Читать книгу Tal vez somos eléctricos - Val Emmich - Страница 10
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Naciste diferente. Los bebés tienen cinco dedos en cada mano y en cada pie. Tú no. A ti te ha tocado una mano con solo dos dedos, el pulgar y el anular, y apenas se pueden considerar como tal. La malformación se conoce como simbraquidactilia. Es una palabra que daña el cerebro solo con escucharla, de modo que alguien muy creativo inventó un nombre más simple. Cuando una persona tiene un miembro con aspecto distinto decimos que tiene (redoble de tambores, por favor) una extremidad diferente. Por otra parte, los padres van a su rollo. A tu mano izquierda la llaman «mano especial».
Cuando eres pequeña, tus padres reflexionan seriamente sobre someterte a cirugía, pero, al final, deciden no hacerlo. En lugar de eso, depositan todas sus esperanzas en un enfoque arriesgado llamado autoaceptación. Al principio, parece que funciona. Eres una niña distraída y despreocupada. No sabes qué es tener diez dedos y no parece que haya nada malo en ello. Mamá y papá dejan que lo entiendas por ti misma. Abrocharse las camisas es un rollo y nunca sientes que estés agarrada con la fuerza suficiente al manillar de la bicicleta, pero estas cosas no parecen raras, solo son así.
Luego, creces. Te percatas de que el resto te mira. Siempre te han mirado, pero no te habías dado cuenta hasta ahora. Tu mejor amiga desde la guardería, Isla, te defiende con fiereza de las risitas de los chicos. Comienzas a verte con nuevos ojos. Por primera vez, un doctor te describe como «discapacitada». Siempre has sabido que eres diferente, pero este nuevo término, a pesar de la objetividad con la que se pronuncia, hace que parezca que hay algo mal en ti. Te surge la duda sobre lo «normal» que eres. Empiezas a obsesionarte con tus diferencias de una manera que sabes que no resulta ni saludable ni útil. Te miras la mano hasta que deja de ser tal. Es una pequeña calzone unida a tu muñeca. O una serpiente que se ha tragado una vieja antena de televisor. Es el último fragmento de cinta adhesiva extraído de un rollo que no para de pegarse a sí mismo y se vuelve un nudo frustrante.
Tratas de atraer la atención de los demás para alejarla de lo que te diferencia de ellos. Llevas manga larga en verano, camisetas con eslóganes atrevidos e hipnóticos en la parte delantera. Bromeas, mucho, sobre todo a tu costa.
Cuando llegas a la adolescencia, lo superas. Te aburre el tema. En serio, ¿a quién le importa? Solo es una mano. Nada especial, ni mucho menos. Nadie le presta atención a una mano. Tú no. Ni tus amigos o familia. Eres consciente de ella, pero no te obsesionas. Solo parece que les importa a los desconocidos. El problema es que hay muchos extraños, siempre aparecen más y te recuerdan lo que habías olvidado. Resulta agotador. No tienes energía para educar a cada persona nueva que conoces. O para enfrentarte a los adultos de tu vida que aún no han aprendido. Es más fácil hundirte en la última fila, evitar sus ojos, hacerte pequeñita y callarte, callarte siempre.