Читать книгу El capitalista simbólico - Valentín Roma - Страница 7
1991
ОглавлениеEmpecé el segundo ciclo en la universidad; eran los cursos finales de licenciatura, el momento en que te especializabas. Como aún estaba digiriendo mi abandono del fútbol, me especialicé en adoctrinar a todo aquel que se atrevía a hablarme. Mi línea editorial consistía en una alabanza etérea, sin posibilidad de réplica, de cuán extraordinario es apearse de un rumbo, un destino o una idea.
Los resultados llegaron enseguida: a mitad del trimestre, mis compañeros de promoción aceleraban el paso si coincidíamos por el campus y sólo algunos insensatos de primer año osaban dirigirme la palabra.
Poco tiempo después, agotadas todas las metáforas, comprendí que el ciclo de futbolista adolescente estaba a punto de concluir. O que había prescrito mientras desertaba de los vestuarios, cuando acepté que elucubrar siempre es preferible a devolverle una patada a quien antes te ha zancadilleado.
Los fines de semana trabajaba en la carpintería de un vecino. Allí ordenaba herramientas, barría el taller y agujereaba tablones con una perforadora. Aparte del jefe, ninguno teníamos experiencia en el oficio, por eso nos llamábamos entre nosotros arañas mancas. A mis padres les decepcionó verme convertido en un asalariado, pero consideraban que descender hasta las zonas bajas del mundo proletario me quitaría muchas excentricidades.
La actividad laboral no tardó en volverse alienante, entonces saqué partido de mi viejo prestigio deportivo. Contacté con una agencia de exfutbolistas que buscaba empleo a quienes se habían retirado por lesiones prematuras o por la edad. Me ofrecieron entrenar a los hijos de un arquitecto que vivía en la parte alta de Barcelona. Debía ir hasta su mansión y enseñarles cómo se golpea la pelota, qué número de zancadas se precisan para lanzar un penalti. Viendo los movimientos de aquellos niños, sus dientes impecables y sus saltos calamitosos, comprobé que hay un estrecho vínculo entre opulencia y descoordinación.
Una mañana el padre me pidió que le mostrara los progresos de mi trabajo. Los chavales apenas chutaron en varias ocasiones a portería, y me despidió. Me entregaron un sobre con el dinero de la última sesión, dos entradas para el palco VIP del Liceo y un modesto finiquito.
Bajé andando hasta la parada del autobús; las nubes recordaban los órganos de un animal descuartizado. A mitad de camino empezaron mis habituales escozores de rodilla y tuve que sentarme. Estaba auscultando el cielo para confirmar si el picor anunciaba tormenta, y delante de mí, tras el escaparate de una escuela de idiomas, vi a una chica a la que su supervisora estaba humillando. Repentinamente la mujer se tambaleó y cayó al suelo, aunque la joven no abandonó el cubículo de recepcionista ni tampoco miró hacia la calle, donde yo me arañaba la cicatriz hasta hacerla sangrar.
Ambas permanecieron un buen rato de esa guisa, quizá diez minutos o un cuarto de hora. Mientras tanto, aventuré múltiples enigmas y finalmente consideré que tenía insalvables lagunas de información. Además, se puso a llover a cántaros y sonreí: «El mejor hombre del tiempo es un corte mal cosido o un hueso mal soldado», decían mis tíos al venir de la siega. Todavía puedo verlos lavándose los brazos en la misma palangana.
Llegué al barrio temprano, pero no quería contarle a nadie que había perdido el trabajo. Entré a uno de esos bares frecuentados por hombres que beben chatos de vino hasta la hora de la cena, hombres que regresan a casa y engullen los restos de tortilla en la cocina, hoscos y no tan impávidos como parece ante las desaprobaciones familiares.
Pedí dos frankfurts con mostaza y toda la barra giró el cuello. Daba la impresión de que hubieran visto a un náufrago. El dueño del bar aplaudió una noticia en la televisión: «La ciudad de San Petersburgo recupera su topónimo original. A partir de ahora dejará de llamarse Leningrado». Un cliente vociferó algo incomprensible; sólo entendí la palabra facha.
Le expliqué a mi novia la imagen de la mujer muerta o desmayada. No me creyó y, encima, me insultó diciéndome machista, fantasioso y tardón. Después dimos un paseo por su barrio y le confesé que mi sueño era tener un Mercedes, una casa en propiedad y tres niñas con sus ojos y su ingenio. Ella respondió que siempre pensaba en lo mismo, que hoy no podíamos hacerlo.
Fuimos a un parque cercano, allí P. dijo estar harta de la gente de nuestro pueblo, de los familiares que la agobiaban y, sobre todo, de mí. «Te juro que mañana no me levanto de la cama hasta que alguien empiece a contar verdades. Respóndeme de una vez por todas: ¿por qué mientes tanto?»
* * *
Atracaron a mi madre cuando intentaba sacar dinero de un cajero. Llegó a casa burlándose del atracador porque sólo le había robado cinco mil pesetas. Mientras se arremangaba y pedía que le trajéramos el botiquín, hizo otra broma sobre la nula pericia del individuo.
Mi hermana le soplaba el arañazo que tenía junto al codo, un sinuoso rasguño similar a una carretera secundaria. Al contacto con el agua oxigenada, la herida empezó a supurar burbujas muy blancas. Le pregunté si le dolía y respondió que, después de parir a ese de ahí, señalando a mi hermano, estaba inmunizada contra cualquier tortura. Más tarde se levantó de la mecedora, fue a la mesita de noche de papá y robó, ella también, un cigarro. Lo encendió torpemente y se tumbó en la cama. Mi madre fumaba muy de vez en cuando; decía que el tabaco le ayudaba a adelgazar.
Llamaron al timbre con esa clase de irreverencia que se atribuyen los ofendidos. Eran dos amigas de la familia. Una de ellas atravesó la casa deprisa, sin ni siquiera saludarnos; la otra fue taconeando hacia la cocina, abrió los armarios y preparó tres vasos de tila. Se metieron en la habitación y cerraron la puerta con pestillo.
Oímos insultos, lamentos y exhortaciones a la Virgen María. Mi hermana preguntó qué significaba la palabra sida y mi hermano nos advirtió de que había memorizado el teléfono de la fábrica donde trabajaba nuestro padre. Quise ponerme a llorar, pero no encontré ninguna vía sensata ni apropiada.
Las farolas titilaron y después se encendieron. Una luz amarillenta se coló por la ventana e iluminó el botiquín abierto, así como la pantalla sucia de la televisión. Nos despertamos y vimos que estábamos solos en casa. Mamá había dejado una nota con distintas indicaciones para la cena; por algún motivo firmó aquel mensaje. Me burlé de las comillas con las que solía encerrar su nombre y mi hermano me dio un golpe en la barriga. Mientras se marchaba me amenazó: «¡No vuelvas a reírte de mi madre!».
Como estaba abochornado, cogí uno de los libros que debíamos reseñar en la universidad. Era un ensayo donde se enumeraban diversas razones para creer en la importancia del arte. Su autor insistía en búsquedas interiores y caminos hechos de silencio, acerca de experiencias que modificaban la percepción de lo cotidiano.
En medio de aquella tesitura, con el estómago aún dolorido, la amenaza de que un heroinómano hubiera contagiado de sida a mi madre y tras presenciar cómo una de las farolas iniciaba, según su costumbre de cada noche, un parpadeo esquizofrénico que transformaba el salón de nuestra casa en una discoteca sin música, las recomendaciones del libro me parecieron fuera de lugar. Es más, las encontré gratuitas y ofensivas. También me asqueó el empecinamiento de los profesores, su manera de adoctrinarnos el espíritu, esa terquedad para que resumiéramos, esquematizáramos e interpretáramos textos que ellos habían leído cientos de veces, el suplicio de pasarse la vida yendo desde la persuasión a la corrección y viceversa.
Unas risas en el rellano interrumpieron mis cavilaciones. Un manojo de llaves cayó al suelo y, al cabo de un rato, alguien abrió la puerta de nuestra casa. Papá y mamá entraron canturreando, se detuvieron en el comedor y se pusieron a bailar. Por un momento dio la impresión de que seguían el ritmo de la farola estropeada.
No pregunté de dónde venían ni qué celebraban; nunca se volvió a hablar del atraco ni de por qué mi madre dejó de ir arremangada. El hijo de unos paisanos falleció meses después; en el pueblo dijeron que se le encharcaron los pulmones y que se asfixió por un ataque de asma. Nuestro tío, que siempre hacía ostentación de su analfabetismo y sus barbaridades, aclaró que aquel chico murió de una dobledosis. Cada vez que pronunciaba esta palabra, miraba a los presentes esperando que alguno de ellos soltara una carcajada.
* * *
Me he levantado tarde y con dolor de cabeza; anoche bebí demasiado. En realidad, me he levantado con resaca, con eso que un amigo llama resaca moral.
P. quiso invitarme a una pizzería en Barcelona; dice que le gusta el anonimato de las ciudades, sentirse alguien intercambiable. Lo cierto es que P. no soporta que se acerquen a nosotros para recordarme mi pasado de futbolista. Según ella, me pongo a fantasear y después permanezco en «un silencio jurídico», un mutismo que la excluye y de alguna manera la señala.
Escuchaba aquel alegato hasta donde las circunstancias lo permitían, pero enseguida vino el camarero a tomar nota del pedido. Un cliente habitual pasó a su lado y le insinuó algo sobre el partido que ambos jugaron el fin de semana anterior. Aunque no podría asegurarlo, creo que P. bostezó teatralmente, como si estuviera protestando.
Me fijé en la decoración de la sala, en los nombres de los platos escritos con tipografías que rememoraban el estandarte de un centurión romano, en esa amargura de la comida que no es cara ni tampoco barata. Traté de comprender por qué ir a restaurantes da la impresión del deber social cumplido, justifica que eliminemos otras necesidades y que nos demos por premiados. De repente caí en la cuenta de que nunca había cenado con mi familia fuera de casa sin una celebración de por medio, para que nadie fregara la vajilla el día después.
En la mesa contigua un hombre detallaba los motivos por los cuales no se deben comprar coches sin estrenar. Decía que el momento oportuno para cambiarse de vehículo era entre el 15 de septiembre y el 30 de octubre, cuando la gente regresa de las vacaciones tras haber impresionado a los familiares del pueblo. Entonces empezaban los colegios y las letras de pago caían, «pesadas como juicios». En esas fechas todo el mundo se desprendía de lo accesorio, así que podíamos adquirir aquel modelo que siempre nos gustó un treinta por ciento más barato.
Las personas y sus premoniciones empresariales, esa inclinación de la clase media a moverse entre sentimientos irrebatibles y negocios imaginarios, esa forma de ser mezquinos porque hay que mantenerse a flote o porque «de casta le viene al galgo», según pregonaban los miembros ilustres de mi familia, cuyo mayor mérito consistía en echarle el cerrojo a cualquier pensamiento mediante un refrán.
Llegaron las pizzas y P. orientó sus manos hacia mí, como si soslayara: «¿Ves lo que dije que pasaría?». Y, aunque tenía razón, quise replicarle con una diatriba que se estiró hasta los postres y que, al levantarme, me permitió comprobar los efectos de la charlatanería, hasta dónde motiva jaquecas no sólo propias, sino también ajenas, especialmente ajenas.
P. me telefoneó durante la siesta, mientras todos veían una película de sobremesa. Yo estaba leyendo en la cama de mis padres, con la puerta cerrada. Había ese tipo de luz que invita a considerar cualquier dificultad como una simple cuestión de perspectiva.
«No puedo vivir más tiempo entre falsedades», dijo con voz tranquila. Giré la cara hacia la ventana y ella siguió hablando sobre la necesidad de ser sincero con uno mismo, acerca de la paradoja según la cual nunca elegimos a las personas de quienes nos enamoramos. Finalmente me anunció lo imprevisto que fue encontrar a alguien que toca la batería en un grupo de rock de nuestro pueblo, la sospecha y el convencimiento de estar iniciando con él, los dos juntos, «una nueva andadura».
Mi padre entró para buscar un cigarro y, al marcharse, me dio dos capirotes en el pie. Como siempre deja las puertas abiertas, escuché a mamá preguntándole quién había llamado. Ambos rieron cuando mi hermana los regañó: estaba harta de que se refiriesen a mí denominándome Romeo.
* * *
Aprobé el examen de conducir e, inmediatamente después, ascendí un peldaño en el escalafón familiar. Seguí siendo, eso sí, el miembro más inútil, una persona que no puede responsabilizarse de nada perdurable. Sin embargo, aprobé la prueba práctica y, a pesar de que ni siquiera me hicieron aparcar, aunque sólo llevé el vehículo por una avenida recta y monótona, pues eran las tres de la tarde y el instructor tenía hambre, «más hambre que un lobo estepario», lo cierto es que vi modificada mi posición doméstica, de alguna forma gané autonomía.
Fue en aquel momento cuando me juré no regresar nunca a casa dormitando sobre el sobaco mientras intentaba que nadie me robara la agarradera del tren de cercanías, el «transiberiano de los miserables» le decíamos entonces.
Los chavales de mi barrio solían esperar a las puertas de las autoescuelas la noche de su dieciocho cumpleaños, incluso jaleaban las campanadas que anunciaban el inicio de un nuevo día. Eran tan hábiles con los motores que el martes se examinaban de teórica y el viernes de práctica. En una semana pasaban de no poder votar a pasearse por el pueblo con coches y motos que tenían el tubo de escape trucado; nadie pegaba la L en el vidrio trasero: lo consideraban un signo de debilidad.
Siempre me han gustado las tiendas de recambios, los talleres que tardan semanas en arreglar cualquier avería. Adoro la jerga mecánica, el olor a grasa, sudor y serrín, ese entusiasmo que ilumina las caras sucias cuando éstas señalan un componente estropeado y, al estirarlo con fuerza, el motor ruge de nuevo.
Pienso en todo esto y miro el brillante salpicadero. Estoy sobre el único montículo que tenemos a las afueras de nuestro pueblo. Es Nochebuena y dentro de un rato celebraremos otra cena histriónica en familia. Me han mandado a comprar una tarta y dos botellas de champán, pero antes he subido hasta aquí para fumarme un cigarro y para contemplar los campos que nos rodean, para calibrar la falta de independencia de quienes aún no tienen el carné de conducir.
Quiero saborear el instante y cierro los ojos porque dicen que si bajas los párpados el mundo desaparece y las cosas adquieren un sabor genuino. Me han dado ganas de besar a alguien y he entreabierto los labios como si besara el aire. De pronto me he visto en el retrovisor y he sentido lástima, o miedo. He arrancado deprisa porque las tiendas están a punto de cerrar. En los laterales del camino hay coches con parejas dentro; algunos se mueven como si tuvieran espasmos. Una furgoneta con las luces de carretera encendidas pita varias veces al pasar. La chica que está dentro ha limpiado el vaho de los cristales y me ha llamado pervertido, pude leerlo en sus labios.
Oigo «Blackbird», de los Beatles, en la radio. Las calles están desiertas y subo el volumen a tope. «Toma estas alas rotas y aprende a volar. Toma estos ojos hundidos y aprende a ver», canta Paul McCartney, como si quisiera compartir conmigo una parábola; ahora nos veo a los dos absortos, sin apartar la vista de la misma fogata.