Читать книгу A los 35 y no me encuentro - Vanesa Vázquez Carballo - Страница 7

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CAPÍTULO UNO

Sofía

En Manhattan, Nueva York, era todo muy acelerado incluida a yo misma. Me vestía rápidamente porque llegaba tarde a mi trabajo de comerciante: tenía un defecto muy gordo, que era que me quedaba dormida, aunque la alarma sonase cientos de veces. Mi jefa, Teresa, estaría echando espuma por la boca por la hora que era y yo sin aparecer. Con las prisas, me maquillé por encima, menos de lo que me gustaría, me calcé unos tacones de infarto y metí en mi maletín los productos de belleza, que se vendían entre las mujeres con bastante éxito; incluso compré algunos para mí.

—Cariño, ¿sabes dónde dejé las llaves del coche? —dijo Josef.

—Encima de la mesa del comedor las vi por última vez.

Josef era el hombre más atento del mundo, por eso me casé con él y por muchos otros motivos más… íntimos. Nos conocimos en un viaje de negocios cuando mi jefa me mandó de vuelta a España para vender cosméticos y así hacer más publicidad de los productos. Entraba en una cafetería para tomar un manchado y descansar de tantas ventas cuando lo vi sentado tomándose un café, muy serio hablando por el móvil. Sin proponérmelo y sabiendo que aquel hombre manejaba dinero, pues no había más que verle el traje que llevaba, me acerqué a él con la esperanza de poder venderle mi último producto y así terminar con la jornada. Al principio, no tuve tanta suerte: le insistí demasiado y le regalé un poco, bastante, los oídos. Más bien, lo que yo quería era que no se fuese para poder verle y estar con él más tiempo; el producto podría haberlo vendido en otro lugar. Después de tanta insistencia por mi parte, al final me compró un exclusivo gel para después del afeitado; creo que fue muy paciente y amable: otro en su lugar me hubiera mandado a paseo. Me invitó al café que estaba tomándome y conversamos durante un largo rato. Por su acento, deduje que era extranjero, pero eso no era todo, cuando conseguí mi propósito, que era venderle el gel, me centré en lo guapo que era —lo sigue siendo—: un cabello rubio con betas más claras, una cara y un cuerpo como si lo hubiera esculpido el mismísimo Miguel Ángel y unos ojos azules oscuros como la noche. Con todos estos requisitos, me enamoré a primera vista; es otro defecto que poseo: me enamoro con facilidad.

Pasaron las semanas y nos seguíamos frecuentado y con cada día que pasaba me gustaba más: sus gustos, su forma de ver la vida; vamos, prácticamente todo, hasta que un día como cualquier otro, después de una cena deliciosa, gentilmente me acompañó a mi casa, porque se nos había pasado la hora y no quiso dejarme que me fuera sola, una cosa llevó a la otra y me besó. La sensación fue tan increíble que casi floté y para rematar la noche se declaró pidiéndome que fuera su esposa. Ese fue el día más feliz de mi vida y por supuesto no le iba a decir que no.

La noticia de mi boda corrió como pólvora entre mis amistades e incluido mis padres, pero no era oro todo lo que relucía, y ese era mi padre: desde que se lo presenté no le cayó muy bien y siempre me daba la lata diciéndome que me estaba precipitando al casarme con un hombre al que apenas conocía y que ese matrimonio iba directo al fracaso. Por un lado, tenía razón, pero desde que lo vi en aquella cafetería creí que era para mí. Nos casamos sin el consentimiento de mi padre en España una tarde de verano en una espectacular iglesia y el convite no se quedó atrás; luego, se trasladó conmigo a Nueva York hasta ese día y estábamos felizmente casados. ¡Chúpate esa, papaíto!

—Nos vemos por la tarde, cielo. —Me dio un beso en los labios sacándome de mis recuerdos.

—Deséame suerte, la voy a necesitar en el trabajo —le sonreí.

—Suerte. Ten cuidado con el coche. Te quiero.

—Y yo. —Salió ataviado con su traje impoluto y su maletín rumbo al banco.

Entonces me detuve a pensar: que mi marido fuese gerente del Bank of America me ponía muchísimo. Abstraída, miré mi reloj de pulsera y me di cuenta de que era tardísimo y la jefa me iba a matar. «¡Mierda!». Me apresuré con los pendientes, corrí hacia la puerta y, tras echar un vistazo para ver que todo estaba bien, cerré con llave —otro defecto: soy una maniática del orden—. Maldije al recordar que Josef se había llevado el coche y me tocaba coger un taxi; tenía que sacarme el puto carné de conducir urgentemente, así Teresa me daría un vehículo propio de la empresa. Paré un taxi que pasó en esos momentos y le dije la dirección.

Al llegar al trabajo, las piernas me temblaban por lo que suponía enfrentarse a mi jefa. Tenía que estar furiosa conmigo, así que me recoloqué bien la camisa junto con la falda de tubo y agarrando con fuerza el asa del maletín alcé la vista hacia el logotipo de la empresa: «Agencia Comercial Everything at your convenience». Respiré hondo y con pasos decididos me interné dentro de la agencia.

Ros, el secretario de Teresa, al verme me anunció que me estaba esperando en su despacho. Un día de tantos… Toqué suavemente la puerta con los nudillos.

—Adelante. —La oí desde el otro lado y parecía muy calmada; pintaba mal.

—¿Me buscaba, doña Teresa?

—Cierra la puerta, Sofía. —¡Mierda! Ya empezaba con tono autoritario otra vez. Cerré y me quedé de pie esperando que me cayese el chaparrón—. Siéntate.

—Sí. —Me senté sin rechistar y coloqué en mi regazo el maletín.

—He perdido la cuenta de las veces que has llegado tarde, Sofía —me dijo muy concentrada escribiendo balances en su portátil de último modelo.

—Lo siento mucho.

—¡Las mismas excusas de siempre! —Alzó las manos.

Le mantuve la mirada, aunque confieso que estaba cagada; de mi jefa dependía mi futuro laboral y si seguía cabreándola no duraría mucho allí. La verdad era que nunca me ha caído bien, pero mi trabajo me encantaba: desde que me contrató siempre me pareció una señora estirada, fría, calculadora con los negocios y presumiendo de tener menos años de los que seguro llevaría encima. El mes pasado le organizamos una fiesta de cumpleaños para celebrar sus cuarenta y cinco castañas; por supuesto, solo colaboré con los preparativos junto con mis camaradas, pero ninguno fue invitado a la fiesta, solo los amigos más íntimos de ella. ¡Me alegré de no haber asistido! Ese día me quedé tan ricamente con Josef, haciendo el amor como dos salvajes, y mandé mentalmente a mi jefa a la mierda. Al día siguiente, le compré un detalle para ver si así ganaba algún puesto, pero para mi desconcierto la muy estúpida me dio las gracias y guardó mi regalo en el cajón de su escritorio; me apuesto el sueldo de un mes a que aún lo guarda ahí sin ni siquiera haberlo abierto.

Teresa se levantó de su sillón forrado de cuero negro y rodeando el escritorio se paró frente mí.

—Nunca pensé en decirte esto, pero la verdad es que te aprecio, Sofía.

Que alguien me pellizcase porque estaba flipando. ¿Acababa de escuchar bien? Ni en sueños había pensado que le cayera bien.

—Ah, ¿sí? —pregunté extrañada.

—¿Te sorprendes? —Alzó una de sus perfectas cejas.

—Lo que me sorprende es que me llame Sofía. —Mentí sin piedad, aunque, ahora que lo pienso, nunca me había llamado así hasta entonces.

—Olvida lo que te he dicho antes. —Quitó importancia con un movimiento de mano; esta mujer cada vez iba a peor y me desconcertaba a la par—. Voy a ir directamente al grano: si vuelves a llegar tarde, te despediré. ¿Me has entendido?

—Pero…

—Ahí fuera hay muchas personas matándose entre ellos por un puesto como el tuyo, así que si eres lista no la joderás. —Tecleó con fuerza—. Ahora, sal a trabajar. ¡Ahora!

Salté como un resorte de la silla y salí del despacho como si me hubieran metido un petardo por el culo: el corazón se me salía por la boca y las manos me sudaban de la tensión vivida en ese despacho con esa mujer; rogué para que no me despidiera, ya que pendía de un hilo. «¡Eres estúpida, Sofía!», me dije a mí misma dándome un golpe en la frente. Ros, que en ese momento estaba ordenando una montaña de papeles, me miró y con la mano me indicó que me acercara; él y sus cotilleos.

—¿Qué ha pasado?

—Lo de siempre, Ros, pero esta vez con advertencia — suspiré de cansancio.

—Pues yo que tú me ponía las pilas, nena —sonrió con su dentadura de anuncio.

La verdad, Ros no estaba nada mal y era un tipo bastante atractivo a simple vista: alto, cabello castaño oscuro y unos rasgos perfilados por unos ojos negro azabaches; para rematar, los trajes le sentaban sensacionales, pero no como a mi marido. Lo miré intrigada.

—¿Cómo haces para tenerla siempre contenta? ¿No será que te la estás…?

—Mis gustos van más allá de irme con señoras mayores. —Hizo un gesto con la mano, pero enseguida volvió a sonreír.

—No sé, no sé…

—Solo hago lo que ella me pide y cumplo con mi trabajo.

—¿Y si tu trabajo incluyera que Teresa te pidiese que te acostaras con ella? ¿Lo harías?

—¡Déjalo ya, Sofía! —Me cogió de la cintura y me acompañó a la salida—. Ahora a trabajar o tendrás graves problemas.

—Está bien. Haré la mayor venta posible.

—¡Así se habla! —Se dio la vuelta y se incorporó de nuevo a su puesto de trabajo.

Deambulé por las calles probando primero con los transeúntes enseñándoles los productos y explicándoles para qué eran. En las tres horas que me llevé recorriendo las calles, solo vendí la mitad de la mercancía: necesitaba vender la otra mitad y así llegaría al trabajo sumando más puntos con la jefa. Cansada de vender por la calle, me dirigí a Broadway a probar suerte por las casas: toqué puerta por puerta, pero no siempre te recibían con los brazos abiertos y te la cerraban en las narices. «¡Groseros!». El trabajo a veces me traía dolores de cabeza y mi jefa no ayudaba que digamos; Josef en innumerables ocasiones me pidió que lo dejase para poder poner mi propio negocio, pero no me bajaba del burro: esa amargada que tenía de jefa no iba a poder conmigo tan fácilmente. Miré de nuevo el reloj de pulsera y vi que mi jornada laboral estaba finalizando y todavía no había vendido todo. En un acto desesperado, toqué a la puerta del siguiente cliente con la esperanza de que este sí fuese el definitivo; toqué por segunda vez con el anillo de boda y esperé pacientemente. «¡Por favor!»; al ver que nadie contestaba, volví a tocar —otro defecto: soy persistente—. Iba a repetirlo por cuarta vez cuando esta se abrió y apareció ante mí el tío más guapo que había visto en mi vida; siempre creí que mi marido era lo más, pero ese se llevaba el Goya.

Le hice un escrutinio de arriba a abajo y simplemente era perfecto. Me fijé en que llevaba un mono azul de trabajo y en que debajo se escondía un cuerpo hecho para pecar y cometer miles de locuras. Alcé la vista, ya que era bastante alto, y a su lado parecía un tapón: su cabello negro corto mojado brillaba bajo la tenue luz del descansillo; sus rasgos eran muy masculinos, con una mandíbula cuadrada, labios carnosos y unos ojos celestes como el cielo. Su piel desprendía un ligero olor a champú almizclado con su fragancia natural. En definitiva, ese tipo era impresionante.

—¿Qué desea? —Me miró de arriba a abajo. Su voz grave y profunda retumbó en mi cerebro como una música celestial: era pura masculinidad y su mirada, capaz de hacer perder la razón a cualquiera.

—Soy… —Apenas me salió la voz—, soy Sofía Lagos, de la Agencia Comercial Everything at your convenience. Significa…

—Sé lo que significa y por su atuendo y maletín lo suponía. —«Su acento no es americano, más bien…».

—¿Español? —Agrandé los ojos por la sorpresa—. ¡Me encanta, igual que yo!

—Sí, ¿por? —Me miró extrañado.

—¡Gracias a Dios! ¡Uno en esta enorme ciudad! También soy española.

—Se nota. —Se apoyó en el marco de la puerta y se cruzó de brazos. No pude dejar de mirarlo, como una niña en una tienda de golosinas; pero por más que lo intenté, no pude apartar la mirada de su firme torso y, luego, de sus largas piernas—. ¿Y qué se supone que vende? —sonrió el muy…

De seguro que se habría percatado de que no le quitaba el ojo de encima y eso hacía una fiesta para su ego. «¡Sofía, vista al frente!»; abrí el maletín y le mostré los productos. Los miraba con detenimiento uno por uno hasta que desvió la mirada hacia mis ojos; para poder romper el contacto visual, cogí un catálogo del maletín y se lo entregué. Al cogerlo sus dedos, rozó los míos, provocando una pequeña descarga por todo mi cuerpo. Ojeó el catálogo sin mayor interés durante un rato y se lo enrolló metiéndoselo en el bolsillo trasero del mono: caí tarde en la cuenta de su actitud tan despreocupada y su desinterés por los cosméticos. Volví a pensar en mi jefa y me ponía enferma: ese tipo era mi última baza. Sin importarme nada, solo que no quería que me despidieran, entré sin ser invitada.

—¡Oye! —Cerró la puerta tras de sí—. ¿Quién te ha dicho que entrases?

«¿Por qué mierda habrá cerrado cuando lo normal es que la deje abierta para que me marche?»; me giré para mirarlo y lo vi con un semblante serio esperando a mi contestación, pero en sus ojos detectaba un brillo de diversión.

—Ahí afuera no le puedo enseñar bien los productos. —Me temblaba todo, era entre una mezcla de miedo y deseo. Él, en cambio, levantó ambas cejas al ver la rapidez con la que colocaba los productos encima de la mesa—. Si se fija mejor son cosméticos de alta calidad.

—A ver…

—Esta, por ejemplo. —Le enseñé una crema reafirmante—. Es para borrar ojeras, patas de gallo y algunas arrugas.

—Sofía, —Cuando pronunció mi nombre, mi cuerpo reaccionó de tal manera que mis piernas casi ni me sostenían en pie. ¿Qué me pasaba con ese hombre?—, no me interesa nada de lo que tengas ahí. ¿Tengo pinta de tener arrugas, ojeras o patas de gallo?

Tenía la sensación de que se estaba burlando de mí, pero no me iba a dar por vencida; aún no.

—Pero aún no le he enseñado lo mejor y, además, hay una crema de afeitar. —Cogí la crema, pero con los nervios se me resbaló de la mano y se cayó al suelo—. ¡Perdón! ¡Qué torpe soy!

Me maldije una y otra vez. Para cuando me quise dar cuenta, se agachó y cogiendo el bote me lo dio; tenerle tan cerca y volver a respirar su aroma embriagador era un potente cóctel. Se lo arrebaté de la mano, le di la espalda y dejé caer el bote en la mesa para así poder relajarme. Si seguía teniéndolo así de cerca, no respondería de mis actos: «¡Dios, qué estoy casada!».

Me observó desde su posición sin haberse movido ni un milímetro y cuando creí que ya me había calmado lo suficiente alcé la vista y me lo encontré sonriéndome. Rodeé la mesa para poner la mayor distancia posible entre los dos y me situé de cara a él. Sin decir una sola palabra, se dio la vuelta mostrando una magnífica espalda y un trasero redondeado: desapareció en dirección a la cocina. Eso me dio un poco de tregua para poder mirar a mi alrededor; la decoración, al estilo masculino, decía a gritos que vivía solo y eso significaba dos cosas: o estaba soltero o tenía novia. Busqué alguna evidencia que determinase las pertenencias de alguna joven, pero no encontré nada. Entonces, eso quería decir… «¡Para ya! ¡Qué más te dará que tenga novia o no!». Encima de la mesa, junto con los cosméticos, había una serie de herramientas de trabajo y una extraña pieza que parecía ser la de un coche: iba a cogerla para examinarla cuando apareció de repente y me la quitó de las manos.

—No la toques. —Lo dejó encima de la mesa de nuevo y bebió de una botella de agua.

—Perdón —murmuré.

—No quiero ser maleducado, pero si es tan amable de salir de mi casa, señora. —Señaló la puerta con la mano.

Ese señora no me gustó ni un pelo: «¡Será gilipollas!». Para mis treinta cinco, me conservaba muy bien, para eso me costeaba los productos de belleza. Él siguió bebiendo de la botella sin dejar de mirarme de reojo: ¿se podía ser más prepotente? «Cálmate —me dije a mí misma—, piensa en la venta y una vez la tengas lo perderás de vista para siempre».

—Por favor. —Recurrí a lo más patético.

Arrugó la botella con una mano y tirándola al cubo de la basura se acercó con seguridad. Me arrinconó contra la mesa e inclinándose hacia delante me dijo con desdén:

—No-me-interesa, señora.

Lo noté demasiado cerca y apenas podía contener la respiración. Sus ojos eran impresionantes y desprendían un brillo especial y vivo… «Un momento, ¿me acaba de volver a llamar señora?». Me cuadré de hombros y lo miré desafiante.

—No vuelvas a llamarme señora.

—¡Por fin dejas de tratarme de usted! —sonrió con la boca torcida; tenía la sensación de estar cayendo en una especie de juego que estaba provocando él. Miró primero los cosméticos y luego, a mí—. De acuerdo.

—¿Eso quiere decir que los compras?

—Te los compro.

«¡Toma! Lo logré después de aguantarle y haberme llamado señora dos veces»: me embargó una felicidad extraña por saber que había conseguido mi objetivo de vender todo en el día, pero debía admitir que me había costado mucho.

—Son trescientos veinte dólares, por favor —dije amablemente.

—¡Joder! Lo que hay que hacer por una madre para que no te desherede. —Sacó la cartera del bolsillo trasero.

—¿Son para tu madre?

—La semana que viene es su cumpleaños y no tenía ni idea de qué regalarle. En cierta forma, me has caído del cielo, pero un tanto caro. —Me tendió el dinero. Volvimos a rozarnos con los dedos y otra vez esa extraña sensación.

—Gracias por comprarme, caballero. —Me guardé el dinero en el maletín.

—¿Caballero? Tengo pinta de todo menos de caballero — volvió a sonreír.

Su sonrisa era contagiosa y me hacía reír también. Antes de guardar su cartera, sacó una tarjeta y me la extendió:

—Matías Esquivel: soy mecánico y tengo un taller en Lexington Avenue. Si el coche te falla no dudes en llamarme.

Cogí la tarjeta y sin mirarla me la guardé en el bolsillo de la camisa.

—Bueno, pues debo irme —titubeé un poco.

—Espera un segundo. —Desapareció en la cocina y al instante apareció con otra botella de agua en la mano y me la tendió—. Supongo que tendrás la boca seca.

Detecté otro tono de mofa, pero hice caso omiso y dándole un buen trago a la botella se la entregué.

—Gracias.

Me acompañó hasta la puerta y abriéndola me apresuré a salir.

—Hasta otra, Sofía.

Salí rápidamente y tras despedirme con la mano me puse en camino rumbo a la agencia. En vez de coger un taxi, decidí ir andando para que me diera un poco de aire fresco. ¿Qué había pasado allí con ese hombre? Solo con volver a recordar su cercanía me ponía muy mal de los nervios.

Tras casi dos horas andando y algo más despejada entré en la agencia con una sonrisa de satisfacción por mi trabajo realizado. Sin mirar a Ros, me dirigí hacia el despacho de Teresa a comunicarle que mi día había terminado con todos los cosméticos vendidos. Al parecer, estaba de muy buen humor y tras felicitarme por mi labor salí de su despacho. Ros al verme me levantó los pulgares en señal de victoria e inclinándole la cabeza me marché a casa.

Nada más llegar tiré el maletín encima del sofá y me dirigí al baño a darme una buena ducha caliente para que mis músculos se relajasen por la tensión del día e incluido de cierto hombre que no quiero mencionar. Salí del baño y me puse mi albornoz azul extrasuave y preparando el secador dejé que mi mente vagara a sus anchas: de pronto, apareció el rostro de Matías e inconscientemente lo apagué. Respirando hondo, cogí el montoncito de ropa que dejé en el suelo y rebusqué en el bolsillo de la camisa hasta hallar con la tarjeta que me dio: «Matías Esquivel».

—Ya estoy en casa, cielo.

Al escuchar la voz de mi marido, di un respingo y guardándome la tarjeta en el bolsillo del albornoz salí a recibirlo.

—Hola, ¿qué tal el día? —Le planté un ligero beso en los labios.

—Menudo día. —Se desplomó en el sofá y se aflojó la corbata con fuerza.

—Pues el mío no ha sido mejor que digamos. —Josef no me contestó, cuando no es habitual en él: siempre me preguntaba por mi trabajo al llegar o si la bruja de mi jefa había hecho algunas de las suyas; pero esa vez lo noté algo distante—. ¿Josef?

—¿Decías?

—Nada. ¿Preparo la cena? —Asintió con la cabeza y acordándome de la tarjeta la saqué y se la entregué—. Toma. Le vendí a este cliente y resultó que es mecánico: como siempre hace falta uno a cuenta de tu coche, pues…

—Matías Esquivel. —Se la guardó en el bolsillo de los pantalones—. Sí, me viene de maravilla. Gracias, cielo.

—Sí, hay que estar prevenidos.

Se levantó del sofá y, dándome un beso en la frente, se fue al cuarto de baño. Lo miré extrañada por su comportamiento: ¿le habría pasado algo en el trabajo o sería otra cosa? Pensativa, preparé la cena hasta que sin querer mi mente se burló de mí otra vez dando paso al mecánico; y sin dejar de pensar en él en toda la noche me iría a dormir.

A los 35 y no me encuentro

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