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El contexto: un escenario complejo

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Aprender de nuestra historia

El 3 de enero del año 2007, en Apatzingán, Michoacán, el entonces recién llegado presidente de México, Felipe Calderón Hinojosa, vistió uniforme militar para rendir tributo al Ejército mexicano, algo que los presidentes mexicanos no habían hecho desde la década de 1950. Con este acto, Calderón dejó voluntaria o involuntariamente claro que la impronta central de su administración sería el uso de las fuerzas armadas en una confrontación abierta con el crimen organizado. Ese momento quedó en la historia del país como un presagio de lo que se avecinaba y terminó marcando tanto a la administración de Calderón como a México.

Al final de la administración calderonista, el saldo de esta confrontación no fue nada halagador. La guerra contra el crimen organizado del sexenio terminó con más de 130,000 homicidios y más de 23,000 personas desaparecidas bajo un esquema de violencia no visto desde la Revolución mexicana. La tasa de asesinatos en el país pasó de 9.7 homicidios por cada 100,000 habitantes a 17.9 (Pérez Correa, 2015). Desafortunadamente, esta tendencia, con un breve respiro en los años 2013 y 2014, continuó bajo la administración de Enrique Peña Nieto (2012-2018), de tal forma que el Wall Street Journal ha etiquetado este periodo como una “crisis de civilización en México” (De Córdoba y Montes, 2018). Y desafortunadamente esa tasa sigue en ascenso en el presente sexenio.

Ahora bien, aunque es difícil vincular estrechamente las tendencias de la violencia y la delincuencia en México a un solo sexenio, particularmente porque los niveles de ambas han fluctuado independientemente de las estrategias de las administraciones de Vicente Fox Quesada, Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto y siguen al alza en el presente periodo presidencial, el sexenio de Calderón sí fue paradigmático por su estrategia abierta de confrontación directa con el crimen organizado y por la militarización de la lucha contra el mismo. Así pues, y muy reveladoramente, el debate sobre la violencia y el crimen en México y el uso de las fuerzas armadas para su contención continúa en la administración de Andrés Manuel López Obrador.

En el Plan Nacional de Paz y Seguridad, presentado por el presidente López Obrador el 14 de noviembre de 2018 en la Ciudad de México, éste hace un llamado en el punto 8, “Plan de seguridad pública, seguridad nacional y paz”, a continuar con el uso de las fuerzas armadas en materia de seguridad pública. El mismo plan establece que “[…] resultaría desastroso relevar a las Fuerzas Armadas de su encomienda actual en materia de seguridad pública” y reitera que: “Ante la carencia de una institución policial profesional y capaz de afrontar el desafío de la inseguridad y la violencia, es necesario seguir disponiendo de las instituciones castrenses en la preservación y recuperación de la seguridad pública y el combate a la delincuencia” (López Obrador, 2018).

Convencidos de que “el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla”, y más aún de que pudiera responderse que no es la historia la que se repite, sino que son las lecciones de ésta las que no se aprovechan (Arribas, 2010), los autores de este libro se dieron a la tarea de entrevistar a treinta y cuatro de los personajes centrales de la administración del presidente Calderón encargados de la estrategia de seguridad, y a partidarios y detractores del presidente, así como a algunas figuras involucradas cercanamente en el drama histórico que se vivió en ese sexenio. Entender cómo el presidente Calderón llegó a su diagnóstico de los “retos que enfrentamos” (Calderón, 2015) como él los llama, a la selección de instrumentos para oponerse a esos desafíos y a los resultados obtenidos, es tarea indispensable para que el México de la tercera década del siglo xxi aprenda de su propia historia y no caiga en los mismos errores de las primeras dos.

Dicho esto, este libro no pretende poner frente al lector opiniones o juicios académicos, sino recoger los testimonios de quienes fueron personajes centrales y periféricos, todos importantes, de la estrategia de seguridad calderonista. Al concluir casi tres docenas de entrevistas, lo que es evidente es que hay muchos claroscuros históricos y que hay lugar para muchas hipótesis e interpretaciones de lo que realmente sucedió, y de su gratuidad o su perentoriedad. Los testimonios recogidos quedan en manos del lector para que sea éste quien juzgue la estrategia y las visiones de cada uno de los entrevistados. Esperamos que este libro sirva también como un elemento de aprendizaje para los agentes decisores en materia de seguridad pública en el futuro.

La idea de la verdad histórica

Después de haber llevado a cabo estas entrevistas a lo largo de casi cuatro años y de haber atendido muchas perspectivas sobre lo que sucedió en el sexenio calderonista, con el afán de extraer las lecciones esenciales para el futuro de México, a los autores nos quedó una enseñanza central: la historia misma no contiene una verdad, sino muchas. El cronograma de una historia puede contener hechos, datos, personajes con nombres y apellidos y eventos específicos, pero éstos no son equivalentes a la verdad. Ésta es mucho más subjetiva y maleable y se encuentra en la percepción de quienes dan y reciben el recuento de lo sucedido.

Este debate no es trivial, ya que nos encontramos en un mundo en donde la misma ciencia está en crisis, en pleno estado de desmantelamiento de la realidad a favor de muchas realidades paralelas, y en donde prevalece un ambiente de interpretación, aun entre quienes contemplan los mismos hechos, los mismos datos, los mismos personajes y eventos de manera sincrónica. Más aún, como muchos de los entrevistados fueron testigos de un periodo que empieza a quedar cada vez más en el pasado, sus propios juicios de lo que apreciaron en aquellos momentos comienzan a ser tamizados por el tiempo y la memoria. En consecuencia, el proyecto de recoger la versión íntima de lo que había sucedido, buscando una realidad única y persistente, se tornó un ejercicio de recopilar varias versiones íntimas y divergentes de lo que había sucedido, es decir, al final muchas narrativas no siempre coincidieron. Lo que se presenta ante los ojos del lector son entonces las distintas hipótesis (versiones) de lo que sucedió, de cómo sucedió y de por qué sucedió, para que sea éste quien juzgue la complejidad del periodo calderonista. Al final, sin embargo, aprendimos que hay riqueza y muchas lecciones en la diversidad de versiones de lo ocurrido. Así pues, lo que no queremos es que se pierda la importancia de recoger la complejidad que acompaña la hechura de políticas públicas porque sobre ello gira el México del futuro, especialmente en el tema de seguridad —un tema, por mucho, aún no resuelto.

Punto de partida

En este tenor, bajo el entendido de que una opinión central sobre el debate de la crisis de seguridad pública entre quienes entrevistamos comienza con el actor más importante, queremos partir de lo que el propio presidente Calderón ha dicho de su paso por la presidencia y del tema de la seguridad.

Calderón ha reafirmado su diagnóstico de la situación del país en muchos foros, durante y después de su presidencia, argumentando que la situación en 2006 era ya insostenible y que la inseguridad que enfrentaba el país era grave. Calderón escribe: “El escenario de inseguridad que se registra en algunas regiones y ciudades del país tiene su origen en una multiplicidad de factores que se fueron acumulando y agravando a lo largo de los años, en algunos casos durante décadas” (Calderón, 2015). El propio Calderón cita a académicos y periodistas como Luis Astorga, David Shirk, Jorge Chabat, Ioan Grillo, y otros, para justificar su actuación ante el reto de la inseguridad en el país. Sus diagnósticos incluyen un historial de la evolución del crimen organizado y la violencia; el advenimiento de una delincuencia sin precedentes —la extracción de rentas o derecho de piso—; una visión de la delincuencia que trasciende el narcotráfico y se extiende también al narcomenudeo, la disputa por el territorio, la debilidad de las instituciones, la corrupción, el flujo de armas de Estados Unidos y la fragmentación política del país (Calderón, 2015).

El presidente Calderón justifica la necesidad del uso de las fuerzas armadas ante la delincuencia organizada precisamente porque las instituciones, desde su punto de vista, estaban secuestradas por el crimen organizado: “El problema de México no es un asunto de drogas nada más… las organizaciones criminales han adquirido tal grado de sofisticación que se están apoderando de las instituciones” (Ruiz, 2013). Así pues, el presidente tuvo y sigue teniendo su verdad, y las verdades de los presidentes tienen un peso muy particular en la historia del país y no pueden ser ignoradas porque dan paso a acciones que llegan a marcar no sólo sus mandatos, sino la propia historia de la nación. Aun así, la verdad del expresidente sigue siendo una verdad entre otras; además, todos los argumentos detrás de su diagnóstico resultaron debatibles entre nuestros entrevistados y generaron hipótesis encontradas, incluso entre quienes estuvieron muy cerca del presidente y de quienes observaron la evolución de su estrategia de seguridad y la evaluaron, la recalibraron y la justificaron o la criticaron. Por eso, muchas de nuestras preguntas empezaron precisamente poniendo frente a los entrevistados este diagnóstico de la delincuencia que dio origen a la estrategia de Calderón en materia de seguridad.

Así pues, el resto de este capítulo se enfoca precisamente en algunos de los argumentos que el propio Calderón ha ventilado en público —entonces y ahora— a partir de las perspectivas de quienes participaron cercana o lejanamente en ese momento tan crucial de la vida contemporánea del país. Las siguientes secciones examinan, desde la perspectiva de los entrevistados, los números y los análisis alrededor de los mismos, el contexto político del propio Calderón y su potencial incidencia en la manera en que toma el tema de la inseguridad, las condiciones de las instituciones y otros instrumentos a su disposición para enfrentar el problema, el drama personal del presidente y sus colaboradores, y la conducción de la lucha contra el crimen organizado, de propia boca de sus colaboradores y detractores. El capítulo baraja, entonces, las percepciones de quienes pudieron o permitieron ser entrevistados para discernir el contexto tan complejo que llevó a Calderón a encarar el problema de la seguridad como lo hizo. Cabe advertir que en las palabras de nuestros interlocutores no todo era acuerdos y consensos. Al contrario, hay interpretaciones, apoyos, críticas y matices, sin perder de vista que el contexto mismo era complejo y por lo tanto da lugar para muchas interpretaciones del problema, de las opciones en materia de política pública, de las acciones y, finalmente, de los resultados.

La delincuencia en cifras, la construcción de los datos y la geografía del crimen organizado

Comencemos con una exploración de los datos duros de la delincuencia y la violencia. Si de los datos y de las cifras se trata, el lector de este libro podría pensar que las estadísticas son en alguna forma representantes de la verdad y que por sí solas no dejan lugar a desacuerdos sobre el problema que representan. Pero no es así. A lo largo de nuestras conversaciones con los expertos quedó claro que las cifras delictivas mismas fueron objeto de acalorados debates entre nuestras fuentes. Las entrevistas comenzaron con preguntas relacionadas con el diagnóstico de la administración calderonista y la veracidad de éste —una pregunta central— porque finalmente, en un mundo ideal, es el diagnóstico lo que da lugar a una respuesta de seguridad, o a cualquier otro tema de política pública, especialmente una respuesta que terminó sellando el sexenio. Explorar estas discusiones alrededor de los números delictivos fue importante porque van directamente a la justificación de la administración calderonista acerca de la necesidad de enfrentar al crimen organizado y de hacerlo de la manera en que se hizo (Calderón, 2015).

La discusión de los entrevistados sobre la situación delictiva en México en 2006 —el diagnóstico— se centró en tres desacuerdos fundamentales referentes a las estadísticas de la delincuencia y la violencia en el país ese año. El primero tiene que ver con las tendencias numéricas de los delitos, notablemente homicidios dolosos, secuestros y extorsiones. El segundo, con la extensión territorial de la violencia y la cambiante naturaleza de la delincuencia organizada, y el tercero, con la problemática de resumir la violencia y la inseguridad en una sola tendencia: homicidios dolosos y la construcción de los datos mismos.

Las tendencias delictivas

Con respecto a las tendencias delictivas y de violencia en el país, hay quienes argumentan que Calderón encuentra un país “ensangrentado”. Rafael Fernández de Castro, su asesor principal en política exterior, manifestó que el propio presidente estaba convencido de que así era. Fernández de Castro sostiene que el presidente les dijo: “Miren, cuando yo llegué a la Presidencia de la República, me di cuenta de que los cárteles no estaban en el traspatio de la casa, sino en la sala, con los pies subidos sobre la mesa, y ya con la cocina saqueada, el refrigerador abierto y ya sin cervezas. Yo tomé la decisión de que eso no podía seguir pasando y decidí aplicar toda la fuerza del Estado para poner orden en la casa de México, porque nos habían tomado incluso la sala de la casa”.

Hay quienes coinciden con ese diagnóstico. Eric Olson, del Woodrow Wilson Center, manifestó que “por lo que entiendo, Calderón percibió una crisis real, muy seria, hasta el punto de que antes de ser inaugurado, pidió ayuda a Washington para enfrentar este problema; no de manera específica, pero sí pidió ayuda. Yo estoy convencido de que pensó que había un reto enorme, una crisis, que requería pedir la ayuda de Estados Unidos… no todo era tragedia, pero estaba preocupado”.

El periodista Carlos Marín coincide: el presidente estaba convencido de que “la situación era muy delicada. Ya desde los últimos años de Fox, el problema de Michoacán se desbordaba. El gobernador de ese estado, Lázaro Cárdenas Batel, le había dicho a Calderón que tenía un problema grave. Eso terminó de convencerlo”. El mismo Marín dice que “los pleitos eran brutales, carniceros”. Así pues, una primera hipótesis es que el país estaba ya en una situación crítica y no había otra salida. Y quienes argumentan esto, citan números y eventos que apuntalan su percepción.

Pero no todo mundo coincide con la visión de un país ensangrentado que tenía el presidente Calderón. Con respecto a las tendencias de la delincuencia en México, Jorge G. Castañeda argumenta que “México llegó al 2006 con un nivel muy bajo de violencia. Durante Fox, los niveles de violencia bajaron. Los homicidios suben o bajan, pero estaban en 9 por cada 100,000 personas en 2006. En 2007 bajamos a 8 por cada 100,000 personas. Pero era baja la violencia”. Los indicadores de homicidios y violencia parecen apoyar las aseveraciones de Castañeda. Si se analiza el número de asesinatos en sí, éstos sí iban a la baja. Pero el argumento de Castañeda no es necesariamente incontrovertible.

Como quedó claro en los primeros dos años de la administración de Peña Nieto, la baja en los homicidios dolosos pudo haber sido un efecto de la renuencia del gobierno de enfrentar el problema de la inseguridad, particularmente porque las cifras de secuestros y extorsiones sí habían ido en aumento. Más aún, hay calderonistas que argumentan que la baja en los homicidios de 2013 y 2014 es algo que comenzó en 2012, precisamente porque la estrategia ya estaba surtiendo efecto, justo hacia el fin del sexenio. Pero ver sólo las estadísticas y sus altibajos es en sí problemático. El exembajador de México en Estados Unidos Arturo Sarukhán, por ejemplo, argumentó que no se trataba de los números brutos. Hablar de números solamente, dice Sarukhán, presenta un falso dilema. “Algunos de los indicadores de violencia venían a la baja, pero no en cambio los indicadores de que el crimen estaba cooptando las instituciones. Esto es lo que detona las alarmas. No son los asesinatos o la violencia, pero el derecho de piso, las extorsiones de renta, lana del narco en las campañas políticas… El tema que dispara las alarmas no era el crimen bruto, sino lo que se veía era el incremento… de la extorsión política y el fondeo del crimen organizado que había llegado a financiar campañas muy relevantes a nivel local y en algunos estados… El debate se centra en los homicidios, pero la realidad era el cáncer institucional”.

Hay todavía otra perspectiva entre los entrevistados. Algunos críticos del calderonismo argumentaron que la crisis fue manufacturada. Para el profesor investigador de El Colegio de México Fernando Escalante, no existía una crisis de seguridad: “se reproducen las notas de los periódicos y los dichos de los gobiernos… y la producción académica es mediocre y sesgada… Las cifras son fantasiosas y se combinan con prejuicios… se construyen imágenes”. Además, “todas las decisiones se toman con base en información y análisis de consultoras como Stratford y números que salen de la dea y el Departamento de Estado”, los cuales tienen una agenda.

El profesor Escalante sugiere que no se puede entender un diagnóstico de la seguridad en México sin la agenda antidrogas de Estados Unidos. En el imaginario del gobierno mexicano, y ciertamente en el de Calderón, la crisis podría ser de México, pero es difícil entender su construcción sin considerar el impulso que se le da desde Washington, D.C. El argumento de Escalante sobre el diagnóstico de Calderón resulta interesante, ya que hay otros analistas que coinciden en que no se puede divorciar el diagnóstico de la teatralidad nacional. Alejandro Hope, analista en materia de seguridad, por ejemplo, dice que “ya para finales de la administración de Fox hay decapitaciones, videos en las redes… la delincuencia organizada cambió de naturaleza y estaba rebasando a los gobiernos estatales… La percepción se ve influida por el caso Michoacán y la interpretación que le da el propio [gobernador] Cárdenas Batel al problema”. El tema de la seguridad entonces es de números, pero también de instituciones y de teatralidad política.

Otros observadores se enfocan en la construcción del diagnóstico a partir de los asesores. Jorge Carrillo Olea, director del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) de 1988 a 1990, manifiesta, por ejemplo, que: “Felipe Calderón no le preguntó a nadie. Se basó en dos o tres personas y ellos le hicieron el planteamiento. Seguramente [Juan Camilo] Mouriño y [Josefina] Vázquez Mota. Ellos dos hicieron todo: estrategia, decisiones, etcétera. Felipe Calderón llega sin un diagnóstico institucional… No hubo diagnóstico. Fue una decisión unilateral, en petit comité”. El mismo Carillo Olea asevera que la guerra contra el crimen organizado “no era el último recurso. La situación no era tan grave como Felipe Calderón quería”. Es de señalar que Carrillo Olea utilice el verbo querer y no los verbos creer o pensar. Esto implica que Carrillo Olea piensa que hubo un deseo deliberado de creer ciertas cosas o una intencionalidad en la elección de llevar a cabo una guerra contra el crimen organizado por parte del presidente Calderón, quizás atribuyéndolo a la necesidad de justificarse y legitimar su presidencia; algo que otros también argumentan y que se discute más adelante.

En apoyo a la tesis de Carrillo Olea, Carlos Flores Pérez, un académico entrevistado, argumenta que el equipo calderonista “no tenía expertos en seguridad… hubo personajes que se posicionaron mucho desde la campaña, como Genaro García Luna, Edgardo Flores Campbell y otros”. Ellos, insinúa Flores Pérez, fueron los que decidieron la naturaleza del problema y la ruta. Esto, sin embargo, contradice algo que el propio García Luna manifestó en una conversación: que él no formó parte del equipo calderonista de seguridad hasta unos cuantos días antes de ser designado, y fue sólo cuando Jorge Tello Peón había rechazado ser el secretario de Seguridad Pública que lo llamaron para estar al mando de esa secretaría y de la Policía Federal. García Luna aseguró que su nombre salió al final, por recomendación del propio Jorge Tello Peón.

La extensión territorial de la violencia

y la cambiante naturaleza de la delincuencia organizada

Un segundo e importante debate entre los entrevistados se vincula directamente con la relación entre la delincuencia organizada y el territorio.

Existe consenso entre quienes estudian la delincuencia organizada respecto a que hay una estrecha relación entre la actividad delictiva y el control del territorio (Varese, 2011). Esta relación, en el caso de México, siempre fue más o menos aceptada (Cunjama y García, 2014). Los grandes cárteles de la droga controlaban municipios y corredores, a veces estados enteros, y a menudo las estructuras políticas de los mismos, con el fin de facilitar sus operaciones. Esto se convierte en un tema central en el debate de la inseguridad en México a partir de la agresividad de los Zetas y su capacidad de extenderse por varios estados de la República, desafiando exitosamente el control territorial de otros grupos. En gran parte, las luchas entre grupos de la delincuencia organizada tienen que ver con el control territorial. Y es el control territorial lo que causa a veces los enfrentamientos más encarnizados y muchas muertes. Cabe entonces preguntarse: ¿qué tan grave era el problema del control territorial por la delincuencia organizada? ¿Se justificaba un escenario apocalíptico de la pérdida del país o de sus instituciones a partir de los espacios físicos controlados por el crimen organizado? En este punto también los entrevistados expresaron distintos puntos de vista.

Calderón estaba convencido de que la situación era muy delicada, particularmente porque como dijo Carlos Marín: “Ya desde los últimos años de Fox, la situación en Michoacán se desbordaba. Se creía que la situación era grave. [El gobernador de Michoacán Lázaro] Cárdenas Batel le había dicho a Calderón que tenía un problema grave. Eso terminó de convencerlo. Muy iniciado el gobierno de Calderón, un diagnóstico del Ejército que me tocó publicar aquí [Milenio], y por una conversación informal con el secretario de Defensa, vi unos documentos de los analistas del Ejército. Y una de las hojas del informe decía que lo que estaba en riesgo era la viabilidad del país. Un analista nos dijo que el convencimiento de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) era que, de no actuarse, era posible que el siguiente presidente, después de Calderón, lo iba a imponer el narcotráfico… Y al final de Fox habían aparecido cabezas, como en Uruapan”.

Era una violencia desbordada. Y como señala Carlos Marín, “había una violencia que aumentaba en más puntos del país: Ciudad Juárez, Tijuana, Tamaulipas, Michoacán… Y los Zetas llegaron a distintos puntos del país: Quintana Roo, Veracruz, Michoacán… Y eran guerras bárbaras, brutales, ajustes de cuentas… Y después en enfrentamientos con las fuerzas federales. Era como estar en Afganistán. Había matanzas entre bandas y entre bandas y la Policía Federal (pf) y el Ejército. Y las corporaciones policiacas estaban atemorizadas. Yo pienso que no se equivocó. Yo pienso que tuvo que hacer lo que tuvo que hacer”.

El propio Calderón, en una entrevista concedida al diario El País en Madrid, dice: “Cuando llegué a la presidencia, su alcance era ya insostenible. Llegué al quirófano sabiendo que el paciente tenía una dolencia muy grave; pero al abrirlo nos dimos cuenta de que estaba invadido por muchas partes y había que sanarlo a como diera lugar” (Moreno, 2008).

Eduardo Guerrero, consultor y experto en temas de seguridad, señala lo siguiente: “No sé cómo [definieron el problema] pero sí lo vieron como una cuestión de fuerza, de control territorial. Entonces la estrategia… fue expandir su presencia en las zonas controladas por el crimen… Y esa idea está presente en el principal asesor de seguridad de Calderón, que es este salvadoreño que trabajó con Medina Mora, Joaquín Villalobos*1”. Calderón, sin embargo, no hace distinciones territoriales. Habla tanto de problemas específicos como de la propia viabilidad del Estado mexicano, insinuando que el problema era realmente nacional y no de unas cuantas regiones. En esa misma entrevista al diario El País, por ejemplo, Calderón considera que el Estado mismo estaba ya en peligro: “Si el Estado se define, entre otras cosas, como quien tiene el monopolio de la fuerza, de la ley, incluso la capacidad de recaudación, el crimen organizado empezó a oponer su propia fuerza a la fuerza del Estado, a oponer su propia ley a la ley del Estado e incluso a recaudar contra la recaudación [oficial]” (Moreno, 2008).

Sin embargo, hay quienes argumentan que el diagnóstico debió haber sido más preciso. De acuerdo con el profesor investigador Raúl Benítez, “Es cierto que la situación era difícil, pero no en todos lados, no con todo el mundo, no en todos los lugares”. De forma similar, Fernando Escalante argumenta que la realidad social también se construye: “Hay una construcción imaginaria del crimen organizado. Era una fantasía alimentada con información. Hay mala información por un lado y brotes de violencia por otro”.

Incluso hay quienes contradicen el diagnóstico del presidente Calderón: “Había partes que sí tenían problemas, pero no estaba el ‘Estado’ penetrado. A ver, ¿qué es el Estado? Sí, la policía estaba penetrada, pero ¿son ellos el Estado? En ciertos lugares sí se había perdido el monopolio de la fuerza. El crimen sí había crecido. Sí había una debilidad institucional para enfrentar el delito. Pero el gobierno no puede tomar los riesgos de enfrentar al crimen organizado de esa manera” (Carrillo Olea). Y Escalante, reitera que, aunque la violencia y la delincuencia eran un problema, “no era todo el país”. Escalante, como otros entrevistados, hubieran preferido un diagnóstico más matizado, enfocado en aquellas zonas del país que realmente tenían un problema serio, una estrategia de “focos rojos” en vez de una guerra generalizada.

Así pues, compiten entre los entrevistados dos hipótesis: la del país ensangrentado y el Estado asediado por la delincuencia, con su viabilidad amenazada por el crimen organizado, lo cual implicaba que se requería que el Estado se impusiese ante la delincuencia y rescatase su monopolio sobre el uso de la fuerza de las garras del crimen; y la hipótesis de los focos rojos, la cual implica que la estrategia debió haber sido una de objetivos más precisos, mediciones más exactas y objetivos más claros. Aun cuando los números sean algo supuestamente evidente, ambas hipótesis son sostenidas por distintos entrevistados y es difícil descartar la legitimidad de una sobre la otra. De nuevo, se impone la percepción sobre los datos duros.

Esto es más evidente si se considera lo que dijo el general Tomás Ángeles Dauahare, quien se desempeñó como subsecretario de la Defensa Nacional de 2006 a 2008: que la naturaleza misma de la contienda fue definida no por los datos duros, sino por la decisión de confrontar al crimen con el Ejército: “Sí había un problema, pero si utilizas las fuerzas armadas para confrontarlo, le estás dando al grupo [de la delincuencia organizada] un carácter de grupo beligerante… cuando nunca lo fueron”. En este sentido, la guerra no es necesariamente un producto de las cifras, sino de una decisión enfocada en el instrumento para lidiar con un problema emergente. Aplica entonces el viejo adagio que reza que el instrumento define al problema: para un martillo todo es un clavo.

La narrativa de la situación de la delincuencia en México es también importante a manera de contexto porque influyó mucho en la manera en que Calderón y su administración percibieron el problema y decidieron su gravedad. En la entrevista con el exgobernador de Michoacán Lázaro Cárdenas Batel, éste expuso de manera muy clara lo que él veía, lo que le preocupaba y lo que le explicó al presidente Calderón al pedir ayuda de las fuerzas federales. Un grupo en particular fue esencial en esta discusión: los Zetas. Este grupo, una vez que se desprende del Cártel del Golfo, tenía un modus operandi que influyó sin duda en la estrategia calderonista.

De acuerdo con Cárdenas Batel, los Zetas llegaban a una comunidad y buscaban exterminar al grupo criminal local —como lo hicieron con los Valencia en Michoacán—; una vez eliminado el grupo delictivo local, reclutaban a individuos o células que operaban en el territorio; luego cooptaban a la policía; y finalmente procuraban la cooptación de las autoridades locales para operar con total impunidad. Esto les permitía controlar no sólo los giros negros a los que se dedicaban, sino todo el territorio y, por supuesto, las estructuras políticas. Una vez logrado este tipo de control, comenzaban a cobrar derecho de piso a los giros negros —o negocios ilegales—, y luego, una vez afianzado su control territorial, buscaban cobrar derecho de piso a los negocios legítimos.

Esta secuencia se dio en muchos contextos: Michoacán, Guerrero, Coahuila, entre otros. Y ésta es la razón que llevó a Calderón a considerar que ya no era sencillamente una cuestión de delincuencia organizada, sino de la misma viabilidad del Estado. Los eventos como las cabezas rodando en la pista de baile en Uruapan “eran un signo de que el crimen organizado estaba transformándose”, mucho más allá de algo meramente delictivo, según afirma Guillermo Valdés Castellanos, exdirector del Cisen. Este importante contexto alrededor de la transformación del crimen organizado lo confirman observadores como Eduardo Guerrero, quien dice que “comenzaron a suceder cosas inéditas… de alto impacto… De agosto a diciembre de 2005 pasaron cosas muy delicadas, como el asesinato del jefe de la policía de Morelia frente a su familia o el asesinato de otros jefes de policías municipales”.

Es entonces cuando Cárdenas Batel pide el auxilio del gobierno federal y Calderón lanza el Operativo Michoacán, el cual resultó exitoso hasta el punto de que la administración decidió repetirlo en otras partes del país más adelante, con resultados desastrosos por lo que se refiere a violencia y violaciones de derechos humanos.

La construcción de los datos

El debate no se detiene con las tendencias delictivas o el estado de las instituciones o de la viabilidad del país como origen de la decisión del presidente Calderón de enfrentar a la delincuencia organizada con las fuerzas armadas. En el debate sobre el diagnóstico de seguridad de Calderón tampoco puede ignorarse la discusión sobre la construcción de los datos mismos.

Repetimos: pareciera que los datos son sencillos de entender, pero continúan siendo sujetos de una serie de interpretaciones importantes. Esto sorprende porque es casi como decir que un dos no es un dos; que un dos es lo que es, de acuerdo con quien lo observe. Jorge G. Castañeda, como se indicó, argumenta que los asesinatos fueron a la baja durante los años de la administración Fox.

Otros sostienen que el problema era menos serio de lo que Calderón lo había hecho parecer. Otros más aseveraron que el problema era de definición. Alejandro Hope, por ejemplo, dice que, en un momento dado, cada agencia gubernamental tenía sus propios números: todos “empiezan a llevar sus datos. Cada uno lleva los suyos: la Sedena, la Marina, la Policía Federal, y se genera un grupo llamado ‘Candado’ para homogeneizar los datos. Participan el Cisen, la Procuraduría General de la República (pgr), el Centro Nacional de Planeación Análisis e Información para el Combate a la Delincuencia (Cenapi), la Policía Federal y la Secretaría de Marina (Semar)”.

La base de datos llamada “Candado” era responsable de alimentar los datos que, como su propio título lo dice, se relacionaban con las muertes ocasionadas por enfrentamientos de la delincuencia organizada: Base de Datos de Fallecimientos Ocurridos por Presunta Rivalidad Delincuencial. Éste era un grupo de contacto de alto nivel que incluía a la Sedena, a la Semar, al Cisen, a la pgr, y se coordinaba a través del Cenapi. Parecía sencillo. Pero llega lo bizantino, dice Hope, en un enfrentamiento entre los Aztecas y los Mexicles, en Ciudad Juárez, un enfrentamiento con armas blancas, “algunos decían que no era delincuencia organizada, otros que sí”.

Otro caso que apunta a la necesidad de clasificar correctamente es el de una persona que se encontró ejecutada y amarrada con cinta canela, y con un tiro de gracia en la cabeza. Al principio se consideraba que el modus operandi de ese caso era el de la delincuencia organizada y se le clasificó como tal. Pero la víctima resultó ser la esposa de un político de Sinaloa, que la había mandado matar, haciendo al asesinato parecer como del crimen organizado. Así, el caso tuvo que reclasificarse.

Sigrid Arzt, quien se desempeñó como secretaria técnica del Consejo Nacional de Seguridad de 2006 a 2009, confirma la confusión sobre este caso y lo utiliza para ilustrar lo que cuenta como una consecuencia de la estrategia y lo que no cuenta. El caso de la esposa del político sinaloense, según Arzt, había recibido atención particularmente porque la occisa era miembro de una familia amiga del presidente. Y, aunque inicialmente se pensó que era víctima de la delincuencia organizada, resultó que el motivo del asesinato había tenido que ver con una relación que la víctima había sostenido con un policía judicial. Hubo otros casos confusos también, pero el incidente de esta mujer es ilustrativo porque muestra que la construcción de los datos siempre fue un problema serio y que no es sencillo llegar a consensos claros y directos sobre los datos que son consecuencia directa de una política pública. En realidad, cada caso es único y merece ser estudiado cuidadosamente antes de ser clasificado. El problema de la construcción de los datos tampoco ha sido resuelto en México hasta el día de hoy.

Los datos fueron también objeto de otras dos controversias entre los entrevistados. Una tiene que ver con la obsesión con los homicidios dolosos: la eterna tentación de resumir un problema complejo a un punto sencillo, quizá no muy diferente de la manera en que el presidente Donald Trump enfoca todo el tema de la seguridad fronteriza sobre la construcción de un muro. Evidentemente, los números de homicidios dolosos fueron altos y poco a poco se extendieron por más municipios del país (Calderón, Rodríguez Ferreira y Shirk, 2018). La obsesión por los datos sobre homicidios dolosos se convirtió incluso en el pivote sobre el cual giraban muchas de las decisiones del equipo de seguridad y del propio presidente Calderón.

En este sentido, Óscar Aguilar, profesor universitario cercano a la administración calderonista, dijo que “muchas decisiones se tomaban con base en las mediciones de los muertos… Se compilaban en la mesa los datos [sobre los muertos]… que era un trabajo de todas las agencias… se tomaban decisiones”. La obsesión llegó a los medios y al público. “Varios medios de comunicación comenzaron sus propias bases de datos: Milenio, Reforma (Aguilar). Esto lo confirma Sarukhán, quien expresa en una frase ya citada que “el debate se centra en los homicidios, pero la realidad es que el cáncer era institucional”. Lo cierto es que el gobierno estaba perdiendo el debate público precisamente porque la medición de la estrategia de seguridad se enfocó de manera singular en el número de homicidios.

Por parte del gobierno, el caos llevó a tomar la decisión de que Alejandro Poiré recogiera todos los datos de todas las agencias gubernamentales y consolidara una sola base de datos. La base “era buena, pero insostenible” porque no había una definición universal para clasificar los datos (Aguilar). Los ajustes a la base de datos “se daban sobre la marcha, pero eran improvisados… la estrategia parece haber sido improvisada, al igual que los operativos” (Aguilar). Claramente, la administración de Calderón llegó también sin los instrumentos de medición de la delincuencia organizada o formas consensuadas de medir los resultados de su asalto al crimen organizado.

Esto ocasionaría muchos dolores de cabeza a la administración, y no es algo de lo cual la administración del presidente Peña Nieto estuvo exenta. Evidentemente, si no hay consenso sobre los métodos de medición, no se pueden evaluar de manera certera y no se pueden hacer ajustes a una política pública. Esto no deja de ser importante hoy, porque tampoco hay señales de que la administración del presidente López Obrador haya llegado con una visión mucho más clara sobre cómo medir su estrategia de seguridad y sus resultados, lo cual necesariamente impedirá calibrar y corregir la política.

La otra controversia tiene que ver con los demás números resultantes de la estrategia calderonista. Para finales del sexenio se tenía ya una impresión de que hubo muchos otros datos a los cuales no se les prestó la misma atención, incluyendo el grave problema de los desaparecidos. William Booth, del Washington Post, escribió el 29 de noviembre de 2012 que la pgr tenía una lista de más de 25,000 desaparecidos, pero que el gobierno había fallado en mantener esta lista de manera transparente y confiable (Booth, 2012).

Finalmente, hubo también una controversia importante sobre la naturaleza de los muertos. Sin abundar mucho en este tema —fundamentalmente porque en este capítulo hablamos del contexto— el presidente Calderón afirmó en abril de 2010 que noventa por ciento de las muertes atribuidas al crimen organizado correspondía a sicarios, cinco por ciento a policías y cinco por ciento a la población civil. Esta aseveración levantó una importante serie de críticas en su contra por su conteo de los muertos, de tal manera que tuvo que recular. Quizás el presidente no se equivocaba en los números brutos o en las características de los fallecidos, pero su aseveración mostró un alto grado de insensibilidad que tuvo un gran costo político. Muchos lo criticaron por considerarlos prácticamente daños colaterales o, peor aún, gente cuya vida poseía un valor menor por ser delincuentes.

Todo esto indica que el diagnóstico mismo tuvo cortes de objetividad —el problema de seguridad con todas las controversias alrededor de las cifras delictivas—, pero también de percepción —el problema de qué tan extendida estaba la inseguridad en el territorio nacional y la naturaleza cambiante del crimen organizado—, y finalmente de política —la lealtad al presidente durante sus momentos más difíciles. Este último tema se aborda a profundidad más adelante.

A todas estas aproximaciones se enfrentó el presidente Calderón desde un principio y nunca pudo deshacerse de ninguna de ellas. Lo que es cierto, al final de esto, es que la construcción de los datos siempre fue polémica —de principio a fin— y Calderón nunca pudo resolver este problema. Además de que, como dijo Hope, no sabemos “qué llega primero, el problema o la solución”, insinuando que a veces el problema se construye a partir de una solución preferida y a veces la solución se improvisa con base en un problema del cual apenas se cobra conciencia. Jorge G. Castañeda lo reitera: “Nunca se sabrá si la violencia fue causada por la guerra o la guerra por la violencia”.

Esta lección es clave para el México de hoy y para su futuro porque aquí sigue habiendo una visión momentánea, llámese sexenal, en la política pública, con una profunda falta de entendimiento sobre la diferencia entre responder a un problema en el corto plazo y los propios intereses de Estado que trascienden o deben trascender un sexenio. Entre los entrevistados, por ejemplo, hay la sensación de que en Estados Unidos los intereses de Estado se sostienen a lo largo de los periodos presidenciales, independientemente del partido que ocupe la Casa Blanca. No así en México. Un presidente puede llegar y desechar instituciones simplemente por resentimiento, o dar virajes en la política pública cuyo ritmo de cambio sólo puede debilitar a las instituciones o crear mayor incertidumbre, todo mientras un problema público crece.

Al final de las entrevistas queda claro que hay distintas percepciones —incluso diferentes “verdades”— y no hay un consenso sobre la realidad de los datos duros y la severidad del problema de las estadísticas y lo poco que éstas nos pueden hablar sobre el estado de las instituciones, sobre la naturaleza del crimen organizado y su capacidad de cooptar a las instituciones, y el uso de fuentes de datos como política pública o como teatro político.

El nuevo contexto “democrático”

Una de las consideraciones más importantes de la historia de México en los albores del siglo xxi es el desplome del sistema político de las siete décadas previas al año 2000.

En este sentido, el profesor investigador Luis Alejandro Astorga señala que “los sexenios de Fox y Calderón son como puentes en esta transición… Las modificaciones en el campo de la política… implican un resquebrajamiento del sistema de partido de Estado y una reconformación del campo de la política y al mismo tiempo se reconfigura el campo de las drogas a nivel internacional”. La pluralidad de actores y la descentralización del poder que arrastró la transición política trajeron consigo un debilitamiento del Estado mexicano y de su capacidad de administrar la delincuencia. El Estado perdió su capacidad de interlocución desde una posición superior vis-à-vis con el crimen organizado. Según el analista en temas de seguridad Edgardo Buscaglia, mientras que antes la “delincuencia se operaba políticamente”, ahora el gobierno no tenía la capacidad de contenerla por la misma “desarticulación política”. En el contexto de un sistema de partido de Estado, “los traficantes tenían cuatro opciones: atenerse a las reglas del juego, salir del negocio, irse a la cárcel o morir. Pero el poder político todavía podía hacer eso” (Astorga).

En la época de Fox y Calderón ya no es posible. El profesor emérito del Departamento de Gobierno y director del Proyecto México de la Universidad de Georgetown, John Bailey, destaca que “la matriz política se había hecho extremadamente compleja y el liderazgo priista había dedicado muchos de sus esfuerzos a sabotear a Calderón. Al mismo tiempo, los gobernadores empezaban a entrar en una etapa de frustración y presionaban al presidente para que hiciera algo” con respecto a la inseguridad que enfrentaban en sus estados.

Ante este nuevo escenario de poder, el mismo crimen organizado se va fragmentando desde 2003. De acuerdo con Andrew Selee, exdirector del Instituto México del Centro Woodrow Wilson, “los grupos delictivos comenzaron a adquirir gran poder contra los gobiernos locales. Otros se dejaron cooptar. Los gobernadores comenzaron a asustarse”. La fragmentación política abona a la fragmentación del crimen organizado. La competencia era ahora de muchos partidos y muchos individuos. En esta misma lógica, los “gobernadores del pri no querían colaborar con un presidente del pan. Pero poco a poco comenzaron a [hacerlo] porque empezaron a percibir que la delincuencia los había rebasado” (Selee).

Entre estos debates sobre la cooperación entre niveles de gobiernos, sobre todo con los gobernadores, es importante resaltar el papel de la Conferencia Nacional de Gobernadores, la Conago, que es un producto del fin del régimen priista. Ante la ausencia del liderazgo del presidente de la República, los gobernadores priistas impulsaron la creación de este organismo con el objeto de coordinar sus acciones hacia los presidentes emanados del pan. Al final, la Conago resultó un instrumento importante para la reconstitución del priismo y para la crítica constante (y efectiva) de la administración de Calderón.

Desde ella se orquestó, por ejemplo, la presión para que el Ejecutivo desplegara cada vez más activos militares y policiacos a las entidades federativas, y en ella se articularon las estrategias para desplazar la responsabilidad por la guerra contra el crimen organizado hacia el gobierno federal y tomar crédito por los operativos exitosos. La Conago al final resultó un importante símbolo de la fragmentación del poder en México, algo que le dificultó a Calderón para hacer labor de convencimiento entre los gobernadores y crear consensos.

Como ya se dijo, Andrew Selee lo vio como algo muy complejo: “Los gobernadores no querían colaborar con el presidente del pan, pero poco a poco comenzaron a [hacerlo] porque… la delincuencia los había rebasado… La estrategia fue dificultada porque los estados no tenían una estrategia clara y consistente en todo el territorio. No siempre estaban claras las reglas de colaboración y de acción para todos los gobernadores y los alcaldes”. Al final la relación federación-estados fue muy compleja y tortuosa durante el calderonismo, y quizás esto contribuyó al caos y hasta a la violencia a partir de una coordinación defectuosa entre niveles de gobierno.

Lo anterior claramente abona a la hipótesis central de este libro: la guerra fue altamente improvisada y no tenía detrás un consenso sobre el carácter y la naturaleza misma del problema, pero tampoco un consenso político entre todos los niveles del gobierno. Debido a esto, la guerra contra la delincuencia, que debió haber sido una meta del Estado mexicano, se politizó, o más bien se partidizó.

El pri vio una enorme oportunidad en el desgaste de Calderón, tanto en su contienda para llegar al poder como en sus propias políticas de seguridad y sus consecuencias. Hay incluso quienes, como Jorge G. Castañeda, argumentaron que los “gobernadores sabotearon al presidente; otros se hicieron tontos”. Y no se puede descartar que otros estaban abiertamente coludidos con el crimen organizado. Castañeda agrega: “Una vez que se empiezan a sentir los efectos de la guerra, sobre todo después de 2008, algunos tuvieron que alinearse con Calderón… Un caso interesante es el de Cárdenas Batel, en Michoacán. [Se dice] que él se lo pidió, pero nadie ha podido encontrar una declaración, documento o entrevista donde se demuestre”. Astorga lo confirma, argumentando que “no es de extrañar que la Conago, cuando empieza todo esto, dice: ‘Apóyame. El discurso de la petición de los gobernadores ahí está’, pero no asumen la corresponsabilidad de las consecuencias… [los gobernadores] piden ayuda, y por tanto tienen responsabilidad por el uso del Ejército en estos temas”.

Guillermo Valdés Castellanos comenta también que los gobernadores sí habían solicitado el apoyo del gobierno federal: “Varios gobernadores sentían que se estaba desbordando la violencia y hacen diagnósticos y una serie de propuestas para enfrentar el narcotráfico. Lo discuten con Felipe Calderón y sale una serie de acuerdos, pero la petición original fue de Lázaro Cárdenas”. Nuestra entrevista con Cárdenas Batel apoya la versión de que fue él quien primero pidió ayuda a Calderón.

Pero la relación entre el gobierno federal y los estados era demasiado compleja, y sin duda esto tuvo impacto en lo que sucedió durante todo el sexenio. Algunos entrevistados acusaron de grave el esquema de no cooperación y culpabilidad mutua entre los dos niveles de gobierno. El profesor investigador de El Colegio de México Sergio Aguayo también argumentó que un grave problema fue la “no colaboración de los gobernadores”. De hecho, ante el nuevo contexto democrático, los gobernadores habían adquirido enorme poder en sus estados y fueron importantes contrapesos de cara al gobierno federal. Así pues, aunque la descentralización del poder pudiera ser algo deseable, en general, sin un nuevo pacto federal, el ambiente político se había deteriorado, en parte por la fragmentación política y en parte por los resultados de una elección tan controvertida, de tal manera que la colaboración entre los niveles de gobierno se dificultó y se puede argumentar que el presidente Calderón se encontró con un federalismo disfuncional desde el principio. Esto no pudo más que complicar la articulación de una estrategia de Estado. Por esto hubo entrevistados que advirtieron que el problema de las relaciones federación-estados ya arrastraba muchos problemas que interfirieron con los propósitos de Calderón.

Ahora bien, Carrillo Olea, por su parte, dice que: “Si la disciplina se rompió, fue con Fox. Zedillo era todavía autoritario, centralizador y capaz de castigar. Con Fox viene el boom petrolero y sobraba dinero, y lo empezaron a jorobar con las participaciones del excedente petrolero… No es una visión de Estado distribuir el excedente petrolero entre todos los estados. Esto causó una corrupción enorme… pero a Fox nunca le interesó entender qué estaba pasando… el panorama entre el gobierno federal y los estados era caótico… Esto significa que la democratización sí constituyó un panorama de gobernabilidad y de control muy complicado”.

De manera interesante, hay quienes argumentan que la situación con los gobernadores era la peor en la historia del país. Eric Olson indica, por ejemplo, que una vez que Calderón hizo una revisión muy fría de los gobernadores, “había probablemente cinco gobernadores cooperando con los cárteles y siendo pagados por ellos”. Dijo también que otros estaban ya dispuestos a negociar con ellos. No sabían qué hacer. Y afirmó que había otro grupo que sí quería hacer algo, pero que no tenía los recursos y le pidió ayuda al gobierno federal.

Así pues, desde la perspectiva de los gobernadores, no había uno sino varios acercamientos. Olson agrega que “algunos gobernadores del pri trabajaban contra el gobierno federal. García Luna decía que los delitos eran noventa y cinco por ciento del fuero común y los gobernadores decían que no, que eran del fuero federal. Al final, nadie quería la responsabilidad. El Sistema Nacional de Seguridad Pública (snsp), que se suponía que debía coordinar todo esto… era disfuncional… no coordinaba nada”. En parte Calderón llegó bajo estas condiciones políticas, que sólo se exacerbaron una vez que él asumió el poder.

De igual manera, no había consenso dentro del propio gobierno federal. Calderón nunca tuvo una mayoría en el Poder Legislativo. “El Legislativo estuvo paralizado. Cada partido tenía treinta y tres por ciento del Congreso… No había experiencia de cómo negociar. Había experiencia de cómo imponer, pero no de cómo negociar”. Salinas fue el último que logró “retener muchas de las atribuciones metaconstitucionales del presidente” (Astorga).

Desde 2006, sin embargo, el pri había apoyado el triunfo de Felipe Calderón para preparar su retorno al poder. “Hay trabajos de cómo estaban conformadas las principales comisiones del Congreso y en manos de quiénes estaban. Muchas comisiones estaban prácticamente todas en manos de gente del pri y gente de Peña Nieto. Estaban preparando el terreno… En el pri estaba de dirigente Beatriz Paredes. Lo primero que [ella] hace, antes de que les avienten la pelota, es enfocar la responsabilidad en el gobierno federal. El pri fue muy eficaz en dominar el panorama mediático y enfocar la responsabilidad en Calderón” (Astorga). Otros dijeron abiertamente que “el pri lo chamaqueó” (Aguilar).

Todo esto sugiere, entonces, que integrar una verdadera política de Estado en seguridad, que trascendiera partidos y grupos políticos y niveles de gobierno, fue realmente muy difícil y la propia seguridad se convirtió en un juego político, con la implicación perversa de que no resolver el problema era mucho más rentable políticamente que resolverlo. Sin duda, esto contribuyó a la improvisación, al caos, al desorden y a una pérdida de recursos y tiempo valiosos, pues la situación política estaba estructurada de tal manera que ciertas opciones en materia de seguridad eran imposibles de perseguir y otras eran prácticamente obligadas por las circunstancias. No estamos convencidos de que esta situación haya sido solucionada, y es muy posible que este ambiente político siga abonando a una falta de resolución del problema.

En otra línea de argumentos sobre el nuevo ambiente político del país, Samuel González, exdirector de la Unidad Especializada en Delincuencia Organizada (uedo) de la pgr, argumentó que “no se puede explicar lo que pasó, lo que heredó Calderón, si no se analiza la lucha política de 2004-2005. Fox y López Obrador dividen al país en dos. Hubo una división extrema [en] un momento político importante del país. Es el momento en que se fragmenta el país y se abre el hueco para la delincuencia organizada. El proceso de resquebrajamiento político iba a conducir a una lucha política, descuidando el elemento más importante, que era la lucha contra la delincuencia. Estaban distraídos. La lucha política distraía de la realidad”.

Hubo intentos de negociar acuerdos políticos. El Acuerdo Nacional para la Seguridad y la Justicia en Democracia, de Calderón, fue el primer esfuerzo para crear este gran pacto. “Fueron más de setenta acuerdos los que se firmaron, sin un artículo que dictara la sanción para quien no cumpliera. Hubo una reunión convocada por la unam, en el Palacio de Minería, con [Jorge] Carpizo. Ahí hubo un momento en que se prende una luz de esperanza para crear una política de seguridad de Estado” (Astorga).*2 Este esfuerzo falló. Así pues, nunca hubo un nivel de coordinación política entre los tres niveles de gobierno ni a “nivel de política pública ni a nivel táctico… No siempre estaban claras las reglas de colaboración y de acción para los gobernadores y los alcaldes” (Selee) o del propio gobierno federal. “Había muchos cortos circuitos en todos lados” (Astorga). La misma sociedad civil no estaba preparada para coadyuvar a resolver el problema de la seguridad. Si “los estados siguen débiles, no se puede apostar a la sociedad civil” (Astorga).

Entre los entrevistados existe entonces un consenso relativamente importante de que las estructuras de seguridad heredadas por Calderón estaban “profundamente penetradas… [y] no había capacidad para detener ese proceso” (Bailey), y de que los estados estaban rebasados, pero que las condiciones políticas no permitían el nivel de coordinación necesario para hacerle frente al problema. Se concuerda en que los estados cobraron centralidad en el tema a partir del año 2000, convirtiéndose en una línea de acción, pero también se convirtieron en una ruta llena de riesgos políticos. Fue así como Michoacán llegó a ser el primer experimento; pero hasta su éxito se convirtió en un problema: ante este primer laurel en Michoacán, el presidente replicó la estrategia en otros lados con resultados muy cuestionables.

Vicente Fox, la transición política y el crimen organizado

El contexto políticamente complejo no fue hechura de Calderón, por supuesto. Fue un elemento estructural bajo el que el calderonismo tuvo que operar, sin muchas opciones.

La mayoría de los treinta y cuatro entrevistados para este libro, por ejemplo, coincidieron en que las agencias gubernamentales no estaban preparadas para atajar el problema de inseguridad. La transición política había mermado la capacidad institucional del Estado vis-à-vis con la delincuencia organizada. Una de las agencias más afectadas por la transición política, por ejemplo, fue el Cisen, la agencia mexicana de inteligencia. Entre los entrevistados, se argumentó que el Cisen fue una agencia gubernamental lastimada por la administración de Fox debido a que éste creía que el Cisen había sido utilizado como un instrumento para investigar a los enemigos y a los críticos del régimen y no necesariamente para recopilar y analizar información y datos sobre los enemigos del Estado mexicano o la delincuencia organizada. El presidente Vicente Fox Quesada había encontrado un expediente sobre su persona, lo cual alentó su animadversión hacia el Cisen, y buscó debilitarlo. “Fox fue al Cisen. Lo reciben en una sala. Vengo a ver aquí la cueva de delincuentes… Todo mundo entró en pánico. El director le entregó un legajo, con un sexenio de proyección” (Carrillo Olea).

Lo que es claro es que el presidente Fox no confiaba en el Cisen ni en la Segob. “Le quita la policía [federal] a Gobernación para retomar el control” (Aguilar). Quizá Fox hace del Cisen un blanco de su antipatía justificadamente, ya que “¿cómo rearmar mecanismos institucionales que le sirvieron al pri en su hegemonía?” (Astorga). En la entrevista con Guillermo Valdés Castellanos, éste coincidió en que el estado de las agencias de inteligencia de México al llegar Calderón a la presidencia no eran lo que deberían haber sido: “Fox creía que el Cisen era una cueva de espías… cuando llegué, las computadoras eran del año de la canica, los coches parados… sobre inteligencia estratégica no había casi nada… Llego a empezar de casi cero”. Alternativamente, Jaime Domingo López Buitrón, que fue titular del Cisen durante la administración de Fox, argumentó que el Cisen sale fortalecido porque cuando él entró a ese organismo, “había proyectos ya con un gran avance… que [lo pusieron] a la altura de los órganos de inteligencia civil más importantes del mundo”.

López Buitrón asevera que el Cisen tenía solidez institucional “basada en el ciclo de inteligencia, en las mejores experiencias internacionales en la materia, en su doctrina y sobre todo en el paso de muy valiosas generaciones de funcionarios que han construido al Centro a lo largo de los años, han forjado una gran institución” (López Buitrón, 2014). Es asombroso que dos directores del Cisen, uno sucediendo al otro inmediatamente, recuerden las cosas de manera tan diferente. Se afirma nuestra tesis inicial de que la verdad no existe; sólo las interpretaciones y las percepciones, y éstas dan paso a la verdad de cada uno. Pero independientemente del estado del Cisen, lo que queda claro es que el gobierno mexicano no estaba preparado para entender los parámetros del problema y gran parte de la inteligencia necesaria fue construyéndose conforme avanzó la estrategia.

Pero hay quienes argumentaron, sin embargo, que “no fue Fox el que le dio en la torre al Cisen. Fue Zedillo. Hizo manejos indebidos del Cisen. El que echó a perder las cosas fue Zedillo… Zedillo destruye el Centro de Planeación para el Control de Drogas (Cendro) de Tello Peón. Zedillo destruye al Cisen [porque] acaba convirtiéndose en inteligencia criminal… y no hay distinción entre tipos de inteligencia” (Carrillo Olea).

Es difícil verificar cuál de los dos presidentes (Zedillo o Fox) o si los dos debilitaron al Cisen, y si su uso para el combate del crimen organizado fue la mejor ruta, pero, independientemente de eso, el debilitamiento del aparato de inteligencia constituyó un problema serio para la administración de Calderón. En 2006, el Cisen no tenía la capacidad necesaria para ser un instrumento efectivo de la estrategia de seguridad (Bagley). Así pues, se cierne todo un debate sobre el estado de las instituciones necesarias para combatir el crimen organizado de una manera más quirúrgica, apuntalando los señalamientos de aquellos que argumentan que el crimen organizado se debió haber combatido necesariamente con las fuerzas armadas, por lo menos mientras se reconstruían las instituciones.

Este debate no es trivial para el México del sexenio de la 4T. Claramente, al inicio de la administración del presidente López Obrador, el Cisen se percibió como un nodo problemático para enfrentar a la delincuencia y se decide transformarlo nuevamente, ahora en Centro Nacional de Inteligencia (cni), adscrito a la Secretaría de Seguridad Pública y Protección Ciudadana (ssppc). Su misión es generar inteligencia estratégica, táctica y operativa para el Estado mexicano. No queda clara, sin embargo, su orientación hacia la inteligencia que busca la viabilidad y protección del Estado mexicano y su orientación hacia la inteligencia de la delincuencia organizada. El cni nace con esta confusión, la cual le costó enormemente al propio Cisen. Y el cambio de Cisen a cni sólo demuestra, una vez más, la dificultad de construir instituciones de Estado en México, una debilidad que, sin duda, alienta el crecimiento y fortalecimiento de la delincuencia organizada.

Además, hay confusión hasta en el propio concepto de inteligencia y lo que se supone que el Cisen, hoy cni, debe hacer. Como lo expresó Arzt: “Conceptualizar el tema de seguridad nacional y separarlo del tema de seguridad pública es complicado… [el presidente Calderón] lo tenía clarísimo… que en este país no había policías y no había aplicación de la ley… y que las autoridades locales y estatales claudican, entregan y no hacen nada”. Y claro, esto alcanza el tema de la generación y uso de inteligencia.

Durante la administración de Calderón se intentó hacer esta importante distinción y se quiso plasmar en el Plan Nacional de Desarrollo, a cargo de Sofía Frech López Barrio, pero al final, con todo lo clara que el presidente Calderón tenía esta distinción, los temas de seguridad nacional (de Estado) y de seguridad pública terminaron siendo sinónimos, algo que seguramente le costó mucho.

La lucha por la legitimidad y la confrontación del crimen organizado

Una de las preguntas centrales a los entrevistados consistió en entender lo que motivó a Felipe Calderón a perseguir una estrategia de confrontación con el crimen organizado. Aquí también se generaron varias hipótesis. La hipótesis central reside en el debate sobre la condición del Estado mexicano frente al crimen organizado. El propio Calderón argumentó que la viabilidad del Estado mexicano se encontraba en jaque.

Entre algunos de los entrevistados, particularmente los más críticos de la administración calderonista, prevalece otra hipótesis. El presidente Calderón, argumentan algunos, llegó al poder en un ambiente político extremadamente polarizado (González). Los resultados de la contienda —un triunfo electoral con apenas 35.91 por ciento de los votos— y una lucha sostenida por parte del contendiente más cercano, Andrés Manuel López Obrador del prd, dejaron a Calderón debilitado políticamente. “El presidente llega cuestionado, raspado, etcétera. Había una intencionalidad de la izquierda de no dejarlo gobernar” (Carrillo Olea).

El país mismo se encontraba dividido. “La elección de 2006 fue una elección que partió al país en dos. Aun personas no tan radicales estaban muy enojadas por la manera en que se manejaron las elecciones. Si manejas las elecciones como las de 2006, yo me dedico a tirotear al presidente de la República. Yo trabajaba ocho horas diariamente a tirotear al presidente Calderón. Todos los días, todos los días, todos los días, pegándole, pegándole, pegándole. Y él con su ‘haiga sido como haiga sido’ no pensaba en el proceso político que él mismo creó… a amlo se le podía ganar, pero no de esa manera… Muchos, como yo, nos dedicamos a minarlo, al grado de que uno de los líderes políticos me dijo que Calderón tiene mala suerte y yo le dije que no, no tiene mala suerte; se la busca” (González).

La implicación de este tipo de observaciones es que Calderón percibía una necesidad de legitimarse en el poder y la encontró en la confrontación con el crimen organizado. Ésta no es una hipótesis de unos cuantos. Hay otros que argumentan que sí buscó legitimidad en la crisis de seguridad y una respuesta firme con el afán de demostrar quién mandaba. “Pudo haber otros caminos para obtener legitimidad. El haber posado como militar no lo legitimó, lo ridiculizó” (Carrillo Olea).

Hay otros, sin embargo, que ven este argumento como falso. El presidente Calderón no vinculó su legitimidad a una confrontación con el crimen organizado porque “fue reconocido por la mayoría de la sociedad… de la comunidad internacional… la mayor parte de los partidos políticos. El presidente no necesitaba a esa parte que no lo reconoció. Ya venía con su propia legitimidad. En casi todas las encuestas de opinión, el presidente tuvo aprobación. Calderón tenía además a los principales inversionistas detrás de él. Entonces, la legitimidad ya estaba ahí. Un cierto grupo machacaba el tema de la legitimidad, pero la mayor parte no lo hacía. No existe, después de todo, el cien por ciento de la legitimidad” (Astorga).

El estado de las instituciones como ruta hacia los instrumentos

Es importante también abordar el tema de las instituciones como instrumentos para hacerle frente al problema. En el caso de la administración de Calderón, los entrevistados también difieren sobre el estado de las instituciones.

Según el presidente Calderón había una descomposición seria y una pérdida del dominio territorial similar a lo que llegó a sufrir Colombia en la década de 1990, pero, reitera, “es algo que evitamos en México con los operativos conjuntos: el Ejército, las fuerzas armadas, la Marina y la policía para tomar pleno control territorial donde estaba resquebrajado” (Moreno, 2008). Claramente, el presidente Calderón dejó entrever que el instrumento central fueron las fuerzas armadas y secundariamente la policía.

La discusión sobre el Cisen (ver arriba), un instrumento importante en el combate de la delincuencia en cualquier país, y en general sobre el estado de la inteligencia mexicana, es relevante para entender por qué las fuerzas armadas resultaron ser, de todo el entorno del presidente, la herramienta más conveniente en la guerra contra el crimen organizado. Al final, según la mayoría de nuestros entrevistados, las instituciones mexicanas no se encontraban listas —ni en entrenamiento, ni en equipo— para enfrentar el crimen organizado.

La pf fue objeto de discusión particularmente entre los entrevistados. En esto se basa, en gran parte, la justificación de la militarización de la guerra contra el crimen organizado. Jorge G. Castañeda, por ejemplo, dice: “Las fuerzas armadas eran el único instrumento. Las policías eran corruptas, o estaban con el pri o el prd. [Calderón] no tenía instrumentos”. De forma interesante, el propio Castañeda dice que el “sexenio fue mediocre, irresponsable, e insensible a la tragedia humana, pero éstos son juicios que no necesariamente se pueden hacer de manera tan sencilla… ¿había condiciones reales [para enfrentar al crimen organizado]? No”.

Ante la incapacidad institucional de la pf, debilitada al extremo bajo el sexenio de Vicente Fox, “los militares fueron vistos como la última esperanza. Ya había un cierto sentido de que se trataba de una guerra… y los militares fueron bien recibidos”, según el periodista Alfredo Corchado. Esta bienvenida de las fuerzas armadas entre el público al inicio del sexenio fue precisamente porque “había un caos en 2005. Los niños no iban a la escuela. Había muchas armas en las calles y había muchos cuestionamientos sobre lo que el gobierno estaba haciendo. Los militares fueron vistos como la solución… Obviamente, en retrospectiva, no eran la solución, pero al principio se les vio así” (Corchado). Pero hay quienes están en desacuerdo con el uso de las fuerzas armadas para la seguridad pública, incluso para el combate al crimen organizado. Astorga, por ejemplo, afirma que “poner a los militares a la cabeza no es bueno”.

Ahora bien, esto no significa que la administración calderonista no haya intentado crear una policía y, con el tiempo, sustituir a las fuerzas armadas. Eduardo Guerrero lo dice claro: “Una manera de descifrar la estrategia de Calderón tiene que ver con cómo gasta. Si analizas su gasto… su prioridad máxima es aumentar el gasto en la pf. Se triplica el gasto en la ssp y también se triplica el número de efectivos en un periodo muy corto, de 14,000 a 35,000”. Pero esto no fue suficiente ni dio tiempo a constituir una pf lista para realmente combatir la delincuencia organizada en todas sus modalidades. Por tanto, Calderón gasta abiertamente en las fuerzas armadas. “Luego se duplica el presupuesto de la Sedena. Más soldados, más equipamiento, más armas… Algo curioso es que no se gastó más en la procuración de justicia, en las labores de fiscalía en la pgr. Esto te da una idea clara de dónde Calderón ve la solución. Él ve que es una cuestión de fuerza, de policías, de soldados. Sí lo ve como una cuestión de seguridad nacional y la idea es recuperar esos territorios” (Guerrero).

Este debate sugiere, otra vez, que no queda enteramente claro si el problema se concibe como un problema de seguridad pública o un problema de seguridad nacional. El gasto en sí sugiere, consistentemente, que Calderón concibe la delincuencia organizada como un problema de seguridad nacional, de la supervivencia y la viabilidad del Estado mexicano. Y si el problema es así, las fuerzas armadas son la solución. El problema es que el involucramiento de las fuerzas armadas en materia de seguridad pública termina poniendo en riesgo los derechos humanos y procesales de la propia población. Esta tentación continúa hasta el día de hoy, y no consideramos que la Guardia Nacional del presidente López Obrador la resuelva en lo más mínimo.

Ahora bien, vale la pena pensar en la idea de los partidos políticos y sus orientaciones ideológicas preferidas. Aunque haya un debate en México y muchos críticos del pan identifiquen a esa institución política con el uso de los militares, y quieran hablar de la existencia de un prian —una fusión institucional del pan y del pri—, la realidad es que estos dos partidos sí son diferentes. Al pan se le considera un partido de centro-derecha, mientras que el pri nació como un partido de “centro” que aglutinaba todos los sectores, intereses e ideologías. Actualmente al pri se le identifica con las políticas denominadas neoliberales y el pragmatismo caracteriza su plataforma.

Una pregunta central a nuestros entrevistados fue entonces si el pan por naturaleza se inclina por el uso de las fuerzas armadas como instrumento predilecto. El debate sigue cerniéndose sin consenso. Hubo quienes dicen que el pan, casi por definición, no tiene problema en utilizar las fuerzas armadas en seguridad. Pero hubo quienes dijeron que quizás el problema es que Calderón no tuvo opción o no la vio, pero: “El pan no se siente más cómodo con el despliegue de las fuerzas armadas” (Olson). Es muy posible que el pan haya apoyado a Calderón por ser un presidente emanado de ese partido, pero había un debate interno. “Tuvieron un gran debate… los ideólogos del pan siempre fueron renuentes [al uso de los militares], pero lo hicieron de todas maneras”. Esto es pertinente porque aun así muchos siguen oponiéndose al uso de las fuerzas armadas en actividades policiacas: “Esto politiza a los militares y militariza a la policía y ninguna es una buena combinación” (Bailey).

He aquí una de las más importantes lecciones para el sexenio 2018-2024. La administración de López Obrador comienza precisamente con este debate y la solución parece ser precisamente la que se criticó durante la administración de Calderón: involucrar a las fuerzas armadas en temas de seguridad pública. Sólo el tiempo dirá el resultado.

La estrategia de la administración Calderón en retrospectiva

A menudo se ha cuestionado de manera muy severa la ausencia de estrategia de seguridad del presidente Calderón. Aunque esto se discute mucho más adelante en este libro (capítulo 4), es importante adelantar aquí que existe un debate sobre la improvisación de este enfrentamiento con el crimen organizado.

Hay quienes argumentan que al principio Calderón improvisó. “Al momento, había que hacer algo dramático… responder a la urgencia” (Bailey). Se arguye también que Calderón no se preparó para la guerra. “Declaró la guerra sin entender cuáles eran las implicaciones” (Aguayo). “Calderón no le preguntó a nadie. Se basó en dos o tres personas y ellos hicieron el planteamiento” (Carrillo Olea). Michoacán fue clave. La respuesta a la situación en ese estado parece haber sido el elemento alentador de la expansión de la estrategia a todo el territorio nacional. “La Operación Michoacán le fue bien; le parece acertada. Le embelesa la operación y se lanza en Tamaulipas. Empieza a dar bandazos por todos lados” (Carrillo Olea).

Lo que esto implica es que Calderón comienza a abordar el tema de la seguridad pública y la delincuencia organizada al principio de su sexenio, pero sin tener todavía el equipo capaz de articular lo que finalmente sería la estrategia. A esta ausencia de equipo al principio se le puede atribuir gran parte de lo que terminó siendo la parte improvisada de esta guerra. Ahora bien, con el tiempo, el presidente sí comenzó a formar cuadros de consejería en materia de seguridad e incluso a organizar consultas ciudadanas, pero al principio no fue así.

La presión de Estados Unidos

Aunque hay un capítulo significativo sobre Estados Unidos más adelante, es importante hacer énfasis en que este país no estuvo ausente en el contexto en el cual llegó Calderón a la presidencia. Ahora bien, Calderón no asumió el poder en el vacío en términos del contexto de la guerra contra las drogas en Estados Unidos e internacionalmente. Dos aspectos estuvieron presentes en lo que finalmente llegó a formar un componente importante de la llamada guerra de Calderón.

La primera era la estrategia de descabezamiento de los cárteles, una parte central de la aproximación de Estados Unidos al combate al narcotráfico. La segunda fue el cambio en las leyes de armamentos en ese país en 2004. México, junto con Colombia, había sido ya durante décadas una pieza central en la llamada “guerra contra las drogas” de Estados Unidos. Calderón llegó al poder cuando México estaba en ebullición dentro de sus fronteras, debido a la transformación misma de la delincuencia organizada. Asimismo, el país se encontraba situado en una dinámica de enorme presión por parte de Washington para forzar la cooperación con la estrategia de las agencias de gobierno de ese país y permitirles mayor injerencia en la toma de decisiones en el combate del crimen organizado. Esta presión desde afuera se había ido construyendo a partir de las prioridades políticas de Richard Nixon y de Ronald Reagan en las décadas de 1970 y 1980.

Para los años noventa, la estrategia antidrogas de Estados Unidos, llamada drug kingpin strategy o kingpin approach, se había resumido, en gran medida, en el descabezamiento de los cárteles de la droga. La presunción fundamental en Estados Unidos, ingenuamente, es que “muerto el perro se acabó la rabia”. Si los capos eran aprehendidos y encarcelados o muertos sería suficiente para detener el flujo de las drogas. El descabezamiento se convirtió entonces en un eje rector de la estrategia estadunidense contra las drogas. La administración calderonista asumió la estrategia fundamentalmente bajo la presión de Estados Unidos, porque ésa es la táctica favorita de su cultura. Los gringos siempre proyectan los costos de sus guerras hacia fuera: guerra fría y comunismo, guerra contra las drogas, guerra contra el terrorismo, entre otras.

Al respecto, el exembajador Sarukhán dijo claramente: “Lo que Estados Unidos hace hábilmente es blindar un paradigma con el cual yo siempre he estado reñido y que con el paso de los años yo he tenido razón. En noviembre [de 2006], el embajador de Estados Unidos en México, Tony Garza]… le vende al gobierno mexicano el juguetito paradigmático de las agencias de procuración [de eu]… que es el kingpin approach… que consiste en que en el momento en que tú descabezas a los capos, desarticulas las organizaciones y resuelves el problema de la seguridad. Pero no funciona así. Lo que hacen Garza y la administración Bush es [argumentar] que descabezar a los capos era la manera correcta. Yo siempre dije que no, que la estrategia era el gatekeeper approach. Y el tiempo me dio la razón. Si uno controla a los que controlan la operación del territorio, de las armas, etcétera, hace que la curva de reemplazamiento de esos cuadros sea mucho más elevada que reemplazar al capo. Le doran la píldora y le venden esa estrategia. Si tu descabezas [al cártel], ese vacío se va a llenar. Era mejor el gatekeeper approach”.

David Shirk coincide: “Todo esto [que sucedió con Calderón] mostró las limitaciones de la kingpin strategy”. Y Tracy Wilkinson, corresponsal de Los Angeles Times, reitera que la estrategia de descabezamiento fue un problema: “había una atomización de grupos, pero esos pequeños grupos eran muy violentos… y eliminabas a uno… y se diversificaban, salían mil cucarachas. Pero satisfacía la estrategia estadunidense”. Sin embargo, para ser justos, Wilkinson dice que la administración calderonista “estaba interesada en perseguir kingpins, pero también en construir instituciones”.

El problema es que se puede cuestionar qué tan efectivos fueron en esto, fundamentalmente cuando la guerra ya los rebasaba. Era muy difícil pelear una guerra con una mano y construir instituciones con la otra. Y esto lleva a un importante cuestionamiento: ¿qué tanto fue diseñada la estrategia de Calderón con base en los intereses propios de México y qué tanto fue diseñada con base en los instrumentos preferidos de las agencias gubernamentales de Estados Unidos, independientemente de los costos que iba a pagar el país en aumento de la violencia y violaciones a los derechos humanos? Pero si Calderón ya estaba convencido de que el descabezamiento era lo correcto, la estrategia estaba ya comprometida con esa ruta.

El segundo punto importante, y que sí influyó de manera sustancial en la guerra contra el crimen organizado, y Calderón bien lo hizo notar muchas veces, fue que el suministro de armas de Estados Unidos cambió radicalmente a partir de 2004. Ese año la prohibición sobre las armas de asalto en Estados Unidos —una ley aprobada en 1994— expiró y comenzaron a fluir armas muy potentes hacia México. El exembajador Sarukhán lo dice: “El argumento de Calderón no es que hay más armas, no es que hay un brinco en los homicidios por el tema de las armas. El argumento es que hay una coincidencia en que hay un fin a las armas de asalto en Estados Unidos en 2004 y que aquellas armas comienzan a cruzar la frontera. La correlación que hacemos es la expiración de esa ley en Estados Unidos y el tipo de armas que comienzan a cruzar y se empiezan a decomisar en México. Ése es el tema, más que ningún otro, que dispara las alarmas en el equipo de transición”. Esto le da poder a las organizaciones criminales y exacerba la percepción de una crisis nacional.

Es claro que la política migratoria en Estados Unidos cambió radicalmente desde los ataques del 11 de septiembre de 2001. A partir de la constitución del Departamento de Seguridad Nacional (dhs, por sus siglas en inglés), hubo una agencia dedicada completamente a la deportación masiva de migrantes, llamada ice (Immigration and Customs Enforcement). Esta agencia de gobierno deporta muchos más inmigrantes indocumentados, varios de ellos con antecedentes penales. “Muchos de estos migrantes comienzan a asentarse a lo largo de la frontera, en Tijuana, en Ciudad Juárez, en Reynosa y en Matamoros” (Hope). Es muy obvia su presencia, y el crimen organizado comienza a ver en ellos una fuente de elementos para sus células. Así pues, la delincuencia organizada se alimenta no sólo de una presión ideológica y programática originada en Estados Unidos, sino también de las armas y los migrantes deportados. Esto constituye una olla de presión, a fuego lento, que termina preocupando a la administración de Calderón, según Hope.

En un mundo ideal, de libro de texto, la política pública goza de una neutralidad impresionante: se detecta un problema, se define, se consideran las distintas opciones y sus ventajas y desventajas, y se escoge una solución que optimiza los beneficios y minimiza los daños. En la implementación se evalúa la política y se hacen ajustes pertinentes. Al final del túnel, el problema queda de alguna manera resuelto. A lo largo de decenas de entrevistas, los autores de este libro nos dimos cuenta de que el mundo real es mucho más turbio, más confuso, más lioso. Dentro de una administración pública hay percepciones encontradas de un mismo problema; hay ideologías que tiran para uno y otro lado; hay intereses que favorecen ciertas soluciones sobre otras; hay preferencias de respuestas que encierran el uso de uno u otro instrumento, lo cual a su vez redefine el problema, y hay eventos que rebasan a los personajes y los obligan a responder sobre la marcha. En este sentido, el modelo que más representa lo que sucedió durante la época calderonista en México no es el modelo racional de política pública (Allison y Zelikow, 1999), sino el modelo propuesto por Charles Lindblom: la ciencia de salir del paso (Lindblom, 1959). Al final de este ejercicio, y esto quedará claro en los siguientes capítulos, la administración de Calderón se empantanó entre todos estos elementos y entre tumbos sobre la política de seguridad se perdió una excelente oportunidad de construir las instituciones que el país aún requiere.

*1 Joaquín Villalobos, exlíder guerrillero y político salvadoreño, es actualmente un experto internacional en temas de seguridad y solución de conflictos.

*2 Jorge Carpizo McGregor, “Palabras del doctor Jorge Carpizo en la presentación del documento ‘Elementos para la construcción de una política de Estado para la seguridad y la justicia en democracia’, Boletín Mexicano de Derecho Comparado, vol. xlv, núm. 133, enero-abril de 2012, pp. 419-427. Ver http://www.scielo.org.mx/pdf/bmdc/v45n133/v45n133al7.pdf

La guerra improvisada

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