Читать книгу A los 35 y no me encuentro - Vanesa Vázquez Carballo - Страница 9

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CAPÍTULO TRES

Sofía

Mirar los balances de los cosméticos de las últimas semanas no era tarea fácil, pero se podía decir que las ventas habían subido considerablemente; me imaginé a Teresa saltando de la alegría, con lo que le gustaba el éxito y la fama. Dejé los balances encima de mi escritorio para poder recostarme en el sillón y descansar un rato. Contemplé el paisaje de mi oficina, que daba directamente a las vistas de Manhattan: me relajaban y me ayudaban a desconectar del trabajo; también a veces el portátil no solo para trabajar, sino también para poder cotillear a mis amigas por Facebook. Me incorporé del sillón para seguir: solo con mirar el montón de papeles que tenía que revisar me daban ganas de salir corriendo y volver a casa. Dieron unos golpes en la puerta y cruzando los dedos para que no fuese la pesada de mi jefa dije que pasase. Apareció una mata de pelo castaño con su peculiar sonrisa: era Ros.

—Me apuesto el almuerzo de hoy a que creías que era la jefa.

—Me debes un almuerzo, por cierto.

Ros entró dejando más papeles por revisar encima de mi escritorio. Lo miré con el ceño fruncido: ¿cuándo iba a terminar e irme a casa?

—Lo siento, preciosa, pero ya sabes cómo es ella. —Se encogió de hombros a modo de disculpa.

—Ros, todavía no he terminado con el resto.

—Por mí me quedaría a ayudarte, pero tengo almuerzo con ella.

—A veces te envidio —sonreí.

—Hazme caso, ver a Teresa comer no es nada de envidiable, —Se dio la vuelta para marcharse—, pero sí, por lo menos comeré gratis. ¡Suerte con eso!

Se me pasó la mitad del día con los dichosos papeles, pero por lo menos terminé con todo los de semanas, los de hoy incluidos. Me merecía, aunque fuese, una recompensa mientras la bruja estaba almorzando como si nada y yo me moría del asco encerrada entre cuatro paredes. Miré la hora y para rematar se me había pasado la comida: «¡Genial! ¡Gracias, bruja!». Mis tripas empezaban a sonar y sin pensármelo recogí todos los papeles y colocándolos en carpetas salí de la agencia. Me encontré a Ros con Teresa y sin dudarlo me acerqué a ellos.

—Doña Teresa, en mi escritorio tiene todos los balances de las semanas pasadas y los de hoy, solo falta que firme para autorizar los nuevos cosméticos.

Sin decir una sola palabra, Teresa entró en la agencia y me dejó patidifusa con Ros a mi lado. ¡Vieja desagradecida! Ros soltó una carcajada y lanzándole una mirada asesina le dije:

—No sé qué le ves de gracioso, Ros. He estado toda la mañana con esos puñeteros balances para que no me dé ni las gracias.

—Relájate, preciosa y toma: —Sacó de la bolsa que llevaba colgada del brazo una fiambrera de comida del restaurante—: esto es muy bueno para el cabreo.

Mirándolo, la cogí y le sonreí. Aunque a veces me sacaba de quicio, en el fondo se preocupaba por mí y eso era algo que valoraba mucho.

—Gracias. —Las tripas volvieron a rugirme.

—Lo suponía, así que te he guardado un poco.

—Oye, ¿sabes algo sobre los cosméticos nuevos? —Destapé la tapadera para poder oler un poco.

—Algo he escuchado, pero según Teresa van a reventar el mercado. Son unas cremas reafirmantes y cierran los poros, aptas para todas las pieles.

—Tengo que probarlas: desde que trabajo aquí he envejecido cinco años.

—Tonterías, estás perfecta —guiñó un ojo.

—Bueno, me voy a casa a comer. Gracias, te lo compensaré. —Levanté la fiambrera.

—De nada, preciosa.

Nada más dar un par de pasos sonó el dichoso móvil. ¿Qué pasaba que no me dejaban irme a casa?

—¿Sí?

—¿Sigues en la agencia? —Era Josef, cosa muy rara en él cuando nunca me llamaba en horario laboral. Me puse en alerta de inmediato.

—Acabo de salir, ¿ocurre algo?

—Tengo un pequeño problema. —«¡Ay, Dios!».

—¿Con el banco?

—No, se trata del coche.

—Sí, me dijiste que se había estropeado el motor…

—Me acaban de llamar del taller para decirme que el coche ya está arreglado. ¿Podrías ir por mí?

—¿Yo? Sabes perfectamente que…

—Solo tienes que pagar la factura y recogerlo. Cogeré un taxi para volver.

—De verdad, que yo no…

—Por favor, cielo. Tengo demasiado trabajo.

—Está bien, pero si me pasa algo con el coche será culpa tuya.

—El taller se llama Esquivel y el dueño, Matías. —«¡No puede ser!»—. Te quiero, cielo. Adiós.

Josef colgó, pero yo seguía con el móvil en la oreja, paralizada. ¡Cómo era que podía tener tan mala suerte desde que me levantaba hasta que acostaba! Aunque no tenía pinta de que todavía iba a dormir. «Tampoco es para tanto, Sofía», me dije a mí misma: pagaría, saldría lo más rápidamente posible de allí y olvidaría ese día de mierda.

Una hora después me paré frente al taller con los pies clavados en la acera sin querer avanzar: «¡Ya has llegado hasta aquí, no te vas a echar para atrás ahora!». Las palmas de las manos me sudaban y estaba nerviosa solo con saber que lo iba a volver a ver después de semanas. Me obligué a andar hacia adelante y abrir la puerta; entré y comprobé que el taller era bastante grande y con todo tipo de herramientas, pero hacía un calor sofocante. Me adentré un poco más y me topé con un coche con el capó levantado; acercándome más para verlo de cerca me encontré con unas piernas que sobresalían debajo del vehículo: llevaba un mono azul, así que supuse que sería el mecánico.

—Perdone, vengo a recoger un Citroen negro.

Salió un cuerpo del coche y no sabía cómo, pero se me dispararon aún más los nervios. Era Matías y me miraba entre sorprendido y divertido.

—Sofía. —Se limpió las manos—. ¿Te puedo seguir tuteando?

Intenté ignorarle y concentrarme en el coche: «¡Acaba con esto, Sofía!».

—Tengo un poco de prisa, si es tan amable.

Tenía algo que me atraía sin control: no sabía si era su sonrisa, sus ojos, su increíble cuerpo o por el simple juego que se traía conmigo. Sin poder evitarlo, le di un repaso y ese mono azul, el mismo de la primera vez, solo lo hacía más atractivo de lo que ya era; el muy capullo se dio cuenta y no quitaba esa sonrisa de la cara. Desvié la mirada hacia otro lado para no volver a verlo.

—El Citroen de su marido, ¿verdad? —Se quitó los guantes dejándolos en el techo del coche. Me dejó sorprendida que supiese que Josef era mi marido.

—Sí. No podía venir, así que me encargó recogerlo.

Pasó por detrás de mí y sabía que me había hecho un repaso igual que yo a él. Lo miré de reojo y vi cómo colocaba varias herramientas en su lugar para, a continuación, coger una botella de agua y bebérsela. Ese hombre era demasiado para mí y no conforme con eso se empezó a quitar la parte superior del mono, dejándose solo una camiseta blanca de tirantes que se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel y que hacía que se le marcasen los abdominales.

—El coche está por aquí. —Le seguí sin dejar de mirarle el trasero: el mono le hacía un culo tremendo. Se paró y me miró—. Aquí lo tienes.

—Muy bien, ¿cuánto es? —«Sal de aquí, Sofía».

—¿A qué viene tanta prisa, Sofía? —Arqueó una ceja divertido.

—Mi tiempo es oro.

—Por la hora que es, —Se había rascado la barba de dos días y miraba su reloj de pulsera—, no creo que estés en horario de trabajo.

—Te equivocas, chico listo. —Dándose la vuelta, cogió las llaves del Citroen de un llavero colgado de la pared y me las ofreció—. Gracias.

Al cogerlas, volvimos a rozarnos los dedos provocando ese maldito hormigueo cada vez que me tocaba; quería apartar la mano de su contacto, pero la verdad era que no lo deseaba: me sentía bien con su cercanía. Su mano agarró la mía con más firmeza frotándola con el pulgar: era tan grande que cubría por completo la mía y, a pesar de ser mecánico, las tenía muy bien cuidadas. Absorta en su mirada azulada, recorrió mi brazo hasta que la posó sobre mi cara. Algo me decía que esto no estaba bien, pero mi cuerpo quería sentirlo y mi cerebro ya no pensaba si era correcto o no; ya no había nada de diversión en su mirada solo ternura y deseo. Sin esperármelo, se inclinó hacia delante ladeando la cabeza para así encajar sus labios con los míos. Su aliento mentolado mezclado con su fragancia natural me embriagaba hasta límites insospechados y por un segundo me había quedado quieta para recibir un beso, pero saltó una alarma en mi cabeza: «Vas a cometer un grave error». Me zafé de su mano retrocediendo tres pasos y lo miré, sorprendida de que me hubiese dejado llevar por un segundo y enfadada por mi torpeza. Cerró los ojos decepcionado y soltó el aire con brusquedad, pero al abrirlos volvió a mirarme con su típica diversión de siempre. ¿Qué significaba lo que acababa de suceder? ¿Estaba probándome? El juego estaba yendo demasiado lejos. Apreté las llaves con fuerza a consecuencia de la enorme rabia que sentí en ese momento: hubiera cogido lo primero de la mesa y se lo hubiera estampado en la cabeza por creído.

—¿Cuánto es? —le volví a preguntar con brusquedad. Matías me miraba perplejo, como si me hubieran salido dos cabezas.

—¿Estás enfadada?

—¿Debería estarlo? Dímelo tú. —«¿A qué juegas ahora? ¡Me has intentado besar, por el amor de Dios!», quise decir.

—Oye, debería estarlo yo por haberte apartado.

—¡¿Cómo?! —Aquello sobrepasaba mi límite—. No iba a dejarme besar y menos por ti.

—¿Qué insinúas con «y menos por mí»? —Entrecerró los ojos y dio un paso hacia mí.

—Por si aún no te ha entrado en esa enorme cabeza tuya, soy una mujer casada. —Di otro paso hacia atrás—. ¡No puedo dejar que ningún hombre me bese, solo puede hacerlo mi marido!

—¿De qué siglo te has escapado? —sonrió—. Estamos en el siglo veintiuno. No seas antigua.

—¡¿Me acabas de llamar antigua?! —No pude creer su descaro: me había llamado señora y ahora antigua.

—Sí, y no has respondido a mi pregunta: ¿por qué no puedo besarte?

—Ya te he dicho que estoy casada. —Le mostré el anillo.

—No te tengo por el concepto de la esposa perfecta. —Se dio la vuelta para darme la espalda—. Muy bonito el anillo, por cierto.

Se metió por una puerta que había en el fondo y desapareció de mi vista. ¿Qué habría querido decir con que no me tenía por una esposa perfecta? No estaría insinuando que…

—Oye, ¿no te estarás burlando de mí?

—Tómalo como quieras.

Colocando el maletín encima de la mesa junto con un montón de herramientas, saqué la fiambrera para comer. Con las prisas, y si encima añadimos el cabreo monumental que tenía por culpa de un energúmeno, pues me daba por comer. Escuché abrirse la puerta y casi se me cayó la fiambrera de las manos: Matías se dirigía hacia mí, pero ya no llevaba su mono azul, sino una camiseta con el logo de Nike, unos pitillos vaqueros y unas botas negras.

—¿Se puede saber qué haces comiendo ahora? —se rio.

—No me ha dado tiempo.

—Veo que tu jefa no te deja ni descansar.

—No me hables de ella ahora o me caerá mal la comida. —Él asintió apoyando la cadera en la mesa y se cruzó de brazos.

—Cuando termines nos vamos.

—¿Irnos?

—No sé tú, pero yo a mi casa, pero si me quieres acompañar…

—Eres un…

—Es broma, mujer. Tomarse las cosas tan en serio es malo para la digestión. —Señaló con el dedo la comida.

Decidí ignorarle y seguir comiendo. La verdad era que me sentía cómoda con Matías, ni una pizca de vergüenza; durante la primera cita que tuve con mi marido recordé que lo había pasado un poco mal cuando habíamos estado cenando. Al comer, hago un extraño ruido como si estuviera absorbiendo fideos, me pasaba desde pequeña y no lo podía remediar; con Matías me daba igual si me oía o si se reía. Era raro lo que me estaba pasando con él. Una vez terminé la comida, cerré la fiambrera y la volví a meter dentro del maletín. Se apartó de la mesa para coger una mochila negra que estaba colgada del pechero junto con una cazadora y colocándosela me miró.

—Ha sido todo un placer verte comer y escuchar como absorbes, pero si me disculpas tengo que cerrar.

Cogí el maletín y con las llaves en la mano me dirigí al coche de mi marido. Matías accionó un botón situado al lado de la salida y la puerta del garaje se abrió para que pudiera salir. Entré en el coche, encendí el motor y aceleré para salir del taller. Aparqué a un lado y vi cómo bajaba la puerta del garaje para, a continuación, cerrar el taller y dirigirse hacia el coche. Dio unos golpecitos en la ventanilla, pero hice como que no lo había oído. El muy cabezón insistió hasta que la bajé.

—¿Qué quieres? —gruñí.

—Como veo que no tienes intención de llevarme, ¿serías tan amable de pagarme?

«¡Joder, es verdad! No le he pagado»; extendí el brazo para coger el maletín y extraer la chequera del interior.

—¿Cuánto es?

—La mitad del arreglo y una cena conmigo.

—¡¿Qué?! ¡No pienso cenar contigo! —¿Es que no se daba por vencido? Apoyó los brazos en la ventanilla y volvió a mirarme con diversión.

—Entonces el doble de lo que cuesta.

—¿Me estás chantajeando? —Era yo la que estaba alucinando.

—Yo no lo llamaría así, solo consigo lo que quiero.

—Eres insoportable. —Agarré el volante para no soltarle una hostia.

—Por supuesto, la cena corre de mi cuenta.

—Ya te he dicho que no y no des por hecho que voy a cenar contigo.

—¿Un almuerzo?

—No.

—Entonces, a desayunar.

—No.

—Un café y es mi última oferta.

Lo miré y vi que estaba algo desesperado y eso me llenó de orgullo, pero a la vez de satisfacción por saber que tenía un cierto interés en mí.

—¿Si te digo que sí al café me dejarás en paz de una vez? —Él asintió feliz—. Un café mañana por la tarde y la mitad de la reparación.

—Hecho. —Se inclinó para darme un beso en la mejilla—. ¿Dónde te recojo?

—Aquí mismo.

—Está bien —me guiñó un ojo.

Se apartó de la ventanilla y arranqué para incorporarme al tráfico. Como me pillasen conduciendo me iba a caer un paquete bueno, así que me di prisa por regresar a casa. Por el retrovisor lo vi caminar por la acera tranquilamente hasta que dio la vuelta en la esquina y desapareció. Sonreí como una tonta solo de pensar que mañana lo volvería a ver: era como si tuviese una primera cita otra vez.

Al llegar a casa, metí el coche en el garaje y al salir vi a Josef esperando fuera.

—¿Cómo te ha ido, cielo?

—Bien, —Le di las llaves—, ya lo tienes.

—Menos mal, con la falta que me hace para trabajar.

—¿Has podido terminar todo el trabajo? —le pregunté entrando juntos a casa.

—Sí, gracias a la ayuda de un colega.

—Me alegro.

Al llegar al comedor, vi una deliciosa mesa preparada con una cena fantástica y al fijarme me di cuenta de que había hasta velas. A pesar de que me acababa de zampar la comida, por nada del mundo me hubiera perdido semejante festín de mi marido que hizo que me chupase hasta los dedos.

—Después te daré un masaje —me susurró al oído.

—Por favor.

Corrí al cuarto a coger mi pijama de seda y casi corriendo me metí en el baño para relajarme un par de minutos; media hora después, salí más relajada, con mi pijama puesto, y fui al salón donde me esperaba un riquísimo sushi, cuya receta aprendió mi marido en Japón cuando viajó a firmar un importante contrato para el banco. Nos sentamos y durante el tiempo que estuvimos comiendo nos contamos los acontecimientos del día en nuestros respectivos trabajos y para cuando terminamos con la cena nos tumbamos en el sofá a ver una película de terror: me acurruqué junto a él y me abrazó.

—Perdona por haberte hecho ir a recoger el coche, pero no aguantaba un día más ir al trabajo en taxi. Gracias. —Me dio un beso en la frente.

—Es un milagro que no me haya pillado la policía, porque te recuerdo que no tengo carné de conducir.

—Para no tenerlo, eres muy buena.

—Me lo tengo que sacar.

—El tal Matías es bastante majo, ¿no te parece?

Me revolví algo incómoda. ¿Tenía que escuchar su nombre hasta en mi propia casa?

—Eso parece —me limité a decir y me concentré en la película.

Una vez zanjado el tema y al ver que mi marido no saltaba con él de nuevo, vimos la película hasta que terminó y nos fuimos a la cama para una sesión de sexo hasta nos sumergimos en un profundo sueño.

A la mañana siguiente, me desperté con más tiempo; sin embargo, me despedí de Josef con la tostada a medio comer y me fui disparada al trabajo. Nada más pagarle al taxista, salté del coche y corrí hacia mi oficina: Ros estaba en su escritorio escribiendo en su portátil cuando levantó la cabeza y se percató de que entraba corriendo.

—No te molestes, la jefa no está. —Lo miré sorprendida y continuó con su tarea.

—¿Dónde está?

—En una reunión por los nuevos cosméticos.

—¿Qué estás escribiendo tan concentrado? —Me acerqué e inclinándome para ver lo que estaba haciendo descubrí que jugaba a un rompecabezas—. ¡Ros!

—¿Qué? Me aburro mucho aquí. —Se encogió de hombros.

—La madre que te parió —negué con la cabeza.

—He terminado con los pendientes de la jefa y ahora que no está aprovecho.

—¿No te ha mandado nada?

—Bueno, que no le pase ninguna llamada. —Me miró—. Oye, de esto ni una sola palabra: recuerda que te he estado tapando cada vez que llegas tarde.

—¡Serás idiota!

Soltó una carcajada que sonó en todo el lugar: su risa era contagiosa y me hizo reír. Saqué del maletín la fiambrera que me dejó y dándole las gracias me fui a mi oficina.

Pasaron las horas y no pude evitar ponerme nerviosa con el dichoso café de esa tarde y por volver a verle.

—Solo es un café, Sofía —me decía como un mantra.

—¿«Solo será un café»?

Me sobresalté de la silla al ver a Teresa ahí, de pie en la puerta, mirándome como si estuviera loca. Estaba tan absorta que ni siquiera me había dado cuenta de que alguien entraba. ¡Qué manía con no tocar la puerta al entrar! Aunque sea la jefa, debería respetar la intimidad de sus empleados.

—¿Se le ofrece algo, doña Teresa? —Fabriqué mi mejor sonrisa.

—Sí, pero, ya que has mencionado el café, me gustaría tomarme uno. Tráemelo.

—Para eso está Ros, es su asistente personal. —No pude evitar decirlo, ¿quién se habría creído que era?

—Lo he mandado a hacer unas diligencias, así que trae el café, que tenemos que hablar.

Sin rechistar, le llevé el café de mala gana y después de más de una hora aguantando la retahíla de mi jefa alardeando de los nuevos productos, decidió ponerme al frente para vendérselos de inmediato; la reunión había sido un éxito tras las últimas ventas realizadas. Se levantó y por su puesto dejándome la taza encima de mi escritorio se marchó con la cabeza bien alta y feliz de la vida. Me recosté en el sillón agotada mentalmente, moví el ratón y automáticamente la pantalla del portátil se encendió; de fondo, tenía la foto de mi marido y yo en nuestro viaje a África por la luna de miel. Miré la hora: «¡Mierda, Matías!».

Me incorporé de inmediato, apagué el ordenador y cogiendo mi maletín y la chaqueta salí deprisa de la oficina. Me despedí de Ros poniéndomela y paré un taxi en la entrada.

A los 35 y no me encuentro

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