Читать книгу Amor en carnaval - Trish Morey - Страница 7

Capítulo 3

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A ROSA se le aceleró el corazón cuando aquel hombre tan guapo le puso la mano sobre su manga y se abrió camino entre la multitud. Tenía que hacer un esfuerzo por seguirle el paso.

Le había dicho que se llamaba Vittorio, pero eso no le hacía menos desconocido. Y la estaba llevando a un baile de disfraces en alguna parte, o eso había dicho. Pero no tenía más detalles. Y no podía culpar a nadie de aquella chispa de impulso que la había llevado a abandonar todos los consejos de precaución con los que había crecido. Estaba haciendo algo muy lejos de su zona de confort y se preguntó si sería capaz de encontrar el camino de regreso en algún momento.

«¿Por qué no?», había sido su respuesta a su invitación, a pesar de que se le habían ocurrido un sinfín de razones. En sus veinticuatro años de vida, nunca había hecho nada tan impetuoso… ni tan imprudente. Sus hermanos sin duda añadirían «estúpido» a la descripción.

Y, sin embargo, dejando a un lado la incertidumbre e incluso la estupidez, su noche había dado un vuelco. Un vuelco cargado de burbujas de emoción.

–No está muy lejos –dijo él–. ¿Sigues teniendo frío?

–No.

Todo lo contrario. Su capa era como un escudo contra el tiempo, y sentía el brazo de Vittorio bajo el suyo sólido y real. En realidad estaba entusiasmada, como si se estuviera embarcando en un aventura con rumbo desconocido. Había muchos misterios, y aquel hombre estaba en lo más alto de la lista.

Rosa lo miró mientras él caminaba con pasos largos por la estrecha callejuela. Parecía ansioso por llegar a su destino, casi como si hubiera perdido demasiado tiempo hablando con ella en la plaza y quisiera recuperar el tiempo perdido.

Pasaron al lado de una farola que arrojó luces y sombras en su perfil, convirtiendo sus facciones en un espectáculo en movimiento: las líneas fuertes de la mandíbula y la nariz, la frente alta y los ojos oscuros, y todo rodeado por una gruesa melena de cabello negro.

–Ya queda poco –le dijo mirándola.

Durante un instante, un segundo, sus ojos cobalto se encontraron con los suyos y se quedaron allí enganchados. Las burbujas de la sangre de Rosa se elevaron todavía un poco más, y un brillo cálido surgió de lo más profundo de su vientre.

Se tambaleó un poco y Vittorio la sostuvo para no dejarla caer, y el momento desapareció. Pero aunque le dio las gracias en un susurro, decidió no pasar demasiado tiempo mirando a aquel hombre a los ojos. Al menos mientras caminaba.

–Por aquí –dijo guiándola hacia un callejón estrecho apartado de la bulliciosa calle. La muralla antigua de un palazzo desaparecía entre la niebla a un lado, al otro había un muro alto de ladrillo, y a cada paso que daba por el oscuro camino, los sonidos de la ciudad se iban acallando más y más por la niebla hasta que cada cuento de miedo que había escuchado vino a burlarse de ella, y el único sonido que pudo escuchar fue el latido de su propio corazón.

No, no era el único sonido, porque sus pasos resonaban en el estrecho callejón y también estaba el movimiento del agua, el reflejo de luz pálida en la cambiante superficie del camino que tenían delante. Pero no, eso significaría…

Y fue entonces cuando se dio cuenta de que el camino terminaba en un oscuro receso con solo el canal detrás.

Un callejón sin salida.

La adrenalina le corrió por las venas al mismo tiempo que la emoción se transformaba en miedo. Había recorrido por propia voluntad aquel camino oscuro con un hombre del que no sabía nada excepto su nombre. Si es que era su nombre.

–Vittorio –dijo deteniéndose y tratando de apartar la mano de su codo, donde la tenía atrapada–. Creo que he cambiado de idea…

–¿Disculpa?

Él se detuvo y se giró hacia ella, y las sombras que se proyectaban en su rostro le confirieron una dimensión aterradora. En aquel momento podría haber sido un demonio. Un monstruo.

A Rosa se le secó la boca. No quería pararse a pensar en la razón.

–Debería irme a casa.

Se estaba peleando con el cierre de la capa para poder quitársela y devolvérsela antes de salir corriendo.

–Rosa.

Se abrió una puerta en el receso detrás de Vittorio, dando paso a un mundo de fantasía. Las luces centelleaban en los árboles. Un portero se asomó para mirar quién estaba fuera e inclinó la cabeza al verlos allí esperando.

–Rosa –repitió Vittorio–. Ya estamos aquí. En el palazzo.

Ella parpadeó. Más allá del portero había un camino entre árboles y al final una fuente de la que brotaba el agua.

–¿En el baile?

–Sí –los labios de Vittorio se curvaron ligeramente en la oscuridad, como si de pronto hubiera entendido su necesidad de salir huyendo–. ¿O quieres volver a recordarme que lo que llevas es un disfraz?

Rosa agradeció más que nunca a la niebla por tragarse su oleada de vergüenza. Dios, ¿qué debía pensar Vittorio de ella? Primero la encontraba perdida y desesperada, y luego entraba en pánico pensando que iba a atacarla.

Chiara tenía razón. Necesitaba ser más dura. Ya no estaba en el pueblo. No tenía a su padre ni a sus hermanos para protegerla. Tenía que ser más inteligente y cuidar de sí misma.

Intentó sonreír a su vez.

–No. Lo siento mucho…

–No –dijo Vittorio ofreciéndole de nuevo el brazo–. Lo siento yo. La mayoría de la gente llega en barco a motor hasta la puerta principal. Yo quería hacer un poco de ejercicio y andar, pero se me hizo tarde y por eso iba tan rápido. Tendría que haberte avisado de que íbamos a entrar por la puerta lateral.

La última oleada de adrenalina salió de ella y Rosa logró sonreír mientras le tomaba el brazo y permitía que la guiara hacia un jardín iluminado con pequeñas luces que convertían por arte de magia la línea de árboles en carruajes tirados por caballos que llevaban hacia el palazzo situado más allá.

Cuando estaban entrando en aquel mundo mágico, Rosa se preguntó…

Le habían dicho que contara con que hubiera muchas medidas de seguridad en la puerta, que le registrarían el bolso. Pero el portero les hizo un gesto para que entraran sin pestañear.

–¿Qué clase de baile es este? –preguntó–. ¿Por qué no te piden la entrada ni te inspeccionan el bolso?

–Es un evento privado. Solo se accede por invitación.

Ella lo miró.

–En ese caso, ¿seguro que está bien que yo haya venido?

–Yo te he invitado, ¿no es así?

Se detuvieron justo al lado de la fuente, a medio camino del jardín, de modo que Rosa pudo admirar el aire mágico e iluminado de los jardines. Supuso que más allá estaba el canal, aunque resultaba casi imposible distinguirlo a través de la niebla, y los edificios de enfrente solo eran meras apariciones entre la neblina. Rosa tenía la sensación de que toda Venecia hubiera sido engullida por un cuento de hadas ambientado en un jardín. El aire húmedo le refrescaba el rostro, pero se sentía deliciosamente calentita bajo la capa de Vittorio y no tenía ninguna prisa por entrar. Porque dentro habría más invitados, más desconocidos y, sin duda, todo el mundo se conocería menos ella.

–¿Qué lugar es este? –preguntó mirando cómo caía el agua de la fuente–. ¿A quién pertenece?

–Es de un amigo mío. Los ancestros de Marcello eran duques de Venecia y muy ricos. El palazzo fue construido en el siglo XVI.

–¿Y de qué conoces a alguien tan importante?

Vittorio hizo una breve pausa y luego se encogió de hombros.

–Mi padre y el suyo se conocen desde hace mucho.

–¿Por qué? ¿Tu padre trabajaba para él?

Vittorio se tomó algo de tiempo antes de inclinar la cabeza hacia un lado.

–Algo parecido.

Rosa asintió con gesto comprensivo.

–Entiendo. Mi padre se ocupa de los coches del alcalde de Zecce, el pueblo de Puglia del que venimos. Solía invitarle a la fiesta de Navidad todos los años, y nosotros también íbamos de niños.

–¿Nosotros?

–Mis tres hermanos mayores y yo. Ahora todos están casados y tienen su propia familia.

Rosa miró hacia los jardines perlados de luces y pensó en su próximo sobrino, que nacería dentro de unas semanas, y en el dinero que había malgastado en la entrada para el baile de aquella noche. Un dinero que podría haber utilizado para viajar de visita a casa y comprarle algo especial al bebé, y todavía le habría sobrado algo. Suspiró.

–He pagado cien euros por la entrada del baile. Cien euros tirados a la basura.

Vittorio alzó una ceja.

–¿Tanto?

–Sí, ya sé que es absurdamente caro, y el nuestro era uno de los bailes más baratos. Así que tienes suerte de que te inviten gratis a fiestas en un sitio como este.

Rosa tragó saliva. Estaba balbuceando. Pero había algo en la presencia abrumadora de aquel hombre en la niebla que la llevaba a intentar estar a su altura. Era tan alto, de hombros tan anchos y facciones tan poderosas…

Como Vittorio no dijo ni una palabra en el silencio que siguió, se sintió impulsada a continuar hablando.

–Y luego tienes que ir disfrazada, por supuesto. Aunque el disfraz me lo he hecho yo misma, he tenido que comprar la tela.

–¿A eso te dedicas, Rosa? –le preguntó Vittorio cuando volvieron a dirigirse hacia el palazzo–. ¿Eres diseñadora de moda?

Ella se rio.

–Qué va. Ni siquiera coso bien. Limpio habitaciones en el Palazzo d’Velatte, un hotel pequeño de Dorsoduro. ¿Lo conoces?

Vittorio negó con la cabeza.

–Es mucho más pequeño que esto, pero muy elegante.

Los escalones los llevaron a unas puertas antiguas de madera que se abrieron ante ellos, como si quien estuviera dentro hubiera anticipado su llegada.

Rosa alzó la vista para mirarlo.

–¿Has logrado acostumbrarte a visitar a tu amigo en un lugar tan majestuoso?

Vittorio sonrió y dijo:

–Venecia es bastante especial. Se tarda un poco en acostumbrarse a ella.

Rosa miró las enormes puertas y la luz que se filtraba desde el interior y aspiró con fuerza el aire.

–A mí me está costando «mucho» acostumbrarme.

Cuando entraron en el vestíbulo del palazzo, a Rosa se le salieron los ojos de las órbitas. ¡Y a ella que le parecía elegante el hotel donde trabajaba! Este sí que era un palacio de verdad, lujosamente decorado con techos imposiblemente altos cubiertos de frescos y relieves dorados e impecablemente decorado con muebles que parecían piezas de antigüedad únicas. De algún lugar situado arriba se escuchaba el sonido de un cuarteto de cuerda que descendía por la espectacular escalera. Y Rosa se dio cuenta de que el hotel en el que trabajaba era un lugar decadente y… podrido. Un mero suspiro de lo que intentaba emular. Otro portero dio un paso adelante, saludó con una inclinación de cabeza y liberó a Rosa y a Vittorio de los abrigos.

–Esto es precioso –susurró ella mirando todo con los ojos muy abiertos, frotándose los brazos desnudos bajo la luz de la enorme araña de cristal de Murano, iluminada con al menos cien bombillas.

–¿Tienes frío? –le preguntó él recorriéndola con la mirada, desde el corpiño ajustado hasta la falda con aquel bajo tan poco apropiado para el clima.

–No.

No era frío. La piel de gallina no tenía nada que ver con la temperatura. Más bien se trataba de que, sin la capa y sin la semioscuridad del exterior que la protegía de su mirada, se sentía de pronto expuesta. Loca. Le había encantado cómo había quedado el diseño de su disfraz, se sentía muy orgullosa de su esfuerzo tras tantas noches cosiendo, y estaba deseando ponérselo aquella noche.

–Estás muy sexy –le había dicho Chiara aplaudiendo cuando Rosa giró delante de ella–. Todos los hombres del baile harán cola para bailar contigo.

Se había sentido sexy, y un poco más traviesa de lo que estaba acostumbrada. Al menos antes. Pero, en aquel momento, deseaba tirar del corpiño hacia arriba para taparse más los senos y también hacia abajo para cubrirse las piernas.

En un lugar así, donde la elegancia y la clase rebosaban desde los frescos, las arañas de cristal antiguas y la miríada de superficies de mármol, se sentía como una baratija. Vulgar. Se preguntó si Vittorio se estaría arrepintiendo del impulso de haberla invitado. ¿Sería consciente de lo fuera de lugar que estaba?

Sí, se suponía que iba disfrazada de cortesana, pero en aquel momento lamentó no haber elegido una tela más cara o un color más sutil. Algo con clase, que no fuera tan obvio. Algo que mostrara al menos un poco de decencia y modestia. Pero Vittorio no la estaba mirando con desprecio ni como si la encontrara fuera de lugar. La miraba con algo en los ojos. Una chispa. Una llama. Calor.

Y de pronto sintió que aquella sensación en el vientre que había cobrado vida aquella noche le tiraba todavía más.

–¿Has dicho que te hiciste tú misma el vestido? –le preguntó Vittorio.

–Sí.

–Tienes mucho talento. Solo le falta una cosa.

–¿A qué te refieres?

Pero Vittorio ya le había puesto las manos en la cabeza. La máscara, cayó Rosa. Se le había olvidado por completo. Y ahora él se la colocó por el pelo, ajustando la corona de modo que quedara recta antes de estirarle el encaje del velo delante de los ojos.

Rosa no movió un músculo para intentar detenerlo y hacerlo ella misma. No quería que parara. Porque el suave roce de sus dedos en la piel le provocó una reacción en cadena de escalofríos en el cuero cabelludo, hipnotizándola de tal modo que no podía actuar.

–Ya está –dijo él apartándole las manos de la cabeza –perfecto.

–¡Vittorio!

Una voz masculina resonó desde lo alto de las escaleras, salvándola de dar una respuesta cuando no tenía ninguna.

–¡Has llegado!

–¡Marcello! –respondió Vittorio a viva voz–. Te prometí que vendría, ¿verdad?

–Contigo nunca se sabe –dijo el hombre bajando las escaleras de mármol de dos en dos.

Iba vestido de arlequín en tonos negro y dorado. Cuando llegó abajo Vittorio y él se abrazaron brevemente.

–Qué alegría verte –dijo el arlequín–. Y veo que has venido acompañado –sus labios se curvaron en una sonrisa–. Bienvenida, hermosa desconocida. Me llamo Marcello Donato.

El hombre era imposiblemente guapo. Tenía la piel aceitunada, ojos oscuros, boca sensual y pómulos altos. Pero fue la calidez de su sonrisa lo que hizo que a Rosa le cayera bien al instante.

–Yo soy Rosa.

Marcello le tomó la mano para acercarla más a sí y la besó en ambas mejillas.

–No nos conocemos, ¿verdad? –dijo al soltarla–. Estoy seguro de que me acordaría.

–Yo mismo acabo de conocer a Rosa –reconoció Vittorio antes de que ella pudiera responder–. Estaba perdida en la niebla y no sabía cómo llegar a su fiesta, y me pareció injusto que se perdiera la mejor noche del carnaval.

Marcello asintió.

–Una injusticia de proporciones masivas. Bienvenida, Rosa. Me alegro de que hayas encontrado a Vittorio –dio un paso atrás y los observó detenidamente–. Hacéis una buena pareja. El guerrero fiero que protege a la princesa a la fuga… lo siento, soy un romántico.

–¿Y de qué huye la princesa? –preguntó Rosa con cierta sorna.

–Eso es muy fácil –respondió Marcello–. De una serpiente maligna. Pero no te preocupes, Vittorio te protegerá. No hay serpiente en la tierra capaz de vencerlo.

Los dos hombres se miraron de una manera cómplice.

–¿Qué me estoy perdiendo? –preguntó ella mirando primero a uno y luego a otro.

–La diversión –dijo Marcello poniéndose otra vez la máscara–. Todo el mundo está en la planta de arriba. Vamos.

Marcello era amable y cariñoso, y nadie parecía extrañarse por el modo en que Rosa iba vestida, así que empezó a relajarse. Se había preocupado por nada.

Subieron juntos las escaleras a la zona de recepción del palazzo, que estaba a un nivel superior de las aguas del canal. Rosa se fijó en que aquella planta era todavía más opulenta y más impresionante que la anterior, con sus techos altos, las lámparas de araña de cristal y las ventanas ornamentales con vistas a lo que parecía ser el puente Rialto a la derecha. Y en ese caso…

Rosa miró a través de la niebla y de pronto se hizo la luz en su mente.

–¡Estamos en el Gran Canal!

Marcello se encogió de hombros y sonrió antes de perderse entre la gente. Rosa sintió una punzada de alegría. Vittorio había sido muy amable pidiéndole que le acompañara, pero la realidad era que ya no estaba perdida. Se giró hacia él.

–Ya sé dónde estoy. No estoy perdida. Sé volver a casa desde aquí.

Vittorio se giró hacia ella, le puso las manos en los hombros y la miró fijamente.

–¿Estás buscando una razón para escapar?

Una sonrisa pícara asomó a sus labios. Se estaba burlando de ella, y Rosa se dio cuenta de que no le importaba, porque al ver su sonrisa sentía que estaba capturando algo único y auténtico.

–No, no es eso…

Vittorio alzó una ceja.

–¿Por qué tienes tantas ganas de huir de mí?

Estaba equivocado. No tenía ganas de huir de él, pero se sentía fuera de lugar con un hombre como él, que era mayor que ella, tenía más mundo y se movía en círculos de gente que tenía palazzos. Un hombre que le alteraba la sangre y le despertaba punzadas en el vientre, cosas que no estaba acostumbrada a sentir.

–Me has invitado a esta fiesta porque estaba perdida y has sentido lástima de mí.

Vittorio resopló.

–Yo no hago las cosas por lástima, las hago porque quiero. Te he invitado porque me ha apetecido –le apretó ligeramente los hombros–. Así que en lugar de intentar buscar las razones por las que no deberías estar aquí, ¿por qué no disfrutas del momento?

–Brindemos –dijo Marcello llegando con tres copas de champán y dándoselas–. Por el carnaval.

–Por el carnaval –repitió Rosa alzando la suya.

–Por el carnaval, y por la niebla veneciana que nos trajo a Rosa –murmuró Vittorio mirándola con sus profundos ojos azules.

Rosa supo en aquel momento que aquella noche no duraría para siempre y se le haría muy corta, pero que pasara lo que pasara, la recordaría para siempre.

Amor en carnaval

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