Читать книгу Los cinco minutos del Espíritu Santo - Víctor Manuel Fernández - Страница 7

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1 En estas páginas encontrarás cada día alguna meditación o una oración dedicada al Espíritu Santo. Te propongo que, después de leer, te quedes unos minutos en la presencia del Señor para que él trabaje en tu interior. Así, día tras día, podrás intentar abrirle el corazón al “dulce huésped del alma”.

Si cada día tratas de darle un lugar en tu vida, darás tu pequeña colaboración al Espíritu Santo para que tu vida se vaya transformando. Así, en tus oscuridades entrará la luz, en tu frío se encenderá un poco más el fuego, y renacerá la alegría.

Te sugiero que hagas ahora mismo un breve momento de oración para ofrecerle al Espíritu Santo este año que comienza, de manera que cada día de este año esté iluminado por su presencia santa.

2 Al Espíritu Santo se lo suele representar con una llama de fuego. De hecho, el día de Pentecostés descendió sobre los Apóstoles de esa manera: “Entonces vieron aparecer unas lenguas de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Y todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (Hech 2,3-4).

¿Por qué el fuego?

Porque cuando el Espíritu Santo se hace presente de una manera especial, las personas no quedan igual. Se produce un cambio. Nadie puede quedar indiferente si aparece una llama de fuego en su cabeza, si allí donde hacía frío y oscuridad repentinamente hay calor y luz. Todo cambia.

El Espíritu Santo nos permite ver las cosas de otra manera, y nos ilumina el camino para que no tengamos miedo. Él derrama calor, para que no nos quedemos acurrucados, apretando las manos y refugiándonos en un lugar cerrado. Por eso su presencia nos llena de confianza y de empuje.

Entonces, es bueno invocar al Espíritu Santo para que inunde de color y de vida nuestra existencia:

“Ven fuego santo, luz celestial, porque a veces me dominan las tinieblas y tengo frío por dentro. Ven, Espíritu, porque todo mi ser te necesita, porque solo no puedo, porque a veces se apaga mi esperanza.

Ven, Espíritu de amor, ven”.

3 En la Palabra de Dios, el Espíritu Santo se nos presenta como un fuerte ruido, que resuena potente, que sorprende, que admira: “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, como si fuera una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban” (Hech 2,1-2). ¿Por qué ese ruido estremecedor, porque ese viento atronador, ese inesperado trueno que descoloca a quienes lo escuchan?

Porque el Espíritu Santo es como un grito de amor que vuelve a despertar a los que están adormecidos, desganados, melancólicos. A esos que han perdido el entusiasmo en la vida y son como una vela que se apaga, el Espíritu Santo en algún momento les resuena en el corazón y les grita: “¡Despierten, salgan, vivan!”.

Cuando parece que ya no podemos escuchar nada interesante, nada que nos anime, nada que nos estimule, el Espíritu Santo aparece como un grito en el alma: “¡No te sientas solo, aquí estoy, vamos!”

Por eso San Agustín, después de su conversión, decía: “Señor, has gritado, y has vencido mi sordera”.

Pidamos al Espíritu Santo que nos despierte y nos devuelva las ganas de caminar, de avanzar, de luchar; que nos regale el santo entusiasmo de los que se dejan llevar por él.

4 El Espíritu Santo quiere regalarnos un mundo mejor. Pero más bien parece que nos hemos olvidado de buscarlo, que nuestro corazón cerrado no le deja espacio, que no nos decidimos a ponernos de rodillas e invocarlo con fe, con ansias. Él ya ha tomado la iniciativa de buscarnos. Ahora es necesario que le permitamos actuar. Te propongo que le abras el corazón y le digas con ternura:

“Ven Espíritu Santo,

ven padre de los pobres,

ven viento divino, ven.

Ven como lluvia deseada,

a regar lo que está seco en nuestras vidas, ven.

Ven a fortalecer lo que está débil,

a sanar lo que está enfermo, ven.

Ven a romper mis cadenas,

ven a iluminar mis tinieblas, ven.

Ven porque te necesito,

porque todo mi ser te reclama.

Espíritu Santo,

dulce huésped del alma, ven, ven Señor”.

5 El Espíritu Santo es el que puede transformar nuestros corazones con su soplo, con su fuego, con su poder y su luz. Con su fuerza podemos cambiar poco a poco nuestras actitudes llegando a ser personas renovadas. Siempre es posible cambiar con el auxilio del Espíritu. Si no cambiamos no es porque él no puede, sino porque nos respeta delicadamente. No nos obliga ni nos invade. No actúa allí donde nosotros no se lo permitimos. Respeta nuestras decisiones, y también nuestra debilidad.

Pero si dejamos que el Espíritu Santo actúe en nosotros, si lo invocamos, si le permitimos que él nos impulse, entonces la vida se llena de actos de amor a Dios y a los hermanos, y así nos convertimos en seres “espirituales”, es decir, conducidos por la fuerza del Espíritu Santo. El Espíritu Santo nos va renovando, y así ya no nos amargamos el corazón con rencores, celos, envidias. Ya no estamos inmovilizados por la indiferencia y el egoísmo, y ya no somos esclavos de los vicios y los malos apegos. Al contrario, nos llenamos de esperanza, de fortaleza, de alegría en medio de las dificultades, y nos sentimos verdaderamente libres, “nuevas criaturas” (1 Cor 5,17).

La Biblia nos habla bellamente de los frutos que produce el Espíritu cuando lo dejamos actuar, y los resume en siete: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de uno mismo” (Gál 5,22-23). No le pongamos obstáculos, para que él pueda producir esos frutos en nuestra vida.

6 En esta solemnidad de la Epifanía del Señor celebramos que Jesús se ha manifestado a nuestras vidas, que hemos podido conocerlo. Celebramos que Jesús quiere hacerse conocer por todos los seres humanos para llenarlos de su luz.

Pero toda la hermosura de Jesús es obra del Espíritu Santo. Por eso, no podemos conocer a Jesús y admirarlo si no nos dejamos iluminar y transformar por el Espíritu Santo.

El Espíritu llenó el corazón humano de Jesús desde su concepción, y conoce todos los secretos del corazón del Señor.

Pidámosle al Espíritu Santo que nos ayude a conocer profundamente a Jesús para amarlo con todo nuestro ser. Roguémosle también que nos haga cada vez más parecidos a Jesús en nuestra forma de vivir y de actuar.

7 Repitamos esta oración varias veces, lentamente, hasta que sintamos cómo el Espíritu Santo toca con su amor nuestro interior:

“¡Oh llama de amor viva

que tiernamente hieres

el más profundo centro

de mi alma,

tú que no eres esquiva

acaba ya si quieres,

rompe la tela

de este dulce encuentro!”

San Juan de la Cruz

8“Ven Espíritu Santo, entra en mi mente, en esa locura de mis pensamientos que me perturban.

Pacifica este interior inquieto.

Ayúdame a dominar y serenar mis pensamientos para que reine en mí tu paz.

Ven Espíritu Santo a dominar mi mente con tu santísima calma. Armoniza ese mundo de mi mente y llévate lejos todo pensamiento que provoque angustias o nerviosismos, tristezas o inquietudes inútiles.

Ven Espíritu Santo, toma esas imágenes alocadas que dan vueltas dentro de mí, para que pueda reflexionar serenamente, orar bien, y avanzar sin preocupaciones que no valen la pena.

Ven Espíritu Santo, y lléname de pensamientos bellos, que me ayuden a vivir. Amén.”

9 A veces estamos disfrutando de algo bello, pero sin darnos cuenta aparece en el corazón un temor difuso que empaña la alegría. ¿Temor a perder lo que tenemos? ¿Temor de arruinarlo todo? ¿Temor a que algo se acabe? ¿O será simplemente que experimentamos el sabor amargo de nuestros límites, el recuerdo escondido de que todo se termina, de que va llegando el desgaste, la vejez, la enfermedad?

Sólo el Espíritu Santo tiene poder para liberarnos de esas oscuridades del alma. Son las cosas que no nos dejan libres para disfrutar de la existencia, para amar con alegría, para trabajar con entusiasmo.

Hay una tristeza sutil que es contraria al Espíritu Santo. Por eso dice la carta a los Efesios: “No entristezcan al Espíritu Santo” (Ef 4,30). El antiguo escrito del Pastor de Hermas también advertía que la tristeza expulsa al Espíritu Santo. De manera que cuando nos encerramos en nuestras maquinaciones mentales, y fomentamos los recuerdos negativos, cuando rumiamos las faltas de amor de los demás, o lo que la vida no nos está dando, entonces comenzamos a ocupar con todo eso el espacio que debería llenar el Espíritu Santo. De ese modo lo vamos expulsando de nuestra vida.

10 No hace falta que te digan que estamos en una época difícil, que hoy no es fácil vivir, que muchas veces nos ataca el desaliento, que nos cuesta querernos, comunicarnos y ayudarnos, que cada uno piensa demasiado en sí mismo, que no reconocemos fácilmente el amor de Dios en nuestra propia vida. Además, hay viejos rencores y heridas que nos cuesta sanar, frecuentemente nos sentimos insatisfechos, y otras veces no sabemos para qué trabajamos, para qué nos estamos esforzando, para qué vivimos en realidad. O quizás en el fondo nos sentimos solos, con una oculta tristeza.

Nadie puede negar que algunas de estas cosas anidan en su corazón.

A veces nos va mal, la vida nos golpea duro, pero lo peor que nos puede pasar es si, además, perdemos la esperanza, la fe, la unidad con los seres queridos, las ganas de luchar.

Para solucionar este profundo problema, para vivir con ganas y con fortaleza, hay algo que necesitamos, algo que nos falta.

En definitiva, nos falta espíritu. A nuestras existencias les falta el fuego, la luz, la vitalidad, la fortaleza, el empuje, la paz del Espíritu Santo. Y en el fondo, todo tu ser está sediento de él, de su presencia, de su río de vida.

Por eso, recibamos una buena noticia:

“El Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra debilidad” (Rom 8,26).

Él viene. Cuando lo invoques él se acerca a tu vida, para ofrecerte agua viva, paz, consuelo, esperanza. Él viene, siempre viene.

11 “Ven Espíritu Santo, ven a sanar ese mundo de mis emociones.

Mira ese dolor que a veces me carcome el alma, y sánalo.

A veces sufro por el amor que no me dan, por las desilusiones, por las agresiones ajenas, porque a veces no me comprenden, porque no pude comunicarme bien con alguien, porque no me agradecen o no tienen en cuenta mis esfuerzos.

No dejes que esos sentimientos me dominen y me quiten la alegría.

Ven Espíritu Santo, toca esas necesidades insatisfechas con tu amor, para que yo no dependa tanto del afecto de los demás.

Enséñame a gozar de tu ternura divina, Espíritu de amor, para que mi corazón sea más libre.

No dejes que me vuelva esclavo de mis sensaciones y sentimientos que me abruman. Enséñame a disfrutar de tu amor en cada momento, para que la alegría ilumine mi rostro. Amén.”

12 Hagamos memoria. Miremos lo que pudo hacer el Espíritu Santo en otra época, quizás mucho más difícil que la nuestra.

Después de la muerte de Cristo, aunque él había resucitado, los apóstoles no veían claro, no entendían bien lo que estaba sucediendo. Parecía que la fe cristiana no tenía futuro. Pero al menos dejaban que María los reuniera para orar (Hech 1,14).

Entonces, llegó el día de Pentecostés, y quedaron llenos del Espíritu Santo (Hech 2,1-4). A partir de ese día se acabaron los miedos, las tristezas, las quejas, y empezó a reinar el entusiasmo, la alegría. Salieron llenos de fuego, deseosos de llevar a Cristo a los demás y de cambiar el mundo. Era la época del Imperio Romano, cuando reinaban la injusticia, los abusos, el egoísmo; no se permitía a los cristianos vivir libremente la propia fe, se perseguía con crueldad a los inocentes, muchos morían de hambre mientras otros se daban al desenfreno total. Sin embargo, en ese mundo, los cristianos que llevaban en sus corazones el impulso del Espíritu Santo pudieron resistir las tentaciones de la decadencia pagana, y llegaron a cambiar ese mundo en ruinas.

¿Acaso el Espíritu Santo ha perdido ese poder?

13 “Ven Espíritu Santo, y penetra en todo mi cuerpo.

Te doy gracias por el don de la vida,

por cada uno de los órganos de mi cuerpo,

que es una obra del amor divino.

Ven Espíritu Santo, y pasa por todo mi cuerpo.

Acaricia con tu cariño este cuerpo cansado y derrama en él la calma y la paz.

Penetra con tu soplo en cada parte débil o enferma. Restaura, sana, libera cada uno de mis órganos. Pasa por mi sangre, por mi piel, por mis huesos.

Ven, Espíritu Santo, y aplaca toda tensión con tu amor que todo lo penetra.

Sáname Señor. Amén.”

14 En la Biblia se le da al Espíritu Santo el nombre de Paráclito (Jn 14,26). Este nombre ya nos indica algo, porque significa llamado junto a. Es decir, el que yo invoco para que esté conmigo.

Son distintos los sentidos que puedo darle a esta presencia. Por ejemplo, puede significar que lo invoco para que me defienda de los que me acusan o me persiguen, particularmente del poder del mal. Pero también puede entenderse que el Espíritu está a mi lado para darme consuelo en medio de las angustias, temores e insatisfacciones.

En realidad, no podemos limitar el sentido de ese nombre, y más bien tenemos que reunir en esa expresión todo lo que incluimos cuando llamamos a alguien para que esté con nosotros.

El Paráclito es el que se hace presente allí donde nadie puede acompañarnos, en esa dimensión más íntima de nuestro ser donde, sin él, siempre estamos desamparados, angustiados en una soledad profunda que nadie puede llenar. Él es ayuda, fuerza, consuelo, defensa, aliento. Sólo hay que decirle con ganas: “Ven Espíritu Santo, ven Paráclito”.

15 Nuestra oración debe ser comunitaria. Ninguno debería buscar al Espíritu Santo pensando sólo en sus problemas. Porque Jesús nos quiere unidos como hermanos.

Por eso, pensemos hoy en todos los que se sienten solos y abandonados. No nos olvidemos hoy de los que están sin trabajo, de los que son despreciados por su pobreza, de los que están olvidados por todos en una cama de hospital.

Entonces clamemos “¡ven Espíritu Santo!”, pidiéndole que llene de su consuelo y de su amor esos corazones lastimados que se sienten solos e ignorados.

Pero también invoquemos al Espíritu Santo para que entre bien profundo en nuestro corazón y en todos los que pueden dar una mano a los postergados, a los excluidos del mundo del placer y del consumo (1 Jn 3,17-24). Pidámosle que sane nuestro egoísmo y nos haga descubrir qué podemos aportar a los demás.

16 Algunos se confunden con la palabra espiritual, y creen que uno es más espiritual si vive alejado de las cosas de este mundo, si come poco, si no disfruta de la vida, si tiene poco trato con los demás.

Pero en la Palabra de Dios, espiritual es otra cosa. Una persona espiritual es alguien que se deja transformar por el Espíritu Santo, y entonces se convierte en un amigo de Dios y hace las cosas con amor. Espiritual es también el que sabe disfrutar de lo que Dios le regala y descubre a Dios en medio de las cosas lindas, tratando de vivirlas como a Dios le agrada. Dice la Biblia que “Dios creó todo para que lo disfrutemos” (1 Tim 6,17).

Por ejemplo, cuando celebramos el cumpleaños de un hijo o de un amigo, y nos alegramos de que esté vivo; y con lo poco que tenemos hacemos una linda fiesta para que se sienta feliz por lo menos un rato, eso es lo más espiritual que puede haber.

La persona espiritual sabe compartir y busca la felicidad de los demás. No se aleja de los otros, sino que sabe descubrir a Jesús en ellos. Hay personas que se creen espirituales, pero en realidad están llenas de rencores y de orgullo, o no son capaces de hacer feliz a nadie. Entonces, en realidad, están lejos de Dios, porque nuestro amor al Dios invisible se manifiesta en el trato con los hermanos visibles: “El que no ama al hermano que ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4,20). Por eso San Pablo llamaba “carnales” a los que vivían en la envidia y la discordia (1 Cor 3,3).

17 “Ven Espíritu Santo, y pasa por mi memoria.

Mi memoria es un regalo tuyo, que me sirve para recordar tu amor y tus beneficios.

Toma esa memoria para que no me inquieten los malos recuerdos. Quema con tu fuego toda angustia que venga de los recuerdos de mi pasado. Purifica todos mis recuerdos para que no me lastimen ni me torturen.

Ven Espíritu Santo, e ilumina todo mi pasado.

Quita de mi interior todo recuerdo que alimente mi tristeza o mis desánimos, y alimenta los recuerdos buenos, esos que me impulsan a seguir adelante y me devuelven la alegría. Ven Espíritu Santo. Amén.”

18 Los cristianos creemos que toda esta maravilla de la amistad con Dios, de la presencia del Espíritu Santo, es algo que nos supera de tal manera que de ningún modo podemos merecerlo. Si nunca podemos merecer o comprar la amistad sincera de un ser humano, porque la amistad sólo puede ser un regalo que se da gratis y libremente, con mucha mayor razón es imposible que podamos merecer o comprar la amistad divina. Y cuando estamos en pecado y nuestro corazón se mueve con el deseo de buscar esa amistad, es porque la gracia de Dios ya está tocando el corazón, ya lo está atrayendo. Siempre es él quien tiene la iniciativa, siempre es él quien ama primero.

Sin embargo, una vez que el Espíritu Santo nos regala su amistad (la gracia santificante), una vez que él comienza a habitar en nosotros como amigo, al mismo tiempo comienza a producir una obra de renovación en nuestra vida. Es decir, nos toma tan en serio, que quiere que nosotros también participemos en nuestro propio crecimiento, que nos metamos por entero, con todas nuestras energías, en un camino de maduración. Y para eso nos capacita.

Pero nuestros méritos son en primer lugar de Cristo, que se entregó por nosotros, y nunca quieren decir que estamos mereciendo la amistad de Dios. Esa amistad será siempre un regalo totalmente gratuito de su ternura infinita, una iniciativa de amor y una obra gratuita del Espíritu Santo.

19 Dejemos que el Espíritu Santo se siga derramando cada vez más en nuestra vida. Supliquémosle, invoquémoslo con insistencia, dejemos que nos inunde como el agua, que riegue nuestro ser como agua viva, purificadora, y que haga renacer todo lo que está seco. Dejemos que nos penetre como el viento, y que arrastre todo lo que está de más en nuestras vidas; que nos impulse hacia adelante como el viento impetuoso y nos arranque de nuestras falsas seguridades. Dejemos que sea el fuego santo que queme todo lo que nos hace daño, que disipe nuestras oscuridades, que nos llene de calor. Dejemos que nos devuelva la vida, que nos haga recuperar nuestra más auténtica alegría.

Porque la alegría se siente cuando volvemos a sentirnos vivos, cuando valoramos la sangre que corre por las venas y el amor que se mueve en el corazón, cuando experimentamos que vivir vale la pena. El Espíritu Santo puede llenarnos de esa vida nueva también hoy:

“Y cuando venga él, el Espíritu de la verdad, él los llevará a la verdad completa...Y la tristeza se les convertirá en alegría” (Jn 16,13.20).

20 “Ven Espíritu Santo, y ayúdame a perdonar.

Porque a veces recuerdo el daño que me han

hecho, y eso alimenta mis rencores y mis

angustias.

Ayúdame a comprender a esas personas que me lastimaron, enséñame a buscarles alguna excusa para que pueda perdonarlos.

Ven Espíritu Santo, y derrama dentro de mí el deseo de perdonar y la gracia del perdón, porque solo no puedo.

Ayúdame a descubrir que es mejor estar libre de esos rencores y ataduras, y dame tu gracia para liberarme de verdad.

Derrama tu paz en todas mis relaciones con otras personas, para que reine el amor y nunca el rencor. Amén.”

21 ¿Quién es el Espíritu Santo? Estamos ante el Misterio de un amor infinito.

Si leemos la Biblia, allí Dios nos habla permanentemente de su amor por cada uno de nosotros, porque cada uno de nosotros es obra de sus manos, criatura amada: “Tú eres precioso a mis ojos, y yo te amo” (Is 43,4). Y nos habla de un “amor eterno” (Jer 31,3), de manera que, aun cuando nadie esperaba nuestro nacimiento, él desde siempre nos imaginó para darnos la vida. Y si los demás esperaban un niño de otro sexo, de otro color, con otro rostro, él nos esperaba tal como somos, porque él es el artista maravilloso que nos hizo, y él ama la obra de su amor. Mi existencia y la tuya tienen una sola explicación, que Dios nos ama:

“Aunque tu propia madre se olvidara de ti, yo no te olvidaré... Mira, te llevo tatuado en la palma de mis manos” (Is 49,15-16).

“Tu Dios está en ti, poderoso salvador. Él grita de gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por ti con gritos de alegría” (Sof 3,17).

El mismo Dios es un Misterio de amor. Porque él no es un ser aislado, sino tres Personas que son un solo y único Dios. Este es un Misterio profundísimo que no podemos comprender en esta vida.

Pero nos hacemos una pregunta. Si las tres Personas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, nos aman con un mismo amor divino, ¿por qué se llama especialmente Amor al Espíritu Santo?

Porque el Espíritu Santo procede, como si fuera un fruto perfecto, del amor que se tienen el Padre y el Hijo. Es decir, el amor que se tienen el Padre Dios y su Hijo termina en una inclinación, en un movimiento de amor que los une como una llama infinita de amor, y esa llama es la Persona del Espíritu Santo. Él es el amor que une al Padre y al Hijo, y el regalo de amor que ellos dos derraman en nuestros corazones.

22 “Ven Espíritu Santo, y ayúdame a mirarme a mí mismo con cariño y paciencia.

Enséñame a descubrir todo lo bueno que sembraste en mí, y ayúdame a reconocer que en mí también hay belleza, porque soy obra de un Padre divino que me ama y me ha dado su Espíritu.

Sabes que a veces me duelen los recuerdos de errores que he cometido. Ayúdame a mirarme como Jesús me mira, para que pueda comprenderme y perdonarme a mí mismo.

Ven, Espíritu Santo, derrama en mí toda tu fuerza, para que pueda comenzar de nuevo y no me desprecie a mí mismo.

No permitas que me dominen los remordimientos, porque tu amor siempre me permite comenzar de nuevo. Ven Espíritu Santo. Amén.”

23 Uno de los aspectos más fuertes de nuestra existencia es el deseo de vivir intensamente. Eso es lo que lleva a muchos jóvenes a tomar un auto y llevarlo a toda velocidad, o a buscar drogas excitantes, o a desbocarse en relaciones sexuales cada vez más desenfrenadas, etc.

Es mejor que no nos engañemos con esas falsas fuentes de vida. Cultivemos lo más grande y noble que tenemos, la vida interior. Si no lo hacemos, buscaremos cada vez más esas falsas experiencias que nos engañan, y cada vez nos sentiremos más muertos por dentro.

Algunos viven confundidos, creyendo que entregarse al Espíritu Santo es peligroso, como si él pudiera quitarles el entusiasmo por vivir. Nada más contrario a la realidad. Porque el Espíritu Santo es vida, vida pura, vida plena, vida divinamente intensa, vida total. Y si algo en este mundo tiene vida, es porque allí está el Espíritu Santo derramando una gota de su vida infinita. Leamos cómo lo dice la Biblia:

“El Espíritu es el que da la vida” (Jn 6,63).

“La letra mata, pero el Espíritu da vida” (2 Cor 3,6).

24 En lo más íntimo de nuestro ser, en la raíz de nuestra existencia, sólo el Espíritu Santo puede hacernos sentir vivos. Sólo él puede hacer que dejemos de sobrevivir o de soportar la vida, y que realmente vivamos, que experimentemos en todo nuestro ser los efectos de la gloriosa resurrección de Jesús, algo de esa deslumbrante intensidad de la vida divina.

La Palabra de Dios tiene una promesa de vida, no sólo de vida eterna, sino de vitalidad en esta tierra, de manera que si poco a poco dejamos que el Espíritu Santo invada nuestro ser, iremos experimentando que cada vez estamos más vivos. Veamos lo que nos asegura la Palabra de Dios y creamos en estas promesas:

“El hombre de Dios florece como una palmera, crece como un cedro del Líbano... En la vejez sigue dando fruto, se mantiene fresco y lleno de vida” (Sal 92,13.15).

“Bendito el que confía en el Señor, porque él no defraudará su confianza. Es como un árbol plantado a las orillas del agua... No temerá cuando llegue el calor, y su follaje estará frondoso. En año de sequía no se inquieta, y no deja de dar fruto” (Jer 17,7-8).

Notemos que esta promesa de vida incluye también el gozo de dar frutos, de ser útiles, de producir algo para el bien de los demás; porque nadie se siente vivo si no se siente también fecundo: en el servicio, en la paternidad espiritual, en el arte, en el trabajo, etc.

Pidamos al Espíritu Santo esa agradable fecundidad.

25 Hoy la Iglesia celebra la fiesta de la conversión de San Pablo. Esa conversión maravillosa ciertamente fue obra del Espíritu Santo, porque sin él un corazón cerrado no puede abrirse. Además, el Espíritu Santo impulsó a San Pablo a predicar el Evangelio con gran entusiasmo

La predicación del Evangelio está al servicio de un mundo nuevo. Cuando esa predicación es entusiasta, convencida, valiente, confiada, entonces el poder de Jesucristo se manifiesta de maneras variadas, transformando la vida de las personas y de la sociedad.

Si hay un modelo de lo que significa una predicación con poder, ése es San Pablo. Su fervorosa misión apostólica es un modelo del entusiasmo que derrama el Espíritu Santo. Vale la pena leer la descripción que él mismo hace en 2 Cor 11,26. El libro de los Hechos recoge las tradiciones que se habían difundido sobre los prodigios “poco comunes” que Jesús hacía a través de Pablo (Hech 19,11-12). Y concluye: “Así, por el poder del Señor, la Palabra se difundía y se afianzaba” (Hech 19,20).

Recordando a San Pablo, pidamos al Espíritu Santo que nos ayude para que podamos convertirnos más profundamente y también para que no desgastemos inútilmente nuestras energías y vivamos con ese entusiasmo que experimentó San Pablo.

26 “Ven Espíritu Santo, y entra en mi hogar. Hoy quiero entregarte a todos mis seres queridos para que hagas en cada uno de ellos tu obra maravillosa.

Te abro las puertas de mi familia. Entra, y derrama amor para que sepamos vivir juntos, para que aprendamos a valorarnos, a respetarnos, para que sepamos dialogar.

Protege mi casa de todo mal con tu presencia santa, y no permitas que allí reine la tristeza, el rencor o los miedos. Derrama seguridad, confianza, serenidad y alegría, para que todos los que entren en mi casa experimenten qué bueno es vivir en tu presencia. Ven Espíritu Santo. Amén”.

27“Penetra mis entrañas con tu amor, Espíritu Santo, para que sienta que los demás son mi propia carne, para que me duela su dolor y me alegre con sus alegrías.

Ilumina mis ojos, Espíritu Santo, para que pueda reconocer a Jesús presente en cada uno de ellos.

Para que les ayude a llevar sus cargas.

Derrama en mi interior, Espíritu Santo, una gran disponibilidad, para que sea capaz de dar sin medida, para que aprenda a compartir lo que tengo buscando la felicidad de los demás.

Enséñame a aceptar con ternura y serenidad que me quiten mi tiempo.

Muéstrame la grandeza de los que dan con alegría.

Ayúdame a descubrir la hermosura del manantial que siempre da; la belleza del cántaro, que existe para saciar la sed de los demás.

Ayúdame a reconocer la inmensa dignidad de todas las personas, que tienen derecho a ser parte de mi vida.

Dame un amor generoso y humilde, dispuesto a compartir con los demás mi propia vida, mis talentos, mis bienes.

Que pueda entregarme sin resistirme ante sus reclamos, amando a los demás con tu amor, y mirándolos con tu mirada.

Ven Espíritu Santo. Amén.”

28 “Ven Espíritu Santo. Hoy quiero entregarte mi futuro, hasta el último día de mi vida. Quiero caminar iluminado por tu divina luz, para saber adónde voy, para no desgastar energías en cosas que no valen la pena.

No quiero obsesionarme por el futuro. Y por eso, prefiero entregarlo en tu presencia y dejarme llevar por tu impulso. Espíritu Santo, sana mi ansiedad, para que acepte que cada cosa llegue a su tiempo y en su momento. Y sana mis miedos, para que pueda confiar en tu auxilio y me deje guiar siempre.

Tú que sabes lo que más me conviene, oriéntame y condúceme cada día, y protégeme de todo mal. Ven Espíritu Santo y toma mi futuro. Amén.”

29 En la encíclica Dominum et Vivificantem” (57), Juan Pablo II invita a invocar al Espíritu que da la vida, para poder enfrentar los signos de muerte y las tentaciones de muerte que hay en el mundo actual.

Hay variadas maneras de elegir la muerte: los excesos, la venganza, la melancolía, el encierro, evadirse con la televisión, con internet, y muchas formas más.

Sería bueno preguntarme qué formas de muerte se han ido metiendo en mi vida, qué esclavitudes me han ido ahogando y no me permiten sentirme realmente alegre, feliz, vivo.

En un momento de oración ruego al Espíritu que entre en esos sectores oscuros y enfermos de mi existencia, le entrego esos lugares de mi ser y de mi vida cotidiana, y trato de liberarme para siempre de esos falsos dioses que no me dan la vida, sino que me la consumen inútilmente.

30 “Ven Espíritu Santo. Hoy quiero entregarte todo, para vivir con plena libertad interior, sin aferrarme a nada, sin apegos que me esclavicen.

Muchas veces me hago esclavo de tantas cosas y no soy capaz de renunciar a ellas. Así me lleno de tristezas e insatisfacciones.

Ven Espíritu Santo, toca mi corazón y regálame un santo desprendimiento, para que no pierda la paz cuando no logro conseguir algo, y para que no me angustie cuando algo se acaba.

Quiero caminar liviano, sin tanto peso en mis hombros. Quiero respirar libre, sin estar atado a tantas cosas y personas. Quítame esos apegos, Espíritu de libertad, para que pueda caminar alegre y sereno. Amén.”

31 “Espíritu Santo, tú eres Dios, abismo infinito de belleza donde se saciará toda mi sed de amor.

Mira mi interior, donde a veces habitan egoísmos, impaciencias, rechazos.

Regálame el don de la paciencia.

Quiero vivir el mandamiento del amor que me dejó Jesús, pero a veces me brotan malos sentimientos que se apoderan de mí.

A veces hago daño con mis palabras, con mis acciones, o con mi falta de amabilidad.

Ayúdame, Espíritu Santo, para que pueda mirar a los demás con tus ojos pacientes.

Quiero reconocer tu amor para todos los seres humanos, también para esas personas que yo no puedo amar con paciencia y compasión.

Todos son importantes para el corazón amante de Jesús, todos son sagrados y valiosos.

Nadie ha nacido por casualidad sino que es un proyecto eterno de tu amor.

Libérame de condenar y de prejuzgar a los demás.

Quisiera imaginar sus sufrimientos, sus angustias, esas debilidades que les cuesta superar.

Ayúdame a encontrar siempre alguna excusa para disculparlos y para no mirarlos más con malos ojos.

Derrama en mí toda la paciencia que necesito.

Ven Espíritu Santo. Amén.”

Los cinco minutos del Espíritu Santo

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