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Capítulo 2 Identidad perdida o recibida
Оглавление“Jesús se fue al monte de los Olivos. Y por la mañana volvió al templo, y todo el pueblo vino a él; y sentado él, les enseñaba. Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices? Mas esto decían tentándole, para poder acusarle.
“Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo. Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella. E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra.
“Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio. Ederezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?
“Ella dijo: Ninguno, Señor.
“Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más” (Juan 8:1-11).
En el libro Don’t Just Stand There, Pray Something [No te quedes allí parado, ora algo],2 Ronald Dunn cuenta la historia de una mujer que sale de un centro comercial en busca de su auto. Al llegar al auto, descubre que las llaves descansaban seguras en el encendido, y las puertas, por supuesto, cerradas. Al pensar en el pastel que dejó en el horno en casa, frenéticamente trata de subirse. Entra corriendo al centro comercial en busca de una percha de alambre... porque todos saben que una percha puede abrir un auto. Con una mirada de determinación sale de estampida del centro comercial nuevamente, con una percha de alambre. No sabe realmente qué hacer, pero como es una mujer de fe, comienza a orar. En un minuto se acerca un hombre. Cabello despeinado. Sin afeitar. Tatuado. Usa vaqueros rasgados y una camiseta acribillada de agujeros. Si bien podría haber parecido peligroso para algunos, ella ve algo diferente.
–¿Usted sabe cómo usar una de estas? –pregunta ella, extendiéndole la percha a él.
–¿Esta es una trampa? –él la mira con sospecha.
Ella le explica.
–Me quedaron las llaves adentro del auto, y necesito llegar a casa. Dejé un pastel en el horno.
Con una mirada heroica en el rostro, él toma rápidamente la percha y salta hasta la puerta del conductor con una destreza felina. Como un habilidoso ingeniero, transforma la percha en una herramienta de precisión. Es como si la hubiese hecho para ganarse la vida. Con algunos movimientos rápidos y fluidos, la traba salta, él abre la puerta y le presenta el auto abierto con una cortés reverencia.
Ella está tan llena de asombro por la habilidad de este hombre que exclama:
–¡Alabado sea Dios! Usted es un hombre bueno. Debe ser cristiano.
Bajando la mirada tímidamente, responde:
–Señora, no soy un buen hombre, y decididamente no soy cristiano. Acabo de salir de la cárcel por robar autos.
Sin inmutarse, ella exclama:
–Bueno, ¡alabado sea Dios por haberme enviado un profesional!
Quizá conozcas a alguien así, una persona que ve las virtudes más positivas de cada uno. La mayor parte del tiempo no vemos lo mejor de las personas; vemos lo peor. Si existen dos verdades que están profundamente arraigadas en nuestra experiencia humana, son nuestra necesidad de justicia y nuestro amor de misericordia. Amamos la justicia cuando alguien que la merece la recibe, y abrazamos la misericordia cuando nosotros, que la necesitamos, la recibimos.
Por ejemplo, consideremos algunos criminales condenados que caminan por las calles de hoy: Gregory Wallis cumplió 17 años de una sentencia de 50 años; Michael Anthony Williams cumplió 23 años de una sentencia de prisión perpetua; y Alejandro Fernández cumplió 10 años de una sentencia de muerte. ¿Cómo te sientes al saber que estos hombres fueron condenados por crímenes violentos y que cumplieron menos de la mitad del tiempo?
Actualmente están en la calle caminando libremente, como debe ser. Estos hombres fueron liberados, no prematuramente, sino mucho después de lo debido porque fueron condenados sobre la base de identidad equivocada y, en algunos casos, por falso testimonio. Fueron exonerados solo después de realizar pruebas de ADN con nueva tecnología, gracias al ferviente esfuerzo de una organización llamada Innocence Project [Proyecto Inocencia]. Recientemente, más de doscientas personas que fueron condenadas falsamente, sentenciadas y que cumplieron sentencia fueron puestas en libertad.
Nuestra sed de justicia y nuestro amor por la misericordia son primordiales por lo que somos como seres humanos. Pensemos en las historias de nuestra vida cuando experimentamos la gracia, y además consideremos los momentos en que nos pusimos totalmente de parte de la justicia. ¿Cuál es la conexión, si la hay, entre estas dos experiencias? Si alguna vez hubo un evento en la Biblia que transmitió un mensaje de justicia y misericordia, es en el capítulo ocho del Evangelio de Juan. Surgen varias cosas de esta historia, y demandan cuidadosa atención.
Primero, Jesús está enseñando a la mañana temprano en el templo, donde se enseñaban y ejecutaban las mismas leyes y sistemas de aprendizaje sobre la salvación. Segundo, de acuerdo con la ley judaica, el que es testigo debe arrojar la primera piedra. Una cosa es acusar a alguien de un delito que merece la muerte, pero es una experiencia aleccionadora convertirse en parte del proceso de ejecución.
Ocuparse de los testigos falsos demandaba la siguiente acción: “Los jueces inquirirán bien; y si aquel testigo resultare falso, y hubiere acusado falsamente a su hermano, entonces haréis a él como él pensó hacer a su hermano; y quitarás el mal de en medio de ti” (Deut. 19:18, 19). Además, es deber del esposo presentar los cargos, no de los“mirones” más religiosos de la ciudad.
Otro hecho importante en esta historia es que todas las partes implicadas en el adulterio deben morir, como lo declara Levítico 20:10: “Si un hombre cometiere adulterio con la mujer de su prójimo, el adúltero y la adúltera indefectiblemente serán muertos”.
Pero Jesús, al verse frente a este problema aparentemente complicado, lo resuelve nivelando las reglas del juego, al decir en cierto sentido: “Muy bien, si ustedes quieren jugar con la letra de la ley, entonces examinemos todas las letras”. Así que Jesús escribió todas las letras que se aplican a la vida de cada uno en el suelo, para que toda la comunidad lo vea.
Evidentemente, todo este suceso no tenía nada que ver con la mujer, aparte de ser un títere perfecto para usar en contra de Jesús. Pero entonces Jesús declara: “ El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra”. Esta es la regla, y era poco común para la multitud. Quizá la característica más penetrante de esta escena sea que todos son descubiertos por lo que en realidad son. La mujer es una adúltera, deshecha y abusada, pero pecadora de todos modos. La pecaminosidad de los líderes religiosos se da a conocer; la verdad demanda que dejen caer sus piedras y se vayan. Todos se van porque, aunque quizá no sean adúlteros, probablemente hubiesen querido serlo en un determinado momento. Elena de White describe esta escena en El Deseado de todas las gentes: “Aquellos hombres que se daban por guardianes de la justicia habían inducido ellos mismos a su víctima al pecado, a fin de poder entrampar a Jesús. [...] Pero cuando sus ojos, siguiendo los de Jesús, cayeron sobre el pavimento a sus pies, cambió la expresión de su rostro. Allí, trazados delante de ellos, estaban los secretos culpables de su propia vida. El pueblo, que miraba, vio el cambio repentino de expresión, y se adelantó para descubrir lo que ellos estaban mirando con tanto asombro y vergüenza”.3
No había suficientes piedras en el patio aquella mañana para administrar justicia a todos los que la merecían. Como esto era evidente para todos, se fueron de a uno, desde el más viejo hasta el más joven.
El clímax de esta historia es cuán gloriosamente se revela Jesús como el Hijo de Dios, que demanda justicia y hace misericordia. Nunca minimiza el pecado de la mujer, porque “la paga del pecado” aún es la muerte, y alguien necesita pagar. Pero Jesús, en vista de su propio sacrificio, desestima su caso porque él pronto ha de ponerse en su lugar y ha de morir. Nadie en la tierra es más consciente del precio del pecado que Cristo. De hecho, la arrogancia moral podría ser uno de los pecados más despreciables, porque es muy difícil salvar a alguien que no cree que necesite ser salvo.
En aquella mañana en particular, el patio se vacía y, después de que todos se fueron, Jesús hace preguntas a la mujer que le cambiarán la vida: “¿Dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?”
¿Qué nos dicen estos interrogantes acerca de Cristo? Queremos que nos juzgue él porque será justo. Queremos que nos juzgue él porque, aunque conozca lo peor de nosotros, quiere lo mejor para nosotros.
Y, en el caso de esta mujer sorprendida en el acto del adulterio, Cristo le ofrece una oportunidad para asumir una nueva identidad. ¿Cuál es su respuesta a las preguntas que parten la vida en dos? “Ninguno, Señor”.
Pero existe un obstáculo que a menudo entorpece la certeza de nuestra salvación, nuestro andar en libertad y nuestra comprensión de que en Cristo nadie nos condena, y esa es la realidad. Yo quiero creer con seguridad que la gracia y la misericordia de Dios me salvarán, pero conozco lo peor de mí, y sé que Dios también lo sabe. Esa es la verificación de la realidad. Porque si bien me encantaría recibir misericordia, también tengo un sentido de lo que es justo. Ese conocimiento hace que creer en la gracia de Dios sea una de las cosas más difíciles de lograr. La creencia de que cumplir con todas las reglas y las regulaciones –la vida del legalismo– es diez veces más fácil que el salto de fe que exige de nosotros el descansar en la misericordia de Dios. Quizá la noción de que la salvación es gratuita atraviesa la garganta del cínico, porque interiormente sabemos que nada es gratis. Conocer lo que cuesta la salvación y quién pagó por ella es lo que hace que la experiencia sea valiosa y real. Además, nada paraliza tanto nuestro caminar con Dios como no responder la pregunta: “¿Dónde están los que te acusaban?” Para responder a esta pregunta debemos confiar plenamente en el proceso judicial del Cielo; y aunque algunos podrían aceptar instantáneamente este fallo en nuestro favor, a otros les podría llevar un poco más de tiempo.
Como me he sentado junto a la cama de santos que observan que la muerte se acerca, he notado que algunos confían en su hogar eterno en el cielo mientras que otros tiemblan ante la noción de que tal vez sus nombres no estén escritos en el Libro de la Vida. Algunos simplemente se quedan mirando su historial inconsistente de devoción a Dios y los embarga la duda. A veces somos conscientes y receptivos; y luego están los valles, esas épocas de desinterés o de debilidad.
La pregunta que Dios plantea abre toda una serie de otros interrogantes que debemos resolver para darle una respuesta a él:
¿Cómo podemos sentirnos seguros de nuestra salvación con un caminar con Dios tan tumultuoso?
Sabiendo que Cristo conoce lo peor de nosotros pero desea lo mejor, ¿cómo podemos caminar con confianza?
¿Cómo funciona realmente este principio de “Vete, y no peques más”?Primero, ya sea que nos sintamos bien o no al respecto, asumir una nueva identidad implica una elección. Debemos escoger.La mujer tuvo que elegir creer que acababa de pasar de muerte a vida. Tuvo que creerlo y recibirlo. “¿Dónde están los que te acusaban?” Si queremos sentirnos salvos, debemos elegir creer que es verdad y pronunciar las palabras: “Nadie es quién para condenar, y el Único que puede condenarme está ocupando mi lugar”. El acto de recibir este don ha sido un enigma para muchos, como registra Juan: “En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Juan 1:10-13).Empecé a comprender la transición de la desesperación a la confianza cuando trabajaba en una colonia de verano en el Parque Nacional Yosemite. Los acampantes baqueanos emprendieron viaje por un sendero hasta un hermoso descampado, donde los campistas pasarían la noche bajo las estrellas. Yo me fui con la vieja camioneta hasta el descampado, para comer y entonar algunos cantos con los chicos. A través de los árboles podía ver cómo se arremolinaban los jóvenes cuando revisaban si los caballos estaban atados correctamente. Cuando pasé a un caballo en particular, olí algo extraño. Aunque estaba parado en medio de 18 caballos sudorosos, seguí el olor hasta uno de ellos y descubrí que la montura estaba empapada. No necesité acercarme más para deducir que alguien había mojado el caballo.Se me ocurrió revisar mentalmente la lista de adolescentes mochileros, y ninguno tenía problemas médicos ni nada que pudiera imaginarme. Entonces caí en la cuenta de que había un niño de 10 años (lo llamaremos Josué) que se sumó al grupo. Observé el descampado y localicé a Josué, que esperaba haciendo fila, sosteniendo una bandeja de acero inoxidable frente a él con las piernas cruzadas y con mirada aprehensiva. Si cualquiera de esos adolescentes se enteraba de lo ocurrido, hubiese sido indescriptible la vergüenza que podrían haberle infligido con una pocas burlas descuidadas. Me acerqué rápidamente a la fila y me paré entre Josué y los demás campistas, y le dije:–Josué, necesitamos hablar un momento. ¿Puedes venir conmigo, por favor?Conduje al asustado muchacho al descampado lejos de los demás, y en cuanto estuvimos fuera de su alcance, las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro lleno de polvo.–Josué, ¿qué pasó? ¿Por qué... mojaste el caballo? –le pregunté.El dique de contención de la desesperación y la vergüenza se rompió, y se largó a llorar a lágrima viva.–Tuve que ir... y las ¡ah, ah, ah!, chicas estaban justo ahí... y ¡ah, ah, ah!, los osos estaban...”Al comienzo del campamento les dije a todos los chicos que no entraran solos en el bosque, debido a los osos. Ahora bien, los adolescentes tomaron esas advertencias de otra manera que un niño de 10 años. Además, más aterrador que cualquier oso sería la presencia de una adolescente en cualquier parte a cien metros de las instalaciones naturales en los bosques. Él tuvo que ir, pero le daba mucha vergüenza decirlo enfrente de las chicas, y estaba muy asustado por la caminata en el bosque; atrapado en su aprieto, se hizo pis encima del caballo.Traté de buscar una manera de cambiarle la ropa, pero el sol se estaba poniendo y tenía puesta la única ropa que había llevado, a menos que regresáramos al campamento. Entonces escuché el sonido del arroyo a unos 25 metros detrás de nosotros, y lo llevé hasta el riachuelo. Allí me agaché hasta el agua y lo salpiqué con una rociada de agua fría del arroyo, y él chilló:–¡Ey, me estás mojando todo!Nos salpicamos el uno al otro de acá para allá. Encontré un espacio en el arroyo lo suficientemente profundo para mojarlo de veras. Luché con él, dando vueltas en el arroyo, por unos instantes, resistiendo la corriente, por supuesto, y ocasionalmente simulando una centrifugadora en el agua hasta que estuvo empapado. Ambos volvimos caminando al campamento, completamente empapados. Josué se salvó de pasar vergüenza, y cuando los demás preguntaron qué nos había ocurrido, solo dijimos:–Nos mojamos.Quizás esto es lo que Pablo quiso decir cuando expresó: “Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron... De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas... Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:14-21).Escoge creer que esto es cierto. Decide que, sin importar cómo te sientas, lo que hayas hecho o hasta lo que pudieras saber que Dios conoce de ti, su misericordia es real. Y recibir esa misericordia es una decisión que tomas de creer que es verdad.La segunda etapa para obtener plena confianza en nuestro caminar con Dios tiene que ver con cómo hablamos de lo que hemos elegido. Necesitamos profesar con descaro nuestra nueva postura en Cristo de todas las formas posibles. Juan afirma esta actividad diciendo:“Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida (porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó); lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo. Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido” (1 Juan 1:1-4).Dilo. Coméntalo. Decláralo. Aun si no tiene mucho sentido, profesa lo que Dios dice que es verdad acerca de nuestra identidad: “Soy un hijo de Dios. Libre. Vuelto a nacer. Perfecto en él”. Creo que necesitamos aceptar el hecho de que no siempre nos sentiremos de este modo. Tal vez por esto Jesús le hizo una pregunta, a la mujer, con una respuesta tan obvia. Quizás haya poder con solo decirlo en voz alta. Responder esta pregunta en voz alta quizá tenga más impacto de lo que podríamos imaginarnos de entrada.–“¿Dónde están los que te acusaban?”–“Ninguno, Señor”.Un joven, que era adoptado, compartió conmigo lo raro que era decir su nuevo nombre. Al cambiar de un hogar adoptivo a otro, finalmente fue adoptado por una familia que le dio una nueva vida y un nuevo nombre: Kyle O’Conner.–Al principio era algo extraño –decía–, pero cuanto más me escuchaba al decirlo con mi propia voz –“Kyle O’Conner”– tanto más comenzaba a creer que tenía una nueva vida.Finalmente, cuando elijas creer y profesar descaradamente lo que Dios ha hecho por ti, camina intencionalmente con él, que obra esta salvación en ti, como insta Pablo:“Amados míos, como siempre habéis obedecido, no como en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Fil. 2:12, 13).Ocúpate de ella. Practícala. Camina. Vive. Da. Comparte. Trabaja. Canta. Sirve. Ora. Jesús le ordenó a la mujer: “Vete, y no peques más”. Vete, y vive de manera diferente; no a pesar de tus fracasos sino a la pura luz de tu nueva identidad: ¡inocente!Se cuenta la historia de un abogado melancólico que se mudó a una nueva ciudad para comenzar una nueva práctica de la abogacía. Los vecinos del lugar a menudo lo observaban caminar solo de noche, con la cabeza gacha y la postura encorvada. Un día le confesó a un artista que en el pasado había cometido un error crítico, del que no podía librarse. El fracaso lo perseguía. El artista no dijo nada, pero pocas semanas después invitó al desalentado abogado a ver un retrato en su estudio. El abogado aceptó, y cuando contempló la pintura, se sorprendió al ver un retrato de sí mismo... salvo que en el retrato era alto y seguro de sí mismo, con la cabeza en alto. La ambición, la visión y el coraje estaban escritos en todas partes de su rostro en el retrato. Después de captar esta visión de lo que el artista podía ver en él, una visión de lo que podría llegar a ser nació en su corazón. El abogado se dijo: “Si el artista puede ver eso en mí, entonces yo también puedo. Si él piensa que yo puedo ser ese hombre, entonces seré ese hombre”. Todos los días el abogado veía el retrato, y con el tiempo su porte cambió.Cuando elegimos creer en la gracia de Dios hacia nosotros y la profesamos, caminamos y vivimos a la luz de la visión que Dios tiene de nosotros, nuestra confianza en la justicia y la misericordia de Dios aumentará.Puede ser que experimentar la seguridad de la salvación sea muy similar a hacer una taza de té. Yo me ofrecí a enseñar a los jóvenes cómo preparar una taza de té.–Primero, consigan una taza de agua caliente y un saquito de té. Luego, metan el saquito en el agua... y lo sacan.Los jóvenes murmuraron.–No, tienes que dejarlo adentro más tiempo.Efectivamente, se notaba muy poco color y sabor en el agua. Así que lo dejé adentro por cinco segundos.–No,... más tiempo –gritaron.Algunos rastros de color comenzaron a filtrarse del saquito al agua. Pero, al dejar el saquito en el agua, con el tiempo, el sabor y el color del agua cambiaron significativamente.A medida que nos empapamos de la verdad, esta verdad casi increíble de la justicia y la misericordia de Dios, la buena noticia nos satura, y nuestra confianza crece cuando decidimos creer en ella, profesarla y caminar en ella. Como la mujer, podemos irnos y dejar atrás la identidad y asumir una nueva. Acostumbrarnos al nuevo nombre y posición lleva tiempo y algo de esfuerzo. Pero es real.Siempre que lucho por vivir con la certeza de mi posición en Cristo, reflexiono en un momento de mi niñez cuando jugué en un torneo de fútbol contra los Hombres Diminutos. Estos chicos eran más grandes de edad, más rápidos, más fuertes, y tenían un vocabulario distinto que intimidaba a la mayoría de los jóvenes escolares. Hacían zancadillas, empujaban, abucheaban y aporreaban a mi equipo en el césped. Íbamos a perder. En el entretiempo, el entrenador reunió al equipo para infundirnos ánimo. Estas charlas nunca fueron útiles para mí, especialmente cuando estaban llenas de clichés huecos, como “Ustedes son los ganadores” o “Pase lo que pase allí, solo den lo mejor de ustedes” o “No importa si ganan o pierden, sino que se diviertan”. No estábamos ganando, lo mejor que hacíamos no era suficientemente bueno y no era divertido. De modo que, cuando nuestro entrenador comenzó con “Quiero que todos sepan que pase lo que pase en el segundo tiempo, todos son ganadores de primer orden”, puse los ojos en blanco y me salió una mueca de frustración.–Se los digo muy en serio, chicos –alegó nuestro entrenador–, ¡ustedes son ganadores!–El marcador dice tres a cero, y a menos que esté contando mal, vamos a perder –contesté.–Yo sé eso, pero de lo que ustedes no se dan cuenta es que el equipo con el que están jugando ni siquiera está en la liga ni en la división de ustedes. Además, algunos de sus jugadores destrozaron las instalaciones del torneo y, como resultado, su equipo, aunque está en el campo de juego, ha sido descalificado. ¡Ustedes ya ganaron! ¡Su nombre está en el trofeo!Todos dirigimos la mirada a la mesa cubierta al lado del campo de juego, que escondía los premios que se presentarían al final del juego.El entrenador dijo:–No quise decirles esto hasta el entretiempo. Pero se los estoy diciendo ahora: salgan y jueguen como si hubiesen ganado.En cierto modo, este es el mensaje que Cristo tenía para la mujer sorprendida en adulterio. Pero para que ella verdaderamente se alejara con una nueva identidad, tenía que responder a la pregunta que le hizo Jesús: “¿Dónde están los que te acusaban?” Cuando respondemos esta cuestión, se nos hace pasar a un nuevo mundo en el cual creemos totalmente y caminamos seguros en la misericordia que se nos dio. “Vete, y no peques más” es un mandamiento para vivir con el conocimiento de que ya hemos ganado.Preguntas para reflexionar y estudiar1. Tus acusadores más insistentes, ¿son internos o externos?2. ¿Estás de acuerdo con esta declaración: “La mayoría obtiene lo que merece en la vida”? ¿Por qué sí o por qué no?3. ¿Por qué crees que Jesús rehusó condenar a la mujer sorprendida en adulterio, siendo que ella era obviamente culpable? ¿Qué dice esto acerca de Jesús? ¿Qué dice de la mujer?4. ¿La sociedad podría funcionar si actuara sobre el principio de la gracia de Dios? ¿Por qué sí o por qué no? ¿Existe un estándar para los individuos y otro para la sociedad en general, en la manera de relacionarnos con los que son culpables de transgredir la ley?5. ¿Te resulta más fácil aceptar la gracia o dar de gracia? ¿Por qué?
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2 Ronald Dunn, Don’t Just Stand There, Pray Something (San Bernardino, Calif.: Here’s Life Publishers, 1991), pp. 21-23.
3 Elena de White, El Deseado de todas las gentes (Bs. As.: Asociación Casa Editora Sudameri-cana, 1990), p. 425.