Читать книгу Amor en carnaval - Trish Morey - Страница 6
Capítulo 2
ОглавлениеPERDIDA en Venecia, Rosa Ciavarro sintió el pánico bombeándole con fuerza en las venas mientras se abría paso entre la riada de gente disfrazada que ocupaba el puente y lograba encontrar un trozo de espacio libre a un lado del canal. Trató de recuperar el aliento y calmar su acelerado corazón. Pero nada podía calmar sus desesperados ojos.
Miró a través del velo de encaje en busca de una señal que le dijera dónde estaba, pero cuando logró distinguir el nombre de la plaza, no le dijo nada ni le dio ninguna pista de dónde se encontraba. Escudriñar los rostros de las personas con las que se cruzaba para intentar reconocer a alguien, también resultaba inútil. Era imposible saber quién era quién cuando todo el mundo estaba disfrazado.
Rosa alzó la cabeza hacia el cielo negro como la tinta envuelto en niebla y se abrazó a sí misma mientras exhalaba un profundo suspiro. Todo era inútil, y había llegado el momento de dejar de buscar y afrontar la verdad. Había cruzado ya demasiados puentes y doblado demasiadas esquinas en un vano intento de encontrar a sus amigos, y ya no cabía ninguna posibilidad de que se encontraran ahora. Era la última noche de carnaval y la única fiesta a la que se podía permitir ir, pero ahora estaba perdida en un puente envuelto en niebla en algún rincón de Venecia.
No tenía sentido.
Rosa se arrebujó en el interior de la capa. Hacía mucho frío. Pisó con fuerza el pavimento de piedra para calentarse las piernas y lamentó no haber elegido algo más cálido que el vestido tan fino con hombros al aire y escote.
–Vas a estar bailando toda la noche –protestó Chiara cuando Rosa sugirió que debería vestirse más acorde con el clima–. Hazme caso, si vas más abrigada te vas a asar.
Pero Rosa no se estaba asando ahora. Tenía muchísimo frío. Y por primera vez desde hacía tantos años que no podía ni recordarlo, sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Parpadeó. No era de las que lloraban. Se había criado con tres hermanos mayores que se burlaban sin piedad de ella si lo hacía. Cuando era niña aguantó estoicamente todo tipo de caídas, heridas y rodillas desolladas cuando insistía en acompañarlos en sus aventuras. Sin llorar jamás.
Pero nunca se había visto separada de sus amigos y perdida en las laberínticas calles de Venecia en la noche más festiva del año sin la entrada y sin forma de ponerse en contacto con ellos. Seguro que incluso sus hermanos entenderían que derramara una lágrima o dos de frustración.
Especialmente si supieran la gran cantidad de dinero que se había gastado en la entrada.
Cerró los ojos y se arrebujó en la capa, sintiendo cómo el frío helado del invierno le atravesaba los huesos. La resignación dio lugar al arrepentimiento. Tenía muchas esperanzas puestas en aquella noche. Una noche excepcional en medio del carnaval. Una oportunidad de fingir que no era simplemente una trabajadora más en un hotel que limpiaba los restos de los turistas que visitaban la ciudad. Una oportunidad de formar parte de las celebraciones en lugar de limitarse a mirar desde la barrera.
Pero le había costado mucho dinero. Menudo desperdicio. Y solo podía culparse a sí misma de verse en aquella situación.
Le había parecido muy buena idea cuando Chiara se ofreció a llevarle el teléfono y la entrada en su bolso. Después de todo, iban a la misma fiesta. Y había sido una buena idea hasta que un grupo de ángeles con enormes alas blancas se cruzaron con ellos en un puente estrecho, y Rosa se vio separada de sus amigos y obligada a caminar hacia atrás. Cuando consiguió abrirse camino entre las alas de plumas y volver al puente, la niebla se había tragado a Chiara y a sus amigos.
Rosa corrió por el puente y por las abarrotadas calles todo lo rápido que pudo intentando alcanzarlos, chocándose contra personas que llevaban enormes pelucas, trajes de bufón con cascabeles o vestidos de época tan anchos como las estrechas calles. Pero llevaba poco tiempo en Venecia y no tenía muy claro cuál era el camino, y había cruzado tantos puentes ya, que aunque Chira se diera la vuelta no podría encontrarla.
Más le valía volver al pequeño apartamento que compartía con Chiara… si es que lograba encontrarlo. Aunque le llevara toda la noche, sin duda terminaría dando con él. Exhaló un suspiro final y se apartó la máscara de la cara. No necesitaba un velo de encaje en los ojos para dificultar todavía más su búsqueda. No necesitaba una máscara aquella noche. Punto. No habría fiesta para ella.
Se le deslizó la capa cuando se apartó el pelo, dejándole inadvertidamente al aire frío un hombro. Se estremeció bajo la deslizante prenda.
Estaba intentando volver sobre sus pasos en el puente cuando lo vio. Un hombre en el centro de la plaza. Un hombre con un disfraz azul ribeteado en oro. Un hombre alto, de hombros anchos y con aspecto de guerrero.
Un hombre que la miraba fijamente.
Rosa sintió un escalofrío en la espina dorsal. No, no era posible. Se atrevió a girar un poco la cabeza para mirarlo. Solo estaba ella en el canal, y más allá había una muralla derrumbada. Tragó saliva cuando se dio la vuelta y alzó la mirada lo suficiente para ver que el hombre se acercaba ahora a ella con paso firme, y la gente se apartaba misteriosamente ante él. A pesar de la escasa iluminación de la farola de la calle, la determinación de su mirada hizo que le subiera la adrenalina en la sangre.
¿Quedarse ahí o huir? La respuesta estaba clara. Rosa sabía que, fuera quien fuera aquel hombre y sus intenciones, ella había permanecido allí demasiado tiempo. Y el hombre seguía avanzando con largos pasos, acortando la distancia entre ellos. Y sus pies se negaban a moverse. Estaba anclada al sitio, cuando lo que debería hacer era meterse entre el grupo de gente que había en el puente y dejar que la multitud se la tragara y la sacara de allí.
Enseguida estuvo delante de él, un hombre enorme con túnica de cuero y malla, el cabello suelto a la altura de un rostro que exudaba poder. La nariz grande, mandíbula firme y unos ojos de un azul resplandeciente. Cobalto. No, no era un mero guerrero. Debía tratarse de un señor de la guerra. Un dios.
Rosa tenía la boca seca cuando alzó la vista para mirarlo, pero tal vez era solo el calor que parecía irradiar del cuerpo del hombre en aquella noche fría y envuelta en niebla.
–¿Puedo ayudarla? –le preguntó con voz profunda.
Ella alzó la barbilla y trató de demostrar confianza.
–¿Por qué me estaba usted mirando? –preguntó a su vez sin responder a su pregunta.
–Sentía curiosidad.
Rosa tragó saliva. Había visto a esas mujeres de pie esperando al otro lado de la carretera, y se hacía una idea de por qué podía sentir curiosidad por una mujer que estaba sola en una plaza.
Se miró el vestido, y las medias a media pierna visibles bajo el dobladillo de la falda. Se suponía que iba disfrazada de cortesana, pero…
–Esto es un disfraz. No soy… ya sabe.
El hombre alzó las comisuras de los labios y formó casi una sonrisa, un cambio tan drástico que la pilló completamente por sorpresa.
–Esta noche es carnaval. Nadie es quien parece ser.
–¿Y usted quién es?
–Me llamo Vittorio. ¿Y tú?
–Rosa.
–Rosa –repitió él inclinando ligeramente la cabeza.
Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no tambalearse al escuchar su nombre con aquel tono de voz tan profundo y rico.
–Encantando de conocerte –le tendió una mano y Rosa se la miró con recelo. Era una mano grande–. Te prometo que no muerde.
Rosa alzó la vista y vio que la curva de sus labios había aumentado un centímetro y había en sus ojos azules un brillo de calor. Y no le importó que pareciera que estuviera riéndose de ella, porque aquel gesto había obrado una especie de milagro en su rostro, ofreciéndole un atisbo del hombre que había bajo el guerrero. Así que después de todo era mortal… no un dios salido de entre la niebla.
Rosa le puso la mano en la suya y Vittorio se la estrechó. Ella sintió cómo le apretaba los dedos entre los suyos y sintió el calor. Era una sensación deliciosa que le recorrió seductoramente la sangre y provocó una respuesta en su vientre, una sensación tan inesperada que despertó todas las alarmas en su cerebro.
–Tengo que irme –dijo retirando la mano de la suya y sintiendo la pérdida del calor de su cuerpo.
–¿Dónde tienes que ir?
Rosa miró hacia el puente. Ahora había menos gente, la mayoría había llegado a su destino, y solo los rezagados se apresuraban todavía.
–Se supone que tengo que estar en una fiesta.
–¿Y sabes dónde es esa fiesta?
–La encontraré –afirmó con una convicción que no sentía. Porque no sabía dónde estaba ni dónde era la fiesta, y porque si conseguía milagrosamente encontrarla, tampoco tenía ya la entrada.
–No tienes la menor idea de dónde es ni cómo llegar.
Rosa lo miró y se preparó para negarlo, pero al mirarlo a los ojos se dio cuenta de que sabía que mentía.
Rosa se arrebujó todavía más en la capa y alzó la barbilla.
–¿Y a ti qué más te da?
–No es un delito. Se dice que perderse en Venecia es casi obligatorio.
Rosa se mordió la lengua y se estremeció bajo la capa.
«Tal vez si no te hubieras gastado más dinero del que podías en una entrada, y si tuvieras un móvil con GPS, no te importaría estar perdida en Venecia».
–Estás helada –dijo él.
Y antes de que Rosa pudiera negarlo o protestar, Vittorio se desabrochó la cadena del cuello y le puso la capa por los hombros.
El primer instinto de Rosa fue protestar. Tal vez fuera nueva en la ciudad, pero no era tan ingenua como para pensar que la ayuda de aquel hombre fuera desinteresada. Sin embargo, la capa era pesada y estaba deliciosamente calentita. Y despedía un aroma masculino. El aroma de Vittorio. Lo aspiró y disfrutó de aquella mezcla a cuero y hombre y su protesta murió en sus labios.
–Gracias –dijo sintiendo cómo el calor la envolvía y se le extendía hasta las piernas, que llevaban una eternidad congeladas. Disfrutaría de aquel calor durante un minuto, lo usaría para descongelarse la sangre y volver a cargar de energía sus desinflados cuerpo y alma, y luego insistiría en que estaba bien, le devolvería la capa e intentaría encontrar el camino de regreso a casa.
–¿Hay alguien a quien puedas llamar?
–No tengo el teléfono conmigo –miró la máscara que tenía entre las manos sintiéndose una estúpida.
–¿Puedo llamar a alguien en tu nombre? –preguntó Vittorio sacando un móvil de una bolsa pequeña del cinturón.
Rosa experimentó durante un segundo un destello de esperanza. Pero solo le duró un instante. Porque el teléfono de Chiara estaba almacenado en la memoria de su teléfono. Sacudió la cabeza. Su carnaval había terminado antes siquiera de empezar.
–No me sé el número. Lo tengo guardado en el teléfono, pero…
Vittorio volvió a guardarse el móvil.
–¿No sabes dónde es la fiesta?
Rosa se sintió de pronto muy cansada, abrumada por una montaña rusa de emociones, cansada de preguntas que dejaban en evidencia lo tonta que había sido y lo mal que se había preparado. Tal vez aquel extranjero estaba intentando ayudarla, pero ella solo quería volver a su apartamento y meterse en la cama, taparse hasta la cabeza con las sábanas y olvidarse de aquella noche.
–Mira, gracias por la ayuda, pero seguro que tienes algún sitio al que ir.
–Sí.
Ella alzó una ceja en gesto desafiante.
–Bueno, ¿entonces?
Una góndola se deslizó casi en silencio por el canal detrás de ella. La niebla los envolvía a ambos. La mujer debía estar helada con aquella vestimenta tan poco adecuada para el frío. Todavía le temblaban los brazos, pero seguía empeñada en aparentar que todo estaba bien y que no necesitaba ayuda.
–Ven conmigo –le dijo Vittorio.
Fue un impulso lo que le llevó a pronunciar aquellas palabras, pero una vez dichas se dio cuenta de que tenían todo el sentido. Estaba perdida, sola en Venecia y era preciosa… más hermosa todavía de lo que le pareció al principio cuando se quitó la máscara. Sus ojos color caramelo eran grandes y rasgados como los de un gato, y sus labios pintados eran como una invitación.
–¿Perdona? –sus ojos de gata se abrieron de par en par.
–Ven conmigo –repitió él. Las semillas de su plan habían empezado a germinar. Un plan que los beneficiaría a ambos.
–No es necesario que digas eso. Ya has sido bastante amable conmigo.
–No se trata de ser amable. Me harás un favor.
–¿Cómo es posible, si hace un momento ni siquiera nos conocíamos?
Vittorio le ofreció el brazo.
–Llámalo casualidad si lo prefieres. Porque yo también tengo que ir a un baile de disfraces y no tengo pareja para la velada. ¿Me harías el honor de acompañarme?
Ella se rio suavemente y luego sacudió la cabeza.
–Ya te he dicho que esto es un disfraz. No esperaba que nadie me pidiera que me fuera con él.
–No estoy pidiéndote que te vengas conmigo. Te estoy pidiendo que seas mi invitada esta noche. Pero depende de ti, Rosa. Está claro que tenías pensado ir a una fiesta esta noche.
Vittorio agarró la máscara que ella sostenía entre los dedos que cerraban la capa por encima de sus senos y la giró despacio en las manos. Rosa no tuvo más remedio que soltarla. La otra opción era soltar la capa.
–¿Por qué deberías perderte la mejor noche del carnaval solo porque te hayas separado de tus amigos? –le preguntó Vittorio mirándola a los ojos.
Se dio cuenta de que se sentía tentada, casi podía saborear su excitación al ver que le ofrecían un salvavidas para una noche que había dado completamente por perdida. Pero en la profundidad de sus ojos todavía había preguntas y dudas.
Vittorio sonrió. Había empezado la noche de mal humor y sabía que eso se reflejaría en sus facciones, pero sabía cómo sonreír cuando había algo que le interesaba. Sabía cómo despertar su encanto cuando era necesario, ya fuera para negociar con un diplomático extranjero o para cortejar a una mujer.
–Una casualidad –repitió–. Una oportunidad feliz… para ambos. Y además puedes llevar mi capa puesta un rato más.
Ella lo miró a los ojos. Los suyos tenían largas pestañas y eran tímidos y nerviosos. Vittorio se sintió afectado una vez más por su aire de vulnerabilidad. Era muy distinta a las mujeres que conocía. En su mente apareció la imagen de Sirena: segura de sí misma, egocéntrica e incapaz de mostrar vulnerabilidad ni aunque estuviera sola en el mar con un tiburón hambriento delante.
–Es muy calentita –reconoció Rosa–. Gracias.
–¿Eso es un sí?
Ella aspiró con fuerza el aire y se mordió el labio inferior mientras en su interior se libraba una tortuosa batalla. Luego asintió con decisión y esbozó una tímida sonrisa en respuesta.
–¿Por qué no?
Vittorio no perdió ni un instante y la guio por el puente y a través de las calles hacia la entrada privada de los jardines de palacio. Su humor era considerablemente más ligero que al principio de la velada.
Porque de pronto, una noche que no le apetecía nada había dado un giro completo. No solo porque iba a darle una sorpresa a Sirena y a devolverle la pelota que ella le había arrojado, sino porque llevaba del brazo a una mujer preciosa en una de las ciudades más bellas del mundo, y la noche era joven.
¿Quién sabía cómo terminaría?