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La línea de lo inaccesible

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En el «Poema, n.° 66», escribe Emily Dickinson:

Ella hace una señal, y comienzan los bosques –

Ella levanta la cabeza, y comienza todo –

Con certeza, en un país así

Yo no había estado nunca.

No, yo no había estado allí nunca. Sólo conocía un puñado de poemas de Tsvetanka Elénkova, que ahora veo como premonitorias y oscuras incandescencias, que habíamos publicado en la revista Luzes, traducidos al gallego, gracias a la alquimia de Jonathan Dunne, como metamorfosis de un sendero de luciérnagas.

Estás. Estás donde no habías estado nunca. Tu posición no es la de quien lee poesía, ese tipo de poesía que se da aires de poesía.

Estás en el poema.

Estás en el Punto Cero, el más real y el más imaginario, donde arrancan las coordenadas de la navegación.

Estás en Cierto Punto del Espíritu, ese epicentro del seísmo creativo, donde los surrealistas vieron confluir los antónimos, donde lo que se puede comunicar y lo que no dejan de percibirse contradictoriamente.

Estás en una naturaleza viva y mítica que enraíza como el tejo en la boca de los muertos.

Estás en el Paraíso Inquieto de Chagall.

Estás caminando, ¿descendiendo, girando?, a la manera en que Czeslaw Milosz lo hacía por un haiku: «Caminamos por el infierno / contemplando flores».

Estás en una psicogeografía, en una encrucijada, donde se cruza el rumor de los ríos que circundan un cuerpo varicoso con el frémito del lenguaje.

Estás en un decorado donde los trenes no se detienen más de tres minutos, los colores se ponen en la oscuridad y los cuerpos son jardines cercados con setas de enredaderas.

Estás en el lugar excéntrico, donde se teje la urdimbre primera, la sabiduría centinela de las palabras madres.

Estás a ras del suelo, como un caracol exánime, estás en las nubes, amasando aire, amasando agua.

Estás viendo, y de qué manera, cómo trabaja la más enigmática de las herramientas, aquella que Simone Weil llamaba la «palanca de la trascendencia».

Estás experimentando lo que los etólogos denominan «aprendizaje relámpago», a la manera en que las crías de las aves aprenden que la felicidad de volar es huir de la amenaza humana.

Estás sintiendo una caricia que duele.

Estás en «otro tiempo», que no es pasado ni ciencia-ficción. Es otro tiempo. Un tiempo de clepsidra. Gota a gota.

Estás a ras de suelo, oliendo a tierra, y estás en lo alto de un muro, hecho de amor, con migas de pan, respirando el polen de una atmósfera que custodia las partículas de carbono de las palabras.

Todos los seres, todas las cosas hablan: simbolizan. Y a la vez los símbolos se injertan en una naturaleza asombrada.

Estás en una casa de ruinas inéditas subiendo los escalones de la historia de la mirada, y la luz que desvela crea la sombra de un nuevo enigma.

Estás donde el sentir y el pensar se rompen los dientes como el peine en el cabello. Nada de sentimientos sentimentales. Las palabras luchan como ciervos con las astas entrelazadas. Eso también les permite sostenerse.

Estás en el lugar del accidente, donde la víctima es el icono bizantino de una virgen.

Estás a pasar por un túnel. Tal vez el ojo de una aguja. Qué claridad en el verso oscuro.

Estás donde no habías estado nunca, más allá de la línea de lo inaccesible. Fíjate. Has gastado un par de zapatos.

Estás en el milagro del mundo, donde se ha movido el silencio.

Estás en El séptimo gesto, de Tsvetanka Elénkova.

MANUEL RIVAS

El séptimo gesto

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