Читать книгу E-Pack Bianca y deseo agosto 2020 - Varias Autoras - Страница 10
Capítulo 5
ОглавлениеEL EMAIL que había leído Luca en la lancha era del excelente equipo que trabajaba para él. Por el momento, le bastaba con la información que tenía de Samia Smith. Como esperaba, las respuestas a sus preguntas eran bien recibidas:
«Una esposa contribuiría mucho a calmar las tensiones en Madlena después de la muerte del príncipe Pietro.
La noticia del matrimonio del príncipe Luca silenciaría a los detractores y probaría que sus intenciones hacia Madlena son serias y a largo plazo.
La llegada con una esposa, seguida de una bendición formal en la catedral, para disfrute de todos, recibiría una aprobación unánime».
Bien. Su intención era que vieran que el Príncipe Pirata estaba decidido a cambiar. En algún momento del futuro, cuando se hubiera restaurado por completo la confianza en su reinado, su esposa podía irse discretamente con su bendición y su agradecimiento, además de con una buena pensión vitalicia. Los niños, si los hubiera, se quedarían con él. No repetiría el error de su hermano.
«La magia de una boda real nunca falla».
Un pensamiento cínico, sí, pero no privaría a los ciudadanos de Madlena de la confianza que tanto necesitaban. Su vida ya no le pertenecía a él, sino a su pueblo, que solo lo conocía por su carrera en el ejército y los escabrosos rumores de la prensa. La confianza llevaba tiempo, pero una esposa inteligente y animosa podía ser un buen comienzo.
Leyó por encima el resto del email. En un adjunto había una agenda detallada de la ceremonia y un currículum breve de la mujer a la que había pedido investigar.
«Si Su Alteza Serenísima tiene oportunidad de revisar las biografías y fotografías de las distintas princesas apropiadas que hemos incluido también y nos comunica su decisión, moveremos el tema con rapidez y podemos llevar a la elegida al yate para que la conozca de inmediato».
Luca reprimió una sonrisa. La solución a los problemas de Madlena estaba en sus manos, no en un documento adjunto con una lista de princesas «apropiadas».
Mientras Samia miraba a su alrededor, contestó al mensaje.
«Nada de princesas. Ya tengo a alguien en mente».
¿Por qué perder el tiempo con candidatas desconocidas cuando tenía a una perfecta justo delante?
«¿Y si he salido de la sartén para caer en el fuego?», pensó Samia, mirando a su alrededor.
Nunca había estado en ningún sitio que se pareciera a la cubierta del Black Diamond. Era un lugar enorme, reluciente y de tecnología punta.
Pero nadie había mencionado todavía un trabajo, ni siquiera una entrevista.
«Espero que no te hayas metido en otro lío».
Necesitaba seguridades, y decidió hablar con él antes de que desapareciera en algún lugar del barco.
Luca daba instrucciones a varios miembros de la tripulación.
–Disculpen la interrupción –dijo ella con amabilidad–, pero me gustaría saber si alguien puede presentarme al sobrecargo.
La tripulación se dispersó a una señal de Luca.
–O a la persona que entreviste a los candidatos para un trabajo, por favor –añadió ella.
–Ya estás contratada –respondió él.
–¿En qué puesto?
–Chica para todo. Para lo que te pidan que hagas.
–Necesito algo más específico.
–Ahora no –declaró él con firmeza.
–¿Cuándo? –preguntó ella, suavizando la pregunta con una sonrisa.
–Después de cenar –sugirió él–. ¿Por qué sigues temblando? –preguntó, con el ceño fruncido.
Era el efecto Luca, pero ella no estaba dispuesta a decírselo.
–La brisa es más fría –se disculpó–. ¿Es hora de que baje a dormir en la bodega?
–Esto es un yate –le recordó él–, no uno de esos «bloques de oficinas flotantes» de los que hablabas.
–Y es precioso –añadió ella.
Él enarcó las cejas en una especie de aviso de que no jugara con fuego. Samia no vio ningún peligro en eso. Dudaba de que estuviera a bordo el tiempo suficiente para quemarse las manos.
Ella estaba extrañamente silenciosa, lo cual lo desconcertaba. No solía invitar a mujeres a su yate cuando acababa de conocerlas. El mensaje de su equipo había afianzado su creencia de que una mezcla de instinto y lujuria podía proporcionar una solución temporal a un problema. Su siguiente tarea era convencerla de que se casara con él.
Repasó mentalmente una lista de las ventajas que obtendría ella: joyas de valor, asientos de primera fila en todos los eventos de prestigio, aviones privados, yates, palacios y casas por todo el mundo. Aduladores a mansalva…
La miró divertido. Era difícil no sentirse cautivado por el entusiasmo de ella durante su gira por el yate. Si a ella le gustaba algo, o no le gustaba, no temía decirlo.
–Imagino que aquí trabajaron equipos de estilistas durante meses –dijo, cuando atravesaban el gran salón.
–Aquí hay años de planificación –reveló él, divertido al ver que caminaba a su lado descalza.
–Resulta un poco soso –confesó ella, cuando unas puertas de cristal se abrieron ante su llegada.
–¿Soso? –preguntó él, algo sorprendido.
–Tanto blanco y gris resulta un poco anticuado, ¿no te parece? Me gusta un toque de color.
–¿A bordo de mi yate negro? –sugirió él, divertido.
–¿Por qué no?
Luca no se había fijado mucho en la decoración, pero verla a través de los ojos de ella le daba un nuevo enfoque.
–¿Tu primera impresión? –quiso saber.
–El Black Diamond es el juguete de un multimillonario.
–Es un yate serio, no un juguete.
–Tú me has preguntado.
Y ella había contestado sin ambages.
–¿Por qué no me haces un informe? –preguntó él con cinismo.
–Si eso es lo que quieres… –comentó ella.
Lo había tomado en serio, y él no se decidía a burlarse de aquella mujer tan directa.
–¿Por qué no? –preguntó. ¿Qué daño podía hacer?
–He pasado mucho tiempo callándome –explicó ella–. No pienso volver a cometer ese error. Digo lo que veo, y si quieres que lo escriba, lo haré encantada.
–Trato hecho –asintió él.
–¿No me ibas a enseñar el lugar donde voy a dormir? –preguntó ella–. Porque te aseguro que no seré capaz de encontrarlo sola –declaró–. Todo esto para un hombre –musitó, admirada, cuando siguieron andando.
–Y una mujer muy directa –añadió él, con una mirada de soslayo.
Tuvo la satisfacción de oírle un respingo cuando abrió una puerta que daba a la entrada forrada de paneles de madera de la suite que había elegido para ella.
–Esto ya está mejor –declaró Samia–. Nada de soso. No puedo imaginar nada más hermoso.
–Diseño de mi hermano –explicó él, con voz tensa. Todavía le costaba hablar de Pietro y aquella suite había sido la idea de su hermano para los invitados a bordo del yate.
Allí todo era llamativo y ostentoso. Había alfombras con colores intensos y tapices intrincados en la pared, encima de una cama con dosel que casi resultaba ridícula en el mar. Solo se habían utilizado tejidos exclusivos y coloridos en la tapicería, y para vestir las ventanas había sedas, raso, terciopelo y gasa, con esta última flotando perezosamente por la brisa marina que entraba desde el ventanal. La madera pulida y el bronce complementaban esos adornos y cuadros de barcos históricos y de hombres guapos en distintos tipos de uniformes completaban la decoración.
–Tu hermano tenía muy buen gusto –comentó Samia, pasando las yemas de los dedos por el brazo de un sillón tapizado con un lujoso terciopelo.
–Le gustaban la historia y el diseño. Podría haber tenido un gran futuro por delante, si no hubiera sido un príncipe.
–Pero ¿ser príncipe no es un gran futuro?
–Para Pietro no –respondió él, con dolor–. Pietro habría preferido una vida tranquila fuera de los focos. Le gustaba diseñar escenarios –recordó, pensando en los conciertos que le gustaba montar en la infancia–. Lo único que anhelaba mi hermano era una vida tranquila, pero no pudo ser.
Volvió a la realidad y echó un vistazo a la suite. Era tan grande e impresionante como pensaba Samia, aunque, en opinión de él, la decoración era más propia de un museo que de un yate de tecnología punta diseñado por él. Pero a los hermanos siempre les había gustado hacer cosas juntos y Luca había querido que Pietro participara en aquello.
–¿Estás bien? –preguntó Samia.
–Mi hermano nunca fue muy marinero –contestó él–. Pero el diseño era su pasión.
–Y lo hacía muy bien –comentó ella–. Con muy buen gusto.
–Era un hombre maravilloso.
–Y tú lo querías. Y estoy segura de que era recíproco.
¿De dónde había salido aquella mujer que el destino había puesto en su camino? Luca pensó en invitadas anteriores, que llegaban con maletas llenas de ropa, solo para descubrir después que no era apropiada para el yate y encargar, a expensas de él, prendas a París, Roma o Milán, que llegaban a puertos por los que iban a pasar. Gran parte de esa ropa colgaba todavía en el vestidor de Samia.
–Hay una piscina a bordo –dijo él–. Dos, de hecho. Puedes usarlas.
–¿Hay una para la tripulación?
–Hay dos piscinas que tú puedes usar.
–Fantástico, pero no tengo bañador.
–Encontrarás algunos en el vestidor que nunca se han usado. Utiliza lo que quieras. Alguno habrá que te sirva.
–No sé si nadaré.
–Los trajes son nuevos –explicó él–. No te dejes llevar por el orgullo. Si te sirve algo del vestidor, considéralo un pago por adelantado por el trabajo que decida que vas a hacer.
–Prefiero cobrar en dinero, si no te importa. No llevo muy bien aceptar limosna.
–Ya lo sé –repuso él, recordando los diez dólares que había insistido ella en darle por el agua y la hamburguesa–. ¿Y si te pago también un sueldo?
Ella se encogió de hombros con una sonrisa.
–Podemos llegar a un acuerdo –musitó.
Cuando Samia sonreía, se volvía irresistible.
–Me harás un favor si usas la ropa del vestidor –comentó él–. En este momento para mí solo representa dinero tirado a la basura.
–¿Puedo usar cualquier cosa que encuentre? –preguntó ella–. ¿Eso puede hacerlo toda la tripulación?
Luca se limitó a mirarla con sorna.
–Eres muy generoso –añadió ella–. De niña siempre me gustaba disfrazarme, aunque solía hacerlo con un mantel y cosas que encontraba en el armario de mi madre.
Él se volvió hacia la puerta.
–Siento haberte retenido –comentó ella.
–No lo has hecho o no estaría aquí –respondió él con franqueza.
En la caja roja de su despacho había un informe completo sobre ella que le había enviado su equipo y estaba deseando leerlo y conocerla un poco más.
–¿Dónde están tus aposentos? –preguntó ella, antes de que él saliera.
–Un poco más allá. Si necesitas algo…
–No –contestó ella. De pronto sentía la boca seca–. ¿Seguro que me voy a quedar aquí? –preguntó. Miró a su alrededor. ¿Primero la ropa y después la suite? ¿Por qué no iba a llevar el sencillo uniforme negro de los miembros de la tripulación y dormir donde ellos?–. Si me dices dónde duerme la tripulación, seguro que descubro cómo llegar.
–Quédate aquí –insistió él–. Pietro diseñó esta zona para que se usara. Si la ocupas, me harás un favor, puesto que ahora mismo no hay más espacio en la zona de la tripulación.
–En ese caso, gracias.
–Y también me harás un favor si usas la ropa.
«Muchos favores», pensó ella. ¿No habría un precio que pagar al final?
–Date una ducha y relájate mientras puedas –le recomendó él–. Esta es tu última oportunidad de volver a la orilla –añadió. Se detuvo un momento con la mano en el picaporte y apretó los labios–. No, ya es demasiado tarde.
Samia oyó el ruido inconfundible del motor del barco y no pudo evitar una sensación de pánico.
–No sabía que íbamos a zarpar ya –comentó.
–¿Tienes dudas? Espero que no.
–No.
–Todavía puedo llevarte a la orilla en una de las lanchas.
–Eso no será necesario, pero gracias –respondió ella.
Había tomado una decisión y seguiría adelante. Pero ¿qué era lo que había decidido exactamente? ¿Aceptar un trabajo no especificado y vivir en una suite digna de una princesa situada cerca de la de un príncipe? ¿Tan ingenua era? ¿No sería aquel un plan del Príncipe Pirata para lograr otra conquista más?
Se recordó que no tenía que hacer nada que no quisiera. Si de algo estaba segura era de que Luca no forzaría ni maltrataría a una mujer.
–¿O sea que estás contenta de seguir a bordo? –preguntó él.
–Sí. Pero insisto en hacer algo útil. ¿O de qué otro modo voy a pagar mi pasaje?
Luca frunció los labios.
–Seguro que encontraremos algo que puedas hacer –abrió la puerta–. De momento te dejo que te duches y así tendré ocasión de decidir qué voy a hacer contigo.
Samia tuvo la impresión de que su destino estaba ya decidido, pero, en lugar de oír campanadas de alarma, que habría sido lo normal, no pudo evitar pensar con ilusión en lo que podía depararle el futuro.