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Capítulo 2

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NORMALMENTE aquel camino estaba desierto, de otro modo no los habría dejado sueltos. Nadie lo utilizaba y menos en medio de una tormenta tropical. Bryn se acercó para ver quién estaba debajo de sus dos perros.

Era un chica. No, era una mujer, tumbada de espaldas en el barro. Llevaba un vestido de algodón blanco que estaba cubierto de barro; tenía el pelo negro, corto y rizado, empapado y pegado a una preciosa cara. Un par de enormes ojos grises lo miraron por entre los afanosos perros, pero lo más gracioso fue que lo miraban divertidos.

–¡Quítemelos de encima! Ay, qué brutos… –Sophie se apartó a los dos gran daneses de encima e intentó incorporarse, pero los perros siguieron lamiéndole la cara. Le colocaron las patas sobre los hombros y tuvo que tumbarse de nuevo, muerta de risa.

–¡Marty, Goggle! ¡Fuera!

Bryn se repuso del susto, agarró a cada perro por su collar y tiró de ellos. Pero no consiguió demasiado. Los perros eran fuertes y estaban resbaladizos, además de muy emocionados con su hallazgo.

Claro que Sophie también se había llevado un buen susto. Estaba caminando tan tranquila por el camino que había utilizado durante años para volver a casa del colegio, cuando de repente dos perros la lanzaron al barro y empezaron a darle lengüetazos en la cara. Y en ese momento, entre lengüetazo y lengüetazo, vio el torso masculino más impresionante que había visto en su vida.

Bryn había sacado a los perros para darles un buen paseo. Hacía calor y había mucha humedad, y se puso unos pantalones cortos, zapatillas de deporte… y nada más.

Sophie se fijó en su cara y enseguida adivinó quién era. Había visto la foto de Bryn en las revistas del corazón y habría reconocido sus ojos de mirada penetrante en cualquier sitio. En cuanto al resto…

Bryn tenía las piernas largas y fuertes y más arriba aquellos pantalones cortos… Tragó saliva y alzó la vista; tenía el pecho grande y fuerte.

¿Pero qué estaba haciendo? Allí tirada en el suelo lleno de barro, con dos perros encima pegándole lengüetazos sin parar, y ella fantaseando tontamente con un hombre que se cernía sobre ella.

Pero qué ojos… Eran marrones oscuros, del mismo tono que su bronceada piel. Por la frente le corrían gotas de agua que intensificaban el negro de sus cabellos rizados. Pero lo que más la impresionó fueron sus ojos; cualquier mujer podría perderse en esa mirada.

Sophie tenía que decir algo. Cuando por fin Bryn le quitó los chuchos de encima, ella abrió la boca e intentó aparentar naturalidad.

–¡Hola!

Pero Bryn arrugó el entrecejo con preocupación.

–¿Se encuentra bien?

–Oh, sí. Estoy bien; mejor que nunca. Los baños de barro son buenísimos para la salud, ¿no lo sabía? –se puso de pie y sonrió–. ¿Tengo el placer de saludar a Bryn Jasper?

Eso lo pilló desprevenido. De repente, se sintió más aturdido de lo que se había sentido en su vida.

–Sí –consiguió decir–. ¿Quién… ?

–Soy Sophie Connell, pero no espere que le dé la mano, porque su tarea principal en este momento, señor Jasper, es agarrar bien a esos perros. ¿Cómo los ha llamado?

–Marty y Goggle. Pero…

–¿Por qué?

Bryn se quedó sin saber qué decir. Había salido con algunas de las mujeres más bellas del mundo, tenía a cientos de mujeres empleadas en su negocio, pero por primera vez en su vida no sabía qué hacer.

–¿Cómo ha dicho?

–¿Que por qué les ha puesto Marty y Goggle? Habría pensado que Tonto y Bobo les quedarían mejor.

Entonces Bryn sonrió. Era la primera vez que Sophie lo veía sonreír y los pensamientos eróticos que había tenido al verlo momentos antes volvieron a su imaginación con más fuerza. La prensa del corazón lo describía como uno de los solteros más apetecibles del mundo y en ese momento Sophie entendió por qué.

–Se llaman igual que dos peces de colores que tuvo mi madre.

–¿Sí? –cualquier otra mujer le habría preguntado el motivo pero Sophie se volvió, buscó con la mirada las bolsas de viaje y cuando las vio las colocó a su lado–. Bueno, no puedo decir que haya sido un encuentro demasiado agradable, señor Jasper, pero ha resultado interesante. Adiós.

–¿Adónde va? –Bryn le preguntó débilmente.

Al final del camino no había más que una capilla y la residencia del vicario, y las bolsas parecían bastante pesadas.

–Voy a casa de mi abuelo. Es el vicario de St. Marks.

–¿Su abuelo es el vicario de St. Marks?

–Exactamente –dijo en tono de aprobación–. Un cuerpo atlético, una inteligencia notable, más un par de perros muy bien entrenados. Su madre debe de estar muy orgullosa de usted. Ahora, si me disculpa… –y esperó con paciencia a que él se colocara a un lado.

–¿Va a ir andando hasta casa de su abuelo?

Sophie sonrió; aquel tipo le estaba empezando a parecer un poco necio. Lo había dejado boquiabierto y no le vendría mal que se quedara así.

–Bueno, esa era mi intención, pero estoy dispuesta a nadar si sigue lloviendo.

Pero Bryn quería saber muchas más cosas de ella y no pensaba echarse atrás por un simple sarcasmo.

–¿De dónde ha salido?

–¿De debajo de una seta? –Sophie suspiró y le sonrió como si estuviera sonriéndole al tonto del pueblo–. Lo siento, estaba bromeando. Ni siquiera en esta selva crecen setas tan grandes. Vengo de Nueva York.

–¡Nueva York!

–Eso está en los Estados Unidos de América –añadió Sophie amablemente.

Entonces Bryn perdió el control, se echó a reír a carcajadas y la miró con admiración. Qué mujer más encantadora.

–Deje que la ayude a llevar sus… –se acercó a levantar las bolsas pero al hacerlo soltó a los perros, que se abalanzaron de nuevo sobre Sophie; Bryn se echó hacia delante para agarrarla de los hombros y que los perros no se le subieran encima–. Fuera de aquí, chuchos. Voy a hacer de vosotros comida para caballos. Qué bichos más estúpidos…

Consiguió apartarlos y de pronto no había perros entre ellos dos. Bryn tenía el pecho pegado al de Sophie, su aliento le rozaba la mejilla y sus luminosos ojos estaban a tan solo unos centímetros de los suyos.

Bryn apenas si podía respirar. Qué mujer más preciosa…

–¿Perdone, le importa soltarme?

Sophie se apartó un poco de él, una pequeña parte de ella no parecía muy dispuesta a hacerlo, sino que más bien prefería quedarse donde estaba, pero no se separó del todo. Él seguía agarrándola, impidiendo que los perros se metieran entre ellos.

–Chicos, si es necesario me quedaré aquí hasta que os vayáis a casa a cenar; pero por favor no creáis que soy yo la cena.

–Sophie, lo siento…

–¿Señor Jasper, se le ocurre algún modo de que pueda seguir mi camino tranquilamente? –le rogó–. Es una tarea dura, lo sé, pero no soy una mujer demasiado exigente.

–¡Maldita sea!

–No hable así. Eso tampoco funciona. Trate de pensar.

¿Cómo diablos iba a pensar si la estaba mirando a ella? Sophie tenía el vestido empapado, casi transparente. La fina tela le ceñía cada una de las deliciosas curvas de su cuerpo y tenía dos pechos que parecían un par de suaves y redondos montículos que…

Un momento, se dijo Bryn para sus adentros. Tenía que controlarse. ¿Qué podía hacer? Podría llevarse a rastras a sus perros, pero desde luego no era eso lo que deseaba. Quería ayudarla con el equipaje, aunque en realidad lo que más le apetecía era abrazarla, tal y como estaba haciendo en ese instante.

Entonces se le ocurrió una idea. Se echó la mano al cinturón donde llevaba colgado su teléfono móvil.

–¿Joe? ¿Dónde estás? ¿Tenemos a alguien en la linde norte? Estoy en el camino de la capilla y necesito que venga alguien a buscar los perros. ¿Estás cerca? Estupendo. Date prisa, es urgente.

Cerró la tapa del móvil y se volvió a mirar a Sophie. Gran error. Sophie lo miraba con admiración palpable y a Bryn el corazón empezó a latirle demasiado aceleradamente.

–Eh, a mí también me gustaría tener a un Joe –dijo en tono suave y divertido–. A lo mejor incluso me busco un marido y tengo un par de hijos. Me lo imagino. Con un Joe incluido el matrimonio me parece más atractivo que antes.

Bryn sonrió. Tenía barro hasta los tobillos, pero de repente lo único que le apetecía era conocer mejor a esa mujer, y quería que fuera inmediatamente.

–Por su comentario deduzco que está soltera –tenía una gran necesidad de saberlo.

–Desde luego –Sophie sonrió–. El matrimonio no va conmigo –se miró con pesar–. ¿Y usted?

Bryn estaba acostumbrado a hacer él las preguntas, no a recibirlas.

–No. No estoy casado.

–¿Porque no va con su usted?

–No tengo tiempo para tener una esposa e hijos –contestó enseguida.

–Porque está demasiado ocupado con sus perros –añadió con sarcasmo–. Se nota. Debe de pasarse la mitad del día entrenándolos. Están tan bien educados.

–Sophie…

–¿Sí? –esbozó una de sus sonrisas más dulces.

–Si se porta mal conmigo entonces dejaré que mis perros se le echen encima de nuevo.

–Oh no, no señor, por favor –dijo Sophie con aire teatral.

Entonces respiró profundamente e hizo algo que ella y Ellie habían hecho siempre que habían podido en días de lluvia como aquel. Hasta que no lo hiciera no sentiría que estaba de vuelta a casa.

Miró detrás de ella para ver dónde iba a caer y se tiró de espaldas en el barro, salpicando a su alrededor.

Bryn se quedó atónito. ¿Qué diablos estaba pasando allí? ¡Esa mujer, o niña más bien, estaba loca!

Pero Sophie lo miraba con ojos risueños y no pudo resistirse a esa mirada. Se echó a reír con tantas ganas que su risa resonó por la selva cercana. Pero qué locura…

Y así fue cómo Joe los encontró instantes después cuando tomó la curva del camino. A su jefe desternillándose de la risa y a una mujer que apenas le sonaba tirada en el barro. Los perros estaban completamente desconcertados.

–Perdone, señor.

Lo dijo dos veces y desde el suelo, Sophie lo oyó y sonrió. El empleado de Bryn era inconfundible; un hombre de su edad más o menos con una cicatriz desde la frente hasta la mandíbula. Joe… Sophie suspiró placenteramente. Se había tirado al barro y allí estaba Joe; en ese momento sí que se sintió en casa.

–¿Me necesitaba, señor? –le preguntó Joe; miró a Sophie, intentando imaginar lo que había pasado–. ¿Quiero decir… tiene algún problema?

–Desde luego que sí –dijo Sophie directamente, intentando ponerse seria–. Me estaba amenazando. Recuerda bien cómo me has encontrado, ¿eh, Joe? Aquí estoy horrorizada y esto podría causarme un enorme trauma emocional –Sophie los miraba con ojos risueños–. Eh, me apuesto lo que quiera a que podría demandarlo, señor Jasper.

Joe se echó a reír y la miró con ternura cuando se dio cuenta de a quién tenía delante.

–Sophie, estás loca perdida, siempre lo estuviste y siempre lo estarás. Ellie me dijo que ibas a venir. Tu abuelo se va a poner muy contento de tenerte otra vez en casa –dijo, mientras la ayudaba a levantarse.

–¿Así como estoy? –Sophie se echó a reír y le dio un caluroso abrazo, barro incluido–. Vaya, Joe, no tenía idea de que trabajaras para el gran Bryn Jasper. ¿Qué tal tu madre?

–Perdonad –dijo Bryn cuidadosamente–. Sophie, pensaba presentarte a Joe, mi encargado, pero Joe… ya veo que conoces a esta…

–¿A esta encantadora joven? –Sophie añadió con dulzura–. ¿Era eso lo que iba a decir, señor Jasper?

–Pues sí.

–Más bien lunática –lo corrigió Joe–. Por supuesto que conozco a Sophie. Nos fumamos nuestro primer y último cigarrillo detrás de los cobertizos del colegio, y jamás olvidaré sus ángeles de barro –miró la huella que Sophie había dejado en el barro y entrecerró los ojos–. Ellie y ella lo hacían por todas partes. Intentaban hacer el mayor número de ángeles en el suelo al final de la estación húmeda y cuando llegaba la seca te encontrabas la huella de ellas dos por todos los caminos. Sophie vivió aquí con su abuelo durante años antes de marcharse a América a hacer fortuna. Y Ellie me dice que lo has conseguido. ¡Está tan orgullosa de ti!

–No me he hecho rica…

–Ellie le enseñó a mamá una revista muy de moda y aparecía tu floristería como una de las tiendas importantes de Nueva York. Los arreglos florales eran preciosos –se volvió a Bryn–. A Sophie siempre se le dio bien lo de las flores, pero lo que ha hecho ahora… Ellie dice que ha ganado premios internacionales.

–Joe, si sigues así se me va a subir a la cabeza –le dijo Sophie.

Se había dado cuenta de que Bryn no dejaba de mirarla y de repente se sintió tremendamente consciente de lo pegado que le quedaba el vestido. Respiró profundamente y agarró las bolsas de viaje.

–¿Perdonen, caballeros, pero podrían controlar a estos cancerberos para que pueda llegar sin contratiempos a casa de mi abuelo?

–Yo acompañaré a la señorita Connell a casa –dijo Bryn bruscamente–. Joe, ocúpate de los perros…

–¿Y si me acompaña Joe a casa y usted se ocupa de sus propios perros? –Sophie sugirió, ligeramente sofocada–. Como Joe y yo somos amigos de toda la vida…

–No.

Dijeron Joe y Bryn al unísono; entonces Joe miró a su jefe especulativamente y luego sonrió.

–Usted lleve a la señorita Sophie a casa –le dijo a Bryn con amabilidad–. Me parece que, como yo soy un viejo amigo, esta es una buena oportunidad de que haga alguno nuevo –sonrió abiertamente–. Si no me equivoco, Sophie podría resultar muy interesante como amiga. Marty, Goggle –Joe chasqueó los dedos y los dos perros lo siguieron obedientemente.

Bryn y Sophie se quedaron solos, en silencio.

Allí de pie bajo la lluvia, en aquel barrizal, con dos perros, le parecía una situación divertida. Pero en ese momento que los perros ya no estaban Sophie se sintió ridícula. Lo de tirarse en el barro había sido el pasatiempo favorito de su hermana y ella desde que eran dos renacuajos, pero ya tenía veintiocho años, no seis, y lo había hecho delante de Bryn Jasper. Ese hombre pensaría que era un auténtica cretina.

Lo miró, confusa. Bryn seguía semi desnudo, estaba demasiado cerca de ella y resultaba demasiado viril para su tranquilidad.

–¿Joe es de verdad un viejo amigo?

–Lo es –Sophie ladeó la cara y miró a Bryn–. Pero… No lo entiendo. Con su cojera… Después del accidente estuvo tanto tiempo sin ir al colegio que perdió dos cursos y acabó en el mío. Así fue como nos hicimos amigos. Sé que siempre quiso ser jardinero, pero su madre solía decir que jamás podría trabajar a la intemperie.

–Pues ahora lo está haciendo.

–¿Como capataz suyo?

–Su trabajo consiste principalmente en la supervisión, y no requiere mucha actividad física. El hombre sabe lo que hace y creo que es el mejor capataz que he tenido jamás. Se las apaña.

Silencio.

–¿Quiere continuar?

Pero Sophie sacudió la cabeza, concentrada en la conversación.

–Un momento.

–Espere, estoy intentando entender todo esto –se limpió la lluvia de los ojos–. La última vez que la madre de Joe me escribió me dijo que la seguridad social lo había clasificado como inválido, excepto para el trabajo de oficina –dijo Sophie lentamente–. Si sufriera algún accidente trabajando su empresario tendría que indemnizarlo. Y aunque estaba deseando hacer este tipo de trabajo, y ha hecho todo lo posible por conseguirlo, su madre dijo que nadie lo contrataría.

Bryn no hizo ningún comentario y Sophie lo miró pensativa. Ellie le había dicho que aquel era un hombre de negocios cruel, pero emplear a Joe no concordaba demasiado con eso. Bryn cargó con las bolsas de viaje y continuaron por el camino.

–Se supone que es usted un hombre de negocios que no deja que nada se interponga en su camino para obtener grandes beneficios.

–Joe trabaja bien y cobra por ello. Ahora, dejémoslo.

Bryn se puso a caminar con tanta rapidez que Sophie tuvo que apretar el paso para no quedarse atrás.

–¿Señorita Connell, se le ha ocurrido pensar que hay taxistas, cuyo cometido en la vida no es otro sino llevar a la gente desde el aeropuerto hasta sus casas?

–¿Vaya, cómo es que no se me ha ocurrido? –dijo con admiración, y Bryn suspiró.

–No me diga más. No podía permitirse un taxi…

–Debió de ser eso.

–Si tiene una floristería en Nueva York…

–Con Rick. Gracias a él seguimos las últimas tendencias; sin Rick caería en la miseria –dijo alegremente–. ¿Qué le pasa, señor Jasper? ¿Pesan mucho las bolsas? Pues a mí no me ha costado nada traerlas hasta aquí. Venga, deje que lo ayude.

Pero Bryn no la dejó hacerlo. La miró entonces fijamente, intentando averiguar qué le hacía tilín a esa mujer.

–¿Vuelve por un tiempo? –le preguntó.

–Sí.

–¿Sólo ha venido a ver a su abuelo?

–Y a Ellie, James, Pete, Susan, Lily, Matilda…

–Vaya… ¿Quiénes son? No, no me diga más. Ellie es su hermana. James será el marido de Ellie. Lo conozco. Viven en Port Douglas pero pasan mucho tiempo aquí. ¿Pete, Susan, Lily y Matilda son sus hijos?

–No exactamente. Pete y Susan son hijos de Ellie; Matilda y Lily son dos labradores.

–Dos perrazos negros. Sí, los conozco –sonrió–. Al menos Marty y Goggle los conocen.

–¿Y Matty y Goggle no han intentado comérselos? –preguntó Sophie.

–Señorita Connell, desafiaría a cualquiera a que se comiera a esos labradores. Si en vez de perros fueran vacas, darían de comer a una familia numerosa durante todo un año. Son los perros más gordos e inútiles que…

–No hace falta ser grosero –alzó la cabeza con altivez–. Lily era mía antes de irme a Nueva York y yo la quería mucho. La perra no tiene la culpa de estar enganchada al regaliz.

–¡Y encima dice que mis perros están mal educados!

–Señor Jasper, puedo ir a casa yo sola –dijo con dignidad–. Déme mi equipaje. No toleraré que nadie se meta con mi querida Lily.

–¿La defendería hasta la muerte?

–Si tuviera que hacerlo, desde luego que sí –Sophie agarró una bolsa pero él no la soltó.

Allí estaba agarrando el asa, con la mano sobre la de Bryn, cuando de pronto empezó a experimentar una extraña sensación. La mano de ese hombre le estaba transmitiendo un calor especial, y sentía algo más… Algo que la empujaba a acercarse más a él…

Pero no lo hizo. En su lugar Sophie tiró de las bolsas con más desesperación que dignidad e intentó despedirse de él con formalidad.

–Señor Jasper, por favor, no continúe. Yo… Esto, me gustaría continuar sola hasta casa. Gracias por rescatarme de las zarpas de Marty y Goggle, pero ahora…

Pero Bryn no transigió. Se inclinó y le quitó las bolsas con firmeza y Sophie supo que no tenía escapatoria.

Sophie soltó las bolsas, pero lo fulminó con la mirada.

–Eso está mejor –concedió Bryn–. Ahora siga caminando junto a mí como una buena chica y nos olvidaremos de los insultos durante unos minutos.

–¿Y por qué? –Sophie estaba cada vez más enfadada–. Me gusta insultar; además, con usted me salen con tanta naturalidad.

–Quizá, pero no debería insultar a alguien que podría darle un empleo –dijo Bryn con amabilidad–. Señorita Connell, cállese un momento; estoy a punto de ofrecerle un empleo.

La boda más importante

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