Читать книгу Tal vez somos eléctricos - Val Emmich - Страница 9
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ОглавлениеEl teléfono permanece en silencio entre ambos. Lo observamos como si se tratara de un cadáver abandonado en una fosa. Me enfrento a la idea de que acabo de participar en algo gordo y que no sé qué es.
—Ha sido raro. Iba caminando y he visto a un tipo sentado en el coche, en su garaje —comienza a explicarme Mac.
Espero a que siga contando el resto de la historia, pero se limita a sonreír como si dijera: «Bueno, ha sido divertido. ¿Qué hacemos ahora?». Un momento. Después de lo que me ha obligado a hacer, me debe una explicación seria. ¿A dónde iba en mitad de una tormenta de nieve? ¿Qué le ha hecho pensar que el tipo trataba de hacerse daño? ¿La puerta del garaje no tendría que estar cerrada? Entonces, ¿cómo lo ha visto? Además, si estaba tan cerca de casa, en su propia calle, ¿por qué no ha llamado desde allí? Ah, sí, y ¿qué le ha pasado en la mano?
Es una pena que no pueda verbalizar nada de esto. Las cosas no funcionan así. Hablar significaría romper con las reglas de nuestro universo compartido en el que él impone su voluntad y yo obedezco en silencio. Mi sorpresa aumenta todavía más cuando se mete la mano en el bolsillo del abrigo y enciende el móvil. ¡Su móvil, el que podría haber usado perfectamente para pedir ayuda! No puedo dejar pasar esto. A la porra el universo.
—Bonito teléfono —suelto.
Lo examina como si buscara qué tiene de bonito.
—Gracias —comenta y me mira como si yo fuera la rara de los dos. Acto seguido, se mete el móvil en el bolsillo y echa un vistazo a la sala—. Nunca había entrado. Paso por aquí a todas horas, pero…
Entonces, se pone en movimiento con un aspecto elegante incluso en mitad de una crisis: chinos holgados, deportivas blancas y un abrigo acolchado con la capucha de pelo artificial. Se acerca al busto de Thomas Edison que da la bienvenida a todos los visitantes cuando entran en el museo. Lo llaman «El mago de Menlo Park». A Edison, no a Mac Durant, aunque, sinceramente, el nombre sirve para ambos.
—Así que aquí está —dice Mac con el tono más neutro posible—. El hombre, el mito, la leyenda.
—El mito —repito y mi propia voz me sorprende.
Mac me muestra uno de sus profundos hoyuelos.
—¿No te gusta?
Me encojo de hombros. Como mi padre, antes admiraba a Thomas Edison, pero ahora creo que está sobrevalorado. De todas maneras, ¿de qué estamos hablando? ¿Por qué Mac sonríe como si todo esto le divirtiera? Al mismo tiempo, el miedo ante la desconocida gravedad de la situación me sacude y la gran predictibilidad de esta me desconcierta. ¿Me encuentro en peligro o solo atrapada en el mismo programa de telebasura adolescente que vivo todos los días? Porque, en cierto modo, es muy típico de los chicos como Mac Durant colarse aquí como si el lugar fuera suyo mientras todas las puertas del patio de los dioses se abren para él y todas las mujeres que cree que merecen su mirada dorada se pliegan a su mandato, incluso si eso supone implicarse en posibles actos criminales. ¿Y ahora qué? ¿Estamos pasando el rato y hablando de forma inocente?
Centro los ojos en el suelo. Junto al patrón cuadrado ahora hay una nueva imperfección: puntos rojos. Sigo la trayectoria hasta la mano de Mac, que hasta hace un momento estaba tocando el busto de Edison.
—No —digo.
—¿Qué pasa?
—No, no, no.
—¿Estás bien?
Señalo a Thomas Edison, al que ahora le sangra la nariz.
—Mierda, culpa mía —comenta Mac.
Desaparezco a toda velocidad y vuelvo con servilletas de papel y espray de limpieza. Me encargo del suelo y atiendo al señor Edison mientras Mac trata de taparse la fea herida, aunque no lo hace demasiado bien, por lo que saco un botiquín de detrás del mostrador principal. Solo se ha usado una vez (para una picadura de abeja) y, a juzgar por lo amarillentas que están las tiritas, debe de tener más años que los artilugios con los que comparte espacio. Lo coloco sobre el mostrador, abro la tapa y suelto un suspiro dramático.
—Ven —le ordeno.
Mac acerca la mano al mostrador de cristal que exhibe los artículos de regalo de Thomas Edison, como un llavero con forma de bombilla, unas pelotas antiestrés con forma de bombilla, una libreta con forma de bombilla o una bombilla con forma de bombilla, además de botellas de agua Genius por un dólar (una ganga). Hay un Edison cabezón sobre la caja. Mac le da un golpecito y la cabeza asiente. Sí, sí, sí, sí, sí.
Cuando señalo la mano, se muestra inseguro. De nuevo, es difícil entender lo que estoy presenciando. El chico que siempre flota mientras el resto camina ahora tiene los pies en la tierra. Y no me refiero a que sea más estable, sino que parece incapaz de volar con libertad. Conozco el sentimiento mejor que nadie; no hay nada más vulnerable que enseñar una mano.
—En otra circunstancia, dejaría que te desangraras todo lo que quisieras —comento—. Pero ahora no me viene bien.
Me sonríe con una expresión que rompería un átomo. Extiende los dedos y coloca la mano abierta sobre el mostrador. Utilizo las mías, las dos, para hurgar en el botiquín y sacar todo lo necesario. Vendas, tijeras, crema. Primero, alcohol. Hago una bola de algodón y presiono la parte húmeda contra la piel de Mac, que esboza una mueca.
—Esto te va a escocer un poco —advierto.
—Creo que eso se dice antes de ponerlo.
Cierto. Le palpo el cardenal rosa y púrpura, el corte interno. La realidad se filtra dentro de mí. El pensamiento de lo que estoy haciendo y con quién. ¿Me huele el aliento? ¿Cómo tengo el pelo? ¿Y las cejas? Tampoco es que importe. Cuando la gente me mira, se suele centrar en otra cosa. En el mostrador hay cuatro manos y es evidente que una de ellas no es como las demás. Solo tengo dos dedos en la mano izquierda. Estoy segura de que Mac la está mirando. Para comprobar mi teoría, aparto la mano izquierda de la acción y observo los ojos de Mac para ver si la siguen. Lo hacen.
Escondo la mano, lo pilla y trata de actuar con naturalidad. Al menos no se disculpa. Eso es lo peor, cuando la gente se excusa como si hubieran irrumpido en tu habitación mientras estabas desnuda y hubiesen visto una parte que debía estar oculta. Cojo un tubo de crema.
—Frótatela —le indico y me doy cuenta demasiado tarde de lo mal que suena. Aprieto el tubo y se oye algo similar a un pedo antes de que la crema caiga sobre su mano ilesa. No es incómodo, para nada. Ahora soy yo la que intenta actuar con naturalidad—. Diviértete.
Se ríe un poco y se aplica la crema sobre la herida. La extiende hasta que se convierte en una película fina, transparente y brillante y la piel se le vuelve resbaladiza. Se cubre el área sensible y la masajea con los dedos. Debería hacerlo en privado, sea lo que sea. Mac se lleva la mano a la nariz y la olfatea antes de acercarla a mí.
—Huele.
—No —contesto mientras me echo hacia atrás.
—¿Estas cosas caducan?
Inspecciono el tubo enrollado.
—Caducó en 2003.
Vuelve a olerla y se aparta. La curiosidad me supera.
—Bueno, deja que la huela.
Me tiende la mano. Es evidente que desprende cierto aroma, no son imaginaciones suyas. Olfateo el tubo para ver si coincide, pero la crema apenas tiene olor.
—Creo que eres tú —comento—. Es tu sangre.
—¿A qué te refieres con que es mi sangre?
—A que te has hecho mala sangre.
—Mi sangre no es mala —contesta, seguro.
—Me refiero a… En plan… Por lo que te haya pasado.
Se mira la mano y la sonrisa atómica se desvanece. Tal vez he dicho algo que no debía. Mientras tanto, la pobre herida sigue ahí, al aire.
—Deberíamos tapártela.
Comienzo a vendarla, por lo que tengo que sacar la mano izquierda y volver a colocarla sobre la mesa. Mientras lo hago, una y otra vez, mi antigua frustración regresa. Tengo preguntas y él, respuestas, pero, en lugar de llegar y formularlas, no paro de dar rodeos envuelta en la ignorancia y la cobardía. Quizá la oportunidad de romper el círculo no vuelva a presentarse, por lo que digo:
—¿Qué ha ocurrido?
Entonces, él cierra los ojos. Déjame adivinar. Estaba cortando leña para encender una hoguera. Estaba salvando a un gatito subido a un árbol. Se había ofrecido voluntario para quitar la nieve con una pala.
—He golpeado un ladrillo —responde Mac, y aleja la violencia de lo que parece un acto violento, como si fuera lo único que se podía hacer.
Trato de imaginarme el puñetazo y a Mac dándolo, pero no puedo. No entiendo lo que debe de haber ocurrido para que esta apacible persona haya perdido los nervios de ese modo. Lo que sí comprendo es cómo debe de sentirse por lo ocurrido: una confusa mezcla de vergüenza, arrepentimiento y algo parecido al orgullo. Abre los ojos y espera mi reacción.
—Bueno —digo tras reflexionar—, tu mano sigue teniendo mejor aspecto que la mía.
Sonrío ante la broma, por lo que se siente lo bastante seguro como para hacer lo mismo.