Читать книгу E-Pack Bianca y Deseo octubre 2020 - Varias Autoras - Страница 10
Capítulo 5
ОглавлениеMINERVA estaba mareada, y casi no podía respirar.
De hecho, no recuperó el aliento hasta que el avión privado de Dante despegó de la pista, cuando tuvo la seguridad de que ya estaban a salvo.
Solo entonces, se fijó en el precioso moisés donde descansaba Isabella, y se preguntó de dónde habría salido. Pero, mientras se lo preguntaba, cometió el error de preocuparse por las fotografías que la prensa había publicado.
A decir verdad, no habían sido especialmente crueles. Se habían limitado a incluir una foto de cuando ella tenía diecisiete años. Sin embargo, era una foto en la que estaba llorando y, por si eso fuera poco, la habían puesto junto a una de Dante en la que aparecía tan alto, fuerte y atractivo como de costumbre.
La intención del periódico era obvia: insinuar que Dante había estado saliendo con ella desde que era una menor. Pero estaba segura de que nadie lo creería, porque un hombre tan impresionante como Dante Fiori jamás habría salido con una criatura tan irrelevante como Minerva King.
A fin de cuentas, había sido la chica con la que ningún chico quería salir. Ninguno salvo Bradley, quien luego confesó que le había pedido una cita para poder ver su casa y mirar bajo las faldas de Violet.
Cuando Violet se enteró, soltó una carcajada seca y se puso mortalmente seria. Y Minerva supo que, si Violet le hubiera pillado in fraganti, le habría cortado sus partes con unas tijeras.
Esa era la cuestión.
La protagonista de aquella historia no era ella, sino Violet, la heroína capaz de reírse de un idiota mientras planeaba una venganza feroz.
Y también había un héroe, Dante.
El hombre que se había rebajado a bailar con ella a pesar de considerarla una delgaducha triste y poco atractiva.
Por lo visto, siempre le tocaba el papel más penoso. Y cualquiera sabía lo que dirían de ella cuando las fotografías de su reciente boda llegaran a las portadas. Quizá, que había echado el lazo a Dante Fiori gracias a un preservativo defectuoso.
–No te preocupes por nuestra estancia en la isla –dijo Dante, interrumpiendo sus pensamientos–. Cuando lleguemos, habrá de todo.
Minerva, que no sabía de lo que estaba hablando, se inclinó sobre el moisés para tapar mejor a Isabella.
–¿Y eso?
–Los empleados de la empresa que uso de tapadera se encargarán de ello, pero se habrán ido cuando lleguemos –explicó él–. Además, no saben quién ha dado las órdenes ni quién es el verdadero dueño del lugar.
–¿Por qué necesitas una tapadera?
–Por precaución, claro. Nunca sabes cuándo tendrás que huir.
Ella frunció el ceño.
–¿Estás involucrado en algo ilegal, Dante?
–No. Pero, cuando un hombre ha tenido un pasado tan duro como el mío, aprende a ser paranoico.
–Pues es una pena que yo no lo aprendiera antes.
Dante no dijo nada, y ella se preguntó si la sensación que había tenido en el altar sería cierta. Le había dado la impresión de que la había besado de verdad, como si le gustara. Pero no había tenido ocasión de analizarlo, porque estaba demasiado preocupada con la amenaza del padre de Isabella.
–No esperes gran cosa. Es una isla pequeña –volvió a hablar él–. No hay más edificio que la casa. El resto es selva y playas de arena blanca, aunque creo que te gustará.
–En este momento, me gustaría cualquier sitio donde me sienta a salvo.
Y Minerva se sentía a salvo.
De momento.
Durante el resto del viaje, Dante se dedicó a trabajar y ella, a dormir cuando Isabella se lo permitía, porque sus horarios dependían de las tomas de leche y los cambios de pañales de la pequeña.
Y, por fin, el avión empezó a descender.
–No sé si lo has pensado, pero el piloto conoce nuestro paradero –comentó en ella.
Dante se encogió de hombros.
–Confío en él.
–¿Hasta qué punto? –insistió.
Él arqueó una ceja.
–Hasta el punto de permitirle que nos lleve volando por encima del océano y a miles de metros de altura –ironizó.
–Ya… pero, en ese caso, su destino está ligado al nuestro.
–Su destino siempre está ligado al mío, Minerva. Sabe perfectamente que, si nos traicionara, se encontraría en una situación bastante difícil, por así decirlo.
–Últimamente, no dejas de amenazar a los demás.
–Porque tu vida está amenazada –le recordó–. En otras circunstancias, no sería tan tajante.
Minerva reflexionó al respecto mientras bajaban del avión. De repente, Dante le parecía un extraño. Siempre había sabido que era un hombre duro, pero se sentía a salvo cuando estaba con él. Y ahora, se había vuelto imprevisible.
Por un lado, la besaba con pasión y por otro, amenazaba a la gente con toda naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo.
¿Con qué clase de hombre estaba?
Hasta entonces, todo lo que sabía de él estaba relacionado de un modo u otro con su familia. Pero empezaba a pensar que Dante no era exactamente lo que parecía. Y, teniendo en cuenta que había amenazado a su padre con una pistola, se preguntó si Robert y Maximus lo conocerían mejor que ella.
¿Y qué decir de Elizabeth y Violet? ¿Serían conscientes de su lado más oscuro?
–Como sigas pensando tanto, te va a salir humo de las orejas –se burló Dante–. ¿Qué es lo que te preocupa?
Ella se frotó la barbilla.
–Tu crueldad –respondió.
Dante se volvió a encoger de hombros.
–Sí, suele ser motivo de preocupación.
–Pues yo no lo sabía. Siempre me pareciste una especie de hermano mayor. Severo, pero no peligroso.
–Bueno, supongo que es una confusión lógica. Aunque reconozco que eres la primera persona que la comete.
–Porque los demás no te conocen como yo –dijo, arrugando la nariz–. O, por lo menos, como yo te conocía.
Momentos después, se subieron al coche que les estaba esperando, donde pusieron a Isabella en una sillita. El vehículo se puso en marcha inmediatamente, y Min se dedicó a admirar el precioso paisaje de la isla, que se atenía a la descripción de Dante: selva densa a un lado y blancas playas al otro.
La casa resultó estar en lo alto de una colina, junto al mar. Era de planta moderna, con tabiques que imitaban el color de las playas y superficies de cristal por todas partes.
–Ya estamos en casa –anunció él.
–Pues tiene un aspecto bastante salvaje.
Él soltó una carcajada.
–¿Salvaje?
–¿Sabes a qué me recuerda? A Los robinsones de los mares del sur. Más a la película que al libro –afirmó–. Era una especie de casa moderna en mitad de la jungla.
–Sí, yo también lo pensé en su momento.
Min lo miró con sorpresa.
–¿En serio?
–Sí. Vi la película cuando era joven.
–¿En serio? –repitió.
–Estuve una temporada en un centro comunitario donde tenían vídeos de películas viejas. Los robinsones de los mares del sur era una de ellas, y siempre pensé que me gustaría vivir en un lugar así, una isla remota donde nadie pudiera encontrarte ni te vieras obligado a dar explicaciones. Un lugar donde construirías lo que te hiciera falta y harías lo que quisieras. Siempre que no te atacaran los piratas, claro.
–Es curioso, porque yo pensé lo mismo cuando la vi –le confesó–. Pero también pensé que quería vivir con un príncipe en una granja y tener una enorme mansión en Atlanta. Supongo que es por culpa de la literatura. Y, al cabo de un tiempo, decidí que quería dejar de soñar y viajar de verdad… Quise ser la heroína de mis propias historias.
–Y te encontraste con un monstruo.
–Sí, me temo que sí –admitió–. Quería un poco de aventura, pero no tanta.
–Bueno, aquí puedes vivir todas las aventuras que quieras, porque estarás a salvo –declaró–. Te lo prometo.
La promesa de Dante le provocó una sensación intensa y caliente, de la que intentó hacer caso omiso. Era desconcertante, pero sus palabras la afectaban más de la cuenta. Y no quería que la afectaran. No quería que su relación cambiara. Que se hubieran besado no debía tener más importancia que los falsos votos de la boda.
–Te has quedado muy callada.
–Pensaba que me preferías así.
–Pues no. Es inquietante. No es normal.
–Bueno, no recuerdo que me hayan llamado «normal» ninguna vez. Deberías saberlo mejor que nadie.
Sus miradas se encontraron un momento, y Min tuvo la sensación de que Dante veía algo en ella que ni ella misma sabía.
–¿Cómo es posible que ese hombre te gustara? –preguntó él, tan súbita como bruscamente.
–¿Qué quieres decir?
–Que no pareces la clase de mujer a la que se puede engañar con facilidad.
–¿Y quién ha dicho que le resultara fácil?
Él se puso tenso.
–No tuvo que forzarte, Min.
Ella respiró hondo. Katie le había contado muchas cosas sobre su relación con Carlo y sobre los motivos por los que le gustaba, pero no se sintió capaz de asumir el papel de su difunta amiga. No era ella a quien Carlo había seducido. No era ella quien había sufrido un verdadero trauma, así que salió del paso lo mejor que pudo.
–No puedo explicarte en qué consiste su atractivo –replicó, calculando sus palabras–. Pero, consista en lo que consista, lo pierde cuando lo conoces. No es una buena persona.
Dante guardó silencio.
–Es un hombre peligroso –insistió ella, pensando otra vez en Katie.
Las preocupaciones de Minerva se esfumaron cuando llegaron a la entrada de la casa. Le había parecido bonita en la distancia, pero de cerca se lo pareció mucho más. Acostumbrada a la opulencia de la mansión de los King, la sencillez y la elegancia de sus líneas la dejaron sin habla.
Era como su dueño, tan sólida como exquisita.
Era como su cuerpo, duro, sin un solo gramo de grasa, tonificado. Un cuerpo perfecto que cubría con trajes perfectos, hechos a medida.
Al salir del coche, Dante se inclinó sobre el asiento trasero y alcanzó la sillita de Isabella con sus habituales movimientos felinos. Min pensó que hasta la ropa que llevaba parecía formar parte de su ser, como si fuera un planeta gigante que atrapaba todo en su órbita.
–Se te da muy bien –dijo ella.
–Gracias.
Minerva no supo si su agradecimiento era sincero o si se estaba burlando. Con él, nunca se sabía.
Dante le enseñó las habitaciones de la casa y, cuando llegaron al dormitorio de la niña, Min soltó un gemido de admiración. Era una especie de oasis, un lugar cálido y seguro, donde Isabella estaría completamente a salvo.
En ese momento, Min supo que daba igual quién fuera la madre de la niña. Ni siquiera importaba que su padre fuera un hombre tan problemático como Carlo. Eso era del todo irrelevante.
Lo único que importaba era el amor.
Además, Isabella le había dado algo que nunca había tenido: una causa. Y, por muy culpable que se sintiera, por muy difíciles que fueran las circunstancias, no iba a renunciar a ella. Ahora tenía algo por lo que vivir.
A decir verdad, se había ido a Roma porque en casa se sentía perdida. No sabía ni lo que quería estudiar, y pasaba de disciplina en disciplina a una velocidad alarmante. Historia, Arte, Empresariales, lo que fuera. Empezaba una carrera y la abandonaba cuando se daba cuenta de que nunca podría competir con Violet y Maximus.
Pero con Isabella era distinto.
Isabella la llenaba por completo.
Tras dar el biberón a la niña, le cambió los pañales y, aprovechando que se había dormido, la dejó en la cuna y se fue a explorar la casa. Su dormitorio era una preciosidad de paredes blancas y suelos de mármol, con enormes ventanas correderas que daban al mar.
Min las abrió, y se encontró ante un camino que parecía llevar a la playa. Pero, aunque le apetecía caminar por la arena, decidió dejarlo para más tarde y darse un baño, porque lo necesitaba con urgencia.
Entró en el servicio y se encontró ante una bañera enorme y tan blanca como las paredes, que empezó a llenar inmediatamente. Luego, regresó a la habitación y empezó a rebuscar entre su ropa hasta que cayó en la cuenta de que ninguna de aquellas prendas era suya.
Pero, ¿cómo lo iban a ser?
Obviamente, Dante le había encargado un vestuario entero. Y, mientras lo admiraba, se preguntó qué clase de mujer lo habría elegido, porque estaba segura de que él no había tenido nada que ver.
A pesar de ello, coqueteó con la idea de que su flamante marido había estado imaginando su cuerpo y había llegado a la conclusión de que era la mujer adecuada para deambular por su casa con un top minúsculo, unos pantalones anchos y un caftán transparente. O para pasearse con aquellos vestidos de colores brillantes. O para llevar un bikini blanco.
A Minerva nunca le habían gustado los bañadores, y tampoco se sentía cómoda con los bikinis. Cada vez que se los ponía, pensaba en las exuberantes curvas de su hermana y se sentía manifiestamente inferior, porque las suyas eran tan leves que sus senos apenas llenaban el sostén.
Sin embargo, eso no significaba que no pudiera ser sexy. Si se metía en el agua y el bikini se transparentaba, el efecto sería de lo más interesante. Y hasta era posible que llamara la atención de Dante.
La idea la excitó un poco, y se puso tan tensa que volvió inmediatamente al cuarto de baño con el top, los pantalones y el caftán que se había probado. Luego, se los quitó, cerró el grifo de la bañera y se metió en el agua caliente.
Por desgracia, se puso a pensar en todo lo que había sucedido y, cuando llegó al beso, los pezones se le endurecieron al instante.
Irritada, se maldijo para sus adentros. No quería pensar en esas cosas. Era desconcertantemente abrumador. En todo caso, debía estar enfadada con él, porque la había besado con una pasión que nadie esperaba en una boda.
Y entonces, se acordó de lo que había dicho sobre Los robinsones de los mares del sur.
Y su excitación aumentó notablemente, porque las palabras de Dante habían despertado algo profundo en su interior, algo que la había emocionado.
Y, por supuesto, se enfadó un poco más.
Harta de no poder controlar sus propias emociones, salió de la bañera, se envolvió en una toalla y entró en el dormitorio, donde descubrió que Isabella había empezado a llorar. Asustada, buscó su ropa para vestirse rápidamente; pero, antes de que pudiera encontrarla, Dante abrió la puerta y alcanzó a la niña.
–Iba a hacerlo yo –dijo ella.
–Pues hazlo, porque no sé nada de bebés…
Dante le pasó a la niña, y ella se hizo cargo como pudo, porque no llevaba nada salvo la toalla de baño.
–Debería haberme vestido antes de tomarla en brazos –acertó a decir.
Dante la miró con cierta sorpresa, como si no hubiera reparado en ello hasta ese momento.
–Bueno, eso no es problema mío. Encárgate tú.
Él se marchó a toda prisa, y ella se preguntó qué habría sido del hombre encantador que había estado hablando sobre aquella película. ¿A qué venía tanta brusquedad? ¿Estaría enfadado con ella?
Min suspiró y puso el chupete a Isabella para que se tranquilizara. Después, la tumbó en la cama y le dijo:
–Solo me voy a vestir. Enseguida estoy contigo.
Min no quitó ojo a la niña en ningún momento y, tras tranquilizarla del todo, descubrió que no se podía tranquilizar a sí misma. A fin de cuentas, iba a estar con Dante durante un periodo indefinido. Y se preguntó si podría sobrevivir a la experiencia.
No se sentía físicamente en peligro. Esa no era la cuestión. Pero no sabía lo que estaba pasando en su interior y, para empeorar las cosas, tampoco sabía lo que estaba pasando en el interior de su esposo.
Además, los votos que había pronunciado le habían afectado más de lo que imaginaba. Habían cambiado algo en ella.
¿Qué iba a hacer ahora? ¿Qué podía hacer una mujer cuando se casaba a regañadientes con el mejor amigo de su hermano mayor y se marchaba con él a su isla privada?
La heroína de una novela romántica lo habría tenido claro.
Sin embargo, ella no era ninguna heroína, así que parpadeó y apartó la idea de su mente.
Sí, había soñado con ser como ese tipo de mujeres. Lo había soñado muchas veces. Pero no lo era, y estaba segura de que nunca lo sería.