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I. LA PROBLEMÁTICA DE LOS DAÑOS CAUSADOS POR MEDIDAS REGULATORIAS. EL RIESGO REGULATORIO

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Tal vez sea fruto de nuestra tradición romanista que, instintivamente, seamos más proclives a otorgar una mayor protección a la propiedad tangible o material que a la intangible2. En efecto, parece escapar a toda duda que si un acto estatal impide disponer de todo o de una porción física de un inmueble de nuestra titularidad el Estado debe compensar el daño o privación que ha causado. Pero la experiencia nos demuestra que la cuestión es bastante diferente cuando, en lugar de cosas físicas, lo afectado por las medidas estatales son intangibles, es decir, derechos o conjuntos de intereses jurídicos3, y esto es sumamente relevante, sobre todo, en el campo de las políticas regulatorias que con sus sucesivos cambios pueden afectar la situación de los operadores económicos cuyos principales activos no son cosas físicas sino bienes inmateriales4. En este sentido, repárese en que las cinco empresas de mayor valor de capitalización bursátil en el mundo –Apple, Alphabet (Google), Microsoft, Amazon y Facebook– son empresas cuyos principales activos no son cosas físicas sino intangibles5. Es que, hay que reconocer, que, tal como lo señaló la Suprema Corte de los Estados Unidos, “Mucha de la riqueza existente en este país tiene la forma de derechos que no caen dentro del tradicional concepto de propiedad […] La sociedad de hoy está erigida en base a títulos legales. […]. Los más relevantes de estos títulos, en la actualidad, son otorgados y garantizados por el Gobierno”6.

La temática que nos proponemos abordar es una temática propia del Estado intervencionista o regulador. En efecto, cuando se consideraba que el Estado era un simple gendarme que solo fijaba reglas generales de actuación y sancionaba los incumplimientos, la redistribución de la riqueza se hacía, principalmente, por las transacciones entre particulares en el mercado y el Estado recurría a la política tributaria para obligar a los ciudadanos a contribuir al todo social según su capacidad contributiva, redistribuyendo lo recaudado a través del gasto público. Pero, como sabemos bien, hacia mediados de la década del veinte, en todo el mundo estos paradigmas cambiaron de modo sustancial. Las exigencias del Estado de Bienestar obligaron a que la redistribución fuese necesaria hacerla “aquí y ahora” y entre sectores económicos bien determinados, por ejemplo: desde la industria extranjera hacia la industria nacional; desde el sector agropecuario hacia el sector industrial, desde el “capital” hacia el “trabajo”, etc.7. De modo tal que se entendió que el Estado no podía descansar en las fuerzas del mercado ni exclusivamente en la política tributaria, sino que era necesario que la redistribución se hiciese de modo directo e inmediato a través de una política estatal concreta8. Esta modalidad de intervención directa e inmediata que tiende a incidir en la conducta de los agentes económicos para cambiar su curso de acción o para alterar sus efectos es conocida generalmente en la literatura jurídico-económica como Regulación9.

Desde la perspectiva jurídica-económica, es importante que se tenga en cuenta –para el tema que vamos a desarrollar– que la intervención regulatoria del Estado presenta tres características:

En primer lugar, que la regulación –y, en rigor, todo el fenómeno económico en cuanto tal– aparece frente al fenómeno de la “escasez”. En efecto, mientras que las necesidades son múltiples e infinitas, los recursos disponibles para satisfacerlas son limitados o escasos10, de allí que “administrar” en este campo sea, precisamente, el “arte” de aplicar esos recursos escasos a la mayor cantidad posible de esas necesidades múltiples11. Por otra parte, los derechos de propiedad también son consecuencia del fenómeno de la escasez, puesto que, ante ella, si no existieran tales derechos, los agentes se apropiarían de los recursos sin importarles los costos o los perjuicios que su utilización provocaría para los demás. De allí que los derechos de propiedad son socialmente relevantes porque especifican de qué modo las personas pueden beneficiarse o perjudicarse y, por tal razón, determinan quién debe pagar a quién para modificar las acciones llevadas a cabo. En definitiva, los derechos de propiedad internalizan los efectos benéficos o perjudiciales derivados de la utilización de recursos escasos12, haciendo a las personas responsables por el uso de tales recursos13.

Por lo tanto, cualquier redistribución de esos recursos necesariamente generará un daño al sujeto pasivo de esa medida regulatoria cuyos activos le son tomados o restringidos por el Estado para aplicarlos de modo directo a cubrir las necesidades de otros14. No hay medida regulatoria, desde esta perspectiva, que no sea dañosa para alguien15. De allí que bien se haya dicho que las regulaciones nunca son neutras16. Es que, hay que entender, la regulación tiene lugar cuando los costos de transacción son demasiado altos para que la distribución de recursos y rentas pueda ser lograda, óptimamente, por mecanismos de mercado de modo tal que, por vía de acuerdos, los agentes económicos internalicen esos costos17. De allí que, entonces, cuando mayores sean los costos de transacción, y, por lo tanto, mayor relevancia tenga la intervención regulatoria, mayor importancia, tienen las normas de responsabilidad que deben intentar asignar y distribuir esos costos con base a criterios de eficiencia y de justicia18.

En segundo lugar, que la regulación consiste, básicamente, en la fijación de las condiciones económicas de funcionamiento de las empresas y sujetos regulados y de la de sus activos19. En otros términos, la regulación suplanta las decisiones que en el orden normal de las actividades económicas están en manos de la discrecionalidad de los actores económicos. La libertad de empresa, si bien no puede ser anulada por la regulación, encuentra en esta importantes limitaciones. Inclusive, la existencia y alcance del mercado están predeterminados por las normas regulatorias. De ello se deriva, entonces, una directa relación entre las normas reguladoras y aquello que el sujeto regulado puede o debe hacer, lo que hace que, en definitiva, tanto el mercado como la empresa regulada sea aquello que la regulación dice que son20.

En tercer lugar, que la regulación se adopta –como ocurre con toda acción humana– con información incompleta. Eso supone que cuando las autoridades dictan esas medidas carecen de toda la información relevante para poder conocer de antemano y con precisión cuál va a ser su exacto efecto o impacto a lo largo del tiempo21; de lo que se deriva que toda medida regulatoria está sujeta a un importante grado de provisionalidad, es decir que necesariamente la regulación necesitará ser modificada, con el transcurso del tiempo, para ir ajustándose a las nuevas necesidades o para buscar efectos diferentes de los que efectivamente han generado su aplicación práctica22.

Evidentemente, esos cambios –como ya lo anticipamos– son susceptibles de afectar situaciones jurídicas de sus destinatarios o de los sujetos que han realizado transacciones a la luz de las regulaciones anteriores. Surge, así, una noción fundamental en esta materia, cual es la de riesgo, que no es otra cosa que la incertidumbre en tanto que previsible y mensurable y de la que puede generarse un daño. Por lo contrario, cuando la incertidumbre no es previsible ni mensurable, técnicamente, no hay riesgo sino pura incertidumbre o álea23.

Por tal razón, al ser previsible y mensurable, el riesgo puede ser distribuido entre, o asumido por, los agentes económicos y, aun, trasladado a terceros (por ejemplo, por medio de un seguro). En definitiva, un riesgo puede ser gestionado24. En cambio, un álea o incertidumbre que no ha podido ser prevista o mensurada, difícilmente pueda ser gestionada en tanto que no podrá ser asumida por un agente económico racional, puesto que no hay forma en que este pueda medirla, cotizarla ni, por lo tanto, asegurarla25. Y hay que tener presente que todos los agentes económicos son, por definición, adversos al riesgo, puesto que se valora más perder lo que ya se tiene que verse privado de obtener ganancias aún no percibidas26.

Ahora bien, el riesgo derivado de un cambio en la regulación que puede perjudicar en un momento dado los intereses y estrategias de los operadores económicos del sector es lo que se conoce como riesgo regulatorio27. Por lo que hemos dicho, en los sectores regulados, es casi connatural a ellos que estén sujetos, en alguna medida, al riesgo derivado de la posible modificación de las regulaciones existentes. No obstante, en tanto que se trata de un riesgo propio del cambio de la normativa sectorial y no de un álea, el riesgo regulatorio no incluye a las consecuencias dañosas de modificaciones a normas ajenas al sector regulado ni a las que se originan con motivo de una “revolución” absoluta de sector, alterando los principios básicos y fundamentales del mismo28.

Dada la íntima dependencia de la empresa regulada con las normas regulatorias, el riesgo regulatorio es un elemento central en esta clase de mercados, toda vez que tiene un impacto directo para las empresas que afecta, especialmente, sus resultados económicos, así como, también, a la cotización de sus acciones en los mercados de valores, modificando la percepción que analistas o inversores tienen del futuro de las compañías y de su capacidad de financiamiento, haciendo que el acceso al crédito para financiar los proyectos de inversión sea más caro y difícil. En definitiva, el riesgo regulatorio incide como una prima en la tasa de interés que, como es sabido, constituye el costo de oportunidad de toda inversión de capital29. Lo dicho es de relevancia porque, cuanto mayor sea la intervención regulatoria en el sector, mayor será el riesgo regulatorio propio de ese mercado30.

Una característica especial del riesgo regulatorio es que, a diferencia de otros riesgos, se trata de uno que es difícilmente asegurable puesto que, por razones de asimetría de información, nos encontraríamos ante un supuesto de selección adversa en tanto que el asegurado tendría mejor conocimiento que el asegurador sobre las características y probabilidades de ocurrencia del riesgo asegurado31. Por otra parte, la naturaleza de la inversión en sectores regulados, especialmente, en los de infraestructura, donde existen inversiones hundidas solo recuperables en el largo plazo y en donde los regímenes aplicables obligan a prestar los servicios o actividades a todo aquel que lo solicite, estando limitadas tanto las actividades que puede realizar la empresa como el precio que el prestador puede percibir, dificulta, enormemente, la posibilidad que el inversor pueda gestionar eficientemente el riesgo regulatorio a través de la diversificación del portafolio de inversión, del recurso a instrumentos financieros o a la suspensión de la realización de inversiones requeridas para la continua y regular prestación de los servicios o actividades a cargo de la empresa regulada32.

Así, parece claro, entonces, que quien se encontraría en mejores condiciones para prevenir y mitigar las consecuencias del riesgo regulatorio, es el Estado y no los particulares33. En definitiva, el acaecimiento del supuesto comprendido en el riesgo regulatorio depende de la voluntad y decisión estatal. La asimetría informativa entre los sectores público y privado, en esta materia, es clara.

Por esa razón, en estos sectores, las instituciones regulatorias están orientadas a prevenir, mitigar y distribuir tales riesgos de un modo diferente a como lo hacen las instituciones existentes en mercados desregulados, donde el riesgo regulatorio es menor34.

En este contexto, el Estado puede coadyuvar a tal fin recurriendo a diferentes vías.

Por un lado, contractualizando las relaciones jurídicas con los sujetos regulados, de forma tal que, por vía de acuerdos, se asignen los riesgos –entre ellos, el regulatorio– conforme a las posibilidades de prevención y mitigación con las que cuenten las partes y según sus respectivos poderes de negociación35. No obstante, si bien esta sería, en teoría, la forma más eficiente de mitigar el riesgo regulatorio36 por cuanto el compromiso contaría con la protección que los sistemas legales otorgan a los contratos37, lo cierto es que la existencia de importantes costos de transacción hace que no siempre esta solución se encuentre disponible o que sea la más eficiente38.

Por otro lado, el Estado puede también colaborar en la reducción y mitigación del riesgo regulatorio estableciendo marcos regulatorios y autoridades de regulación robustos, imparciales e independientes39; obligando que los cambios regulatorios tengan lugar a través de procedimientos transparentes y con participación de los potenciales afectados donde se evalúe el impacto regulatorio que el cambio propuesto puede tener en los agentes del sector40; anunciando con suficiente antelación el rumbo de los futuros cambios y otorgando un plazo de transición para la entrada en vigor de la nueva reglamentación que permita adecuar la operatoria de aquellos a las nuevas prescripciones41; de ser ello necesario, introduciendo modificaciones regulatorias que permitan compensar o mitigar los daños que los agentes sufrirán con motivo del nuevo régimen (compensaciones regulatorias)42 y, excepcionalmente, asumiendo el Sector Público los impactos económicamente negativos que surjan del nuevo marco43 o confiriendo derechos de estabilización regulatoria de modo que el cambio normativo resulte económica y financieramente neutral para los regulados44, entre otras alternativas posibles. No obstante, también aquí entran a jugar diversos elementos –de índole económica, política o jurídica– que hacen que no siempre sea posible que el Estado, a través de tales regulaciones, pueda coadyuvar a prevenir y mitigar –en definitiva, a gestionar– el riesgo regulatorio.

Así, ante el carácter potencialmente dañoso que tiene toda regulación y ante la pareja existencia de un riesgo regulatorio en todo mercado sujeto a la intervención estatal, la cuestión, en definitiva, consiste en delimitar hasta qué punto el daño causado por estas medidas debe ser soportado por los afectados como la consecuencia de un riesgo asumido (el riesgo regulatorio una vez asumido por la empresa se transforma en riesgo empresario) y a partir de donde ese daño, por no derivar de un riesgo asumido, debe ser soportado por toda la comunidad.

La solución exige prudencia (que no es temor, cobardía ni tibieza sino la virtud que permite determinar lo justo en concreto)45 puesto que una errónea asignación de las consecuencias dañosas del riesgo regulatorio puede, por un lado, generar lo que se ha llamado costos de desmoralización, es decir, desincentivos a la realización de inversiones en estos sectores46, elevando la tasa de descuento en la inversión de capital, o bien, erigiéndose en una barrera de ingreso a nuevos aportes de capital y financieros y, por otro lado, generar el llamado riesgo moral en cabeza de los regulados quienes, sabiendo que podrán trasladar a todos los contribuyentes los costos derivados del riesgo, no se preocuparán por ser diligentes y precavidos en su gestión empresarial47. Por otra parte, una errónea asignación del riesgo regulatorio también afectaría las capacidades regulatorias del Estado, así como la accountability de los reguladores, toda vez que ello crearía incentivos, ya para que estos se desatendieran de las consecuencias de los cambios regulatorios, ya para que se abstuvieran de introducir las modificaciones normativas que exige el interés general en un momento dado. En todos estos casos estaríamos ante situaciones que son ineficientes, desde el punto de vista económico, e injustas desde el jurídico48.

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