Читать книгу El capitalista simbólico - Valentín Roma - Страница 6

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Durante cinco años trabajé como redactor para las Guías Verdes Michelin. Según me advirtieron el primer día, sólo nueve personas en todo el mundo se dedicaban a esta tarea. Naturalmente no los creí, aunque el dato me halagó.

Fui un empleado mediocre. Me asaltaba la inseguridad a la hora de asignar las estrellas y nunca dominé el vocabulario que se necesita para elogiar un atardecer. Además, preparaba con escaso entusiasmo mis cuadernos de viaje y me excedía en el uso de fuentes poco verificables.

Sin embargo, el jefe de nuestra división, monsieur Dulin, me tomó aprecio desde que entré en su oficina. Le sorprendieron mis protestas ante el documento con el que renunciábamos a nuestros derechos de autoría. Creo que le agradó cierto comentario sobre la cantidad de cláusulas que me obligaban a firmar.

Dulin era una de esas personas adineradas a las que aún les fascina el gusto de la gente corriente. De ahí que catalogara una narración de magnífica si ésta «exhalaba sabores plebeyos», o que rechazara un texto por considerarlo demasiado solemne. «¡No son ustedes Trotski, Asimov o Carl Sagan! ¡Más realismo, señores! ¡Traigan alma, atrevimiento y tosquedades!», decía a voz en grito, ignorando que únicamente estábamos él y yo dentro del despacho.

Echo de menos trabajar para Michelin. Añoro cuando nos invitaban a algún seminario en la factoría madre de Clermont-Ferrand. Y recuerdo los desayunos copiosos, las oficinas sin persianas, el olor a neumático nuevo mezclándose con el impenitente aroma a Eau Sauvage que salía del cuello de los ejecutivos.

Pero si hay algo que jamás he olvidado es aquella sensación de que, hiciera lo que hiciera, mi única tarea consistía en atender las inquietudes de los ricos, en colmar sus vidas con eso que ellos denominaban algo más. Porque en los viejos tiempos nadie repartía culpas a derecha o a izquierda, todos sabíamos –e incluso proclamábamos– que las puertas del ascenso económico se abren en contadas ocasiones, y que es lícito atravesarlas de la manera que corresponda.

«Perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.» En esta frase se apoyaba mi padre para fundar su ateísmo: sólo un dios que no ha trabajado en su vida puede ser tan desprendido; sólo quienes desconocen qué significa la palabra perder están dispuestos a olvidarse de cuánto vale el dinero.

Mi familia y su obsesión por el ahorro. «¡Apagad las luces, que no somos Onassis!», gritaba mamá si dejábamos alguna lámpara encendida demasiado rato. «¿Para qué quieres ir a Inglaterra? Yo nunca he salido de España, y aquí estoy, tan ricamente», razonaba el abuelo cuando pedí viajar a Londres con una beca universitaria.

En efecto, no éramos magnates griegos ni tampoco agitadores soviéticos, mucho menos científicos que escriben artículos para la enciclopedia Britannica. Sí fuimos gente que siempre vivió algún tipo de endeudamiento, aunque luego le pidiéramos a Jesucristo condonaciones abstractas.

En Michelin se desconfiaba de las cosas excesivamente baratas. A veces nos premiaban de manera arbitraria, otras nos echaban broncas por comprar una corbata más ostentosa de lo habitual. Sin embargo, nunca escuché a nadie quejarse; incluso diría que apenas teníamos demandas laborales.

Sólo protesté en una ocasión y fue por capricho. Quería tomarme un respiro algunas tardes, quería los mismos horarios de los que alardeaban en el área de investigaciones. Monsieur Dulin se enteró y me convocó en un reservado del comedor. Allí me dijo cuál era el sueldo de los becarios, por qué la empresa los exprimía durante seis meses a cambio de prebendas sindicales. Sus palabras resultaban tan mezquinas que sentí vergüenza y una terrible ruindad. Dulin lo notó, pero su ánimo se mantuvo entre crispado y exhausto; le irritaban las escenas que terminan con una moraleja.

Me dio un rapapolvo de tal envergadura que, hoy por hoy, aún se pone como ejemplo de los códigos disciplinarios de Michelin. Al salir del comedor, saqué dos conclusiones amargas: una fue que la verdad siempre decepciona; otra, que en aquel mismísimo instante acababa de hipotecarme.

El capitalista simbólico

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