonesa en Italia o borgoñona en la Europa central y norteña. La monarquía católica se circunscribía ahora más que nunca al Aragón continental ibérico y a una Castilla desdoblada en sus dos orillas atlánticas. La constricción de las fronteras del reino al universo panhispánico coincidió, y no es baladí para el tema que aquí indagamos, con el advenimiento de nuevas ideas sobre la monarquía y su imbricación con los reinos y pueblos a los que gobernaba. Trajeron los nuevos aires una nueva forma de hacer Historia, es decir, de mirar el pasado para ahormar y cimbrar el presente.
El nuevo siglo, la nueva dinastía, el Absolutismo y la incipiente Ilustración fueron configurando las ideas embrionarias de los futuros Estados-nación. Eso significó, y en España de manera destacada, un cambio en las temáticas de las obras de propaganda del nuevo régimen que se fueron alejando de la alegoría para acercarse al historicismo, y con este, y de manera natural, se difuminaron las temáticas universalistas o panoccidentales para fincarse una tradición que se sustanció con el nacimiento de la pintura histórica de corte nacional y lógicamente antiuniversalista.7 Esta pulsión por mirar al pasado para construir con él un acontecer pretérito vertebrador de una mirada colectiva, y no solo como una mirada dinástica, se irá configurando paulatinamente en abierto contraste con los siglos anteriores. Se impondrá la idea de que la monarquía se identificaba y mimetizaba más con la comunidad gobernada que con la historia, tradiciones y herencias de la dinastía reinante. El trono iba mutando hacia su transformación en un alter ego de la nación española. En términos de lo abordado en este ensayo, esto significa que la monarquía católica, lejos ya de las consideraciones imperiales paneuropeas y abandonadas por necesidad las caudas territoriales dinásticas que obligaron por dos siglos a los reinos españoles a desangrarse en Europa, se centró más que nunca, o quizá sería más preciso decir que se concentró por primera vez desde los últimos Trastámaras, en la Península ibérica y en sus reinos, trocándolos en sujetos protagónicos de la constitución de la monarquía.
Se reconstruyó a lo largo del siglo xviii la narrativa del pasado del reino entretejiendo y conduciendo desde los poderes del Estado un relato más castellanista, más nacional, más colectivo y más centrado en la imbricación de un pasado elegido y escogido como el más celebrable por ser este el poseedor de los nuevos valores del reino y de los sujetos que lo conformaban, además de ser poseedor de la representación lejana pero trazable de las características idiosincráticas presentes de los españoles y de la monarquía que los regía8. De tal suerte que los protagonistas históricos durante los reinados de ademanes universalistas de los Austrias se van modificando lentamente, y junto a la celebración dinástica y la exaltación de la familia real, irrumpen con fuerza los temas históricos donde ya no son las victorias militares del rey en turno las protagonistas del relato (recordemos las series pictóricas autocelebratorias de Felipe II o de Felipe IV), sino, y he aquí la novedad, lo serán una serie de episodios y victorias militares colectivas acontecidas desde los lejanos tiempos de la resistencia de los nativos hispanos contra los invasores cartagineses y romanos dos milenios atrás, hasta la caída de Granada en el siglo xv. No son ahora victorias ni de una familia real ni de prodigiosos mitos de la Hélade, son victorias de un pueblo que se quiere ver reflejado en el pasado y encontrar allí los valores eternos que desea reconocer en su carácter presente. Es una suerte de prefiguración, mediante una relatoría cuidadosamente comisariada, de una unión de destino diacrónica de los españoles del presente dieciochesco con los “españoles” del pasado, españolizando para ello de manera forzada y eficaz al lusitano Viriato, a los tercos numantinos, a los sofisticados emperadores béticos o al contradictorio sidi de Vivar. Estamos en lo que parece configurarse como la construcción de la memoria colectiva de la embrionaria nación española en la que se espejea la nueva monarquía. En esta construcción del discurso histórico del reino se aleja la mitología y se acerca la Historia, se alejan las hazañas de los reyes cada vez menos comandantes militares y más orquestadores de gobernanza, y se acercan las luchas heroicas de una larga lista de comandantes, príncipes, reyes, ciudades, pueblos y soldados que en el transcurso de cientos de años conformaron el espíritu, el rostro reconocible y el carácter de lo que ya por entonces se comenzaba a definir como lo canónicamente español: castellanista, caballeroso, belicoso y cristiano. En este contexto, y siendo las Indias occidentales parte consustancial de Castilla y en aquel entonces única e inmensa posesión ultramarina de la monarquía, se antoja colegir como obvio que la temática de las viejas hazañas de la conquista tendrían por primera vez un lugar destacado en la construcción de la nueva memoria histórica española en clara divergencia con su absoluta ausencia en los pinceles austracistas.
Los primeros indicios que tenemos de ello parecieran indicar que nuestra hipótesis de que las guerras de conquista indianas podrían irrumpir por sus propios fueros en la narrativa histórica y fundacional del reino pudiera cobrar corporeidad. Veámoslo.
el nuevo palacio real
La desaparición –pasto de las llamas– del viejo Alcázar de Madrid dio pie en el segundo cuarto del siglo ilustrado a la construcción de un nuevo palacio real que movería incesantemente los recursos ideológicos, económicos, creativos y artísticos de la España peninsular de entonces. Un nuevo espacio para una nueva época y una gran oportunidad para mostrar en él, sin pudor y con cierto desparpajo, la nueva narrativa de una nueva España/Monarquía. En este sentido, lo que se pretendía definir como la esencia de España y sus orígenes se va a fijar y a exhibir en el mayor palacio de su tiempo. El programa iconográfico que lentamente se irá concretando en esta mole albea no dejará lugar a dudas acerca del mensaje que se pretendió transmitir.
El rey Fernando VI puso mucha atención en la decoración de las sobrepuertas del corredor principal del Palacio Real.9 Quiso fijar en ellas la nueva manera de expresar abiertamente los hechos fundamentales y los valores primordiales en los que se fincaba, no su reinado ni sus impulsos ni su familia, sino los de los reinos que gobernaba. De manera inédita las temáticas van a reflejar los valores que impulsaban, inspiraban y enorgullecían al reino, y será precisamente este y la comunidad que lo integra los protagonistas de esta serie de relieves. El padre Sarmiento resultó el ideólogo y el encargado de proyectar la serie ornamental de relieves o medallas en la galería principal de palacio: once para los lados oriente, poniente y norte, y trece para el mediodía. Las temáticas elegidas dejan entrever las nuevas formas de mirar y mirarse de quien las encarga y diseña. Al poniente la temática son las ciencias, al norte escenas religiosas con protagonistas de la iglesia hispánica y no de la universal, al sur las virtudes políticas, y finalmente al oriente hallaremos lo que estamos buscando, la primera “sala de batallas” de este reinado, once relieves de once batallas que configuran la memoria bélica de los Borbones proyectada sobre su idea del pasado del reino. En claro contraste con el pasado, por primera vez aparecen representados en un espacio de Estado la conquista de México y de Cuzco en igualdad simbólica con la batalla de Covadonga, las Navas de Tolosa, Clavijo, la toma de Toledo, la victoria del Salado, la toma de Sevilla, la caída de Granada, la destrucción de Numancia, o la derrota cartaginesa a manos “españolas” en Sagunto.
Esta sala de batallas, que empezó a proyectarse en 1747, tuvo la desventura de llegar inconclusa al año 1760 cuando se detuvo su instalación y factura a raíz del arribo a Madrid del nuevo monarca recién desembarcado desde el trono de Nápoles. Carlos III mandó parar el proyecto, desmontó los relieves ya colocados, y todas las obras se dispersaron y estas perdieron, por ende, su valor simbólico e iconográfico de conjunto, pasando a ser meros adornos sin contexto distribuidos entre estudios de artistas, la Academia de San Fernando y, más recientemente, en espacios subalternos del propio Museo del Prado. Más allá del secundario final de este programa iconográfico, lo que aquí nos interesa es la intencionalidad del rey y de Sarmiento al renovar hasta los cimientos mediante estos medallones y relieves la mirada histórica reflejada en el edificio más importante de la Corte, y por tanto en el aparato de propaganda y creación de imaginario colectivo más imponente de su tiempo: el Palacio de Oriente. Cambió el sujeto de la mirada, ya no es la casa Borbón, ni la de Austria, no son representaciones de las victorias de los hombres del rey. En ninguna de ellas aparece quien las encarga, lo que es una tremenda novedad como ya vimos respecto a espacios similares construidos por los Austrias. Cambia el espacio representado, se elimina la geografía bélica europea, flamenca, alemana e incluso panmediterránea, desaparece la estela del recuerdo de la dinastía anterior y sus ambiciones universalistas a las que se hace desaparecer de cuadros y esculturas. Ahora todos los temas acontecerán en los reinos conformadores de España, se traslada a la Península el teatro de operaciones bélico e histórico, mejor dicho, se trasladan a Aragón y medularmente a Castilla. Por eso ya no veremos nombres como Fleurus, Mülberg o Breda, sino Navas de Tolosa, Sevilla, Toledo, el Salado, Numancia, Sagunto y, como no podía ser de otra manera, Cuzco y México, ambas cortes virreinales, jurídicamente constituyentes de la corona castellana, dependientes de este reino y parte legítima del mismo según la legislación castellana. Por eso y por primera vez Cuzco y Tenochtitlan se sitúan a la altura simbólica de la recuperación para la cristiandad hispánica de Toledo, la vieja capital goda, de la derrota de los almohades magrebíes en las Navas de Tolosa o de la culminación de la recuperación del viejo suelo hispánico con la caída de los nazaríes granadinos. La toma para su cristianización y castellanización de la capital de los incas y la de los mexica-tenochcas no son la celebración de un botín de guerra, son episodios de la historia local del reino que se erigen en memoria colectiva, en vértebras articuladoras del ser histórico de España. Que se terminaran estas obras o no, no resta novedad y originalidad a esta pretendida nueva mirada tremendamente innovadora por “nacionalista”.
La primera representación artística de la conquista de la capital mexica había esperado en vano más de dos siglos para poder exhibirse en un espacio de Estado en la Corte. Tendrá que esperar a que más de medio siglo más tarde el virreinato novohispano se separe de la monarquía católica, para que en algunos muros de los edificios públicos de España se dejase ver algún óleo decimonono representando, desde la mirada de la nueva nación desprendida del viejo imperio, el gran drama mesoamericano de 1521.
La tradición de exaltar el “pacto de lealtad y de transmisión voluntaria de soberanía” al emperador Carlos por parte de Atahualpa y Moctezuma, y a su vez minimizar en el discurso iconográfico oficial las guerras de conquista como medio de incorporación de las Indias a Castilla, pudo más que el nuevo discurso historicista. Nunca se exhibirá la invasión castellana a mexicas e incas en la sede del trono. El relieve peruano se perdió y el mexicano nunca se terminó, quedó a medio devastar y fue tasado en dos mil quinientos reales lo que nos indica su incipiente estado de factura cuando fue abandonado, ya que una pieza similar terminada se cotizaba en quince mil. En su tosca e inconclusa hechura se adivina altanera, escoltando a la clásica melé de cabezas, cascos, brazos y caballos, que lo mismo representa a Tlatelolco que al Salado, una imposible palmera frondosa inexistente en Tenochtitlan que refleja en el fondo lo alejada y exótica de la mirada del artista al que se le encargó esta representación, el italiano Giovanni Doménico Olivieri. Pero algo fundamental había logrado cambiar la original idea del padre benedictino Sarmiento apoyada por Fernando VI. Se impondría la historia local sobre la historia global y multinacional de las dinastías previas. Pese a lo afrancesado en lo político de la nueva dinastía, desde el punto de vista de construcción de memoria histórica, ciertamente los Borbones fueron los más españoles de todos los monarcas desde Juana de Castilla.
El nervio de la idea de Sarmiento no se perderá a pesar de la supresión de su plan iconográfico. Se producirá lo que vengo en llamar una transferencia simbólica mediante una transfusión de iconografía entre la galería desnaturalizada y vaciada del palacio y el nuevo espacio de pedagogía histórica en que se transformaron las cornisas del mismo. Se perdieron los medallones de batallas fundadoras de la identidad del reino, pero se elevaron para contemplación pública las estatuas que representan a los reyes de las tradiciones y dinastías que se escogieron como constituyentes de los afluentes dinásticos que conformaban el río de la monarquía católica hispánica. Misma intención, misma transformación nacional historicista, pero con una metodología más tradicional al trocar la representación de actos colectivos por representaciones particulares al concretarse la sustitución de las batallas por la representación de los monarcas. Esto es, se elimina la toma de Toledo pero se erigen la estatua del rey castellano que encabezó su toma, y en lo que nos importa, se eliminan las conquistas de Cuzco y Tenochtitlan, para poner en su lugar las figuras no de quienes las tomaron en nombre de Castilla, sino, y paradójicamente, de los emperadores que en teoría las perdieron pero que, en el relato hispánico, en realidad cedieron sus imperios, se cristianizaron y por ende, fueron los protagonistas y facilitadores legítimos y quizá involuntarios, de la entrada de sus señoríos naturales a la cristiandad a través de su incorporación a Castilla. De ahí que los vencedores simbólicos de la conquista en el discurso iconográfico matritense no fueran Cortés ni Pizarro sino Atahualpa y Moctezuma, a los que se reconoce como legítimos señores naturales de sus reinos, y se reconoce también a la corona castellana como legítima heredera de sus señoríos. Por ende, Atahualpa y Moctezuma se elevan a las cornisas de la Corte con el mismo abolengo que las dinastías quintaesencialmente españolas.
En definitiva, el magno programa escultórico pretendía representar a todos los reyes, tradiciones, familias y linajes reales que conformaban, según el criterio de la época, la esencia de la Monarquía española. En ella están todos los reyes considerados como españoles. Desfilarán en las cornisas blanquecinas madrileñas emperadores romanos, reyes godos, monarcas de los reinos cristianos medievales peninsulares, Trastámaras y Austrias, quedando excluidos los monarcas considerados como exógenos a la tradición monárquica española. En este orden de cosas, ningún sultán andalusí ni rey de taifa alguno aparecerá en el horizonte palaciego que delinea el discurso histórico borbónico.
Sin embargo, y contrario sensu a lo acontecido con el recuerdo de los monarcas musulmanes “españoles” excluidos todos ellos por foráneos, infieles e intrusos a lo ibérico, se ubicaron en lugar destacado como algo propio, legítimo y constitutivo de la Monarquía hispánica al tlatoani Moctezuma señor de Cem Anáhuac [Fig. 3], origen de la legitimidad hispánica sobre Nueva España, y al inca Atahualpa señor del Tahuantisuyo, origen de la legitimidad histórica hispánica sobre Nueva Castilla, cuyas esbeltas representaciones escultóricas se situaron tanto física como simbólicamente junto a las del visigodo Wamba, a Isabel I de Castilla, Jaume I el Conquistador, a Fernando III el Santo, etcétera.
El programa iconográfico del nuevo Palacio Real de Madrid vino a significar el corolario de la asimilación mítica, histórica y política indiana como territorio legítimo e indisolublemente castellano e hispánico, y por ende alejado totalmente de la retórica belicista.
Queda entonces desvelada la interrogante del porqué nunca cupo esperar retórica belicista u orgullo guerrero en el nacimiento del reino novohispano ya que pertinaz y consistentemente se le quiso ver como parte constitutiva y legítima de la Monarquía hispánica.
la real academia de san fernando
Nos resta por analizar aquí la institución más importante de la España borbónica dieciochesca encargada, a través de las artes, de construir la nueva memoria histórica del reino, la Real Academia de las Bellas Artes de San Fernando. El Palacio Real fue, como hemos visto, un buen espejo y un excelente espacio para representar este nuevo discurso, pero fue sin duda la Real Academia de las Artes de San Fernando la institución que más empeño puso por encargo Real en homogenizar y construir mediante sus concursos de escogida temática histórica, el nuevo relato del pasado que aquí hemos explicado en extenso. ¿Estarán entonces las Indias y su conquista presentes en los pinceles y cinceles de los académicos?
La respuesta es sencilla: en absoluto. Las intenciones integracionistas de lo indiano con lo castellano de Sarmiento no traspasaron el espacio palaciego. En San Fernando las Indias no aparecen ni para integrarlas ni para denigrarlas ni para colonizarlas, simplemente desaparecen, dejando el impulso sarmientista sin solución de continuidad. La Academia repitió el historicismo castellanista, antiuniversalista y antiaustracista de la iconografía del Palacio Real con una sola excepción: ni la conquista ni en general las Indias existen en absoluto en la construcción del relato histórico canónico sanfernandino. Solo encontramos como artistas vinculados a la Academia a los ilustradores de la edición madrileña de Historia de la conquista de México de Solís de 1783, cuyos originales, hoy resguardados en el Museo de América [Fig. 4], resultan poco reseñables por constituirse en meros adornos del relato de Solís empleando en ello una estética europeísta alejadísima de la realidad novohispana. Paupérrimo balance el de la mirada academicista sobre la conquista de México.
No quiero dejar de destacar finalmente que el único cuadro del siglo xviii atesorado hoy en la Academia de tema americano sea la Defensa del Castillo del Morro en La Habana ejecutado por el pintor José Rufo. No es que México y su conquista desaparezcan de la mirada académica, es que mientras los Borbones revolucionan la administración imperial sobre las Indias, crean virreinatos, audiencias e intendencias, cambian el statu quo fiscal, renuevan la Real Armada con un ambicioso plan de construcción naval en los astilleros habaneros con las maderas preciosas de Alquízar, Güira de Melena o del Hato de Ariguanabo, peninsularizan parte de la burocracia americana, expulsan a los jesuitas, refuerzan las fortificaciones costeras en todo el continente, crean por primera vez unidades fijas de los reales ejércitos conformadas por locales, apoyan militar y económicamente a la insurgencia de las colonias norteamericanas; por otro lado, y en abierto contraste con todo ello, no acompañaron esta intensísima y frenética política sobre las Indias –que por otro lado estaba trastocando dos siglos y medios de lealtad pactista y de autogobierno virreinal– con ninguna operación solvente de construcción de un relato histórico común.
Por extraño que parezca, la maquinaria de creación de conciencia colectiva del pasado en que se erigió la Real Academia de las Bellas Artes de San Fernando controlada, por cierto, por lo más granado de la nobleza cortesana y dirigida por el mencionado escultor Olivieri, olvidó o marginó a los territorios más grandes de la monarquía de la construcción de un relato de conjunto creíble y compartido. Se centralizó la administración y se revolucionó la praxis de la gobernanza a la vez que se cauterizó la construcción del relato colectivo integrador de esta nueva realidad. Se sembró un implacable silencio sobre los orígenes de los virreinatos indianos y sobre su encaje emocional con la monarquía, vacío que los indianos se empeñarán denodadamente en romper como se verá más adelante. Mucha acción y nula narrativa. La monarquía sembró olvido y silencio en la memoria histórica colectiva entre las Españas y cosechará indiferencia en la peninsular y contradicciones identitarias criollistas en la americana.
Que América haya sido retratada en San Fernando en el transcurso de más de medio siglo mediante un único cuadro de escaso interés iconográfico, muy alejado de una verdadera pintura oficial de historia, con una obra detallista, casi paisajística –a medio camino entre el viejo estilo de Roelandt Savery y esos magníficos paisajes de Turner sobre la guerras napoleónicas– y muy alejada de cualquier simbología proyectada concienzudamente por la monarquía sobre América, dice mucho sobre lo duradero y arraigado del pacto de silencio sobre la conquista. Estamos frente a un relato sin emotividad, nada parecido a propaganda militar o pintura de prestigio o de historia, y todo ello es harto demostrativo del exiguo espacio que las Indias ocupaban en el plan historicista de los electores de las temáticas de los concursos de la Academia. En el cuadro en comento se rememoraba la destacable pero fallida defensa de La Habana, quizá el más sensible desastre militar español en el Caribe, que refleja no solo un cambio de tendencia en el hábito de retratar ya no victorias, como lo hacían los Austrias, sino derrotas, lo que prefigura el nacimiento de las estrategias iconográficas nacionalistas de los nuevos Estados-nación decimonónicos que se fincarán más en exaltar el drama de las derrotas que en la épica de las victorias para construir el relato fundacional nacional. En este caso se podría haber elegido, por ejemplo, la heroica y exitosa defensa de Cartagena de Indias, el mayor desastre militar británico en el Caribe de aquel siglo, lo que muestra, sobre todo, un palmario sentido amnésico de la ideología del Estado Borbón sobre la globalidad de la España indiana o sobre la necesidad de integrar eficazmente en el relato común a los reinos de Indias.
Los vacíos en la conciencia colectiva panhispánica de un discurso historicista integrador nunca se pudieron resolver. Las Cortes de Cádiz fueron un buen y postrer ejemplo de intento loable pero fallido de narración y construcción de identidad nacional compartida en los “españoles de ambos hemisferios”. Este proceso de silenciamiento durante tres siglos de la realidad bélica y compleja del origen de Nueva España en particular y de América en general, en la iconografía y en la propaganda de la monarquía católica, tanto austracista por unos motivos, como en la borbónica por otros, contribuyó, y en esto no me cabe duda, a que la disolución violenta del vínculo secular entre los virreinatos indianos y Castilla produjese en España cierta indiferencia con puntuales excepciones, y en América desgarramientos identitarios de largo aliento en su proceso de conformación nacional.
El gran trauma de la nación española con las pérdidas americanas no se produjo fundamentalmente con la disolución de facto de la monarquía católica plurinacional en torno a 1821, sino paradójicamente aconteció con la pérdida –siete décadas más tarde– de los restos muy menores de aquel enorme imperio. Parece confirmarse aquella máxima de que las Indias las perdió el rey y Cuba la perdió la nación española. Detrás de esta aseveración se encierra la enorme complejidad en la comprensión del hecho de que cuando Estados Unidos fulminó el pequeño imperio insular español, ya existía la nación española en su concepción moderna, y fueron la sociedad española y sus intelectuales, detentadores ambos en su conciencia colectiva de la posesión de un pequeño imperio colonial, los constructores y víctimas a la vez de un trauma exacerbado y duradero, dado el valor intelectual de sus propagadores noventayochistas, cuyo rastro pesimista y cainítico permanece indeleble en la noción que de sí mismos tienen los españoles contemporáneos. Por el contrario, cuando entre 1810 y 1825 se transformaron los virreinatos en naciones al romperse el vínculo con el monarca, esta separación no dejó excesivos rastros autoflagelantes en la memoria inmediata de los reinos españoles peninsulares que sentirán mayoritariamente esa pérdida como algo más bien ajeno, más propio del monarca que de ellos mismos, preocupados por entonces en devenir en una nación moderna tras el desastre napoleónico. En definitiva, con las insurgencias americanas desapareció la monarquía hispánica como construcción estatal compleja propia del antiguo régimen, y de su violento derrumbe surgieron nuevas naciones, entre ellas y muy destacadamente, México y España, y ambas se empeñaron en la articulación de su propia narrativa del pasado en la que la historia de la conquista jugará un papel destacado en la formación de la conciencia nacional de México y en menor medida de la de España.
Así las cosas, habrá que esperar a que madure el siglo xix, cuando una España reducida y transformada en un pequeño y poco influyente Estado-nación moderno, gire la mirada con nostalgia a través de la pintura histórica al continente americano tan olvidado de los pinceles hasta ese momento. Entonces sí, aparecerán en las telas Pizarro y Cortés en su papel de batalladores, situándolos en un nuevo pasado tan mítico como el de Viriato, el Campeador o los almogávares, a los que el Estado nacional español mandó representar como ejemplos arquetípicos de los valores españoles por excelencia que salpimentarán el relato histórico fundacional del nuevo país. Nación esta, la española, que enfrentaba su nacimiento desde la disminución significativa de su relevancia mundial. Algo similar acontece con la España actual asediada por nacionalismos periféricos muy agresivos. El nacionalismo español moderno busca de nuevo en la historia motivaciones y autoafirmaciones a las que asirse y así revertir la ofensiva del relato histórico independentista muy eficaz y profundamente antiespañol. De este caldo de cultivo surge el revival castrense, militarista y muy cortesiano de artistas como Ferrer Dalmau, que pinta prolíficamente con desparpajo realista en su pincel, reivindicativo en su mensaje y panhispanista en su pretensión, la conquista castellana de lo que hoy es México.10
Lo novedoso y pionero de la representación bélica cortesiana e indiana en las pinturas de historia en España desde el siglo decimonono hasta el presente son un reflejo palpable y un testigo descarnado de la total ausencia de imaginario bélico sobre las conquistas americanas en la tradición pictórica española entre los siglos xvi y xviii.
1 Revelador en este sentido el ensayo de John H. Elliot (2008): “Un rey, muchos reinos”, en Gutiérrez Haces, Juana (coord.), Pintura de los reinos. Identidades compartidas. Territorios del mundo hispánico. Siglos xvi-xviii, México, BANAMEX.
2 Para adentrarse en una historia total del palacio, véase Brown, Jonathan y Elliot, John H. (2016): Un palacio para el rey. El Buen Retiro y la Corte de Felipe IV, Madrid, Taurus.
3 Véase la monumental obra de conjunto de Gutiérrez Haces, Juana (coord.) (2008): Pintura de los reinos. Identidades compartidas. Territorios del mundo hispánico. Siglos xvi-xviii, México, BANAMEX.
4 Para un acercamiento a la expansión árabe, véase Kennedy, Hugh (2007): Las grandes conquistas árabes, Barcelona, Crítica.
5 Juan Vélez (2017) recopila exhaustivamente mucho de lo producido sobre Cortés y la conquista en su obra El mito de Cortés. De héroe universal a ícono de la leyenda negra, Madrid, Encuentro.
6 Para un erudito y breve resumen véase al respecto la conferencia de Javier Portús impartida el 28 de septiembre de 2015 en el Museo del Prado, titulada “El salón de Reinos y la tradición de las salas de batallas en España hasta el 1700”, en el marco del curso Episodios nacionales. La épica en la pintura del Prado, Fundación de Amigos del Museo Nacional del Prado/Museo Nacional del Prado.
7 Para profundizar en este tema véase la inédita y exhaustiva tesis de doctorado de Pérez-Vejo, Tomás (1996): Pintura de historia e identidad nacional en España, Madrid, Universidad Complutense.
8 Para ahondar en el pensamiento español dieciochesco en torno al concepto de nación véase Maravall, José Antonio (1991): Estudios de la Historia del pensamiento español del S. xviii, Madrid, Mondadori.
9 Véase al respecto Tárraga Baldó, María Luisa (1996): Los relieves labrados para las sobrepuertas de la Galería Principal del Palacio Real, en Archivo Español de Arte, LXIY, 273, enero-marzo, Madrid, pp. 45-67.
10 La mayoría de cuadros de la conquista de México de este artista catalán pueden apreciarse en Molero Molina Carlos (coord.) (2017): Augusto Ferrer-Dalmau. El pintor de batallas, Madrid, Ediciones y Escultura Histórica.