Читать книгу A los 35 y no me encuentro - Vanesa Vázquez Carballo - Страница 8

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CAPÍTULO DOS

Matías

Arreglar vehículos no era una tarea que me fascinase mucho ni tampoco me hacía a la idea de ser un simple mecánico, pero todo tenía un porqué. Todo cambió cuando tenía cinco años y mi madre nos abandonó a mi padre y a mí dejándonos con tan solo un taller de mecánica y poco más; mi padre me contaba que mi madre se había marchado por trabajo y que algún día regresaría a por mí. ¿Qué se le puede decir a un niño tan pequeño? Esperé tanto tiempo un regreso que no llegó y nunca supe de ella.

Con el paso del tiempo, me acostumbré a su ausencia y me aferré a mi gran sueño: ser psicólogo. Desde pequeño me había gustado ese campo en general hasta que un día se lo dije a mi padre y fue él quien me ayudó a que siguiera adelante, pagándome la carrera con un sueldo mísero; trabajaba muy duro en el taller para pagar facturas y que siempre no nos faltase de nada. Con el tiempo, se convirtió en unos de los mecánicos más eficientes y respetables del lugar hasta que un día como otro cualquiera llegué de la universidad y para cuando entré al taller a saludarlo como todos los días me lo vi tirado en el suelo y sin vida: le había dado un paro cardíaco fulminante. Desde ese maldito día, mi carrera se vio truncada y para colmo tenía que encargarme del negocio, que era lo único que tenía. Al principio, me costó arrancar para que volviera a flote, puesto que de mecánica solo sabía lo que mi padre poco a poco me fue enseñando. Con su pérdida, el negocio sufrió varias bajas de algunos clientes, hasta incluso creían que no podría levantar solo el taller, pero se equivocaron y fui igual de respetable que mi padre y no hubo un solo día en que me fallase la clientela.

Me proponía a arreglar una Ducatty, bastante chula, por cierto, cuyo dueño me confió, como si se me fuese la vida en ello; era el típico tío que quiere más a la moto que a su propia mujer. Con algunas ganancias que daba el taller, lo reformé cogiendo el local de al lado y juntándolos para tener dos en uno. Lo único que conservaba el taller es el cartel, en el que ponía con letras bien claras: «Taller mecánico Esquivel», cortesía de mi padre.

—¿Todavía liado con esa bestia?

Me giré y vi que se trataba de mi mejor amiga, Judith. Me limpié las manos en el trapo que llevaba colgando de la trabilla del mono y la abracé. La conocí una noche que fui con un par de colegas al casino Resort World en Times Square; para ser sincero conmigo mismo, me la quise tirar en cuanto la vi con su uniforme de color verde, sus impresionantes piernas, su melena pelirroja bastante larga, su piel suave como la seda y sus ojazos verdes de infarto. Recuerdo que dejé a mis colegas para ir a la ruleta donde ella atendía las bebidas y perdí todo el sueldo del mes, pero mereció la pena si con ello logré llamar su atención. La putada de todo eso fue que estuve comiendo pasta hasta aburrirme. Simpatizamos de inmediato, pero ella no quiso nada serio y lo dejé estar; para cuando me di cuenta, la quería como a una hermana.

—Veo que tienes un poquitín de prisa en arreglarla.

—El plazo acaba mañana y aún hay que cambiarle los neumáticos.

Sacó de su pequeña mochila un paquete de patatas fritas y dos refrescos.

—Relájate un poco, Mat. —Me tendió la lata.

—Gracias —sonreí aceptándola, agradecido. Nos sentamos en dos cajas de madera y empezamos a zamparnos el paquete de patatas—. ¿Cómo están las cosas por el casino?

—¡Genial! Esta noche hay un bote de cien millones de dólares.

Una patata se me fue por el mal camino atragantándome: ¡cien millones! Me estaba contando algunos de los acontecimientos importantes que ocurrirían esa noche cuando clavó la vista en la pieza que arreglé ayer justo cuando se marchó Sofía de mi casa. Al recordarla con su maletín hecha un manojo de nervios, me hizo bastante gracia, pero no se me pasó por alto lo hermosa que era: morena, ojos grandes de color caramelo, melena castaña ondulada y un cuerpo de escándalo. Mi entrepierna reaccionó al verla de inmediato: no era buena señal. Me sorprendió muchísimo la forma de actuar que tuvo conmigo, cómo me miraba e incluso juraría que al acercarme pude ver lo excitada que estaba. Recordé que se le cayó el bote de la crema de afeitar y para ser cortés, después del mal rato que estaba pasando, se lo recogí y se lo di; al tenerla tan cerca me entraron unas ganas locas de besar aquellos labios carnosos del color del carmesí.

Al principio no tenía ninguna intención de comprar, pero su empeño e incluso desesperación me conmovieron. Sé por experiencia propia qué se siente cuando nadie te compra nada, así que para que ese momento extraño entre ella y yo terminase le compré los cosméticos que le quedaban para verla sonreír y valió la pena: volvería a pagar por ver esa sonrisa de nuevo, aunque me tenga que quedar de nuevo sin sueldo y comer a base de pasta. Para rematarla, le ofrecí una botella de agua: sabía que era un descaro por mi parte, pero me apetecía continuar jugando con ella un rato más; desde el primer segundo en que me vio supe que le atraje como un imán y eso fue lo que la delató. Se apresuró con el agua, salió corriendo de mi casa y casi me río. Cuando cerré la puerta me apoyé en ella pensando en qué cojones había pasado y por qué había sentido y sentía aún una extraña sensación de vacío al no tenerla cerca e incluso por querer volver a verla con una intensidad que me asustaba. Me concentré en la pieza para así poder olvidar la absurda situación con aquella mujer.

—¿Me estás escuchando? —Judith se cruzó de brazos molesta.

—¿Eh? —Me levanté para seguir trabajando—. Sí, mujer.

—¿Qué es lo que he dicho? —«¡Mierda, no lo sé! Estaba tan absorto en mis pensamientos que la he dejado hablando sola»—. ¿En qué piensas que ya ni me escuchas?

—Judith, si no te importa tengo que terminar el trabajo.

—Vale, como quieras. —Se levantó y se colgó la maleta en un hombro—. Ya nos veremos.

—Gracias, Judith.

Se puso de puntillas y dándome un beso en la mejilla se marchó. Me puse manos a la obra cogiendo los neumáticos para hacer el cambio, aunque los que tenía no estaban tan deteriorados, pero eran órdenes del cliente y mientras me pagase… Para cuando terminé con la moto había oscurecido: la tapé con un plástico para protegerla y recogí el estropicio para poder irme a casa. Me estaba quitando el mono para vestirme con la ropa normal cuando entró un cliente algo angustiado:

—Por favor, ayúdeme. —Por su traje de marca, su maletín y ese acento americano deduje que sería empresario o gerente de algo—. Necesito su ayuda con el coche.

—Lo siento, caballero, pero ya estoy cerrando. —Mis horarios se respetaban.

—Venga, hombre, tengo el coche a la vuelta de la esquina.

—¿Qué le ha ocurrido?

—Se ha parado de repente y no puedo dejarlo ahí obstruyendo el paso a los otros vehículos.

El hombre estaba bastante desesperado, así que con todo el cansancio del mundo accedí a ayudarlo; total, en casa solo me esperaba una televisión con un montón de canales basura y una montaña de piezas por arreglar.

—De acuerdo, le ayudaré.

—¡Oh! ¡Gracias, joven!

Le seguí los pasos hasta que dimos con el coche aparcado de malos modos interfiriendo en el paso de los otros conductores: era un Citroen negro bastante normalito, a pesar de que el conductor parecía manejar dinero. Con un gesto, le indiqué que se situase detrás del coche para que juntos pudiésemos empujarlo hasta llevarlo al taller. Una vez dentro del garaje, donde arreglo todo tipo de vehículos, lo inspeccioné rápidamente.

—Muchas gracias, joven —dijo todavía algo cansado por el esfuerzo de haber empujado el coche.

—De nada, para eso estoy. —Levanté el capó—. ¿Y dice que de repente se le ha parado?

—Sí, así sin más.

—¿Cuánto tiempo tiene el vehículo? —De seguro sería una chatarra.

—Unos cinco años.

—Tiene que ver con la batería o el motor, pero si usted me lo dejara para poder mirárselos… —Me rasqué la barbilla pensando en que tenía para largo.

—¿Para cuándo estaría listo? Trabajo y no puedo estar mucho tiempo sin coche.

—Caballero, esto es como el médico: hay que encontrar primero lo que tiene y luego arreglarlo.

—Está bien. —Se sacó de la chaqueta dos tarjetas de contactos—. Aquí tiene mi número y el de mi mujer para que con cualquier cosa pueda llamar.

—Muy bien. —Miré su tarjeta en particular: «Agente Ejecutivo Josef West. Sucursal Bank of America».

—Cuando lo tenga listo le llamaré, señor West. —Le tendí la mano a modo de despedida.

—Perfecto, y usted es…

—Matías Esquivel.

—¡Anda! Precisamente mi mujer me dio una tarjeta suya ayer diciéndome que le había vendido.

¡No podía ser! Mira que Nueva York es inmensa, pues tuve que toparme con el esposo de la mujer en la que no podía dejar de pensar desde el día en que la vi. ¡Joder! Estaba casada y para colmo tenía al marido frente a mí. Necesitaba salir de allí y meterme en casa a tomarme una birra bien fresca para poder procesar todo aquello. Miré el coche y solté un bufido; ya lo arreglaría mañana por la mañana.

—Sí, vino ayer y le compré un gel de afeitar.

—Mi mujer es sensacional.

Con una inclinación de cabeza, se retiró hacia la puerta hasta que le perdí de vista. ¿Sensacional? No sabe hasta qué punto es sensacional su mujer. Negué con la cabeza y de inmediato cerré el taller y me encaminé hacia la casa.

Efectivamente, el día no pudo empezar peor: el coche de West tenía varios problemas que había que solucionar cuanto antes, pero tenía un coche de otra clienta esperando; me levanté más temprano de lo habitual para abrir el taller y así poder adelantar trabajo para que no se me acumulase todo. Comprobé el chasis, el carburador, los amortiguadores y un sin fin de piezas más y todo indicaba que era el motor, que estaba ya bastante viejo. Sabía que el coche de West tenía para rato: había que cambiar el motor, pero daba la casualidad de que al ser un modelo antiguo no disponía de ese tipo, así que tenía que llamar para que me trajesen el adecuado. Retiré el motor con cuidado para, cuando llegase la nueva pieza, ponerla de una vez; al mirar el interior del coche noté que no le habían hecho una revisión en bastante tiempo.

—Hola, ¿Matías?

Saqué la cabeza del interior del capó y vi a Sergio, el dueño de la Ducatty, parado con una de sus sonrisas de bobo. Le indiqué con un dedo que me siguiera, hasta que llegamos al garaje donde estaba la moto aún con el plástico puesto, lo retiré y Sergio se quedó alucinado con mi trabajo.

—¡Chaval! —Pasó la mano por el sillín—. La has dejado como nueva.

Haciendo caso omiso a sus abalanzas, le di las llaves y sin pensárselo las metió en la ranura de contacto para prender el motor: apretó el puño y este cobró vida con un rugido ensordecedor. Dándome las gracias, pagó por mis servicios y nos despedimos para así yo poder seguir con el trabajo, no antes de guardar el dinero en la caja fuerte empotrada en la pared. Hacía un calor infernal dentro y pensé en instalar un aire acondicionado. Continuaba con el coche de una clienta dejando el otro del señor West, ya que hasta que no llegase la pieza no podría hacer nada. Tenía que comunicárselo a West, por lo que apoyándome en el coche, no antes de limpiarme las manos llenas de grasa en el trapo, cogí el móvil; saltó su contestador, así que le dejé un mensaje. Volví manos a la obra con el coche de la clienta, ya que solo faltaba ponerle un carburador nuevo y cambiarle el volante por uno más nuevo; pero no uno cualquiera, tenía que ser de un color chillón para la clienta más pija que hasta ahora tenía. La verdad, no estaba nada mal y a lo mejor la invitaba a cenar.

Ya por la tarde seguía trabajando sin ni siquiera haber probado bocado desde que había salido de casa; como siguiese así, me iba a quedar famélico con tanto esfuerzo. Me froté la frente para quitarme el sudor y suspiré satisfecho porque el coche de la pija ya estaba listo para que lo recogiera. Luego, salí del taller un rato para que me diera algo de aire fresco, porque ahí adentro me sentía como un pollo en el horno.

Llevaba un par de años viviendo en Nueva York y sentía que pertenecía al lugar, su gente y sus costumbres: llegué a adaptarlas a mi estilo de vida. Por la acera, vi caminar a Judith con una enorme sonrisa en su cara y cargando con una bolsa de Five Napkin Burguer. Me apresuré a ayudarla con la bolsa y ella me dio un beso en la mejilla a modo de agradecimiento.

—Seguro que te has matado trabajando toda la mañana y ni siquiera has comido nada. —Entró en el taller y dejó su mochila encima de la mesa junto a las herramientas.

—¿Cómo lo sabes? —sonreí satisfecho.

—Te conozco como la palma de mi mano. —Me quitó la bolsa de las manos y empezó a sacar unas fiambreras junto con dos refrescos con el logotipo del burguer extragrandes. Me tendió uno—. Espero que te gusten los hot dogs.

—¿Bromeas? —La boca se me hizo agua con solo pensarlo.

Al cabo de un rato, nos terminamos todo y, ya que ella había traído la comida, lo menos que pude hacer era recogerlo todo. Cuando regresé junto a Judith, ella me observaba a la espera de que le dijese algo.

—Gracias por la cena. Te recompensaré con otra. —Le di un beso en la mejilla.

—De nada, aunque, ya que insistes, te tomo la palabra. —Me dio un pequeño codazo—. Pero, en realidad, no estoy aquí para que me des las gracias, sino para que me cuentes cosas.

La miré confundido sin saber de lo que me estaba hablando, aunque por su cara me imaginé que sería para sacarme información. Judith cogió unas cajas del rincón y se sentó frente a mí; con la mano le dio pequeños golpes a la caja de al lado para que me sentase.

—Si te refieres a lo de ayer, estaba hasta arriba de trabajo. —Me senté con pesar.

—Que sepas que no me tragué el cuento de «tengo que terminar el trabajo». Estabas intentando evadirme.

Me levanté apoyándome en la mesa y me crucé de brazos. Conociéndola como la conozco, querría saber qué pasó ayer y por dónde irían los tiros: cuando se le metía algo en su pequeña cabecita pelirroja, no había poder humano que se lo sacase.

—Hasta que no te lo cuente no vas a parar, ¿verdad? —Negó con la cabeza y se inclinó hacia adelante apoyando los brazos en sus piernas, con los ojos bien abiertos, a la espera de que le contara un chisme de lo más jugoso—. Está bien. Ayer me vendió una mujer bastante atractiva un gel de afeitar y desde entonces no dejo de pensar en ella. ¿Contenta?

—¿Una mujer? —Los ojos le brillaron de la emoción: a veces me hacía de casamentera con algunas amigas suyas con el fin de que algún día consiguiese emparejarme.

—Sí, es vendedora de productos de cosméticos.

—¿Dónde puedo encontrarla? ¡Necesito crema depilatoria urgente!

Puse los ojos en blanco y dándole un buen trago a mi refresco continué hablando.

—Judith, ¿quieres que te siga contando?

—Sí, por favor.

—Al principio no quise comprarle nada, pero al final se lo compré todo.

—Tú y tu autocompasión: algún día terminará contigo. ¿Y cómo de atractiva era? ¿Te gustó?

—Eh, sí, no estaba nada mal.

—¡Sí! —Saltó de la caja y me dio un fuerte abrazo.

—No te precipites aún… —Casi me faltaba el aire.

—¿Por qué? —Me miró asombrada—. Si te gusta, ve a por ella.

—Está casada, Judith.

—¿Cómo lo sabes? Y lo que es peor: ¿te gustan las mujeres casadas? —Se dejó caer hasta sentarse en la caja de nuevo.

—¡Claro que no me van las mujeres casadas! No lo supe hasta que vino su marido con el coche estropeado. —Con la cabeza, le indiqué el coche aparcado al otro extremo del garaje.

Judith asintió y luego miró repetidas veces al coche y a mí. Tras sacar sus propias conclusiones, se derrumbó en la caja decepcionada. ¡Debería haberlo estado yo, no ella!

—¿Sabes al menos cómo se llama? —Su voz sonaba apagada.

—Sofía Lagos.

—¡Joder! Tenía la esperanza de que con esta sí sentarías la cabeza y formarías una bonita familia.

—¡No corras tanto! —exclamé asombrado—. Solo me atrae, pero está casada y no puedo hacer nada. Será por mujeres…

—Buenas tardes.

Judith y yo alzamos la cabeza hacia la puerta y allí plantado estaba el flamante esposo de Sofía: estaría allí por el mensaje que le había dejado en el contestador. Judith se puso en pie de inmediato sin dar crédito ante tal hombre: su debilidad siempre habían sido los hombres con ropas de marcas. Le invité a que pasase y Josef entró con su traje negro impoluto y con pasos elegantes, cosa que me parecía exagerada. Judith se metió por medio tendiéndole la mano para saludarlo: «¡No me lo puedo creer!».

—Soy Judith Wilson.

—Josef West, un placer. —Le estrechó la mano con firmeza, típico de los banqueros. Negué con la cabeza y con la mirada le dije a Judith que no molestase y que me dejase trabajar; se apartó sonriendo y se volvió a sentar. Él se dirigió a mí—. He venido porque he recibido un mensaje suyo.

—Sí, sígame.

Lo llevé al garaje y una vez que estuvimos frente al coche le abrí el capó y le mostré la avería.

—Mire, el motor estaba bastante dañado, así que hay que cambiarlo por otro; tiene dos soluciones.

—¿Cuáles? —El banquero miró detenidamente su vehículo.

—Una es encargar el motor para ponérselo nuevo; la otra, comprarse usted otro coche si ve que no le compensa.

Se lo pensó durante lo que me parecieron horas hasta que al final dijo:

—El motor hay que cambiarlo, ¿no?

—Efectivamente, hay que encargarlo.

—Pues entonces encárguelo: corro con todos los gastos.

—Como usted diga.

Debía de tener algún aprecio sentimental para querer arreglar semejante chatarra, aunque con el dinero que tendría podría haberse comprado un modelo más nuevo y mucho mejor; a mí me compensaba para mi bolsillo. Cogí mi móvil e hice un par de llamadas y para cuando terminé le dije al banquero que tendría el motor lo antes posible.

Cuando nos disponíamos a salir, volvió a interferir Judith para despedirse de West hasta que este, con algo de prisa, se marchó; ella se quedó parada mirando cómo se iba el trajeado.

—Tierra llamando a Judith. —Al ver que no me contestaba, le tiré del brazo.

—Pero ¿tú has visto qué pedazo de tío?

—¿Y?

—¡Está buenísimo!

—Qué ironías tiene la vida, mi querida Judith.

—¿Por qué dices eso?

—Ese es el esposo de Sofía y ahora resulta que no soy el único al que le atraen personas casadas —me reí a carcajadas.

—¡Joder! —Me miró con el ceño fruncido—. No le veo la gracia.

—Pues yo sí. —Me quité la parte de arriba del mono—. Me cambio y te invito a cenar.

—¿Puedo elegir el sitio?

—Claro.

—Vayamos a Virgil’s.

—De acuerdo.

Después de habernos comido unos de los mejores pollos asados de nuestras vidas, la acompañé hasta su casa mientras me contaba por el camino el bote de la noche anterior en el casino: se lo llevó una rica anciana que sabía jugar muy bien sus cartas; entonces estaría bañándose en una enorme bañera podrida en dinero. Me despedí de Judith y me fui caminando bajo la noche con un único pensamiento en la cabeza: Sofía. Quería poder volver a verla de nuevo.

A los 35 y no me encuentro

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