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III. LA ATRIBUCIÓN DE LAS CONSECUENCIAS DAÑOSAS DEL RIESGO REGULATORIO

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¿Quién debe soportar las consecuencias especialmente dañosas del riesgo regulatorio: los operadores afectados por la medida o todos los contribuyentes? Recordemos que, tal como ya lo señalamos, las regulaciones nunca son neutras en términos de transferencia de recursos, de modo que la cuestión, en definitiva, consiste en delimitar hasta qué punto el daño causado por los cambios introducidos a las regulaciones debe ser soportado por los afectados como la consecuencia de un riesgo asumido y a partir de donde ese daño, por no derivar de un riesgo asumido, debe ser soportado por toda la comunidad.

La respuesta a este interrogante ha tenido diferentes enfoques, según haya sido abordado por el Derecho anglosajón (especialmente, el norteamericano) o por aquellos sistemas que, como lo es el argentino, son –en esta materia– tributarios del Derecho continental europeo.

En los Estados Unidos de Norteamérica, la línea divisoria entre lo que es el poder normal de regulación y lo que constituye un sacrificio patrimonial que debe ser compensado se la ha encontrado, básicamente, en el criterio del grado de afectación, es decir, en los efectos que causa la medida de regulación de modo tal que si el daño es poco considerable en esos supuestos se ha entendido que, en rigor, no se ha afectado el derecho de propiedad sino, solamente, que se ha delimitado el contorno de su ejercicio normal68. En cambio, si esa medida afecta una porción sustancial de ese derecho de propiedad se ha considerado que en estos casos que lo que hay es una expropiación regulatoria (regulatory taking) y, por lo tanto, al regulado no pueden asignársele las consecuencias dañosas del riesgo regulatorio, puesto que ello violaría la garantía de la Quinta Enmienda Constitucional69.

El problema consiste en que el descripto es un criterio verdaderamente difícil de aceptar como pauta general, porque supone poder mensurar la propiedad, de modo tal que el derecho de propiedad dejaría de ser, en rigor, una realidad jurídica que existe en los términos y límites con los cuales fue legalmente reconocida para pasar a ser una realidad cuantitativa, puesto que solamente habría una propiedad –cuya afectación en términos constitucionales exige su compensación– en tanto y en cuanto la afectación sea sustancial70. La realidad indica que el daño existe con independencia de la extensión de la afectación71. Por otra parte, no puede escaparse que un cambio regulatorio puede, sin llegar a causar una afectación sustancial de los derechos de propiedad de los operadores, afectar, de modo negativo, sus intereses, compromisos y legítimas expectativas, con lo que este criterio se muestra, en nuestra opinión, como muy restrictivo o estrecho para poder establecer un criterio general sobre cómo distribuir las consecuencias dañosas del riesgo regulatorio, especialmente, en países como los de Iberoamérica, que cuentan con instituciones y con una cultura regulatoria claramente diferente a la norteamericana72.

Por el contrario, en los regímenes que, como el argentino, son tributarios del Derecho continental, la cuestión queda subsumida en el campo de la responsabilidad estatal por su obrar normativo lícito, donde el grado de afectación que provoca la medida no es, por sí, el factor determinante, sino que obliga a verificar la existencia de determinados presupuestos que, de presentarse, obligarían al Estado a tener que indemnizar73. En estos sistemas, la cuestión pivotea –con variantes según los respectivos sistemas nacionales– sobre la necesidad de determinar si el afectado tiene, o no, la carga de soportar la lesión causada, teniendo en especial consideración el principio de igualdad ante las cargas públicas74. Se trata, aquí, de encontrar un factor de atribución de la responsabilidad que permita asignar las consecuencias dañosas de la actividad estatal al Estado o al afectado75.

En Argentina, sobre la cuestión de determinar quién debe hacerse cargo del daño causado por una modificación regulatoria, hay que tener presente que la jurisprudencia de la Corte Suprema, a partir del año 1992, al tener que resolver una controversia sobre la responsabilidad que una entidad financiera le imputaba al Estado por el daño causado por la modificación de regulaciones financieras76, consideró que para que tal responsabilidad pudiera existir, debía acreditarse la ausencia del deber de soportar el daño en la entidad regulada77. Este requisito –de origen español78 y que en realidad ya se encontraba implícito en otros precedentes anteriores– fue, con posterioridad, reiterado por su jurisprudencia, al tener que pronunciarse sobre la responsabilidad estatal por modificaciones a regulaciones cambiarias79, de emergencia económico–financiera80, de comercio exterior81, tarifaria82 y de servicios y medios de comunicación audiovisual83. En la actualidad, se encuentra exigido por la Ley de Responsabilidad del Estado y sus Funcionarios n.º 26.944 como presupuesto de la responsabilidad estatal por su actividad legítima84.

A pesar de ello, la doctrina argentina no es unánime en cuanto al valor y fundamento de este requisito.

Así, Comadira sostuvo que su formulación conllevaba una “confusión conceptual” puesto que, entendió que, en rigor, el concepto que debía ser aprehendido era, en todo caso, la obligación de soportar, o no, la conducta dañosa, debiéndose, así, distinguir, entre la medida que origina el daño y el daño mismo, de modo tal que, mientras que el particular podía estar obligado a soportar la medida dañosa no tenía por qué soportar los daños resultantes de la misma85. Muratorio, por su parte, ha señalado que se trata de un requisito polémico e indefinido86. Más recientemente, Piaggio y Mattera han entendido que este presupuesto carece de “claridad conceptual respecto de su configuración”87.

Otros autores, como Coviello y Veramendi, si bien no llegan a cuestionar, derecha y explícitamente, el fundamento de este recaudo, sí se muestran partidarios de ser prudentes en los requisitos para su configuración de forma tal de no llegar a soluciones injustas, vedando la procedencia de la reparación cuando ella sea razonablemente debida88. Mertehikian, por su parte, si bien tampoco realiza una crítica directa, considera que esta exigencia resultaría sumamente cuestionable si no estuviera limitada a aquellos supuestos en los que la ley misma coloca tal deber en cabeza de la víctima89.

Finalmente, Cassagne, sobre la base de reconocer que existen supuestos donde hay obligación de soportar daños especiales por existir una carga general que así lo impone, ha afirmado que la ausencia del deber jurídico de soportar el daño constituye el factor de atribución de esta clase de responsabilidad estatal, de modo tal que al no existir dicho deber (situación que, como regla general, acontece cuando la actuación del Estado provoca un sacrificio especial), nace en cabeza del damnificado el derecho a reclamar la correspondiente compensación. Por lo contrario, entiende que el deber de soportar daños siempre existe cuando estos son generalizados y la ley no prescribe indemnizaciones especiales a título de garantía90.

Por nuestra parte, coincidimos con Cassagne en que la ausencia del deber jurídico de soportar el daño constituye el verdadero factor de atribución de la responsabilidad estatal en esta materia, tal como –entendemos– lo recoge ahora la Ley n.º 26.944[91]. Es que este recaudo, como se observará, se relaciona con el interrogante con el que comenzamos este capítulo: ¿Quién debe soportar las consecuencias especialmente dañosas del riesgo regulatorio, los operadores afectados por la medida regulatoria o todos los contribuyentes?

Ahora bien, una primera cuestión que aquí se plantea, entonces, es determinar cuál es el principio: si el sujeto regulado está obligado a soportar esos daños o si, por el contrario, el principio es la inexistencia de tal deber.

Teniendo en cuenta los términos en los que el recaudo en cuestión ha sido formulado –el que parecería que hace referencia a tener que demostrar que, en el caso, existe la ausencia de soportar el daño para responsabilizar al Estado–, podría entenderse que el principio es que, salvo que acredite dicha ausencia, el daño debe ser soportado por el afectado92. Esta interpretación se apoyaría, además, en la circunstancia que el régimen argentino ha establecido que la responsabilidad del Estado por actividad legítima es de carácter excepcional93.

No compartimos esta tesis. En efecto, en el sistema constitucional argentino rige en toda su plenitud la garantía que, consagrada constitucionalmente en el artículo 19.° de la Norma Fundamental, establece que nadie está obligado a hacer (o a soportar) lo que la ley no manda, ni privado de gozar de aquello que ella no prohíbe. Así, y tal como lo ha reconocido la Corte argentina, el principio que gobierna la materia es el que reza que se encuentra prohibido perjudicar los derechos e intereses de terceros, puesto que el alterum non laedere tiene base en el referido artículo 19° de la Constitución Nacional94. De allí que tal como lo ha señalado Perrino, lo verdaderamente excepcional no puede ser que se reconozca la responsabilidad estatal cuando se verifican sus presupuestos de procedencia, sino que se admita que el Estado pueda dañar a terceros obrando en aras del interés general95.

Por otra parte, la Corte Suprema argentina ha afirmado en esta materia que “[..] la lesión de derechos particulares susceptibles de indemnización en virtud de la doctrina mencionada no comprende los daños que sean consecuencias normales de la actividad lícita desarrollada, puesto que las normas que legitiman la actividad estatal productora de tales daños importan limitaciones de carácter general al ejercicio de todos los derechos individuales singularmente afectados por dicha actividad […]”96, pero agregando, que “[p]or lo tanto, solo comprende los perjuicios que, por constituir consecuencias anormales –vale decir, que van más allá de lo que es razonable admitir en materia de limitaciones al ejercicio de derechos patrimoniales–, significan para el titular del derecho un verdadero sacrificio desigual, que no tiene la obligación de tolerar sin la debida compensación económica, por imperio de la garantía consagrada en el art. 17 de la Constitución Nacional […]”97. Así las cosas, acreditada la existencia de un sacrificio especial o, en otros términos, la de una consecuencia anormal derivada de la medida regulatoria98, el principio será que no habrá obligación de soportarlo salvo que se acredite que existe una norma que impone a la víctima la obligación de asumirlo sin compensación99.

Aclarado esto, y teniendo en cuenta el carácter potencialmente dañoso de las medidas regulatorias y el consiguiente riesgo regulatorio que siempre existe en estos sectores, corresponde ahora indagar acerca de si las consecuencias perjudiciales de dicho riesgo regulatorio deben, o no, ser consideradas consecuencias normales de la regulación y, por lo tanto, deben ser asumidas por los agentes regulados.

Preliminarmente, debemos recordar que el riesgo supone una incertidumbre en tanto que previsible y mensurable y que, por lo tanto, puede ser gestionado. Por lo contrario, cuando la incertidumbre no es mensurable ni previsible, técnicamente, no hay riesgo sino pura incertidumbre o álea, la que no es susceptible de ser mitigada ni gestionada. Por ello, también lo señalamos, el riesgo regulatorio no incluye a las consecuencias dañosas de modificaciones a normas ajenas al sector regulado ni a las que se originan con motivo de una revolución absoluta de sector, alterando los principios básicos y fundamentales del mismo.

Así las cosas, claramente, los sujetos regulados no tendrán obligación de soportar a título de riesgo regulatorio las consecuencias derivadas de eventos que puedan ser calificados como áleas o riesgos ajenos a la regulación en cuestión100. Tal es lo que la Corte argentina resolvió en un caso en el que entendió que la empresa prestadora de un servicio público no debía soportar los daños causados por la política laboral en tanto que la misma era ajena a la regulación sectorial101, y en el conocido caso “Grupo Clarín” en el cual entendió que el daño provocado por un cambio cardinal de la regulación de radiodifusión no debía ser soportado por el grupo actor102.

Descartados estos supuestos, cabe afirmar que –a diferencia de lo que ha señalado la jurisprudencia y doctrina españolas103– la existencia de un riesgo regulatorio, per se, no configura, en cabeza de los sujetos regulados, el deber jurídico de soportar sus consecuencias perjudiciales. En otros términos: no todo riesgo regulatorio constituye, de suyo, un riesgo empresario que habilite a entender que el operador ha asumido sus eventuales consecuencias dañosas104.

En efecto, solo cabe considerar que las consecuencias perjudiciales del riesgo regulatorio pesan sobre los sujetos regulados en la medida en que ello así se derive del marco regulatorio o del título de habilitación pertinente, de modo tal que esos riesgos –conocidos y aceptados de antemano por un operador prudente y diligente– puedan ser apreciados, mitigados o transferidos, es decir, gestionados de modo eficiente por este. Solo aquí el riesgo regulatorio se convierte en un riesgo empresario por tratarse de un riesgo asumido. Solo aquí estamos en presencia de las consecuencias normales de la actividad lícita desarrollada, en palabras de la Corte Suprema argentina. Solo aquí la asunción del riesgo es la consecuencia necesaria del paralelo derecho de propiedad que titulariza el operador.

Por lo contrario, obligar judicialmente a soportar riesgos que el agente no pudo racionalmente asumir porque no está en condiciones de gestionarlos, equivale a exigir al empresario un comportamiento irracional desde el punto de vista económico y jurídico. De allí que los tribunales deben ser sumamente prudentes en el análisis de las particulares circunstancias en las que se desenvuelve la empresa regulada, así como de las alternativas que tenía esta para gestionarlo eficientemente, para poder juzgar –con la ventaja de que lo hacen ex post– sobre si el riesgo en cuestión pudo, o no, ser razonablemente asumido por el regulado105. Aparece, aquí, la importancia de los previos análisis regulatorios, de modo tal que, ex ante, se puedan conocer cuáles serán los riesgos que, en su caso, deberá soportar el operador de modo que este pueda administrarlos eficientemente. Esos análisis pueden servir, ulteriormente y en ocasión de una reclamación judicial, como una importante pauta de atribución del referido riesgo y para que los tribunales puedan resolver la contienda de modo adecuado.

Así, asiste razón a la doctrina que señala que la sola circunstancia de que el regulado se encuentre comprendido dentro de la peligrosa y vetusta relación de especial sujeción (que, además, carece de todo asidero en el régimen constitucional argentino)106, no significa que, por tal motivo, esté obligado a soportar los daños derivados de cualquier riesgo regulatorio, ello, en la medida en que tal deber no surja del marco regulatorio o del respectivo título de habilitación107.

Asimismo, y tal como lo hemos visto en su lugar, en estos sectores regulados, la posibilidad de que se haya asumido el riesgo regulatorio y su consecuente perjuicio puede tener su contraprestación en beneficios que, a modo de compensación regulatoria, el mismo régimen sectorial contemple. Ello exige, entonces, considerar el régimen regulatorio no de modo parcializado sino en su conjunto108. De allí que, verificada la inexistencia de una compensación regulatoria, no cabe, como principio, asumir que el riesgo en cuestión haya sido asumido por el regulado109.

Amén de estos supuestos, según la jurisprudencia argentina, el operador también habrá asumido el daño en aquellos casos donde este sea la consecuencia necesaria de haber realizado una conducta que la regulación reputa ilícita110 o que es reputada dañosa para la salud pública111, cuando el daño es la consecuencia necesaria de la eficacia de una medida regulatoria determinada112 o bien, cuando su asunción surge de la propia y discrecional conducta del sujeto afectado113.

Asimismo, entendemos que la invocación de un pretendido principio de solidaridad no puede ser fuente del deber jurídico de soportar un daño114. Ello, por cuanto como bien lo ha demostrado Coviello, si bien la solidaridad constituye un valor importante en el plano de la política y la vida comunitaria, dada su falta de concreción como norma o precepto jurídico, no puede, siquiera, ser considerado un principio jurídico, careciendo, por lo tanto, de todo efecto preceptivo115.

En definitiva: una adecuada aplicación del factor de atribución (ausencia del deber jurídico de soportar el daño) resulta esencial para evitar que el riesgo regulatorio sea trasladado o asumido por quienes no están en condiciones de gestionarlos. Por otra parte, la asignación de riesgos a través de instrumentos regulatorios se fundamenta en razones de índole económica y política, amén de jurídicas. De allí que, cuando por vía judicial, se redistribuya el riesgo regulatorio de modo diferente a como fue impuesto y asumido por los actores del sector regulado, existirá un supuesto de exceso en la jurisdicción que afectará, como es sabido, el principio de separación de poderes116.

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