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LA PSICOLOGÍA COGNITIVA
Y LA VALORACIÓN DEL ARTE

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Esta disciplina, a través de numerosos estudios, ha producido en los últimos años un amplio corpus de información que es absolutamente necesario tener en cuenta al valorar la importancia de las imágenes en la historia humana, así como su aparición en términos evolutivos, ya que su enfoque se orienta hacia la delimitación del proceso cerebral y cognitivo que facilita la apreciación del arte visual.

El principal problema de la psicología cognitiva está en su incapacidad para definir el concepto de arte, circunstancia que genera una cierta ambigüedad en los trabajos de laboratorio con respecto a la elección de los elementos visuales objeto de estudio. Y lo cierto es que algunos especialistas consideran que su aportación se limita a la caracterización de las redes neuronales y los mecanismos mentales que intervienen en la observación de las imágenes y la apreciación de sus cualidades estéticas en forma de recompensas emocionales.

Las aportaciones de la teoría de la Gestalt a la percepción sensorial constituyen uno de los primeros enfoques sistemáticos en este campo, en un intento de aproximación holística a la percepción. El punto de partida fue la consideración de que las percepciones no pueden separarse en los elementos básicos que integran una obra y que organizamos nuestra percepción a partir de las interpretaciones más simples, de manera que la percepción se puede definir como un proceso activo de búsqueda de orden, categorización e interpretación. Una aplicación sistemática de estos principios al análisis del arte, a mediados del siglo XX, se debe a Rudolf Arnheim (1974),2 quien considera que la experiencia visual es dinámica, ya que en ella opera un juego de tensiones o fuerzas psicológicas que tienen que ver con el tamaño, la forma, la ubicación y el color, y que estas se ajustan a las fuerzas perceptivas que el artista introduce en las obras mediante el balance, la armonía y la posición de los objetos. Son esas fuerzas, precisamente, las que Arnheim piensa que dan lugar a la experiencia estética, una experiencia que se nutre de los sentimientos de calma y tensión.

Un par de décadas después de la publicación de la primera edición de la obra de Arnheim, Daniel E. Berlyne (1971) tuvo el mérito de llamar la atención sobre la importancia de las emociones en el juicio estético, ya que hizo intervenir en la valoración estética no solo la belleza, sino aspectos tales como la sorpresa, la novedad, la complejidad, la ambigüedad o el desasosiego, cualidades que denomina colativas, en la medida en que tienen la propiedad de comparar los estímulos percibidos con otros que ya se experimentaron previamente. En su combinación y proporción, estos estímulos intervienen en la respuesta que la obra genera en aquel que la contempla. En su propuesta, serán precisamente las producciones artísticas que provoquen excitación o tensión psicológica las que favorecerán una experiencia estética más completa.

Como advierte Shimamura (2014), en la percepción de estas propiedades interviene la experiencia del espectador, de manera que no se trata de propiedades intrínsecas de la obra, sino que tienen que ver con la historia personal, con las experiencias previas acumuladas y con el contexto cultural y social del que cada individuo forma parte, lo que resulta tanto o más importante. Se trata, a pesar de las diferencias de enfoque, de una forma de ver el tema muy parecida a la de N. Goodman (1976), quien, tras considerar las manifestaciones del arte inscritas en un sistema simbólico, no duda en señalar que «no solamente descubrimos el mundo a través de nuestros símbolos, sino que además entendemos y revalorizamos nuestros símbolos de manera progresiva a la luz de nuestra experiencia creciente».

Son numerosos los trabajos centrados en la percepción que no se limitan a los aspectos formales de la imagen visualizada, sino que incorporan también los elementos psicológicos que se asocian a los estímulos visuales. Así, a finales de los ochenta del pasado siglo, el etólogo Eibl-Eibesfeldt (1988) insistía en la importancia que para el observador tiene el reconocimiento del orden en la estructura de la imagen visualizada, pero de igual manera recalcaba que lo realmente interesante es la sensación de recompensa que ese reconocimiento provoca, lo que denomina el «destello de reconocimiento». El mensaje, sea cual fuere, va a resultar reforzado a través de esta experiencia.

No dista mucho esta forma de entender la apreciación del arte de la que propone van Damme (1996), ya que a la vez que valora la doble vía por la que se llega al juicio estético –la evaluación de la forma y la interpretación cognitiva que evoca el significado y se vincula al sentimiento de gratificación–, insiste en la interdependencia de las dos, y nos recuerda que la apreciación estética resultante se ve mediatizada por la cultura.

Y porque es de las pocas propuestas de estudio de la imagen visual que llama la atención sobre la sensación de temor que desprenden ciertos temas, resulta importante mencionar a N. E. Aiken (1988: 110-121), para quien la angulosidad, especialmente asociada a las formas en zigzag, y la representación de los ojos son imágenes que provocan esta sensación. En el ámbito de la psicología de la percepción, no faltan estudios que proponen una interpretación similar y coinciden en señalar la predisposición de temor o de desafección frente a las formas angulares.3

También Eibl-Eibesfeldt considera la cultura como uno de los tres sesgos que condicionan nuestras experiencias estéticas, mientras que los otros dos serían el que compartimos con los vertebrados superiores, que tiene que ver con el sistema perceptivo visual, y el que es propio de nuestra especie, que cifra en lo que denomina los «estímulos clave», una propuesta de marcado enfoque etológico que enraíza en los trabajos de Tinbergen o Lorenz. Aunque Eibl-Eibesfeldt no aborda estos estímulos de manera sistemática, las características de los que cita nos permiten apreciar la idea que subyace en su propuesta: la infantilización de los rostros, la atención por los ojos, la antropización de los objetos y seres vivos, y la activación de nuestro sistema nervioso al observar los colores vivos, rasgo este último que asocia especialmente al rojo. Es decir, aspectos que tienen que ver tanto con la percepción visual como con la valoración psicológica, estos últimos relacionados con campos de notable importancia en la caracterización del fenómeno artístico y su apreciación estética: la existencia de ciertos universales y la teoría de la mente, consistente en la capacidad de atribuir estados mentales a los demás.

La tendencia a apreciar la belleza en los rasgos promedios faciales constituye un aspecto que se incluye en la mayor parte de los estudios dedicados a los fundamentos psicológicos de la percepción. Eible-Eibesfeldt cita el estudio inédito llevado a cabo por H. Daucher en 1979, en el que se comparaban veinte caras femeninas con la imagen obtenida a partir de su superposición, hasta configurar una imagen promedio. El rostro resultante fue considerado atractivo o bello por los encuestados, por lo que concluye que existe un patrón de referencia innato a partir del cual se evalúa lo que se percibe. Otros trabajos posteriores (Grammer y Thornhill, 1994) han insistido en estos mismos procedimientos, incluyendo también la simetría facial como uno de los elementos constitutivos de la belleza, si bien los dos aspectos remiten a distintas apreciaciones: la primera estaría relacionada con la ley del promedio, que tiene que ver con la conceptualización o la creación de los patrones evaluativos a los que hace referencia Eibl-Eibesfeldt, mientras que la segunda se ha vinculado a la implicación de salud que se asocia a la simetría corporal. En los dos casos, se trata de principios psicológicos de la percepción que remiten a factores adaptativos que se considera que están en relación con la identificación facial antropomorfa y con la elección de pareja, temas predilectos, junto con la neotenia, o persistencia de los caracteres juveniles, de las explicaciones adaptativas de la psicología evolutiva a la hora de dar cuenta del origen e importancia de la percepción de la belleza en relación con las estrategias reproductivas humanas como resultado de la selección natural. Aunque no faltan tampoco quienes relacionan estos dos rasgos con los mecanismos de reconocimiento facial que se adquiere desde la infancia, sustentados en la identificación del área de tendencia oval de la cara y la atención preferente por los ojos y la boca, y plantean que en todas las culturas las representaciones del rostro humano están presentes y a menudo exageran el tamaño de los ojos a expensas del resto de los detalles faciales. Al tratar de esta posibilidad, es una pena que las máscaras, ampliamente documentadas en todas las sociedades simples conocidas, no se hayan conservado en el arte paleolítico, pues en ellas se podría comprobar la exageración ocular a la que esas otras interpretaciones hacen referencia.

¿Y qué nos dice el análisis del arte paleolítico? Según hemos visto, algunos psicólogos cognitivos o evolutivos consideran que la belleza se evalúa a partir de patrones de referencia innatos que establecen un estándar con el que se compara lo percibido. Como acabamos de apuntar, aspectos de la percepción que se considera que afectan al conjunto de la humanidad y que Eible-Eibesfeldt señala expresamente serían: la simetría facial, la atención por los ojos (cuya representación exagerada algunos consideran un rasgo de carácter apotropaico destinado a traducir la importancia de la mirada y propiciar la vigilia para alejar el mal), el valor de la neotenia como factor de atractivo sexual, y la atracción por los colores cálidos, como el rojo. Para evaluar hasta qué punto se trata de universales que están presentes en los albores del arte paleolítico, parece oportuno detenerse, aunque sea brevemente, en analizar si es así, ya que al tratarse de componentes perceptivos y psicológicos altamente vinculados a nuestro sistema visual y cognitivo cabría esperar que su documentación se constatara con rotundidad en las primeras representaciones figurativas de la humanidad.

Sin embargo, el análisis de las primeras evidencias representativas de las figuras humanas resulta especialmente decepcionante con respecto a la presencia de los factores mencionados. Algunas de las primeras y en general escasas figuras humanas documentadas en los inicios del Paleolítico superior, durante el Auriñaciense (fase cultural que se desarrolló en Europa entre hace 40.000 y 34.000 años), carecen sencillamente de la representación de la cabeza. Es el caso de la estatuilla femenina de Hohle Fels, perfectamente detallada en lo que se refiere a los atributos femeninos, pero que en la parte que correspondería a la cabeza presenta una pequeña protuberancia perforada, destinada a la suspensión de la figura.4 O también, el de una representación parietal femenina pintada de Chauvet, en la que la atención se centra en el vientre, sexo y piernas, quedando el resto del cuerpo sin representar y ambiguamente confundido con el dibujo de la extremidad anterior de un bisonte y una pata de un león. Un caso particular lo constituye la escultura del llamado hombre-león de Hohlenstein-Stadel, cuya cabeza corresponde precisamente a la de un león, lo que claramente indica que no se trata de un retrato o la representación de una persona, sino de un ser mixto de indudable significado mítico o religioso. El resto de las figuras humanas del Auriñaciense carecen de rasgos faciales, al quedar reducidas a simples formas geométricas, ya sea de tipo triangular, como es el caso de una figura antropomorfa pintada de Fumane o de una escultura plana de Stratzing, ya de tendencia anular, circular o esférica, como ocurre en una escultura humana muy simplificada de Volgelherd, otra ejecutada en bajorrelieve del yacimiento de Geißenklörsterle, o las esculturas antropomorfas, pero de connotación fálica, de los yacimientos de Trou Magrite y Blanchard.

De igual manera, resulta raro que las abundantes estatuas femeninas realizadas durante el Gravetiense, etapa que duró del 34.000 al 26.000 antes del presente, den cuenta del detalle de los ojos. En la zona occidental europea los ejemplos se limitan a un ejemplar de Brassempouy, la conocida Dame de la capuche y otro de Grimaldi; en la zona central europea a una pieza de Dolni Vestonice, y en la zona oriental a una pieza de Ardeevo y varias de Malta, yacimiento en el que se registra una verdadera excepcionalidad en relación con este aspecto, ya que las esculturas que dan cuenta de los detalles faciales son numerosas.

Si consideramos la totalidad del Paleolítico superior, lo primero que llama la atención con respecto al tema que estamos tratando es el alto número de representaciones femeninas en las que la cabeza no se ha representado, un rasgo que contrasta abiertamente con el bajo porcentaje de figuras masculinas acéfalas. Hasta tal punto se trata de un elemento que caracteriza la representación femenina del Magdaleniense, que G. Bosinski (2011), en un estudio dedicado a valorar el papel de este tema al final del periodo glaciar, no duda en titular su monografía «Femmes sans tête». En este trabajo se señala que esa absoluta falta de atención por la cabeza, tanto en el arte mueble como en el parietal, no entra en contradicción con el protagonismo que adquiere en esa época la representación femenina, su participación en el arte mueble en composiciones escénicas de marcado componente social y la buscada ubicación de su representación en las cuevas, aprovechando resaltes o irregularidades del soporte, con una explícita sugestión de sexualidad y acompañamiento de seres sobrenaturales. A diferencia del arte de las primeras etapas del Paleolítico superior, durante el Magdaleniense medio y superior, entre hace 21.800 y 15.000 años, la figura femenina se esquematiza, se representa normalmente de perfil, y la atención se dirige a las nalgas y pechos o a la representación del sexo. Lejos de la individualización, se trata de representaciones totalmente estereotipadas, con una distribución espacial que sobrepasa claramente las dimensiones propias de los ámbitos territoriales grupales, lo que abunda en la idea de que estamos ante un arquetipo de carácter impersonal.

Y de nuevo, si valoramos el total de las figuras humanas representadas durante el paleolítico europeo, es curioso observar que mientras que son extrañas las figuras femeninas con el detalle de los ojos, la mayoría de las representaciones masculinas sí que dan cuenta de esta parte del rostro, lo que permite constatar la distinta forma de representar los dos sexos en el arte paleolítico, algo que no puede explicarse más que como resultado de un planteamiento cultural.

En cualquier caso, no debemos olvidar que lo esencial de estas representaciones es dar cuenta de los atributos sexuales, y que, en general y en comparación con la representación femenina, la figura masculina apenas está documentada en el Paleolítico superior inicial.

Al considerar esta baja atención por la cara y su detalle, resulta difícil valorar las primeras representaciones antropomorfas paleolíticas bajo el prisma de la representación de la belleza facial. Y no es que la cosa cambie cuando se considera la totalidad del arte del Magdaleniense, etapa que abarca del 24.600 al 15.000. Durante este periodo, en el que son más numerosas las representaciones humanas, resultan habituales los rostros de rasgos animalizados y las proporciones corporales se alejan del canon de normalidad y simetría bilateral, por lo que de nuevo resultan difíciles de asociar al concepto de belleza corporal. Sea cual fuere la intención de estas figuras, es seguro afirmar que no responden a la plasmación gráfica de un concepto de belleza.

Vista la práctica ausencia de detalles en las caras femeninas y la mínima documentación de las masculinas durante esas fechas, solo queda por analizar la importancia del criterio de neotenia en la ejecución de esas figuras. Y por no alargar excesivamente este apartado, nos limitaremos a las figurillas esculpidas del Gravetiense, pues permiten una rápida conclusión. Comenzaremos, sin embargo, por señalar que la unidad temática de las representaciones femeninas gravetienses encierra una elevada variación de formas, proporciones y detalles (Delporte, 1979). En la mayoría, al menos si nos centramos en las piezas del núcleo centroeuropeo y de la zonas francesa e italiana, concurren rasgos fisiológicos que traducen la representación de mujeres en avanzado estado de gestación y registran la huella de varios episodios previos de parto (Duhard, 1993). Lo que de nuevo nos lleva a la misma conclusión, fueran cuales fueran las razones que estuviesen detrás de la realización de las figurillas femeninas de esas fechas, la forma no responde a la idea de representación de un canon de belleza corporal en el que se resalte la nubilidad, pues también se alejan del prototipo que cabría esperar de estar reflejando la idea de juventud que sustentaría la neotenia. Otra cosa es que valoremos la atención prestada a los atributos sexuales, que parecen constituir el punto de atención de una buena parte de las figuras de cuerpo completo documentadas, hasta el punto de aprovechar en ocasiones los relieves naturales de las paredes de cuevas y abrigos para dar cuenta de falos, o de las hendiduras verticales para representar vulvas. Mientras que la representación del acto sexual está prácticamente ausente del arte paleolítico, los atributos sexuales sí que están presentes en todo tipo de soportes, y testimonian la importancia atribuida a la representación, incluso aislada, de los órganos sexuales en esas sociedades.

De acuerdo con lo señalado, no parece que en el arte paleolítico el ideal de belleza haya desempeñado un papel importante en relación con las representaciones humanas o antropomorfas, lo que incita a pensar que estas representaciones respondieron a otra intención que la de resaltar los atributos sexuales apropiados para la elección de pareja. Llegados a este punto, no está de más recordar que en todas las sociedades conocidas los aspectos sociales desempeñan un papel de primer orden tanto en la forma de percibir la belleza como en el comportamiento humano en general, de manera que en la elección de pareja no solo interviene la belleza física, sino otros atributos sociales y culturales asociados a las personas con las que nos vinculamos (Davies, 2012). Y tampoco podemos olvidar la importancia que adquiere la propia sensación de enamoramiento, un sentimiento que genera un vínculo emotivo que se ha registrado en la inmensa mayoría de las sociedades estudiadas. A nadie se le escapa la importante repercusión de este sentimiento en la cooperación de larga duración entre sexos e individuos y, de nuevo, su trascendental repercusión social y reproductiva en el proceso evolutivo humano, con independencia de la variedad de normas culturales o sociales a las que este sentimiento se pueda asociar (Buss, 2007).

Por lo que respecta a los colores, la importancia de la pintura roja no acaba de ser concluyente en las primeras etapas del arte parietal figurativo. En el arte paleolítico de Chauvet, uno de los conjuntos rupestres de mayor antigüedad, el color negro es especialmente visible en las zonas profundas de la cavidad, donde se encuentran los paneles que no solo concentran un número importante de animales, sino donde la fuerza expresiva de las composiciones tiene un fuerte impacto escénico (Tosello y Fritz, 2005). Ningún signo, sin embargo, ha sido realizado en negro, hecho que resulta especialmente importante a la hora de constatar la falta de unidad en el color empleado en lo figurativo y lo no figurativo en esta cavidad.

A decir verdad, la constatación de que rojo y negro aparecen indistintamente documentados en el arte auriñaciense, conviviendo en ocasiones en una misma figura, como es el caso de un bloque pintado de Blanchard en el que se conserva parte de un cuadrúpedo de contorno negro y relleno corporal rojo, nos indican que la preferencia por el color rojo no fue generalizada. Lo que probablemente nos sitúa ante una explicación más prosaica, relacionada tanto con la disponibilidad de materias primas colorantes, como con las preferencias culturales de los distintos grupos que fueron responsables de unas representaciones que, no lo olvidemos, remiten a un periodo de más de seis milenios, solo refiriéndonos al Auriñaciense.

Si tuviéramos que caracterizar el procedimiento gráfico del Auriñaciense, lo más sobresaliente resulta el contraste entre la silueta dibujada y la pared, resultado que se obtiene tanto mediante la aplicación del silueteado en negro o en rojo, como del raspado, técnica que generó la supresión de la pátina rocosa y favoreció un marcado contraste blanquecino de indudable efecto colorista que todavía resulta visible en algunas figuras.

En definitiva, algunos de los aspectos formales predichos por la psicología de la percepción no acaban de confirmarse en el arte del Paleolítico superior antiguo, que presenta ejemplos significativos de la importancia de la cultura no solo en la selección del color, sino en el tratamiento de la cara o la forma de representar el cuerpo, es decir, en el contenido semántico que se asocia a las imágenes representadas. Y esta constatación no resulta en modo alguno sorprendente, pues no hace más que reiterar algo a lo que también se ha llegado a través de diversos estudios centrados en la valoración de los componentes universales que algunos autores han querido ver en la apreciación estética, o de la belleza: la importancia del factor cultural o del contexto no solo en la presencia, sino en la forma en que estos rasgos se concretan en determinadas sociedades. Volveremos sobre la importancia de la cultura en la valoración del arte visual, ya que su discusión resulta fundamental ya sea desde la antropología o desde la arqueología.

Para seguir el hilo de la discusión precedente, parece razonable retroceder a los albores de los estudios psicológicos dedicados a la apreciación de la belleza para darse cuenta de los problemas y limitaciones que han acompañado las distintas propuestas de universalidad o de innatismo en su percepción. Los trabajos efectuados desde mediados del siglo pasado por autores como Eysenck, McElroy, Lawlor, Child o el propio Berlyne participan de un enfoque común, la confirmación de que los juicios estéticos se asientan sobre una estructura psicológica universal, con independencia del componente cultural. Con todo, estos trabajos experimentales, aplicados a poblaciones de distintas partes del mundo, presentan con frecuencia las mismas limitaciones metodológicas: el reducido número de individuos incluidos en los estudios y la reiterada presencia de un componente etnocéntrico, claramente basculado hacia las poblaciones universitarias de Estados Unidos e Inglaterra, donde se ubican los departamentos que han albergado este tipo de investigaciones (Henrich et al., 2010).

Los estudios de carácter transcultural basados en la experimentación proporcionan evidencia de que la preferencia estética está influenciada por un conjunto de características visuales, como la complejidad, la simetría, la proporción, la curvatura y otras variables formales colativas propuestas por Berlyne. Especialmente si tenemos en cuenta que otras especies animales, incluyendo distintos primates, muestran preferencias similares a la hora de fijar la atención visual en determinadas formas, lo que indefectiblemente remite a la existencia de procesos básicos de percepción a la hora de extraer y asignar valor a las características informativas del entorno. Sin embargo, la naturaleza precisa de la influencia de estos procesos perceptivos está lejos de haberse establecido (Che et al., 2018).

El caso de la simetría resulta especialmente ilustrativo. Es difícil sustraerse a la lógica que subyace a la relación entre la simetría corporal bilateral que impera en la mayoría de los vertebrados y el sentimiento de conformidad con el reconocimiento visual de dicho patrón por parte de nuestro sistema visual y cognitivo. Son varios los ejemplos de simetría espacial o de balance observados en los dibujos realizados por chimpancés en cautividad, tal y como da cuenta el temprano trabajo de D. Morris sobre este tema. Sin embargo, la capacidad artística de los chimpancés constituye un tema ampliamente debatido, según se contemple desde la perspectiva de la llamada estética evolutiva o desde la historia del arte, y la diferencia fundamental de las pinturas realizadas por los chimpancés con respecto a las actividades artísticas humanas no solo radica en que se trata de una conducta «inducida» en cautividad, sino en que no se realizan dibujos de carácter representativo, que simbolicen el mundo real, ni tienen valor en términos sociales o valor de refuerzo (Watanabe, 2013). En la medida en que limita el alcance de la capacidad de reconocimiento de las representaciones por parte de los chimpancés, es adecuado citar aquí la conclusión a la que llega Takanaka (2007) tras mostrar varios dibujos realistas a diversos individuos adultos y jóvenes y comprobar la falta de reconocimiento de los temas por parte de los animales que no han tenido entrenamiento previo.

Probablemente uno de los autores que mejor sintetiza esta cuestión, abordándola desde el campo de la cognición comparativa, es Watanabe, para quien en el campo de la estética es posible separar tres aspectos fundamentales: la propiedad de refuerzo, que hace referencia al aspecto sensorial; la propiedad discriminatoria, que permite categorizar y valorar; y la habilidad motriz, que permite la realización o creación. Y de acuerdo con sus trabajos experimentales, ciertos animales tienen habilidad motriz y capacidad de discriminar, pero no de disfrutar de sus productos, por lo que carecen de la propiedad de refuerzo tanto para ellos mismos como para los individuos de su propia especie.

En relación con los aspectos cognitivos de la percepción visual aplicados a la estética humana, Ramachandran5 propone la existencia de ocho leyes universales: la del agrupamiento (a partir de las formas y los colores); la del cambio máximo (vinculada a la forma en la que se reacciona a los estímulos exagerados); la del contraste (también a partir del color o la luminosidad); la del aislamiento (a partir del color, la forma y el movimiento, y la localización de la atención en un único rasgo formal, con la exclusión de lecturas alternativas); la de resolución de problemas de percepción (en la que la incertidumbre estimula la atención y genera la satisfacción de la recompensa); la de aversión a las coincidencias en formas improbables; la del orden; y la de la simetría.

Las ocho leyes tendrían un fundamento evolutivo, porque permiten al sistema visual y al cognitivo ofrecer una imagen adecuada del mundo exterior, y facilitan la identificación de recursos o peligros potenciales en el complejo entorno medioambiental en el que evolucionamos. Y puesto que facilitan nuestra supervivencia, estas leyes resultan estéticamente atractivas para nuestro cerebro, lo que explica, según este autor, su presencia en la producción artística visual. El listado, por otra parte, resulta próximo al de los principios de la percepción propuestos por la Gestalt a los que nos referimos páginas atrás, especialmente en lo que respecta a la integración y finalización de contornos y la organización de las figuras (Wagemans et al., 2012).

Estamos ante una lista de rasgos vinculados con el procesado visual perceptivo, que facilitan el proceso cognitivo de interpretación de las imágenes, que tienen un largo recorrido evolutivo que sobrepasa al de nuestra especie y que, en su conjunto, responden a las mismas reglas y propiedades que aprovechan la visión y el cerebro para procesar cualquier imagen visual, sea o no artística, y en gran medida se vinculan a los circuitos de recompensa y placer que están presentes en cualquier estímulo visual.

No resultaría extraño, por tanto, que estas leyes estuviesen presentes en las primeras imágenes visuales documentadas en el proceso evolutivo humano, aunque resulta obligado puntualizar. Y no solo porque las primeras imágenes visuales documentadas, tal y como veremos en el capítulo 3, no fueron representaciones figurativas, sino porque la presencia de esas leyes resulta desigual en las primeras representaciones figurativas documentadas.

En lo que se refiere al primer arte visual no figurativo, en un reciente trabajo centrado en la evaluación de dos piezas del Paleolítico medio de Quneitra al que nos referiremos en el capítulo 4, se ha llamado la atención sobre la presencia de los principios de similitud, proximidad, convexidad, continuidad, cierre y simetría de la Gestalt, lo que provoca una «ilusión perceptiva» consistente fundamentalmente en atribuir una forma circular acabada y simétrica a una forma que se ajusta estrictamente a esas características (Shaham et al., 2019). Si bien la identificación de esos principios no resulta tan clara en otras piezas que se tratarán con detalle en el capítulo 4, lo cierto es que no extraña que algunos de estos principios perceptivos puedan estar presentes en las primeras obras de arte visual, puesto que la apreciación de las formas visuales está estrechamente relacionada con la manera en que el sistema perceptual y cognitivo procesa las imágenes. E incluso podríamos añadir, en el caso concreto de la producción de arte visual, en la manera que captan la atención y añaden emoción a la percepción visual y su procesado.

Por lo que respecta al arte figurativo del Paleolítico superior antiguo, mientras que la ley del agrupamiento de Ramachandran no es fácil de identificar en un conjunto parietal como Chauvet, uno de los yacimientos que se relaciona con el primer arte figurativo en Europa, en paneles en los que las figuras de diversas especies se amontonan literalmente en determinados espacios, o se desarrollan sin solución de continuidad a lo largo de distintas paredes, las leyes del cambio máximo y del contraste sí que resultan habituales y especialmente significativas en las primeras etapas del arte paleolítico, en las que la figura animal es objeto de una importante exageración en determinados rasgos físicos (fig. 1).


Fig. 1. Representaciones zoomorfas sujetas al principio de exageración, con marcada desproporción anatómica. Núm. 1 y 2, Caballos 2 y 3 de la Cova de les Meravelles; núm. 3, caballo parietal de la Cova del Parpalló; núm. 4, caballo de Pech Merle; núm. 5, cabra de la Cova de les Meravelles; núm. 6, cabra de la plaqueta 16113 A de la Cova del Parpalló. Núms. 1, 2, 3, 5 y 6 según Villaverde, Cardona y Martínez-Valle (2009). Núm. 4, a partir Lorblanchet (2010).

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