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CAPÍTULO 2

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Domingo, 19 enero de 1941

El bote empezó a disminuir la velocidad, se acercó lentamente hasta un destartalado muelle de madera podrida que apenas se mantenía a flote. Allí me ordenó uno de los guardias que bajara rápidamente.

―¡Bienvenido a casa! ―dijo el otro soldado.

Cuando puse el pie en el muelle y mientras trataba de estabilizarme, sentí un fuerte empujón que me hizo trastabillar. Perdiendo el equilibrio, fui a caer en las heladas aguas del lago. Los guardias soltaron a reír burlonamente mientras aceleraban el motor de golpe para retirarse del lugar.

Yo esperaba que los guardias bajaran conmigo, pero no lo hicieron. Ante mi mirada desconcertante se alejaron sin decir nada más.

Con las manos inhabilitadas por los grilletes y empapado de agua, empecé a caminar cuesta arriba por el terreno empinado. Esperaba ver a más guardias, pero nadie se me acercó. Seguí caminando, mas no hubo comitiva de recibimiento.

Percibí un olor nauseabundo, comprendí que aquella aparente tranquilidad estaba rodeada de muerte. No era médico, jamás había sentido algo tan repugnante, pero me di cuenta de inmediato de que había cadáveres en algún lugar.

Cuando finalmente alcancé la explanada del islote, observé restos humanos a los dos costados, en estado muy avanzado de descomposición. Con gesto repulsivo, inclusive vi a los gusanos moverse en los cuerpos que yacían en el suelo.

Más allá de este macabro espectáculo y cerca de la edificación, lentamente se movían otras personas, pero parecían zombis, nadie hablaba. Me acerqué caminando cada vez más despacio, mi fortaleza se derrumbó como edificio dinamitado. Al verlos de cerca, exclamé:

—¡No, Dios, por favor, no, esto debe ser una pesadilla!

Las personas habían sido alteradas aterradoramente, con rostros desfigurados y miembros mutilados. En sus maltrechos cuerpos se exhibían cirugías mal tratadas, algunos presentaban hasta la falta del cuero cabelludo. Parecían seres sacados de los lugares más terroríficos del imaginario humano, inventos de una mente enferma y diabólica.

Me di cuenta de que a nadie le importó mi presencia. Unos iban, otros venían, todos con la mirada fija en algo y nada a la vez, la mayoría con ropas sucias y malolientes, algunos hombres con barba sucia y descuidada, mujeres con rasgos de desnutrición tan avanzada que un viento las podría arrastrar muy lejos.

Pero nadie se fijó en mí, nadie me habló. Otros más permanecían sentados apoyados en las paredes de la larga construcción, tan débiles que solo en poco tiempo morirían, ya no había fuerzas para levantarse. Y ¿para qué? Nada los podría salvar ya de su irremediable deceso.

En ese momento olvidé por completo el dolor de mi cuerpo. Lo que estaba viendo no fue nada agradable a mis ojos, a mis sentidos, la condición de las personas ahí era lastimera. Aquel islote que en la lejanía parecía tan tranquilo era en realidad el mismo infierno.

La construcción tenía cuartuchos viejos uno al lado del otro, y con una sola entrada cada cuarto, pero sin puerta que los protegiera. Yo estaba de frente a ellos, conté uno a uno, terminé en el número 18. Era tan vieja la construcción que tras de ella se levantaba un montón de tierra y en este algún que otro árbol se erguía sobre el techo de las ruinas. Era como si el suelo se la quisiera tragar.

Comencé a recorrer el lugar y me encaminé hacia la parte trasera. Antes de llegar hasta la esquina de la edificación, escuché voces incoherentes y gruñidos, así que me apegué al muro. Con cautela, me asomé al borde y casi me dio un infarto al observar otro grupo de «desechos» más activo.

Como aves carroñeras, unos cuatro individuos y una mujer arrancaban pedazos de carne a un cuerpo tirado al centro de ellos. Parecían una manada de hienas hambrientas. Emitiendo gemidos salvajes, se empujaban unos a otros para conseguir trozos de la presa putrefacta y se llevaban las manos llenas de tejidos y materia a sus bocas ansiosas.

Se aferraban a la vida a costa de violar toda forma de conciencia humana, pero si su mente era animal era gracias a otros seres que actuaron peor que los más salvajes depredadores.

A unos metros detrás de la edificación había una fosa que despedía un humo ya moribundo. Me acerqué para ver como contenía restos humanos calcinados, algunos huesos parciales asomaban en los costados del fuego.

Permanecí allí parado, pegado al muro para no ser descubierto, con los ojos desorbitados por tan miserable cuadro.

Entonces comprendí la bajeza, la parte oscura, la parte más aberrante del ser humano, que en su cobarde afán de progreso llevó a otros a caer en condiciones tan lastimeras como las de este grupo de personas.

Estaba tan concentrado viendo a los caníbales que no me di cuenta de que detrás de mí había un hombre de pie observándome fijamente. Llegó en silencio. Cuando percibí la presencia del individuo, me giré y me dio un susto tan grande que casi pego un brinco.

—Hola, me llamo Mathew ―dije nervioso.

Pero el espectro no respondió en absoluto, se movió con lentitud y siguió su camino, no gesticuló ni un músculo de su cara.

Caminaba con mucha dificultad, su brazo derecho lo tenía mutilado y traía un número tatuado en su hombro, además de una cicatriz desde la altura de la barbilla hasta el ombligo.

«¿Los tendrán drogados? ―pensé―. Tengo que ser fuerte. Dios, dame fuerzas, esto se puede poner peor, tengo que aguantar».

Trataba de darme ánimo porque las energías comenzaban a faltarme.

—¡El rinoceronte, el rinoceronte! ¡Corran todos, corran!

Uno de los hombres que comían del cuerpo tirado se despegó del grupo y comenzó a correr y a gritar despavorido, con las manos en alto y gestos de espanto, pero nadie se movió un centímetro. El hombre pasó justo a mi lado con la cara llena de residuos humanos, mas no se detuvo, corrió hasta perderse en el otro extremo de las ruinas.

Con el aliento desgastado, comprendí que era necesario buscar un lugar para refugiarme antes de que el día terminara. No sabía con exactitud cuánta violencia podría haber en los desechos, y más al ver a algunos consumir carne humana.

Regresé al frente de la edificación y recorrí uno a uno los cuartos. Todos los que vi tenían restos de cadáveres, algunos más estaban ocupados por personas que, ya sin fuerzas, yacían en el suelo como esperando dar esa última bocanada de aire antes de morir, hasta que casi al final encontré uno que solo tenía tierra y basura, pero nada que no pudiera limpiarse, aunque de repente los olores se agudizaban en el ambiente.

Me di a la tarea de limpiar ese cuarto. Salí en busca de algo que me sirviera de herramienta y me quedé parado a la entrada observando con atención cada sección. Clavé la mirada en el bosque que estaba en todo un costado del islote. Me encaminé hasta allá con lentitud, los dolores musculares me acosaban a todo tiempo. Cuando comencé a buscar, encontré entre las ramas caídas y las hojas de los árboles un viejo pedazo de lata metálica que serviría de pala para limpiar el suelo del cuartucho.

Junté pedazos de madera vieja, palos gruesos y delgados para proteger la entrada en caso de que algún intruso quisiera acceder sin permiso. Me moví rápido, limpié lo mejor que pude. Encontré pedazos de alambre oxidado que sirvieron para armar una puerta provisional con la que resguardarme del frío y otros elementos nocturnos. Para mi fortuna, no había ningún cuerpo tan cerca de mi lugar que incomodara, los olores se sentían dependiendo de la dirección del viento.

Con las fuerzas al límite, me desplomé en el suelo, soportando los molestos grilletes que me empezaban a causar dolor en las muñecas. No alcanzaba a comprender todavía qué estaba pasando a mi alrededor.

Apoyado en el muro, comencé a dormitar. Por segundos perdía el conocimiento y al abrir los ojos imaginaba un mal sueño la realidad, pero pronto entendía mi error.

Volvía a dormitar, despertaba, volvía a dormitar, despertaba, el tiempo pasaba tan tan tan lento.

De reojo y con extrema curiosidad, observé a mis nuevos compañeros. Lo mismo: caminaban, venían, iban, como robots esqueléticos controlados invisiblemente por un amo malvado.

Apoyado al lado de la entrada, fui sacado de mi cavilación por una mujer que, con ropas tan desgastadas que su cuerpo maltrecho mostraba por completo su deteriorada fisonomía, salió riendo a carcajadas, risas que sonaban con tal energía que cualquier cómico las envidiaría en su presentación.

Pero reía sin motivo aparente. De pronto se giró al verme.

—¡Ahí está! ―Corrió gritando a donde yo estaba.

Me asusté al ver aquel rostro con expresiones incomprensibles.

Para mi alivio, la mujer pasó de largo y paró unos metros después de mí, hablando incoherencias, pero en perfecto alemán, igual que el hombre del rinoceronte.

Hablaba con un ser imaginario, tanto era así que regresó llorando y dando gritos de lamento del mismo sitio de donde salió.

«Los desechos, eso es ―pensé―, los desechos de sus experimentos. Eso es lo que hay aquí. Por eso el oficial pidió un certificado para mí de deficiencia mental, me enviaron al vertedero humano».

En el crepúsculo, me di cuenta de que me enfrentaría a una noche muy cruel, una noche muy fría. La temperatura comenzó a descender rápidamente. Estaba preocupado por la falta de alimentos y las infecciones que pudiera contraer en el lugar. Fue entonces cuando escuché el motor de la lancha que hacía ronda por el islote. Alcancé a ver a los dos uniformados que observaban con atención al pasar lentamente por allí.

El bote dio dos vueltas alrededor muy despacio y después desapareció tal como llegara. Comencé entonces a preparar los palos y otras maderas que me servirían de barricada de protección en caso de que algún desecho representara alguna amenaza en aquel olvidado lugar.

Por la falta de alimentos y por el esfuerzo realizado al armar la improvisada puerta, mi cuerpo sudoroso daba prueba de que mis fuerzas estaban terminando. También sentía el viento frío que recorría mi rostro y movía mi pelo liso caprichosamente.

Cayó la noche y como pude me acomodé en un rincón del lastimoso refugio. Poco a poco los huesos se me fueron enfriando y dieron paso a dolores agudos en las muñecas, que estaban ya sangrando por el roce y el esfuerzo de tanto movimiento que hiciera durante el día. Aun así sostenía en las manos un palo como protección, que no dudaría en usar en caso necesario.

El viento húmedo y helado empezó a filtrarse por entre las rendijas, así que busqué otro rincón más conveniente para esquivar el frío todo lo posible. Me acomodé, pero sin quitar la vista de la entrada, sabía que algunos personajes seguían caminando afuera, oía sus pasos, los gruñidos de otros, como si nunca durmieran. Y así, poco a poco me venció el cansancio, hasta que me quedé profundamente dormido. Yo estaba tan aislado en el sueño, como los demás lo estaban de la realidad que vivían, que de pronto tuve la sensación de estar en algún teatro de Berlín, deleitándome con una hermosa melodía interpretada por una voz femenina extraordinaria.

La soprano dejaba salir las notas musicales con tanta fineza que el público eufórico aplaudía, y yo, cautivado por tan bella experiencia, abrazaba y besaba a mi esposa.

Pero algo no estaba bien en el sueño, había risas burlonas y gritos sin motivo aparente. Entonces desperté sobresaltado. Sí, había una soprano parada de frente al enorme lago, cantaba como una verdadera artista, imaginando que las luces de la otra orilla, aunque lejana, eran su público.

Por otro lado, se escuchaba un bullicio provocado por otros seres, que, con sorprendente energía, caminaban de un lado a otro como si se encontraran en pleno centro de cualquier ciudad grande del mundo.

Al permanecer parado cerca de la puerta vi con incredulidad como algunas mujeres caminaban en círculos con largas ropas sucias y maltrechas. A pesar del frío y la fina lluvia que comenzó a descender, tanto hombres como mujeres se paseaban, algunos tomados de la mano. Era tan extraño todo, tan irreal, como una de esas pesadillas que oprimen el pecho hasta casi asfixiar a la persona.

Todo este trastorno ocasionado en los habitantes del islote no era asimilado por mi cerebro, al que cada segundo en el tiempo lo desconcertaba mucho más.

Noté con asombro semejante cambio, sin dejar de escuchar a la «artista», que embelesada se entregaba a su público imaginario en la lejanía.

Me intrigó la situación, pero también mi cuerpo reclamaba descanso, así que, para no entrar en conflicto conmigo mismo, me aparté con lentitud hacia mi lugar y, acomodándome de nuevo, retomé el sueño.

Aquella noche pareció eterna, me despertaba continuamente por los ruidos exteriores y por la incomodidad. Tan solo unos pocos días atrás había estado durmiendo en un lujoso hotel en Viena, mas ahora sufría los embates de los elementos, que me proporcionaban gratis un constante dolor de cabeza, y trastornos estomacales por el hambre y ahora también por la necesidad de dormir bien.

El islote de los desechos

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