Читать книгу El capitalista simbólico - Valentín Roma - Страница 8
1992
ОглавлениеMe he convencido de que hay algo en nuestro árbol genealógico que invita a la soltería. Hice cuentas y tengo doce familiares a los que no se les conoció pareja alguna. Se dice que cuatro hermanas de mis abuelos detestaban a los hombres, y que a un tío de mi madre lo sorprendieron desnudo con otro pastor en la majada.
Aunque P. me haya abandonado por un músico de rock, no concibo quedarme solo para siempre. Ahora no puedo dejar de añorarla, pero algún día me recuperaré.
El problema es que paso demasiado tiempo en los mismos sitios que compartimos. Durante mi época de futbolista todo era distinto: se cambiaban los planes a cada segundo, siempre tenías la maleta preparada y no estabas obligado a despedirte. Un entrenador nos explicó que los profesionales del fútbol son como feriantes que se desplazan de ciudad en ciudad, mostrando un espectáculo que dura noventa minutos. Luego equiparó nuestros músculos a las poleas de una montaña rusa; nuestra disciplina, al orden que necesitan los operarios para desmontar las atracciones y llevarlas hasta el pueblo siguiente. Un compañero preguntó qué miembro podría compararse con la escoba del tren de la bruja. Otro le respondió que, si el mango era microscópico, tal vez con alguna parte de su anatomía. El míster suspiró y nos ordenó que saliéramos a calentar. Al girarse, escupió hacia la ducha y todos hicimos una mueca de asco.
Debería ahorrar dinero y hacer un viaje al extranjero, un sitio con otro idioma que, sin embargo, me permita comunicarme. Quedan descartadas, por inaccesibles, las odiseas transoceánicas. Tampoco iré a lugares que visité durante mi vida deportiva, aunque en la mayoría de las ocasiones sólo conocí de ellos sus estadios y sus hoteles de medio pelo, las horas desperdiciadas en los aeropuertos.
Pero ahora no tengo trabajo y en la agencia me han dicho que, tras el episodio con los hijos del arquitecto, sería mejor buscarme ocupaciones acordes a mis «peculiaridades». Mantengo, por el momento, los fines de semana en la carpintería y he empezado a dar clases en el vecindario. Con eso me alcanza para salir el sábado e ir al cine los domingos. El resto de los días permanezco en la universidad, madrugando y esperando una rendija desde donde mostrarle a alguien esas particularidades que tanto incomodan a los ricos y que tan poco significan aquí, entre las hordas de estudiantes que venimos a enajenarnos y a perseguir, cada uno a su manera, esa zanahoria del burro que todos llaman porvenir.
* * *
Con apenas treinta días de diferencia, hubo un accidente aéreo en Francia y se quemó el Pabellón de los Descubrimientos, la sede principal de la Expo 92. Por supuesto, se trata de catástrofes incomparables, pero, según ciertos cronistas, es necesario que nos preguntemos si ambos hechos no son el augurio de algo, si no serán dos señales.
Este año se celebran diversas efemérides, eventos olímpicos y homenajes al imperio que un día fuimos. En mi barrio no se oye ninguna de las trompetas que suenan por doquier, tampoco llegan signos de opulencia o de declive. Supongo que por eso hemos dirigido nuestros esfuerzos a atender, aunque sea por vez primera, a aquellos chiflados que constituyen el orgullo de la localidad.
Durante el mes de marzo me toca ocuparme del vecino del ático. Debo llevarlo al barbero para que lo afeiten, al parque para tomar el sol, al ambulatorio para que le extiendan recetas. También tengo que medirle la tensión por si acaso se altera con las novedades de los telediarios. He crecido oyendo su tos nerviosa a través del patio de luces, que suena como si quisiera darle un susto a alguien, como si intentara expulsar una raspa clavada en el paladar.
Apenas tengo datos sobre su vida: sólo sé que enviudó hace seis o siete años y que después ingresaron a su hija en un psiquiátrico. A veces ella vuelve al barrio para pasar una temporada; la traen en ambulancia y, al bajarse, saluda a los balcones vacíos. Esa imagen nos basta para saber que entonces ha empezado la cuenta atrás, que dentro de unos días comenzarán los chillidos a medianoche, las llamadas al timbre pidiendo socorro.
Pero, entretanto, nos ocupamos del padre, a quien alguien bautizó, en el argot de nuestra calle, como Rasputín, a pesar de que se llama Serafín. Y a mí me corresponde ser su cicerone una vez cada cuatro meses porque mis padres me lo impusieron, a modo de castigo tras un incidente que prefiero no mencionar, aunque luego lo suavizaron diciendo que, al ser yo una muy mala persona, un desastre de individuo, quizás podría redimirme haciendo el bien por la gente necesitada, o que tal vez dentro de esas horas con Rasputín vislumbraría cierta semilla pura en mi alma, una senda que me iluminara.
Esta última era la teoría de mi madre, porque papá no se andaba con tantos rodeos, sino que, con su particular sentido de la justicia y su falta de contemplaciones, me dijo que aquel hombre fue, mientras las facultades mentales se lo permitieron, «un gran revolucionario». Luego añadió que en modo alguno iba a consentir verlo encerrado o muriéndose de hambre, que teníamos el compromiso de pasearlo por el pueblo para restituirle la dignidad, para que los muchos fascistas que aún permanecían impunes bajaran la vista al pasar a su lado.
Naturalmente, entre las dos peroratas, yo prefería la de mi padre, que en cierto modo resultaba más heroica. Sin embargo, a medida que pasó el tiempo encontré que tampoco debía desestimar el sermón de mamá, pues, cuando Rasputín me sonreía en los toboganes, o cuando me acercaba la mandíbula a la nariz para que olfateara las lociones mentoladas con las que el barbero le había embadurnado el rostro, notaba algo que calificaría de paz interior, no miento si digo que entraba en mí una brisa, también un poco dulzona, que acaso es lo que comúnmente se conoce como bondad.
Y puede que fuera aquel aroma a eucalipto, que pronto asocié al hecho de convertirme en un mejor ciudadano, unido a la aversión por la vida universitaria –con sus adolescentes desquiciados por las aspiraciones familiares, o con quienes hacían pompa de cuánto les afectaba un poema de Sylvia Plath y el último libro de Javier Marías– o aquellos ojos bovinos de Rasputín, su leyenda de matón de esquiroles, lo que me hizo pedirles a mis padres cuidar del viejo más a menudo, y que por favor lo llamáramos, al menos en nuestra casa, don Serafín.
Durante aquellas sesiones, me di cuenta de algo que no sólo era la exhortación bondadosa de mi madre y el alegato furibundo de mi padre, sino también la idea de que hay que creerse hasta los últimos efectos un estado de ánimo, seguir los presentimientos, hacer cosas sin contrapartida, cosas de las que nadie pueda apropiarse.
En efecto, yo abandoné el fútbol por un conjunto de razones que aún me parecen enigmáticas, un poco por militancia, otro poco por llevar la contraria. Los estudios sólo fueron un subterfugio público, el lado frío de la almohada. Culturizarse no era sino el adversario contra el que te amotinabas, ahora lo veo un poco más claro, mientras agarro por el brazo a don Serafín y bajamos las escaleras, mientras cuento los peldaños en voz alta, vocalizando como si quisiera enseñarle a hablar y a caminar al mismo tiempo.
Leer libros, ir a museos, emitir dictámenes…, todo aquello a lo que me encamino, todo eso que unifica mi horizonte social, mis expectativas laborales y, sobre todo, las ansiedades de clase que he asumido, carecen en estos momentos de nitidez. Tampoco diría, como sostienen los exquisitos, que me he desencantado. En este barrio no manejamos vocabulario diplomático; en esta calle todos tenemos un apodo, a Serafín se lo conoce como Rasputín; a mí, por una deformación cuando tenía once años, como Calamar.
Acompañando a un anciano en su siesta eterna he descubierto qué significa la palabra vulnerable, por qué es asqueroso usarla en vano, por paternalismo o para invocar una rebelión, me da igual, ya que siempre existe alguien dispuesto a regodearse en su escepticismo, alguien que prefiere las incógnitas a las disputas, los misterios a las causas, enaltecer la miseria de los demás para demostrarse una teoría.
De nuevo veo ante mí a los supervivientes del airbus que se estrelló en la cordillera de los Vosgos. ¿Cuántas veces tendrán que explicar, a partir de ahora, los detalles de su accidente, la manera en que los rescataron, las últimas palabras del capitán?
Por cierto, hoy es el cumpleaños de P. Todavía guardo el regalo que le compré en una tienda llamada El periódico de tu día. Era un facsímil de La Vanguardia del 18 de marzo de 1970 y en primera página aparecía la foto de una actriz italiana depositando flores en el monumento a Julio César, a los pies del «gran estadista y conquistador».
Intento oír las trompetas imperiales del Quinto Centenario, las sirenas de los bomberos que llegaron treinta y cinco minutos tarde al incendio del Pabellón de los Descubrimientos. Me saca de mi burbuja musical una ventosidad de Rasputín, lo miro con ternura y él me devuelve el gesto; después se pone muy serio, cierra el puño y baja el dedo gordo hacia el suelo, como si ajusticiara a un gladiador.
* * *
Entré en casa y vi a mi padre en el centro del pasillo, llorando y apretándose las sienes a contraluz. «¡Me han despedido, hijo! ¡Me han echado a la puta calle!»
Mamá tenía la mirada perdida en una baldosa del suelo, daba palmadas flojas y nerviosas sobre el regazo. Su pelo estaba despeinado de un modo tan triste que pensé en enfermos con demencia senil.
Fui a mi habitación para dejar la bolsa y los libros, luego me lavé la cara. Ya en el salón papá explicó que, cuando iba a fichar a las cinco y media de la mañana, lo condujeron hasta un despacho donde encontró al jefe de personal y a un abogado de la empresa. Allí le comunicaron que prescindían de sus servicios por un «ajuste de plantilla» y que, «con mucho esfuerzo», le podían ofrecer una indemnización equitativa conforme a los años trabajados. No obstante, para arrancar «el procedimiento compensatorio», debía firmar un documento aceptando las condiciones anteriores. En caso contrario, la empresa levantaría un acta sancionadora. Si no firmaba, se emprenderían las acciones legales correspondientes.
Mi padre preguntó si se trataba de una broma y acto seguido lanzó la carpeta con las cláusulas de despido por la ventana. Como el jefe de personal conocía a papá desde hacía décadas, «es un animal trabajando, pero le pierde su carácter», mi madre nos dijo que ésta era la visión que se tenía de él en la fábrica, nunca supe si lo decía por ella o por los jefes, en cualquier caso aquello se consideraba, simultáneamente, un halago y una queja sobre sus «peculiaridades»; como todo el mundo sabía del mal genio de mi padre, en una esquina del despacho también estaba el guardia de seguridad que hacía el turno matutino, un hombre corpulento y preocupado que alternaba la vigilancia de la fábrica con la de centros comerciales y parques de atracciones.
Papá no sabía qué hacer en esa circunstancia en la que cuatro individuos se encuentran aterrorizados, aunque por motivos muy distintos, dentro de una misma habitación. Quizá fue ese mismo pánico, según nos dijo, lo que lo llevó a abalanzarse contra el vigilante y a propinarle un puñetazo en la cara, un golpe que también dolió en los días de playa y en las excursiones al campo por el hecho de que mamá le presentara a una amiga soltera que, a la postre, sería su prometida.
En este momento del relato mi madre le recriminó que siempre se ensañara con el más débil y a continuación dejó de dar aquellas palmadas compulsivas, aunque su pelo seguía igual de grasiento y desaliñado. Media hora después aparecieron en casa cuatro compañeros de papá. A tres de ellos también los habían despedido, entre todos sumaban cien años trabajando para la empresa: «Un siglo regalado a esos hijos de perra», dijo el cuarto, que era mucho más joven y a quien no habían echado por pertenecer al comité de empresa.
Hice ademán de marcharme y uno de los trabajadores pidió que me quedara para escuchar; querían llevar a cabo alguna acción de protesta, tal vez un comunicado o unas octavillas. Mi padre bajó los párpados y asintió; me apretó el fémur con su mano gigantesca.
Mamá tomó la palabra: «No os desaniméis, queda mucho partido por jugar». Llevaba una bandeja con un plato de queso y cinco botellines. En mi casa los problemas se solucionan comiendo alimentos de la tierra; todo pierde importancia al degustar lo que los ricos llaman sabores plebeyos.
«Tenéis que urdir una táctica –prosiguió mamá–. Sin un plan adecuado, os pasarán por encima.» Reí tapándome la boca porque su arenga me hizo verme otra vez vestido de futbolista. Ella se giró y me dio una colleja. «Ni se te ocurra burlarte de mí, no te olvides jamás de que soy tu madre.» El único trabajador que hasta entonces había estado callado se enjugó las lágrimas y dio una serie de suspiros profundos e intermitentes.
Pasaron las semanas y los cuatro despedidos montaron un campamento en la puerta de la fábrica. Hicieron pancartas, cortaron el tráfico, tiraron huevos y botes de pintura contra las oficinas de la empresa en Barcelona. También rompieron unos cuantos vidrios y pidieron una audiencia con la alcaldesa, quien no los atendió porque era agosto y estaba de vacaciones en algún pueblo marinero. Lo mismo sucedió con los medios de comunicación locales, que tampoco se personaron en ninguna de las comidas solidarias celebradas para informarlos. Finalmente, alguien propuso declararse en huelga de hambre; mamá se mofaba de las barrigas que todos tenían y les auguró un éxito seguro gracias a sus respectivas «bodegas».
Éste fue el resumen que me hizo ella cuando regresé de las vacaciones sintiéndome culpable, antes de llevar a los sublevados una cazuela de pisto por si cambiaban de opinión. Llegué en coche y toqué el claxon; me respondieron aullando, con el puño izquierdo alzado. Nos abrazamos de esa forma ruda y caricaturesca que tanto me incomodaba siendo niño. Papá me tocó la cara más tiempo de lo habitual, dijo que tenía el pelo muy largo, «pareces el Che Guevara», eso fue lo que dijo. «O Jesucristo sin barba», contestó un compañero; los otros empezaron a abuchearlo.
Yo venía con ganas de recuperar el impulso perdido, así que me puse a su disposición. Les recordé que a finales de septiembre empezaba la campaña para los comicios municipales, que debíamos armar mucho ruido e implicar a los partidos afines, que ojo con que la lucha no se la apropiaran para después dejarnos en la estacada, que no era pertinente hacer ayuno porque necesitábamos conservar la frescura, el ardor y las ganas de pelea.
El mejor amigo de mi padre me agarró por el cuello como si fuera a estrangularme. Papá se echó a reír y susurró: «Menudo mariconazo…». Destapé el plato de pisto porque aquellos hombres me asustaban cuando empezaban a hablarse con palabras malsonantes: la única manera de apaciguarlos era darles de comer y de beber.
Estuvimos allí hasta que anocheció; luego nos marchamos a casa. Un compañero lanzó media docena de huevos contra la puerta de la fábrica; el vigilante lo miraba desde su cabina, parecía aburrido y muy cansado. «¡Nos vamos, pero mañana a las ocho volveremos, esquirol!», gritó otro de los trabajadores, que llevaba las zapatillas en chancla. El hombre asintió, creo que hizo una mueca de humildad a pesar del uniforme, y continuó leyendo el periódico.