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II. RIESGO REGULATORIO Y SUS LÍMITES: SITUACIÓN JURÍDICA TUTELABLE Y CONFIANZA LEGÍTIMA

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Es un principio uniformemente aceptado en el Derecho Público –tanto en el internacional como en el interno– que si hay algo que caracteriza a un Estado como soberano es que tiene la potestad de regular las situaciones y relaciones jurídicas que se entablan bajo su jurisdicción, así como la de cambiar el contenido de su ordenamiento jurídico según lo exija el interés general49. De ello se ha seguido otro principio, de también universal reconocimiento, cual es que nadie tiene un derecho a exigir el mantenimiento de una situación regulatoria anterior50.

Por su parte, y tal como ya lo hemos señalado, la regulación es un proceso dinámico que exige, periódicamente, realizar cambios y ajustes a las regulaciones, de modo tal que negar al regulador el recurso a esa potestad o garantizar, en todo supuesto, a los regulados, un derecho a exigir el mantenimiento del régimen anterior, iría en contra de la misma naturaleza de todo sistema regulatorio.

No obstante, una cosa es que nadie tenga un derecho adquirido al mantenimiento de una determinada regulación, lo que no puede discutirse, salvo la existencia de un excepcional supuesto de estabilización regulatoria51, y otra muy distinta es afirmar que por ello nadie puede ser titular de una situación que, creada en función de la normativa preexistente, merezca la tutela jurídica en el caso en que el legítimo ejercicio del poder de cambiar la regulación le genere un daño52. Es que, como se lo ha señalado, si bien no existe derecho al mantenimiento de un régimen legal, sí existe un derecho a la protección de las relaciones jurídicas nacidas al amparo del régimen anterior53.

Es que, desde nuestra perspectiva, hay que asumir que, en materia de actividad económica, y más allá de la lógica provisionalidad de las medidas regulatorias, las reglas fijadas por el Estado son de enorme relevancia para los operadores54, quienes adoptan sus decisiones de inversión –que, por definición, tienen en vista el mediano y largo plazo– y entran en transacciones con terceros teniendo como presupuesto que las bases fundamentales de dichas regulaciones serán respetadas y que, de producirse cambios en ellas, estos no serán bruscos55 ni tendrán carácter revolucionario respecto del régimen imperante, serán adoptados por el Estado de modo transparente, no discriminatorio y no retroactivo, siguiendo los procedimientos aplicables56 y dispuestos con base en el principio de proporcionalidad, de forma tal de afectar solo en la medida estrictamente necesaria57 los derechos y expectativas legítimas que los operadores han adquirido al amparo de la regulación anterior.

De allí que más allá del vínculo jurídico que los operadores tengan con el Estado, lo cierto es que existe entre ellos una suerte de compromiso regulatorio implícito de que tales modificaciones regulatorias se llevarán a cabo respetando tales pautas de modo de permitir, cuando menos, la amortización del capital invertido. Y dicho compromiso debe tenérselo por más robusto cuanto mayor sea el nivel de inversión exigido (industrias de capital intensivo) y cuanto más difícil sea, para el inversor u operador económico, poder salir del mercado con el menor daño posible (supuestos de inversión hundida)58.

Sobre esas bases, el instituto de la confianza legítima se constituye en un pilar fundamental en esta materia59, a punto tal que Muñoz Machado ha dicho que “el principio de confianza legítima es una de las importaciones más claras y notables que han acompañado a la teoría de la regulación”60. Por otra parte, la regulación globalmente avanza hacia la utilización de mecanismos de soft law en virtud de los cuales las normas, en lugar de establecer mandatos y compromisos imperativos, se basan en la imposición de estándares de conducta, de principios y lineamientos de políticas y cursos de acción, aplicables, tanto a los poderes públicos como a los operadores económicos61, de modo tal que negar cualquier valor jurídico a la confianza que los actores económicos depositaron en el cumplimiento y seguimiento, por parte de las autoridades, de tales estándares, principios y lineamientos, importaría una grave afrenta al Estado de Derecho, con más que perniciosos efectos para la economía nacional62.

De allí que, en realidad y a diferencia de lo que se ha señalado en cierta jurisprudencia y doctrina españolas63, la confianza legítima no se ve limitada por el riesgo regulatorio, sino que este es el que queda limitado por la confianza legítima64.

De todas formas, cabe aclararlo, la existencia de un supuesto de situación jurídica tutelable, comprensiva de la confianza legítima, es siempre una cuestión que solo puede verificarse con base en las particularidades concretas del caso y del régimen regulatorio de que se trate. Para responsabilizar al Estado con fundamento en este instituto no es suficiente invocar cualquier expectativa de negocio de los operadores ni la simple confianza que estos aleguen haber depositado en las regulaciones con base en las cuales realizaron sus transacciones65. De lo contrario, el instituto sería fuente del ya mencionado riesgo moral, toda vez que permitiría trasladar a los contribuyentes los riesgos que debieron asumir los agentes económicos. Como bien lo ha dicho Coviello, la confianza legítima es de procedencia excepcional y solo ampara a los comerciantes prudentes, diligentes y que obraron de buena fe66. De allí que, tal como surge del derecho comparado, este instituto, a los fines de justificar la procedencia de la responsabilidad estatal, solo protege a los actores económicos respecto de aquellos riesgos que, con fundamento en razones de equidad, justicia y seguridad jurídica, pueda determinarse que no fueron, ni pudieron ser, asumidos por estos al momento de realizar su inversión67.

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