Читать книгу La boda más importante - Trisha David - Страница 7

Capítulo 3

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UN EMPLEO…

Sophie se puso a pensar a toda marcha mientras Bryn le describía en líneas generales su proposición.

–Necesito ayuda –le dijo–. Desgraciadamente, mi florista se ha enamorado apasionadamente de uno de mis contables.

–¿Desgraciadamente?

–Sí, desgraciadamente. Brian estaba prometido a una de las empleadas del servicio en casa cuando Wendy empezó a mostrar interés por él –suspiró Bryn–. Al final tuve que despedirla. Brian se marchó también, dejándome sin contable, sin florista y a una sirvienta con el corazón roto.

–Me parece un tanto cruel echar a la gente porque tengan un idilio –dijo Sophie con cautela, y él asintió con la cabeza.

–Lo sé. Normalmente no me importan los romances; hacen la vida más interesante. Pero cuando Wendy le echó a Maureen encima una parrillada de gambas en un momento en el que teníamos lleno uno de nuestros restaurante más famosos, y acabaron cayéndole encima a un cliente, decidí que eso era más que suficiente.

Sophie se atragantó.

–¿De verdad?

Él extendió las manos.

–Hay algunas cosas que ni el empresario más tolerante podría soportar. Por eso estoy ahora tan apurado.

–No puedo creer que un complejo como el suyo tenga problemas para encontrar personal.

–Quizá servicio doméstico no, pero una florista… Wendy era una de las mejores, y necesito a alguien con su talento.

–¿Entonces me contrataría sin saber cómo trabajo? –Sophie sonrió y Bryn hizo lo mismo.

–No me queda otra alternativa –concedió Bryn, poniéndose serio–. Joe no deja de alabar sus dotes y si se gana la vida haciendo arreglos florales en Nueva York entonces debe de ser buena. En este momento tengo a una ayudante de floristería. He buscado a alguien que sustituya a Wendy por todas partes, pero con lo del nuevo milenio todo el mundo está muy ocupado. Louise, que así se llama la ayudante, no deja de ser simplemente competente. Mis dos últimas novias no se quedaron muy contentas con los ramos.

–Vaya.

Bryn esbozó de nuevo aquella sonrisa tan encantadora que tenía el poder de cautivarla… y de convencerla para que hiciera algo que en realidad no deseaba hacer.

–Sé que le parecerá una tontería, pero mi lema es garantizar a las novias lo mejor. Si pueden encontrar ramos más bonitos casándose en Sydney, en Cairns, o incluso en Nueva York, entonces es que no estoy consiguiendo hacer mi trabajo.

–Pero… –Sophie se mordió el labio inferior y bebió un poco de agua de lluvia mientras se lo pensaba–. Señor Jasper, estoy aquí de vacaciones.

–No le estoy ofreciendo un trabajo a jornada completa –le dijo mientras avanzaban bajo la lluvia–. Pero si se ocupa de que haya un arreglo floral siempre fresco en el vestíbulo, le indica a Louise qué colocar sobre las mesas y en las alcobas, y se ocupa de las bodas…

–¿Cuántas bodas?

–Tengo tres a la semana en estas cuatro semanas que faltan para que se termine el año. Luego tenemos una el primer día de enero del nuevo milenio, y pretendo que sea la más grande, la boda del siglo. Lo tengo todo arreglado para que vengan reporteros y fotógrafos de todo el mundo. Tiene que ser la mejor, y por eso estoy tan preocupado por dar con una buena florista. ¿Qué dice?

Sophie se miró los pies llenos de barro e intentó pensar. Estaba allí de vacaciones y no quería trabajar, pero tres bodas a la semana…

Si había algo que a Sophie le gustaba por encima de todo era preparar las flores de una boda. Y hacerlo allí, sin gastos adicionales y con todas aquellas flores tropicales a su alcance… Podría ser maravilloso. ¡Mágico!

Pero había un pequeño problema: la primera boda del milenio era la que iba a intentar arrebatarle a Bryn para su abuelo. ¿Claro que, qué mejor manera de hacerlo que desde dentro? Hablaría con la novia acerca de las flores e intentaría hacerle dudar. Le diría por ejemplo que por qué no se casaba en una capilla. Le propondría regalarle los arreglos florales a cambio, y le diría que una boda en una capilla resultaba mucho más romántica. Mucho más si viera a su abuelo vestido de carmesí.

Sophie miró a Bryn, quien se percató de que aquel par de ojos grises brillaban de un modo desconcertante. Después de todo él no era más que un empresario, pensaba Sophie. Todo valía en el amor y la guerra… ¡Y en los negocios!

–Está bien, señor Jasper –dijo en tono suave–. Ya tiene usted una florista. Pero le cobraré los precios de Nueva York.

–Hecho. Me reservo el derecho de pensármelo cuando vea su primera boda, pero si su trabajo está al nivel de lo exigido, no tendré inconveniente en pagarle lo que estime necesario.

–Así será –le prometió–. Prepare sus bodas, señor Jasper; creo que voy a divertirme de lo lindo.

La sorpresa que le dio a su familia sería difícil de superar. Le había dicho a su abuelo que llegaría el sábado, pero una cancelación de última hora le había permitido viajar un día antes. Así, llegó inesperadamente, llena de barro y acompañada de un Bryn Jasper semi desnudo.

Ellie estaba en la cocina con los niños, el abuelo sentado a la mesa, con un nieto sobre cada rodilla y los perros descansando a sus pies. Todos ellos se quedaron estupefactos al ver entrar a Sophie. Después se fijaron en Bryn Jasper.

–Le he traído a su nieta a casa –dijo Bryn, y sonrió como si le estuviera haciendo a todos un gran favor.

John Connell fue el primero en recuperarse. Dejó a los niños en el suelo y abrazó a su nieta con ternura. Entonces miró a Bryn a través de la mata de cabellos rizados de su nieta y con la mirada le dio la bienvenida.

–Sabíamos que volvía a casa en avión, pero parece que la has traído en barco, ¿eh, chico?

El comentario rompió el hielo. Pete y Susan, de cinco y tres años respectivamente, empezaron a gritar, los perros a ladrar, Ellie sonrió a pesar de la sorpresa y Bryn consiguió volver a la puerta.

–Te veré mañana, Sophie –sonrió de nuevo, con aquella sonrisa que a Sophie le hacía cosquillas por dentro–. A las nueve y media en el complejo –alzó una mano al ver que John se apartaba de Sophie–. No me acompañe; ahora está bien ocupado, señor –sonrió de nuevo y se volvió para marcharse, mientras Ellie lo miraba boquiabierta.

–¿Sophie, qué demonios… ?

Sophie se apartó de su abuelo y se echó en brazos de su hermana.

–¿Oye, Ellie, no estás contenta de verme? Parecías más interesada en Bryn que en tu hermana.

–No. Bueno, sí –Ellie se apartó y la miró–. ¿Sophie, te importaría decirme qué está pasando?

–He vuelto a casa –Sophie levantó en brazos a Ellie y empezó a dar vueltas–. ¿Qué puede haber más importante que eso?

–No lo sé –dijo Ellie con recelo–. Quizá nada, pero…

–¿Pero qué?

–¿Ese que ha entrado aquí contigo era Bryn Jasper?

–Pues claro –Sophie se acercó a los niños y los levantó a los dos en brazos–. ¡Dios mío! Cómo habéis crecido, niños. Pronto seréis más altos que yo.

–Sophie…

–Matilda, Lily… –Sophie se arrodilló y abrazó a los perros–. Os acordáis de mí, ¿verdad? Pues claro que sí –entonces, cuando los perros empezaron a lamerla con gran empeño, Sophie se apartó–. Eh, no es a mí a quien estáis saludando, sino al olor a perro que habéis detectado en mí. Solo porque lleve el olor de Marty y Goggle por todas partes…

–¿Marty y Goggle? –dijo Ellie con voz débil.

–Los perros de Bryn.

–Los perros de Bryn… –Ellie colocó los brazos en jarras y la miró con furia–. Sophie Connell, si no me cuentas lo que está pasando voy a gritar. ¿Dónde has conocido a Bryn Jasper? ¿Por qué estás llena de porquería y por qué vas a ir a verlo mañana? ¿Y te has dado cuenta de que el hombre apenas llevaba nada puesto? –la voz de Ellie se volvió chillona–. ¡Sophie!

–Ahora sí que sé que estoy en casa –dijo Sophie con dulzura, abrazando de nuevo a los perros–. Aquí abrazando a los perros, con los niños en la cocina y Ellie gritando como una histérica. Ay, abuelo, qué ganas tenía de volver.

–Me alegro tanto de que hayas vuelto, mi niña –le dijo John tranquilamente–. Pero, Sophie, creo que será mejor que le cuentes a tu hermana lo que esté ocurriendo antes de que cumpla su amenaza –miró a su nieta mayor con recelo.

Ellie tenía treinta años y no sería esa la primera vez que cumpliera una de sus famosas amenazas.

–Pero abuelo, si no es ningún misterio –Sophie sonrió a todos–. Los perros de Bryn se abalanzaron sobre mí y me tiraron al suelo, por eso estoy llena de barro, me ha ofrecido un empleo de florista y lo que pretendo con ello es conseguir que esa boda vuelva a ser nuestra.

–Sophie –dijo Ellie con desesperación.

–No veo nada de malo en ello –se defendió Sophie–. Si los mejores espías del mundo son capaces de infiltrarse y conseguir sus propósitos, no veo por qué yo no. ¿No os parece?

A Sophie le había resultado fácil sentirse confiada rodeada de su familia, pero a las nueve y media de la mañana siguiente no estaba tan segura. El Complejo Turístico Marlin Bluff era fabuloso. Sophie avanzó por el camino de entrada flanqueado de palmeras y no paró de abrir la boca todo el tiempo.

El hotel de Bryn, construido en piedra blanca y brillante, era un conjunto de edificios bajos que se extendían interminablemente y que tenían de telón de fondo las aguas turquesas del Gran Arrecife Coralino. Una cálida brisa suspiraba entre las palmeras y en la playa, que había más allá del hotel, las olas iban y venían siguiendo un ritmo lento e hipnótico. El complejo daba a una montaña por uno de los lados y al mar por el otro. El vestíbulo medía al menos un acre y estaba decorado con lujo y elegancia.

Sophie cruzó el puente de entrada, subió las escaleras de terrazo italiano, hizo un gesto con la mano a un portero que fue a darle la bienvenida y sorteó los grupos de sillones, arreglos florales y sillas.

Había flores por todas partes. No le extrañaba que Bryn necesitara a una florista. Sophie las miró con deleite mientras se dirigía hacia la recepción. Los arreglos eran magníficos, pero ya se le iban las manos de las ganas que le estaban entrando de colocarlos a su manera.

¿Cómo podía nadie trabajar en un lugar así? Olía a dinero por todas partes y fuera había una piscina que rodeaba todo el hotel. Uno podría pasar horas disfrutando allí… ¡Y Bryn era el dueño! Sophie estaba allí para conseguir algo que Bryn deseaba. ¿Pero cómo iba a convencer a una pareja para que celebraran su boda en otro lugar que no fuera aquel?

La capilla del abuelo no era lujosa, sino mucho más sencilla, pero en ello residía su encanto. Con vistas al mar, la capilla tenía el suelo de madera, los bancos pulidos por el paso del tiempo y sobre el altar una vidriera de colores por donde brillaban los rayos del sol.

Podría hacerle la competencia a ese lugar. ¡Desde luego que sí! Aspiró profundamente, se estiró la elegante faldita de lino y se dirigió hacia la recepción.

–Esto podría hacerlo James Bond –dijo entre dientes–. Solo porque él sea un hombre no quiere decir que sea el único que es capaz de infiltrarse y salir victorioso.

–Soy Sophie Connell –dijo, ahogando una sonrisa al pensar en las tonterías que se le estaban pasando por la mente–. El señor Jasper me está esperando.

–Señorita Connell… –la chica le dedicó una sonrisa deslumbrante–. El señor Jasper me ha hablado mucho de usted. Pase por aquí.

Sophie la siguió con la incertidumbre de lo que le habría contado Bryn Jasper a esa empleada. ¿Le habría dicho que era un loca que se tiraba en el barro?

El despacho de Bryn no era menos impresionante que el resto del hotel. La recepcionista llamó a unas puertas de roble y las abrió para dejarla pasar. Sophie tuvo que taparse la boca para no soltar una exclamación. La mesa de Bryn parecía pequeña en medio de aquella inmensidad y detrás de ella unos grandes ventanales con vistas al inmenso océano.

–Sophie…

Bryn se levantó tranquilamente y Sophie empezó de nuevo a respirar con dificultad. El día anterior lo había visto semi desnudo y guapísimo. Totalmente vestido en ese momento, con un elegante traje italiano, estaba… bueno, simplemente deslumbrante. Tan alto y fuerte, exudaba poder por cada poro de su piel.

¿Cómo podría habérsele ocurrido que podría arrebatarle algo que le interesara?, se preguntaba Sophie con desesperación. Como, por ejemplo, una boda.

–Bryn… –consiguió decir.

Entonces se recordó a sí misma que le estaba haciendo un favor a ese hombre. No necesitaba ni su dinero ni aquel empleo; lo único que quería era la boda del milenio.

–¿Dónde están Marty y Goggle? –le preguntó mientras él se acercaba a ella para darle la mano.

No fue más que un apretón de manos; no había razón para que el corazón empezara a latirle más aprisa al sentir el roce de sus dedos.

–Están fuera con Joe –dijo Bryn, algo avergonzado al recordar el episodio del día antes–. Conmigo se aburren.

–Me apuesto a que sí; y no sería nada bueno para el negocio que se comieran a sus clientes –Sophie sonrió y lo miró de arriba abajo, deseando que Bryn Jasper le soltara la mano de una vez.

–Bienvenida a Marlin Bluff –tenía la mano fuerte y cálida y a Sophie, le gustara o no, se le estaban subiendo los colores.

–No hace falta que me dé la bienvenida a Marlin Bluff; estoy aquí desde ayer.

–Quería decir bienvenida al Complejo Turístico Marlin Bluff.

Eso la sorprendió.

–Llama Marlin Bluff a este lugar sin decir «Complejo Turístico»?

–Bueno, sí –Bryn seguía sonriendo–. Aparte del complejo, no hay mucho más aquí.

–Hay gente que lleva viviendo aquí desde mucho antes que usted y que jamás soñaron con el Complejo Marlin Bluff hasta que llegó aquí –le contestó Sophie.

–¿Por gente se refiere a usted?

–Sí –Sophie se sentía cada vez más molesta–. Marlin Bluff era una comunidad viable antes de que se construyera el complejo.

–No lo era –dijo en tono suave, observando la expresión de Sophie–. Marlin Bluff estaba en decadencia, reconózcalo. Incluso la capilla de su abuelo está a punto de cerrar.

–Porque se ha quedado usted con todas sus bodas.

–Eh, eso es injusto –Bryn dio un paso atrás y miró a Sophie con el ceño fruncido–. En una capilla se celebran algo más que bodas, pero los parroquianos de su abuelo acuden a otros lugares –dijo comprensivamente–. Port Douglas ha crecido tanto que ofrece a la gente todo lo que Marlin Bluff solía ofrecerle, y mucho más. Eso ocurrió antes de que yo abriera este complejo turístico. No soy un constructor mezquino que haya comprado la iglesia de su abuelo y pretenda echarlo. La iglesia va a cerrar de todos modos; no hay por qué echarme la culpa a mí de ello.

–Pero…

–¿Pero qué?

Sophie suspiró e intentó sonreír.

–Lo sé –concedió y su enfado dio paso a una cierta tristeza–. Solo es que amo Marlin Bluff y me molesta que la gente se refiera a un complejo turístico cuando habla de Marlin Bluff, cuando en realidad sigue siendo una comunidad –dijo con los ojos brillantes–. Después de todo, el abuelo sigue predicando; nosotros seguimos viviendo aquí.

–No. Su hermana vive en Port Douglas con su marido y solo viene aquí de visita y usted… Usted vive en Nueva York.

–Ahora no –dijo y alzó la cabeza–. Ahora vivo aquí, y vivo en Marlin Bluff, no en el Complejo Turístico Marlin Bluff.

–Está bien –Bryn cedió con gracia–. Durante un mes admitiremos que Marlin Bluff tiene vida aparte del complejo, pero después de eso, cuando su abuelo se jubile y se venda la iglesia…

–Eso será el próximo milenio –dijo Sophie con aire desafiante–. Todavía queda tiempo y usted no es el dueño de Marlin Bluff.

Bryn sonrió y asintió con la cabeza.

–Estoy de acuerdo, señorita Connell, pero después de la venta… En enero del año 2000 este lugar será mío.

–A partir del dos de enero –dijo Sophie entre dientes–. El primero de enero será todavía del abuelo –pero lo miró y esbozó una sonrisa de total inocencia–. De acuerdo, señor Jasper. Bryn –dijo en voz alta; no pensaba dejar que aquel hombre la intimidara–. Si desea que me ocupe de los arreglos florales será mejor que me enseñe el escenario, y si quiere que me encargue de algunas bodas, entonces necesito que me presente a las novias.

La primera boda estaba programada para el día siguiente.

–Se lo dije, estoy desesperado –Bryn le dijo mientras cruzaban el hotel de camino al taller de floristería–. Se trata de la boda de Diana McInerney y Fred Hughes. El padre de Diana es agradable, pero las mujeres de la familia… –suspiró–. Bueno, decir exigentes es decir poco de ellas. A las diez podrá conocerlas.

–¿Qué problema hay?

–Los ramos de prueba las dejaron frías. Cuando volví ayer estaban amenazando con traerse a su propio florista desde Cairns –Bryn hizo una mueca–. Los McInerneys son inmensamente ricos. Dada la publicidad que está generando esta boda, eso sería un desastre; por eso la promocioné un poco.

–¿Qué tipo de promoción?

–Nada que no sea cierto. Le pedí a la directora de publicidad que averiguara lo más posible sobre usted. Le dio a la señora McInerney una enorme lista de bodas de sociedad de las que se ha hecho cargo.

–¿Yo? –Sophie lo miró fijamente–. ¿Yo personalmente, o Rick y yo? Si se ha informado bien sabrá que se me conoce más por los funerales –se echó a reír–. Las coronas me salen de maravilla.

–Bueno, yo en su lugar no le contaría eso a la señora McInerney.

–¿Y por qué no? –dijo con sorna.

–¿Qué le parece porque soy su jefe y le estoy pidiendo que no lo haga?

–¿Ah, sí? –lo miró con recelo y para sorpresa suya Bryn se echó a reír.

–¿Y qué le parece si se lo pido por favor? –le preguntó, y Sophie cedió inmediatamente.

Esa sonrisa suya, esa risa aterciopelada… Funcionaban mejor que el dinero, pensó Sophie. El poder tomaba muchas formas y la sonrisa de ese hombre sería capaz de conseguir cualquier cosa.

–Está bien –dijo por fin–. Y no se preocupe; sé hacer las bodas. Solo es que Rick suele hacer la mayoría.

–Ayer mencionó a Rick. ¿Quién es?

–Mi socio.

–¿Es su… ?

Pero Bryn se quedó mudo al abrir las puertas de la floristería. La tienda era grande, pero parecía que no lo suficiente. Habría más o menos unas diez mujeres jóvenes curioseando por todas partes y una señora pechugona gritándole a una chica vestida con una bata de trabajo.

–Oh, no… –dijo Bryn débilmente mientras le echaba un vistazo al reloj–. Son las McInerney en masa y tres cuartos de hora antes de lo previsto. Esta, Sophie, es su prueba de fuego –consiguió sonreír débilmente–. Si se le ocurre hablar de sarcófagos o de lirios le juro que los va a necesitar para sí misma.

Sophie sonrió. La escena no la desconcertó en absoluto.

–Señora McInerney –con la mejor de sus sonrisas se acercó a la pechugona y le dio la mano–. Me alegro tanto de conocerla. Soy Sophie Connell, la florista jefe de Marlin Bluff, y siento que no nos hayamos podido conocer antes, pero acabo de llegar de Nueva York –entonces se volvió y miró a la mujer que llevaba la bata: tendría unos cuarenta años, el pelo rubio ceniza y cara de ratón asustado; seguramente se trataba de Louise, la ayudante de Bryn en la floristería–. Louise –dijo con dulzura, como si se conocieran desde hacía tiempo–. ¿Cómo estás?

Louise estuvo a punto de caerse de bruces. Le enseñó un ramo color crema y la miró con desesperación.

–Mal –confesó y miró a Bryn y después a Sophie de nuevo, como si temiera que fueran a despedirla en ese mismo instante–. La señora McInerney me pidió que le hiciera un ramo distinto al otro y eso fue lo que hice, pero ella lo aborrece. Por eso ahora dice que va a venir Paul Jobier desde Cairns para ocuparse de las flores.

–Desde luego no permitiré que lo haga aquí, en mi hotel –dijo Bryn en voz baja.

Sophie le rogó que se callara con la mirada y él pareció entenderla.

–Paul Jobier… –Sophie se quedó pensativa–. Lo conozco. Expuso en algunos concursos internacionales hace unos años, cuando estaba intentando hacerse un nombre. Trabaja muy bien…

–Su trabajo es mucho mejor que esto –saltó la señora McInerney; le arrebató el ramo de gladiolos amarillo pálido y lirios a Louise y lo levantó significativamente–. Dije que queríamos algo espectacular, diferente; este es ridículo.

–Este está bien –dijo, echándole una mirada comprensiva a Louise.

Sophie se pasaba la vida ejerciendo de relaciones públicas. Si era capaz de que dos familias enfrentadas se pusieran de acuerdo para las flores de un sarcófago, estonces aquello sería pan comido.

–Pero si desea algo más espectacular… –añadió; hizo una pausa y miró a su alrededor–. Si no le gustan los gladiolos, quizá podríamos utilizar lirios para el tono amarillo más fuerte –dijo pensativamente–. Me supongo que querrán tonos dorados también. ¿Si es así, saben lo que quedaría muy espectacular y muy de Australia al mismo tiempo? ¿Si quiere que esta boda aparezca en todas las revistas de moda del mundo por qué no utilizar bayas de typha domingensis?

Sacó una espiga de un cubo que tenía a los pies. Las bayas marrones eran similares a una semilla plana de unos cuatro centímetros de largo, con una espiga que sobresalía por encima. Eran elegantes, sencillas y muy originales. Sophie metió una de las espigas en el ramo y retiró los gladiolos, sustituyéndolos por lirios de un amarillo dorado. Entonces miró el ramo pensativa.

–Bueno, es elegante, pero demasiado duro para una boda. Necesitamos algo más –tomó una gypsophila y la colocó detrás, haciendo que colgara por los lados. Quince pares de ojos observaban cada movimiento.

–¿Qué les parece? –peguntó a la pechugona, que la miraba con recelo–. A mí me parece espectacular, muy australiano y precioso –se volvió hacia Bryn, ignorando la hostilidad de la mujer–. Si a la señora McInerney no le gusta y a la siguiente novia le resulta agradable, sugiero que lo utilicemos en el futuro. Enviaré fotos a los columnistas de Nueva York y creo que nos las podrán publicar… –entonces hizo una pausa, como si volviera de nuevo a la realidad–. Claro que, me estoy yendo por las ramas –se volvió hacia la pechugona–. Ha dicho usted que le iba a pedir a Paul Jobier que le preparara el ramo, con lo cual esto no tiene nada que ver con usted.

–¿Conoce a editores de revistas de moda en Nueva York? –le preguntó la señora McInerney, aún muy molesta.

–Bueno, sí. Me imagino que el señor Jasper le dijo que normalmente trabajo desde allí y de tanto en tanto una conoce a gente… –se interrumpió de nuevo–. Pero eso no tiene interés para usted si ha decidido contratar a Paul –sonrió–. Si nos perdona, Louise y yo tenemos cosas que hacer. Además, si llama a Paul entonces no hay nada que…

La pechugona parecía más calmada.

–Aún no lo he decidido –dijo la señora.

–Mamá, este me encanta –dijo una versión joven de la pechugona.

La chica tendría unos veinticinco años, morena y preciosa, pero con una delantera que prometía parecerse a la de su madre. Sophie se compadeció del novio y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no echarse a reír.

–Quiero aparecer en las revistas de moda –declaró la joven pechugona–. Quiero este ramo, mamá.

El asunto quedó zanjado.

–¡Ha estado magnífica!

Media hora después las McInerney se marcharon a darles un dolor de cabeza a los del restaurante. Bryn se quedó.

–Charles podrá con ella –sonrió–. Pero usted…

–Lo sé. Me ha salido estupendamente –Sophie se volvió a mirar a Louise–. No es justo; el ramo que hiciste era precioso, solo se han puesto así porque estaban buscando ser el centro de atención.

–Jamás se me hubiera ocurrido hacer un ramo así –reconoció Louise–. Para ser sincera, no tenía ni idea de qué hacer con esas bayas. Wendy las pidió antes de marcharse, pero a mí me parecían tan feas.

–En solitario lo son, pero no en un arreglo.

Bryn sonrió y la agarró de la mano con tanta ternura que Sophie creyó que se derretiría por dentro.

–Veo que puedo confiar en usted. Gracias por salvarme el pellejo, señorita Connell. Dígame sus honorarios y le pagaré.

Sophie miró a Bryn a los ojos e hizo una pausa. Bryn seguía agarrándola y la mirada en sus ojos le hacía sentir algo especial, como si el mundo se hubiera detenido.

Louise la miraba con interés y Bryn simplemente le sonreía con expresión satisfecha, nada más…

–Bueno… Ya hablaremos de mis honorarios después –dijo–. De momento, lo único que necesito son los números del resto de las novias, para que no tengamos más problemas de última hora. Veré lo que puedo hacer.

–¿Hasta el nuevo milenio? –le preguntó Bryn.

–Hasta el nuevo milenio –le dijo Sophie–. A partir de entonces tendrá que buscarse otra florista.

Porque a ella la pondría de patitas en la calle. Al pensar en ello se sintió ligeramente mal; aunque ella quisiera quedarse Bryn no la aceptaría después de devolverle a su abuelo la boda del milenio.

De repente, Sophie se sintió tremendamente sola.

La boda más importante

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