Читать книгу Tal vez somos eléctricos - Val Emmich - Страница 16

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Ya se ha acumulado bastante, al menos algunos centímetros. Parece que no haya nevado en años y que se estén deshaciendo de toda la nieve ahora mismo. El frío es cortante y el viento, fiero, pero apenas los siento. Estoy haciendo lo que me he propuesto hacer: vivir el momento. Ver a dónde me lleva la noche.

Estoy dando un paseo espontáneo con el único y maravilloso Mac Durant. Isla y Brooke no se lo creerían. Apenas me lo creo yo. Sí, lo he criticado a él y a los de su especie en el pasado, pero con razón. Sin embargo, no quiero pensar en eso ahora mismo. Solo quiero centrarme en el presente.

Cuando salimos del museo, Mac señala el monumento conmemorativo del patio trasero. Su altura, de casi cuarenta metros, es impresionante, pero, al parecer, lo que capta su atención entre la nieve es la luz brillante de su cima.

—La bombilla más grande del mundo —le digo—. Justo aquí, en Nueva Jersey. Casi dos veces la altura del jugador más alto de baloncesto. Dentro de la torre, al fondo, está la Luz Eterna.

Mac no hace ningún comentario cuando pasamos por delante. Tal vez ahora que hemos salido del museo, la cultura general y la historia ya no son suficientes, de modo que decido no pronunciar ni una palabra más hasta que él lo haga.

Minutos después, nos encontramos en Route 27 y casi estoy sudando. Es la persona que camina más rápido de todas las que he conocido y no tiene ni idea de lo mucho que me estoy esforzando para seguirle el paso. Aun así, moverme me hace sentir bien. Papá tenía razón sobre caminar: te aclara las ideas.

En este tramo ya no hay acera, por lo que nos apretujamos a un lado de la carretera llena de sal. Un coche esporádico maniobra cerca de nosotros. Los faros alumbran durante un momento a dos pirados en la carretera, uno de ellos sin chaqueta. Ese es Mac, que se está enfrentando al frío en mangas de camisa. Cuando se ha dado cuenta de que no tenía abrigo, ha insistido en que me pusiera el suyo. Bombazo: tal vez sea la emoción de llevar la ropa de Mac, en lugar del material o nuestro paso frenético, lo que me mantiene caliente.

Hurgo en los bolsillos. Se ha quedado con el móvil, pero hay otros tesoros. Un rectángulo de cartulina, puede que una tarjeta de fidelidad de su hamburguesería favorita. Una especie de caramelo duro o chicle antiguo. Un juego de llaves. Y, por último, una pequeña maraña de pelusas sin la que ningún bolsillo es perfecto. Juego con ella mientras camino a su lado. Quizá su cuerpo no lo sienta, pero su mente es totalmente consciente del frío que hace.

—Blancanieves. Jon Snow. El presidente Snow de Los juegos del hambre.

Me suelta todos estos nombres sin previo aviso. Tras terminar la lista, se gira hacia mí.

—¿Edward Snowden? —propongo, aunque no estoy muy convencida de haber captado las reglas del juego.

—Esa es buena —responde.

Tengo un talento innato, al parecer. Pronto se me ocurre un segundo nombre, Simon Snow, de Fangirl entre otras novelas, un personaje del que, estoy segura, Mac no ha oído hablar en su vida, pero me corta con una nueva pregunta:

—¿Crees que es cierto lo que se dice sobre los copos de nieve? ¿Que no hay dos iguales?

—Supongo —respondo. Es difícil seguirle el ritmo en muchos aspectos. Desde que ha entrado en el museo, me ha costado pillarle el ritmo. Me trago el orgullo y suplico—: ¿Podemos ir más despacio?

Me mira y se percata de que estoy sin aliento.

—Lo siento. —Se disculpa de un modo que parece indicar que no es la primera vez que le piden que pare el carro.

Cambia el ritmo de las zancadas, pero acelera la boca.

—Solo digo que tendrían que estudiar todos y cada uno de los copos de nieve para estar seguros. ¿Crees que, de entre los millones que están cayendo ahora mismo en un solo pueblo, no hay ninguna posibilidad de que dos sean iguales?

Observa el ajetreado cielo con la esperanza depositada en su idea. Esta conversación me recuerda a las que suelo tener con Neel, lo que me sorprende. En el espectro de posibles personalidades, Mac y Neel estarían en puntos opuestos. Quiero decir que aunque ambos trabajaran de alguna manera para SpaceX, el segundo estaría haciendo cálculos en la base de operaciones mientras que el primero pilotaría el cohete más allá de las estrellas. Le ofrezco la respuesta que Neel me daría si le formulara una pregunta así:

—Hay demasiadas variables posibles. Es como cuando las personas hablan sobre que el universo es infinito. ¿Y si hay otro planeta como el nuestro en algún lugar? Imaginemos que es así y que, en la otra Tierra, tú y yo estamos haciendo lo mismo en este momento, ir hacia una tienda en plena nevada. Incluso en ese planeta, donde todo es un noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento similar, ¿crees que la otra yo y el otro tú estarían teniendo la misma conversación?

—¿Por qué no? —pregunta.

Tiene una forma de parecer despistado y cultivado al mismo tiempo que ni siquiera puedo vislumbrar cómo lo hace.

—Porque podríamos estar hablando sobre cualquier cosa —explico—. Podríamos estar hablando sobre escalar rocas, pistachos o vodeviles.

—Y también sobre buzones.

—Oh, sí, claro.

—O por qué te has marchado de casa en mitad de una tormenta de nieve sin chaqueta. —Me giro hacia él—. A ver, sé que eres dura de pelar, pero aun así… —De repente, me detengo en medio del camino y suelto la pelusa.

—¿De qué narices hablas? ¿Cómo que soy dura de pelar?

Titubea y me sonríe acobardado.

—Bueno, es un poco lo que estás haciendo ahora, ¿no?

Entonces, pongo los ojos en blanco y sigo caminando. Él trota para alcanzarme y se vuelve a poner a mi lado. Las ruedas de un coche solitario que pasa a nuestro lado sisean sobre la carretera húmeda. Cuando el camino parece seguro, cruzamos la calzada hacia la acera, donde la nieve está inmaculada. El único sonido que se oye es el de nuestro calzado al aplastarla y el silbido de mi abrigo (el de Mac) cuando la tela se frota. Me da vueltas la cabeza. En el fondo sabía que irme con él esta noche era correr un riesgo, pero el peligro era parte del atractivo. Aun así, me siento como si me hubieran dado un golpe bajo.

—¿Es eso lo que piensa la gente de mí? —Necesitaba preguntarlo.

—No —contesta Mac, en un intento por restarle importancia—. Es la sensación que me da, eso es todo.

No se va a librar de esta. Necesito más.

—¿Qué sensación?

Cuando por fin habla, lo hace con delicadeza.

—Es solo que te dan pereza, ya sabes, las personas.

En el pasado, me han descrito de forma similar: dura, reservada y distante. Mis padres y amigos. Una terapeuta ocupacional una vez me llamó «cabecidura» y me juró que era un halago, aunque no lo parecía. No es que quiera distanciarme del mundo. Solo soy cautelosa sobre con quién quiero juntarme, quién se lo merece de verdad. Además, para ser sincera, Mac lo ha entendido al revés; la mayoría de las veces soy yo la que le da pereza al resto.

Mientras tanto, miradlo a él. Tiene tantas ganas de enfrentarse al mundo que no puede reducir la marcha. No hay nada ahí fuera que pueda hacerle daño. Es fascinante observarlo, incluso inspirador. Sin embargo, también me hace pensar que él y yo existimos en dos planetas diferentes y que la galaxia entre nosotros es demasiado extensa como para que nos encontremos en un punto intermedio.

—Lo digo en serio —asegura Mac, todavía con aspecto arrepentido—. No he oído a nadie que te critique. No hay ningún rumor que te compare con Belladona o algo así.

Me encantaría verle la cara mientras suelta esas palabras, pero me obligo a mantener la vista al frente. Si hubiera algún rumor que me comparase con ella, lo sabría.

—Está bien —contesto—. Sigamos caminando.

Se produce un largo silencio incómodo hasta que vislumbramos unas luces de neón en la distancia. La tienda más cercana es EZ Mart, y allí es donde acabamos. Dentro del local, la cálida temperatura nos produce alivio. Mac se sacude la nieve de la cabeza. Yo, sin embargo, todavía no estoy preparada para bajarme la capucha. Con la calidez, de repente me doy cuenta de que necesito hacer pis… enseguida, de modo que me dirijo al baño, pero me encuentro la manivela bloqueada y un cartel en la puerta. Mac se percata de mi nerviosismo cuando regreso.

—¿Qué pasa?

—El baño está averiado. Y necesito ir. —Estoy enfadada conmigo misma por no haberlo hecho en el museo, cuando estaba escondida en el servicio.

Recorremos los estantes, que contienen una colección aleatoria de objetos: desatascadores, correas para perros, pruebas de embarazo, seguros para bicis… En cuanto a la comida, opto por lo que me resulta familiar: pretzels, regaliz y Oreos. Ah, y Doritos con sabor a sriracha. Tengo más hambre de lo que pensaba. Mac elige dos barritas energéticas, cecina de ternera y un plátano demasiado verde. Ya casi no queda agua en la zona de refrigerados porque la gente se la ha llevado para prepararse para la tormenta. Es inquietante. Un Frappuccino embotellado me llama a gritos y respondo a su petición.

Me reúno con Mac en la caja registradora con las manos llenas. Entonces, me muero de vergüenza otra vez.

—Me acabo de dar cuenta de que no tengo dinero.

—Deberías haberme dejado pagar por la visita guiada —me provoca Mac—. No te preocupes. Corre a cuenta mía. —Lo ha dejado todo alineado en el mostrador, pero aún no ha terminado de comprar—. Voy a buscar una cosa más —comenta y se marcha.

Coloco mis aperitivos junto a los suyos. Cuento los artículos para asegurarme de que no voy a comprar más que él. El dependiente me observa, aunque no me he quitado la capucha, y no parece muy seguro de si debe esperar o empezar a cobrarnos. Da la impresión de que no tiene ninguna prisa porque somos los únicos clientes ahora mismo.

Me coloco de espaldas a la caja registradora. Un par de faros alumbran la tienda cuando un coche entra en el aparcamiento. Al apagar las luces, consigo una visión más clara del exterior de la ventana. Es el mismo coche que estaba aparcado en el camino de acceso a mi casa esta tarde.

Me lanzo al suelo como un recluta militar, lo que pone nervioso al atento dependiente. Me olvido por un momento de que ya estoy oculta dentro de la enorme parka de Mac. Me escabullo y espero, agazapada detrás de ositos de golosinas y frutos secos cubiertos de chocolate hasta que oigo que la puerta tintinea al abrirse. Cuando distingo el enorme cuello brillante de la camisa de Charlie al pasar, salgo a toda prisa por la puerta antes de que se cierre a sus espaldas. Fuera, doy un último vistazo al interior del EZ Mart y echo a correr.

Tal vez somos eléctricos

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