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P RÓLOGO

Antonio Ardá, más que estudioso, un entendido en fútbol, me pide que le prologue su último libro sobre este bello juego que él sabe vivir sin la pedantería excluyente y exclusiva de tanto profesor de INEF, que suele decir que de lo suyo es el que más sabe. Toni acepta cuerdamente que todo el mundo puede y debe hablar de fútbol y también lo afronta con la pasión artística de un Garrincha, por decir alguien que, al parecer, levantaba más que pasiones.

La petición me parece sorprendente, y ahora diré porqué, pero tratándose de un amigo, y Toni lo es, no me queda más que cumplir con el dicho sobre la amistad:

En eso estamos. Aquí estamos. Para eso estamos.

Existe una anécdota que ya ha trascendido a categoría. Llegado Rubén Darío a Madrid para presentar sus cartas credenciales, se fue a ver a su amigo de café y mujerío Ricardo Baroja, para que le ilustrara con sus dibujos Coloquios de Centauros, y la respuesta defensiva de Ricardo Baroja fue:

“Si yo soy dibujante callejero, ¿cómo voy a ilustrar un poema mitológico?” En el mismo brete me encuentro. Si soy amante del fútbol callejero, el que se juega con la cabeza de los pies, ¿cómo voy a prologar un manual de agarrar créditos bancarios en sus sucursales universitarias?

Por dos razones entro al trapo. Una de ellas ya está expresada, la amistad. La otra, porque Toni, el profesor más inteligente que se esconde por el INEF de Galicia, le gusta el mismo fútbol alegre y abomina de los que venden el césped como si fuese una pizza, convirtiéndolo en un negocio vulgar y silvestre.

Uno de esos días, que la placentera comida en el INEF, entre ojeadas a las turbadoras presencias de ángeles sólo visibles por los elegidos, nos lleva a gloriosas charlas de juegos y retrúecanos, le pregunté:

–¿Cómo explicarías a un niño algo como la felicidad? –No se lo explicaría –me respondió rápido–, le lanzaría un balón para que jugara.

Efectivamente, para quien no se empeñe en vivir en la ceguera, el balonpié no deja de ser un negocio industrializado, pero no podemos dejar de ver que es también una fiesta ofrecida a los espectadores y una alegría para los que lo juegan.

El fútbol como juego no admite comparación, no sólo como espectáculo, sino como proceso educativo, como cuando muestra su efectividad en los ajustes sociales, en la integración y en la colaboración entre los niños y no tan niños; es una cantera de la imaginación, de la fantasía y de la creatividad; es un escape de tensiones que por algún lado deben salir, y dentro del juego, del fútbol también, todos acabamos aceptando nuestras limitaciones y admirando las virtudes del contrario. Y todo eso es así porque sus esencias son las del juego y no las del negocio en que lo han convertido. El fútbol estuvo en su primer siglo de vida al alcance de los desfavorecidos, de gentes, de niños que lo practicaban sin apenas recursos –pues no se necesitan muchos medios para jugar a este bendito entretenimiento–, que se entregaban a él con afán y obsesión lúdica. Esto se está acabando. La clásica noción del juego sigue existiendo, pero sólo como condición subsidiaria. Ahora las prioridades son de mercado. El jugador profesional pasó de ser una pieza de consumo y especulación, mientras que los demás sólo aspiran a imitarlos. No obstante, adjudicar la responsabilidad de la situación a las puntuales exigencias de un determinado jugador es obligar a no enfrentarse al problema. Lo podrido es el sistema. Son los que Eco llama el fútbol al cubo: políticos, prensa, presidentes, tecnócratas y hasta la Universidad de los que estimulan y envilecen el juego, por razones que no son ni sociales, ni educativas. Antes el fútbol pasaba por la magia, mientras que ahora sólo pasa por caja.

El juego se ha convertido en un espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores: fútbol para mirar; el espectáculo se ha transformado en negocio, que no organiza para jugar sino para evitar que se juegue. La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un juego de velocidad y fuerza, de ahí que los entrenadores de atletismo, un deporte con escaso futuro, se pasen al crematístico fútbol profesional. Éste ha renunciado a la alegría, está atrofiando la fantasía y prohíbe la osadía.

Estoy seguro de que Toni suscribe estas opiniones. La pregunta estaría en saber qué le empuja a aparecer en el lado de los tecnócratas. Seguramente son varios los motivos: ganarse la vida en este país del ¡todo va bien!, con música de España cañí, es una tarea ardua y difícil; la estructura universitaria obliga a entrar en una empobrecedora competición de puntuaciones y tramos para escalar en el escalafón de funcionario instructor; y lo que es peor, la Universidad desprecia nuestros estudios sobre el mundo de los juegos, por resultarles no sólo incomprensibles sino también irracionales, con lo que muchos compañeros se han lanzado a una numeralización, por otro lado inútil e imposible, de los juegos para poder justificar nuestra presencia en los pedantescos departamentos universitarios.

Estos extraños y nuevos tecnócratas, con aires científicos, hacen todo lo posible para castrar la feliz y sensual energía del juego, pero éste sobrevive a pesar de los pesares. Y quizá el fútbol no puede dejar de ser asombroso y se les escapa a los técnicos con regodeo del personal de a pie o balompié.

Dice Toni, cuando los tecnócratas no le oyen, que el juego que él trata de enseñar posee una gran capacidad de asombro, que lo mejor que tiene el fútbol es su porfiada génesis de sorpresa. Por más que los enseñantes tecnocráticos lo prorgramen, lo algoritmicen, lo cuadriculen, informaticen..., y por mucho que el dinero lo manipule, el fútbol continúa apareciendo como el arte de lo imprevisto, geometría bailada. Donde menos se espera salta lo imposible, el pequeño da una lección al grande, el débil tumba al fuerte, el esmirriado desarbola al atleta esculpido en la recia Grecia.

Estoy seguro de que el libro de Antonio Ardá está lleno de trabajo, de buen trabajo tocado de su prodigio pensante y revestido de esos toques de magia que sólo él sabe dar. Toni ha impartido clases sobre fútbol muy suculentas y nutritivas, seguro que como su libro, que sienta cátedra con los pies, cosa que no puede menos de esperarse de quien elevó a lección de honor y causa la “pachanga como recurso de método”.

El autor de este librito necesitaba publicarlo, así se va liberando de ciertas cordoneras que atan y enredan, mientras se va haciendo más fresco, osado, descarado, con un punto de insumisión y conocedor, esto último a la manera de los gourmets, que son los que saben que, en el fútbol de los niños, es donde puede aparecer algún descarado que se sale de los libros, de los manuales, sin que le atrape el algoritmo, y cometa el disparate de regatear a todo el equipo rival, y al árbitro, y al público de las tribunas, y a los del banquillo, y a los tecnócratas, simplemente porque se lo pide el cuerpo, por puro goce, porque jugando se siente libre.

Toni Ardá sabe mucho de esto, por eso conviene que vigile que no nos birlen esa alegría. Así, mientras coronado de las prestaciones que antes hemos nombrado y ensolerado por el paso del tiempo, Toni se irá haciendo sabio y nos ofrecerá lo mejor, que ya no será manual sino cerebrocorporal, un producto a caballo entre la melancolía irremediable y el puro gozo físicointelectual, algo parecido a la sensación que sentimos cuando acaban los juegos amorosos o el partido. Sólo el que lo ha probado lo sabe y sólo él puede contarlo y convertirlo en ciencia al servicio de la gente.

José Luis Salvador Alonso

Profesor de Educación Física y escritor.

Metodología de la enseñanza del fútbol

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