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Capítulo 4
ОглавлениеERA EL día de la boda.
Su secretaria le había dicho el viernes que iba a ser el día más feliz de su vida, y Dante había refrenado la risa por dos motivos: porque no quería darle la impresión de que se estaba riendo de ella y porque, por mucho que no compartiera su edulcorada visión del mundo, tampoco quería destrozar sus ilusiones.
Pero, definitivamente, no iba a ser el día más feliz de su vida. Solo era un movimiento calculado, una inversión beneficiosa.
La organización del acto había sido bastante rápida. Minerva se había mantenido en segundo plano, viviendo en casa de sus padres y aparentemente encantada con la idea de dejar el asunto en sus manos, cosa que él agradeció. Quería que todo saliera bien. Nunca había sido un hombre que apreciara los riesgos innecesarios.
Al llegar a la catedral, se encontró entre su futuro suegro y su futuro cuñado, que le incomodaron un poco. Cualquiera habría dicho que no estaban allí para ofrecerle su apoyo, sino para asegurarse de que no saliera corriendo.
Había algo extrañamente familiar y cercano en su actitud. Algo demasiado cálido para el gusto de Dante.
Por supuesto, estaba agradecido a Robert King por todo lo que había hecho por él y, si hubiera creído en la amistad, habría admitido que Maximus King era su mejor amigo. Pero no estaba acostumbrado a que lo trataran como si fuera de la familia. De hecho, no estaba acostumbrado a que lo trataran como si fuera de ninguna familia, porque él no había tenido ninguna.
Su padre no había formado parte de su vida, su madre había fallecido antes de enseñarle el sentido del amor maternal y, si tenía más familiares, no los conocía.
Sin embargo, eso no le molestaba. La vida era así, sencillamente; algo injusto y arbitrario. La gente podía nacer en una familia como los King o en las calles de Roma, como en su caso; podía tener un padre como Robert o uno como el tal Carlo, capaz de amenazar a la madre de Isabella y de pretender llevarse a la niña a su mundo de crímenes y delincuencia.
Eran simples accidentes del destino, y no se podía luchar contra ellos. Solo se podía hacer una cosa: intentar salir adelante con lo que se tenía.
Dante creía firmemente en ello. Había sacado el máximo partido de todo y, cuando surgió la oportunidad de ser más, la aprovechó. Pero eso no significaba que se sintiera completamente a gusto con su situación.
Sí, había imaginado que Maximus sería su padrino si alguna vez se casaba, pero no había imaginado que se casaría con su hermana pequeña.
Justo entonces, el hombre en el que estaba pensando le puso una mano en el hombro y dijo, sonriendo:
–Como hagas daño a mi hermana, te mato.
Dante no subestimó la amenaza de Maximus; en primer lugar, porque era una de las pocas personas capaces de enfrentarse a él, una especie de vikingo de ojos azules y, en segundo, porque habían salido juntos muchas veces, y sabía de su apetito por las mujeres bellas. Si hubiera sabido que se iba a acostar con Min y a dejarla embarazada, le habría pegado un tiro en el acto.
–Te creo –replicó él.
Robert, que estaba junto a ellos, interrumpió súbitamente su conversación.
–Siempre has sido como un hijo para mí –afirmó.
Dante supo que lo decía en serio, pero también supo que no significaba nada. Por mucho que le quisiera, no era un King. Si lo hubiera sido, no le habría puesto tantos problemas con su plan de fundir las empresas.
–Bueno, será mejor que aceleremos las cosas –dijo Dante, cambiando de tema.
–Sería inútil. Hagamos lo que hagamos, se retrasarán –declaró Robert, mirando la hora–. Supongo que Violet es la encargada de peinarla y maquillarla, ¿verdad?
–Sí, y de asegurarse de que llegan tarde –ironizó Dante.
–¿Cómo?
–Nada, olvídalo.
Minerva y Violet aparecieron en ese momento, y todos ocuparon sus puestos. Robert se dirigió hacia su hija, y Dante pensó que se estaba tomando en serio su papel de padre de la novia y de padre emocional suyo. Pero, desgraciadamente, no se sintió capaz de apreciar el gesto.
De todas formas, él no era el único que no veía calidez alguna en aquella situación. La multitud que llenaba la catedral no estaba allí porque les importara su supuesta historia de amor con Minerva, sino porque esperaban ganarse el aprecio de Robert, Maximus, Violet o él mismo. Nadie había ido por la hija pequeña de los King.
Al pensarlo, se sintió extrañamente molesto. A diferencia de sus familiares, Minerva no tenía nada que dar. Minerva no podía hacer nada por ellos y, en consecuencia, carecía de interés para la mayoría.
¿Sería esa la razón de que hubiera caído bajo el influjo de un hombre como el padre de Isabella? ¿Se sentiría vulnerable por la posición que ocupaba en su familia? Fuera como fuera, había tenido un bebé con un hombre peligroso, y lo había tenido a sabiendas de lo que hacía.
Pero Isabella era inocente. Isabella no tenía la culpa de nada y, si su decisión de casarse hubiera sido magnánima en algún sentido, no la habría tomado por Minerva, sino por la pequeña. Al fin y al cabo, sabía lo que significaba ser hijo de unos padres que no estaban a la altura.
Sin embargo, no podía negar que Min le había sorprendido durante la fiesta con su exquisita belleza y con el sabor de sus labios, que había despertado algo en él. Pero, ¿qué había sentido ella? Su reacción había sido bastante extraña. Se puso tensa y siguió así toda la noche, como si estuviera enfadada con él.
¿Había sido por su falta de experiencia? ¿O acaso lo encontraba repugnante?
Dante no estaba acostumbrado a que las mujeres lo encontraran repugnante, porque solo las besaba cuando ellas lo deseaban. Pero aquel no había sido un beso de deseo, sino una farsa destinada a engañar a los demás, así que entraba dentro de lo posible.
En cualquier caso, la idea de que su contacto físico le hubiera disgustado no le molestaba tanto como el hecho de que a él le hubiera encantado. Y ni siquiera sabía por qué.
Minerva no era una mujer guapa en el sentido clásico del término. Era ciertamente bonita, pero algo corriente para su gusto. Carecía de refinamiento y, por si eso fuera poco, la encontraba demasiado joven para él.
Entonces, ¿por qué le había gustado tanto?
Mientras reflexionaba al respecto, Violet avanzó por el pasillo central con su hermano, que se puso junto a Dante.
–Te mataré –susurró Maximus sin dejar de sonreír–. Te juro que te mataré.
Esta vez, Dante no dijo nada; entre otras cosas, porque la visión de Minerva lo dejó sin habla.
Llevaba un vestido sencillo, de una tela tan suave y ligera que parecía posarse sobre sus formas como una fina niebla. Se había hecho un peinado de trenzas, con unos cuantos mechones sueltos y algún tipo de joyas que soltaban destellos a medida que avanzaba. Era un rayo de luz en plena oscuridad. Estaba aún más bella que la noche anterior, y había conseguido estarlo sin perder un ápice de su encanto natural.
Dante no lo podía creer. La jovencita supuestamente sosa se había convertido en un ser etéreo, mostrando un tesoro que había permanecido oculto hasta ese día.
Cuando lo miró, sus ojos verdes brillaron un momento, y él supo que no lo estaba soñando. Era ella, Minerva, «Min». Y también supo que, aunque regresara a su apariencia anterior, siempre la recordaría como aquella mañana.
–Me alegra que hayas venido –susurró ella.
–No te abandonaría jamás –replicó él, ofendido por el comentario.
–No –dijo Min, frunciendo el ceño–. Claro que no.
El sacerdote empezó a hablar, y Dante notó algo en Minerva que le encogió el corazón. Estaba incómoda, como si le desagradara la perspectiva de casarse por interés. Y era bastante probable, teniendo en cuenta que era mucho más blanda que él.
Dante tuvo que recordarse que se había metido sola en aquel embrollo. Ella era la causante de aquella situación. Había forzado las cosas de tal manera que no había tenido más remedio que casarse y, si estaba a disgusto con las consecuencias de sus actos, tendría que aprender a superarlo.
Lamentablemente, eso no impidió que se sintiera culpable, una emoción a la que tampoco estaba acostumbrado. Desde su punto de vista, el sentimiento de culpabilidad era una pérdida de tiempo y un ejercicio tan vano como haber nacido pobre y desear haber nacido rico, o como haber crecido en las calles de Roma y desear haber sido un King. No tenía ninguna utilidad. No resolvía ningún problema.
Justo entonces, llegó el momento de los votos. Él pronunció los suyos sin titubear, pero ella dudó más de la cuenta con las promesas, como si tuviera miedo de lo que pudiera ocurrir si las rompía.
Al verlo, Dante sonrió para sus adentros. Se había divertido mucho al decirle que no se podrían divorciar, y se había divertido aún más cuando le creyó. Pero llevaba toda una vida haciendo cosas que la Iglesia habría desaprobado y, si no se había preocupado antes por su salvación, no iba a empezar a preocuparse ahora.
Sin embargo, la duración de su matrimonio era un asunto de cierta importancia, porque podía dañar su relación con la King Corporation. No necesitaba ser muy listo para saber que Robert King se enfadaría si se divorciaba pronto de su hija. Salvo que Min les contara la verdad; en cuyo caso, le considerarían una especie de héroe y podría hacer lo que quisiera.
Además, tampoco quería estar casado con ella hasta el fin de sus días.
Pronunciados los votos, llegó el momento de besarse. Él le puso las manos en la cintura, y ella retrocedió como si le diera asco. Pero Dante no podía permitir que Minerva complicara las cosas, así que inclinó la cabeza y asaltó su boca sin contemplaciones, con más pasión de la que pretendía.
Hasta él mismo se sorprendió. ¿Por qué se sentía en la necesidad de conquistarla? ¿Porque le gustaba más de lo que estaba dispuesto a admitir? ¿O porque no soportaba que fuera aparentemente inmune a sus encantos?
Fuera por el motivo que fuera, introdujo la lengua entre sus labios e insistió en sus atenciones.
Minerva sabía muy bien. Sabía a primavera, a la luz del sol, a algo indefinible, pero indiscutiblemente suyo.
Y, cuando rompió el contacto y clavó la vista en sus brillantes y verdes ojos, descubrió otra cosa: que ya no estaba frente a la niña que lo perseguía por todas partes, intentando llamar su atención, sino ante una mujer.
Ya no era un ratoncillo.
Era una tigresa dispuesta a todo para proteger a su hija.
Ya no era una adolescente, sino una persona adulta.
Dante se dio cuenta de que la había juzgado mal, y se maldijo a sí mismo por haber cometido un error tan imperdonable. Él no era de la clase de hombres que subestimaban a los adversarios o los enemigos en potencia. Pero había subestimado a Min, quien parecía tener muchas más caras de las que había imaginado.
¿Cuántas tendría? ¿Y cuál de ellas había mostrado al padre de Isabella?
¿También había sido una tigresa con él?
Dante odió a Carlo con toda su alma y, se quedó tan impactado por el descubrimiento que, cuando llegó el momento de saludar a los invitados, no fue consciente de nada de lo que se dijo y se hizo.
Al cabo de unos minutos interminables, los llevaron a una sala de espera, donde ella alcanzó su bolso y sacó el teléfono móvil.
–¿Qué pasa? ¿Estás ansiosa por ver las noticias de nuestra boda? –ironizó él.
Ella se puso pálida.
–No, no es eso, es que…
–¿Sí?
–Estoy preocupada. Carlo me ha enviado un mensaje.
Minerva le pasó el móvil y se lo enseñó. El mensaje decía así: Iré a vuestra fiesta. Así podré ver a la niña y saber si es mía.
–Pues no se va a acercar ni a Isabella ni a ti –bramó Dante–. Y llegados a este punto, creo que ha llegado el momento de hablar con la policía y decirles que nos están acosando.
–¿Tú crees? –preguntó, insegura.
–Ese hombre es un delincuente. Pero también es un extranjero y, en cuanto ponga un pie en nuestro país, estará sometido a las leyes de nuestro país –declaró él–. Tenemos que poner obstáculos en su camino. Y, hablando de obstáculos, nos iremos de luna de miel antes de lo previsto.
–¿En serio? ¿Adónde?
–Adonde no nos pueda encontrar.
–¿Y dónde está eso? Porque nos ha encontrado con mucha facilidad…
–No te ofendas, cara, pero los King sois muy conocidos, y todo el mundo sabe que vivís aquí. Sin mencionar el hecho de que tiene tu número de móvil.
–Yo no se lo he dado. Y cambié de número en cuanto llegué a los Estados Unidos.
Dante frunció el ceño.
–Pues lo ha conseguido de alguna manera… Pero eso carece de importancia. Tengo una isla privada de la que nadie sabe nada. No está a mi nombre, sino a nombre de una empresa tapadera, que no podrá relacionar con la mía –dijo–. Nos ocultaremos allí y, entre tanto, usaré detectives privados para asegurarnos de que no vuelva a ser un peligro para ti.
–¿Y cómo te vas a asegurar? –preguntó, temiéndose lo peor.
–Eso no es asunto tuyo.
–Dante, no quiero que hagas nada ilegal.
Él soltó una carcajada.
–Me temo que es un poco tarde para concederte ese deseo. ¿No te han contado cómo conocí a tu padre?
Ella entrecerró los ojos.
–Sí, pero pensé que era una invención, una simple historia.
–Es verdad. Aunque, con el paso del tiempo, la han diluido bastante.
Dante se vio a sí mismo a los catorce años, sosteniendo una pistola cuyo cañón estaba en la frente de un hombre.
Estaba temblando, y no dejaba de sudar. Estaba haciendo lo contrario de lo que le había dicho uno de los amigos de su madre, quien afirmó que, si alguna vez hacía alguna cosa parecida, no debía temblar ni sudar.
Y también le dijo otra cosa: que si apuntaba a alguien con un arma, tenía que estar dispuesto a disparar.
Pero no lo estaba.
En cuanto miró la cara del hombre al que pretendía robar, supo que sería incapaz de apretar el gatillo.
–Baja la pistola, hijo –dijo su víctima, en un italiano con marcado acento anglosajón.
Su actitud tranquila y el tono amable de su voz lo desarmaron definitivamente, porque siempre se dirigían a él con disgusto, enfado o piedad.
Hasta que conoció a Robert King.
–Entonces, ¿es cierto que apuntaste a mi padre con una pistola? –preguntó Min.
–Lo es. Y te aseguro que no me preocupa lo que le pueda pasar a un mafioso. Los tipos como él son… bueno, gente que destruye todo lo que toca –afirmó–. Destrozan mi país, mis calles. Destrozan a mujeres como mi madre. Forma parte de un sistema que funciona a base de miedo, y puedes estar segura de que ya habrá hecho con otros lo que quiere hacer contigo. Pero no lo permitiré. No consentiré que os haga daño a la niña y a ti.
Dante la tomó de la mano y la sacó al vestíbulo, donde estuvieron a punto de tropezarse con Robert y Elizabeth, quien sostenía a Isabella.
–Ha habido un cambio de planes –anunció Dante–. Por lo visto, un acosador está siguiendo a Isabella. La han amenazado.
–¿Quién? –preguntó Robert.
–Un tal Carlo Falcone, de una de las familias del crimen organizado de Roma –respondió–. Diga lo que diga, no le creáis. Está loco, y hará lo que sea por manipularos y salirse con la suya. Tenemos que informar a la policía de que pretende asistir a la fiesta.
Robert soltó un bufido.
–¿La policía? ¿Para qué? Me ocuparé yo mismo.
–¿Y también te ocuparás de sus amigos cuando vengan en busca de venganza? No, Robert. Tienes que pensar en el bien de la familia.
Robert suspiró, tranquilizándose un poco.
–Tienes razón, pero hay que hacer algo.
–Y lo haremos. Llamaremos a la policía para que envíen a un par de agentes y lo vigilen –contestó Dante–. Pero quiero que te asegures de que sepa que nos hemos marchado. Habla con Violet, y que lo diga en sus redes sociales.
–¿Violet? ¿Por qué?
–Porque sospecho que nos ha encontrado por sus redes.
–Comprendo.
–Y ya puestos, que añada que nos hemos ido de luna de miel a Italia.
–Pero no vais a Italia…
–No, claro que no. Iremos a un sitio donde no nos podrá encontrar, un sitio donde Isabella y tu hija estarán a salvo. Puedes confiar en mí.
–Confío en ti –replicó Robert–, y no es algo que pueda decir de mucha gente.
–Lo sé. Me salvaste la vida, y yo haré todo que sea necesario por salvar a Minerva.
Robert asintió y tomó de la mano a su hija.
Entonces, Elizabeth se giró hacia Dante y puso a la niña en sus brazos, dejándolo desconcertado.
Era la primera vez que sostenía a un bebé, y le sorprendió lo poco que pesaba, lo caliente que estaba y lo pequeño que era.
–Sí –sentenció–. Estarán a salvo conmigo.