Читать книгу Los cinco minutos del Espíritu Santo - Víctor Manuel Fernández - Страница 9

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1 “Ven Espíritu Santo, quiero dejar que tu suave soplo me acaricie. A veces no me siento digno de descansar un momento, de gozar en tu presencia, de aliviar mis cansancios en tu amor que restaura. Pero tú no esperas que yo sea perfecto para amarme. Simplemente me amas. Por eso quiero dejarte entrar, Espíritu Santo, para disfrutar por un momento de tu presencia santa, y simplemente dejarme estar en tu presencia. En ti hay infinita paz. En tu presencia todo se aplaca, se apacigua, se aquieta. Todos mis nerviosismos y mis tensiones se van sanando, y me doy cuenta que no vale la pena alimentar el odio, la tristeza, las vanidades que me hacen sufrir.

Ven Espíritu Santo, y trabaja silenciosamente en mi interior con tu gracia. Cura mi interior lastimado por tantas desilusiones, inquietudes y fracasos, por tantos sueños perdidos. Ven a sanar ese mundo inquieto que llevo dentro y regálame el descanso y la serenidad que necesito.

Sabes también que a veces te he fallado, te he rechazado, me he desviado. Pero rocíame y quedaré limpio, purifícame y quedaré más blanco que la nieve (Sal 51,9). Pasa por mi interior como agua de vida, que limpia, renueva, vivifica. Ven Espíritu Santo.

Amén.”

2 El que se empeña en encontrar su fortaleza en lo exterior, se va vaciando cada vez más por dentro, y va creando una horrorosa debilidad interior. Eso le hará experimentar cada vez más el miedo, y la desesperación porque todo se le acaba. Al mismo tiempo, va creciendo un tremendo rechazo por todo lo que sea límite o dolor. Por eso, en realidad sufre mucho más por el miedo a la enfermedad que lo que sufriría por la enfermedad misma.

Pero el hombre lleno del Espíritu, que se deja llevar por la existencia con el impulso de vida del Espíritu Santo, está cada vez más vivo, y así pierde todo temor al desgaste y al paso del tiempo.

Cada vez experimenta una seguridad mayor, vive cada día más “gozo y paz en el Espíritu Santo” (Rom 14,17).

Por eso, el que ha ido creciendo con el poder del Espíritu Santo, cuando tiene cuarenta años no aceptaría jamás volver a los quince o a los veinte, porque no desea volver a la inseguridad, a los temores, a la fragilidad interior, a la inestabilidad afectiva de los años jóvenes. Prefiere la firme vitalidad que le ha ido dando el Espíritu Santo con el paso de los años, y “en la vejez seguirá dando fruto, y estará frondoso y lleno de vida” (Sal 92,15). Cada día que pasa es crecimiento, es adquirir una nueva riqueza que lo hace feliz. Por eso ya no le teme al paso del tiempo, al desgaste. Al contrario, el tiempo que pasa le va dejando un tesoro, y sabe que cada desafío lo hará crecer más todavía en una vida que nunca se acaba.

3 “Ven Espíritu Santo. Hoy quiero pedirte que me ayudes a comunicarme con los demás. Enséñame a decir la palabra justa, a mirar a los demás como ellos necesitan ser mirados, a tener el gesto oportuno.

Todo mi ser está hecho para la comunicación. Por eso te ruego que me liberes de todas las trabas que no me permiten comunicarme bien con los demás.

Con tu agua divina riega todas las cosas buenas que has puesto en mi vida, para que pueda hacer el bien. Enséñame a escuchar, para descubrir lo que los demás esperan de mí, y para que encuentren en mí generosidad y acogida.

Muéstrame la hermosura de abrir el corazón y la propia vida para encontrarme con los demás, y ayúdame a descubrir la belleza del diálogo. Dame la alegría de dar y recibir. Ven Espíritu Santo. Amén.”

4 Es necesario convencerse: el Espíritu Santo es plenitud vital, fuerza, gozo. No hay nada más vivo, más real, más lleno de energía. Necesito convencerme de que él ama mi vida, que me desea rebosante de vitalidad, y de que él puede realmente lograrlo si se lo permito de corazón.

Si no estoy convencido de esto, mi vida espiritual, mi fe, mi cristianismo, serán sólo una especie de barniz. Por fuera pareceré cristiano, pero por dentro estaré buscando la vida en otras cosas, y nunca la alcanzaré verdaderamente.

Dentro de nuestros deseos de vida, está la necesidad de experimentar que no estamos solos, que tenemos con quien compartir nuestra capacidad de amor. Pero no nos engañemos. Por más que estemos rodeados de mucha gente, hay un lugar del corazón, el centro de nuestra intimidad, donde no llega ninguna compañía. Allí siempre nos sentimos solos, si no nos dejamos penetrar por el fuego de amor que es el Espíritu Santo.

5 “Ven Espíritu Santo, porque a veces no entiendo qué sentido tienen las cosas que me pasan, y otras veces no sé para qué estoy viviendo.

Ilumina cada momento con tu presencia, para que pueda descubrir qué me quieres enseñar, para que sepa valorar cada momento y pueda vivir con ganas.

Espíritu Santo, llena de claridad todo lo que hoy me toque vivir, cada una de mis experiencias, para que pueda reconocer la importancia de cada cosa y me entregue de corazón en cada instante.

No dejes que haya momentos vacíos, oscuros, sin sentido. No dejes que mi vida se me vaya escapando sin vivirla a fondo.

Hazte presente en cada momento de esta jornada, para que sienta que vale la pena estar en este mundo. Ven Espíritu Santo.

Amén.”

6 Los que han dado su sangre por Cristo muestran hasta qué punto el Espíritu Santo puede fortalecernos. A veces pensamos que nunca seríamos capaces de soportar ciertas cosas, pero olvidamos que el Espíritu Santo puede fortalecernos de una manera maravillosa. Eso se ve claramente en los mártires.

Hoy la Iglesia celebra a San Pablo Miki y a otros 25 mártires, en su mayoría japoneses, que dieron su vida por Cristo el 5 de febrero de 1597. Son los primeros mártires de la época moderna. Hasta ese momento, la Iglesia veneraba sobre todo a los mártires de los primeros siglos, y cuando pensaba en el martirio recordaba a esos mártires de un pasado lejano. Pero cuando los cristianos se empeñaron decididamente en la evangelización de Asia, y se apasionaron por plantar la Iglesia en Japón y en otros países lejanos, entonces el martirio volvió a aparecer en abundancia, como semilla de nuevas comunidades. En 1597 dan la vida nueve misioneros jesuitas y franciscanos, junto con 17 laicos (un catequista, un médico, un soldado, tres monaguillos, etc.). Murieron crucificados a las afueras de Nagasaki sólo por pretender vivir públicamente su fe.

Los mártires que hoy celebramos, en su mayoría misioneros o predicadores, nos muestran hasta qué punto podemos entregarnos a la misión evangelizadora. Murieron dignamente, unos cantando, otros sonriendo, otros invocando a Jesús y a María, o exhortando a los testigos de la masacre a ser fieles al Evangelio.

Por otra parte, la multitud de creyentes que presenciaban el acto, los alentaba diciéndoles que pronto estarían en el paraíso.

En las Actas de los Santos se narra que Antonio, uno de los laicos crucificados, se puso a cantar un salmo “que había aprendido en la catequesis de Nagasaki”. Pidamos al Espíritu Santo que nos haga capaces de entregarnos hasta el fin, cantando y orando.

7 “Ven Espíritu Santo, dame un corazón simple que sea capaz de darlo todo, pero dejándote a ti la gloria y el honor.

Sana ese desgaste que sufrí por haber pretendido complacer a todos.

Libérame de la ansiedad que me enferma, por querer lograr la aprobación de todos.

Quiero aceptar a Jesús como Señor de todo mi futuro y de todos mis planes.

Ven Espíritu Santo. Que todo suceda como te parezca mejor.

Muéstrame interiormente que yo no soy un dios y que no puedo construir el futuro sólo con mi mente pequeña y limitada, con mis pobres fuerzas.

Ayúdame a ver lo bello que es depender de ti, dejando cada cosa en tus manos.

En ti seré fuerte, Espíritu Santo.

Tú eres Dios. Tú me protegerás y en ti todo estará seguro y feliz.

Aunque no se cumplan mis proyectos, tú me ayudarás a lograr lo que los demás necesitan de mí.

Ven Espíritu Santo. No dejes que me llene de ansiedad detrás de proyectos obsesivos, porque nada de este mundo vale tanto, nada es absoluto.

Quiero trabajar bajo tu luz, sabiendo que comprendes mis errores, que yo no soy un ser divino, y que siempre puedo empezar de nuevo, sin ansiedades.

Porque tú tienes confianza en mí.

Ven Espíritu Santo.

Amén.”

8 Para vivir bien es sumamente importante que pidamos la luz del Espíritu Santo y enfrentemos con coraje y sinceridad nuestros miedos, aunque precisamente nos cause terror encontrarnos con nuestros propios miedos. Porque cuando uno esconde sus temores, o pretende apagarlos sólo haciendo fuerza, pero sin mirarlos de frente, puede llegar a olvidar lo que le causaba miedo, pero ese temor no se va. Se convierte en un miedo etéreo, difuso, presente a cada momento, que se deposita en cualquier cosa; y así ya no sabe bien a qué le tiene miedo, y comienza a sentir temor por cualquier cosa, a perder la alegría de la vida sin saber bien por qué.

De ahí que sea muy sano ponernos en oración, invocar con deseos al Espíritu Santo, y decirle, en voz alta, a qué le tenemos miedo, reconocerlo sin vueltas.

Luego, tratar de ir despertando poco a poco la confianza en la acción del Espíritu, ofreciéndole cada área de nuestra vida, pidiéndole que él se apodere de todos los sectores de nuestra existencia con su poder infinito.

Imaginemos cómo el Espíritu Santo, con su luz, su potencia y su fuego, va dando firmeza a esas partes frágiles que quisimos sostener sólo con nuestras pobres fuerzas humanas.

9 “Ven Espíritu Santo. Hoy te pido que sanes mi miedo al fracaso. Quiero confiar en ti, sabiendo que todas mis tareas de alguna manera terminan bien si dejo que las bendigas y las ilumines.

Bendice con tu infinito poder todos mis trabajos y tareas.

Dame claridad, habilidad, sabiduría, para hacer las cosas bien, con toda mi atención, mis capacidades y mi creatividad.

No dejes, Espíritu Santo, que descuide mis trabajos, que me deje llevar por la comodidad o el desaliento. Tómame para que pueda ver qué hay que hacer en cada momento, y capacítame con tu poder.

Quiero trabajar firme y seguro con tu gracia. Sé que con tu ayuda todo terminará bien, y que si cometo algún error, también de eso sacarás algo bueno para mi vida. Ven Espíritu Santo. Amén.”

10 “Te doy gracias, Espíritu Santo,

porque tú inspiraste la Palabra de Dios.

Porque esa Palabra ilumina mi camino

y me da vida.

Porque en esta Palabra

me estás diciendo

lo que más necesito.

Derrámate en mí, Espíritu Santo

para que pueda comprenderla

y me deje transformar por ella.

Quiero ser un testigo

que anuncie la Palabra

con seguridad y convicción,

con amor y alegría.

Por eso, Espíritu Santo, dame tu gracia

para que pueda orar con esa Palabra,

para que se haga carne en mi vida.

Así podré anunciarla

con mis palabras y mis gestos,

con todo mi ser.

Tú que eres el maestro interior,

toca los corazones

de todos los que la escuchen,

para que encuentren en ella

la respuesta a sus inquietudes,

para que se enamoren del Evangelio

y lo vivan cada día.

Ven Espíritu Santo. Amén.”

11 “Espíritu Santo, yo sé que eres más grande y más bello que todos mis sentimientos y emociones, que no te puedo abarcar con mi sensibilidad herida.

Tú no eres como yo te siento a veces, porque eres incapaz de hacerme daño, de absorberme o de dominarme a la fuerza. Eres una infinita delicadeza.

Espíritu Santo, a veces experimento mi pequeñez ante tanta grandeza, y escapo de ti como si pudieras hacerme daño. Perdona esas tonterías de mi corazón pequeño.

Olvido que tu poder es el que me hace fuerte, que me da la vida y me sostiene, y que todo viene de tu amor divino.

Dame la gracia de dejarte actuar, para que pueda gozar de tus delicias, para que pueda cantar de gozo en tu presencia.

Ven Espíritu Santo. Amén.”

12 Puede suceder que a lo largo de una oración descubramos que la causa de nuestros miedos es una mala experiencia que hemos tenido y que está siempre reapareciendo en nuestros recuerdos. Entonces, tendremos que detenernos cada día a pedir al Espíritu Santo que sane ese recuerdo, que derrame su poder, que nos regale una firme confianza para que esa herida sane y cicatrice. Algo que puede ayudarnos, es atrevernos a revivir con la imaginación la escena en que tuvimos un fuerte dolor, y hacer presente a Cristo en ese momento abrazándonos, rescatándonos, liberándonos de ese problema, arrancándonos de ese lugar.

Y si no conocemos la raíz profunda, la causa de nuestros temores, pidamos al Espíritu Santo que él se apodere de nuestro grito interior que no sabe expresarse, que él se exprese de un modo liberador. Porque “el Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra debilidad, ya que nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom 8).

13 Los hermanos de Oriente han desarrollado una profunda devoción al Espíritu Santo y nos han dejado hermosas oraciones. Oremos con una de ellas:

“Ven, Espíritu Santo,

ven, luz verdadera.

Ven, misterio escondido.

Ven, realidad inexplicable.

Ven, felicidad sin fin.

Ven, esperanza infalible

de los que serán salvados.

Ven, tú que despiertas a los que duermen.

Ven, vida eterna.

Ven, tesoro sin nombre.

Ven, persona inconcebible.

Ven, luz sin ocaso.

Ven, resurrección de los muertos.

Ven, oh potente, tú que siempre haces y rehaces todo y todo lo transformas con tu solo poder.

Ven, oh invisible, sutil.

Ven, tú que permaneces inmóvil, y sin embargo en cada instante te mueves todo entero y vienes a nosotros que estamos en los infiernos, tú que estás por encima de los cielos.

Ven, oh nombre predilecto y repetido por todas partes, del cual nos es absolutamente imposible expresar su ser o conocer su naturaleza.

Ven, gozo eterno. Ven, corona incorruptible.

Ven, cinturón cristalino, adornado de joyas.

Ven, púrpura real, verdaderamente soberana.

Ven, tú que has deseado y deseas mi alma miserable.

Ven, tú el Solo en el solo, porque ya ves, yo estoy solo.

Ven, tú que has llegado a ser tu mismo deseo en mí, tú que me has hecho desearte, tú absolutamente inaccesible.

Ven, mi soplo y mi vida.

Ven, consolación de mi pobre corazón.

Ven, mi alegría, mi gloria y mi delicia para siempre.”

Simeón, el Nuevo Teólogo

14 “Espíritu Santo, yo no quiero desperdiciar tus dones, no quiero desaprovechar los impulsos de tu gracia.

Tengo a mi disposición la vida nueva de la Resurrección y el poder de tus impulsos.

No quisiera desgastarme en lamentos y quejas.

Tú me sostienes, tú me das vida, contigo puedo correr sin fatigarme.

Pero a veces me desgastan mi desconfianza, mi tristeza, mi melancolía, mis miedos, mis fracasos, las contradicciones que encuentro, mis insatisfacciones.

Ayúdame a renunciar a todo eso, Espíritu de vida, para que despliegues en mí toda tu gloria.

Late conmigo, Señor, vive conmigo, respira conmigo, lléname de fervor y de entusiasmo.

Coloca en mi corazón el anhelo de ser fecundo para ti, de ser útil.

Dame el sueño de producir algo bueno para este mundo, el deseo de dejarlo mejor que como lo he encontrado.

Sana toda pereza, toda indiferencia, todo desánimo, para que no te ofenda con pecados de omisión.

Que pueda levantarme cada mañana con intensos deseos de hacer el bien a los demás.

Ayúdame a descubrir mejor mis talentos, para gastar bien mis energías.

Dios, potente y fuerte, que todo lo sostienes, mira mi debilidad y penetra todo mi ser con ese poder que no tiene límites.

Ven Espíritu Santo, fortalece cada fibra de mi cuerpo y de mi interior.

Así yo sé que nada podrá derribarme, porque ningún poder humano, ninguna enfermedad y ninguna dificultad pueden ser más fuertes que tu amor.

Ven Espíritu Santo, infunde tu dinamismo en mis acciones, inunda de vitalidad todo mi ser.

Tómame Señor, una vez más, para derramar tu poder y tu luz en el mundo.

Ven Espíritu Santo.

Amén.”

15 Cuando nos preguntamos por qué esta Persona divina se llama Espíritu, podríamos responder “porque no es material”. Pero esa respuesta es muy pobre. En la Biblia ese nombre significa mucho más.

En el Antiguo Testamento la palabra espíritu (ruaj) es un sonido que imita el ruido de la respiración agitada. El sentido principal es el de aire. Pero hay que decir “aire en movimiento” porque el hebreo no conoce la idea de aire quieto, sino moviéndose o moviendo. Indica una vitalidad dinámica que depende de Dios (Sal 33,6; 104,29-30) y está ausente en los ídolos (Jer 10,14).

El espíritu tiene una gran movilidad: es comunicado, entra, sale, renueva, impulsa, abandona (Núm 11,24-29). Este aspecto dinámico es una característica inseparable de la noción de espíritu. De hecho, el Antiguo Testamento lo relaciona particularmente con la actividad profética, que orienta hacia adelante, hacia el futuro.

En el Antiguo Testamento traducido al griego, la palabra espíritu tiene también ese sentido dinámico. La raíz del término expresa un “movimiento de aire cargado de energía”.

En el libro de la Sabiduría se describe al “espíritu” como ágil, que atraviesa y penetra, espejo de la actividad de Dios, que se despliega vigorosamente, etc. (7,22.24.26; 8,1).

Según los escritos de San Pablo el Espíritu moviliza, da fuerzas, y derrama dones en orden a actuar, para enriquecer la vida de la Iglesia (Rom 8,14-15.24-27; 1 Cor 12,1-11; 2 Cor 3,6.17-18; Gál 4,6-7; 5,22-25). Y esta concepción dinámica se expresa también en la invitación a “no apagar el Espíritu” (1 Tes 5,19).

En los Hechos de los Apóstoles, el derramamiento y la acción del Espíritu producen un permanente y fervoroso dinamismo (Hech 1,8; 2,2.41; 4,29-31; 8,39-40; 10,44-46; 13,4; 19,6; 20,22-23). Es bueno pedirle al Espíritu Santo que nos llene de ese dinamismo de vida.

16 Sabemos que en toda la Escritura la palabra espíritu habla de dinamismo. Y si el Espíritu Santo tiene ese nombre es porque él derrama vida en movimiento, impulsa hacia adelante, no nos deja estancados o inmóviles. Él sopla, mueve, arrastra, libera de todo acomodamiento y de toda inmovilidad. Por eso mismo también en el Nuevo Testamento se lo asocia con el simbolismo del viento: Se dice que así como el viento sopla donde quiere, así es el que nace del Espíritu (Jn 3,8). Cristo resucitado sopla cuando derrama el Espíritu en los discípulos (Jn 20,22) y los impulsa hacia una misión. Por eso no es casual que se asocie el derramamiento del Espíritu en Pentecostés, sacándolos del encierro, con una ráfaga de viento impetuoso (Hech 2,2).

El mismo impulso del Espíritu Santo nos lleva a buscar siempre más. En su carta sobre el tercer Milenio, el Papa atribuye particularmente al Espíritu la construcción del Reino de Dios “en el curso de la historia”, preparando su “plena manifestación” y “haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva” (TMA 45b). Por eso no sólo esperamos llegar al cielo, sino que deseamos vivir en esta vida algo del cielo.

No podemos ignorar que el Nuevo Testamento no habla sólo del Reino que ya llegó con Cristo, o del Reino celestial que vendrá en la Parusía, sino también del Reino que va creciendo (Mc 4,26-28; Mt 13,31-33; Ef 2,22; 4,15-16; Col 2,19). Y si va creciendo, esperamos que el Espíritu Santo nos ayude para ir a crear un mundo cada vez mejor.

17 “Ven Espíritu Santo, y mira todos los miedos que guardo dentro de mí. Te ruego que sanes todo temor, para que pueda caminar seguro en tu presencia.

Mira a esta creatura que te suplica, no me abandones, fortaleza mía. Tú eres como un escudo protector, y si tu fuerza me rodea no tengo nada que temer.

Cúbreme con tu potencia, y no permitas que ningún violento me haga daño, no dejes que algún espíritu dominante pretenda adueñarse de mi vida. Aleja de mí a todos los que quieran aprovecharse de mí.

Tú me protegerás de los envidiosos y de los que no se alegran con mis éxitos y alegrías. Tú me protegerás de los peligros imprevistos. Deposito en ti toda mi confianza.

Yo acepto a Jesús como Señor de mi vida, todo mi ser es suyo. Por eso confío en tu protección, Espíritu Santo, y dejo ante ti todos mis temores. Ven Espíritu Santo. Amén”.

Quiero luchar y caminar, pero lleno de paz y de confianza.

18 La esperanza tiene que ver con el amor de deseo, con ese interés profundo que alimenta la actividad cotidiana del hombre en camino.

El que cree que de esta historia nada puede esperarse, sólo puede desear que todo termine, y por eso mismo, no tiene ganas de nada.

Es cierto que cuando descubrimos que las cosas no son eternas, se despierta en nosotros el deseo de una vida que está más allá, la esperanza en el Reino celestial.

Pero la esperanza es mucho más que el sabor amargo que sentimos cuando captamos la insuficiencia y la contingencia de las cosas terrenas. Con la esperanza, ese gusto inquietante se convierte en deseo eficiente, en ilusión, en camino. Esperamos que todo pueda llegar a ser mejor también en esta tierra.

El paso del tiempo es vida que crece, porque está el Espíritu, asegurando con su presencia una permanente e inagotable vitalidad.

Los cristianos nunca podremos entender el paso de los años como un proceso degradante que cada vez se aleja más de los tiempos dorados. No podemos pensar que antes todo era bueno, y que fue perdiendo cada vez más su poder originario por un inevitable desgaste. Si fuera así, no habría esperanza.

La presencia del Espíritu es una primicia del triunfo definitivo, nos hace sentir que con pequeñas cosas vamos preparando algo mejor. Por eso, el Espíritu impide las visiones pesimistas. Él siempre nos lanza hacia adelante.

19 “Espíritu Santo, quiero vivir en tu paz, gozar de tu amor cada día, y entregarme a la vida con entusiasmo.

Pero tú sabes que guardo dentro de mí rencores y resentimientos que he tratado de ocultar.

Hoy te pido la gracia de liberarme, Espíritu Santo. Derrama en mí un profundo deseo de perdonar, de vivir en paz con todos y de comprender profundamente las agresiones y desprecios de algunas personas.

Ayúdame a descubrir sus sufrimientos y debilidades para poder mirarlos con ternura y no juzgarlos por lo que me hacen.

Regálame la gracia de comprender y bendecir a los que me ofenden, persiguen y desprecian, alabándote por ellos, que son tuyos.

Derrama en mí un espíritu de profunda tolerancia.

Ven Espíritu Santo. Amén.”

20 “Ven Espíritu de amor. Todo mi ser ha sido creado para amar, pero muchas veces elijo el egoísmo.

Yo sé que todo lo que me regalas es para que lo comparta. Tú quieres llenarme de cosas bellas para que sea como un cántaro que sacie la sed de los demás. Me has elegido para que comunique un poco de felicidad a los hermanos. Pero me cuesta compartir mis cosas y dar mi tiempo a los hermanos.

Abre mi corazón egoísta, Espíritu de amor, para que pueda disfrutar dándome a los demás. No dejes que me prive de esa alegría de un corazón generoso. No dejes que me quede encerrado sólo en mis propias preocupaciones y ayúdame a descubrir a Jesús en cada hermano. Ven Espíritu Santo. Amén.”

21 “Te doy gracias, Espíritu Santo, porque tengo una misión que cumplir en este mundo.

Sé que por el solo hecho de existir en esta tierra ya estoy cumpliendo un plan tuyo, un proyecto que no alcanzo a descubrir pero que tú conoces bien.

Mi sola existencia es un signo de tu amor y de tu voluntad.

Pero tú has querido que también las cosas que yo hago cada día tengan un valor profundo, en toda su simplicidad y pequeñez.

Yo no soy capaz de hacerlo todo, pero lo que puedo hacer cada día es lo que tú has querido que yo le regale a esta vida.

Tú, que conoces el por qué y el para qué de cada cosa, ayúdame a verlo, Espíritu Santo.

Enséñame a valorarme, ayúdame a apreciar la misión que tú me has dado en este mundo, para que me alegre de estar aquí, entregado al servicio de Jesús.

Gracias por las personas que encuentro cada día, por el bien que pueda hacer y por la alegría de compartir.

¡Bendice al Señor, alma mía, y nunca olvides sus beneficios! Amén.”

22 Después de invocar la presencia del Espíritu, trato de imaginar ese fuego infinito de amor que se convierte en viento impetuoso. Quizás me provoque temor tanto dinamismo. Entonces pido al Espíritu que destruya ese temor que me paraliza. Todos buscamos tener algunas seguridades, y nos aferramos a esas costumbres que nos hacen sentir firmes. De ese modo renunciamos al cambio, a la esperanza, al futuro. El Espíritu quiere desinstalarnos porque nos quiere vivos, no muertos en vida. Por eso, en su presencia, me hago las siguientes preguntas:

¿No será que el Espíritu está queriendo cambiar algo en mi vida y yo me resisto?

¿No será que he renunciado a tener nuevos amigos, a iniciar cosas nuevas, a cambiar algo, porque tengo miedo de desinstalarme, de perder mi comodidad, porque me aferro a mis propios planes con uñas y dientes y no estoy disponible para la novedad del Espíritu?

¿Siento que el estilo de vida que estoy llevando me permite levantarme cada día como si fuese una nueva aventura en el Espíritu? ¿O me levanto simplemente para sobrevivir, para cumplir, para soportar la existencia?

Le digo al Espíritu Santo que quiero vivir de otra manera, y le pido su fuerza para lograrlo.

23 “Ven Espíritu Santo. Porque yo fui creado para encontrar la felicidad, la verdadera paz, el gozo más profundo, pero todo eso sólo se en cuentra en ti. Las cosas de este mundo me dan alguna felicidad, pero al final siempre me dejan vacío y necesitado. Por eso te ruego, Espíritu Santo, que me des la gracia de abrirte mi interior y de amarte con todo mi ser, para alcanzar el gozo que vale la pena.

Quiero gozar de tu amistad, tu cariño, tu abrazo de amor, tu fuego santo. No permitas que me absorban las cosas del mundo y tócame con la caricia suave y feliz de tu ternura.

Ven Espíritu Santo, para que pueda entrar en el corazón de Jesús, para que sienta el llamado del Padre Dios que siempre me espera. Ven Espíritu Santo.

Amén.”

24 Podemos decirle al Espíritu Santo, con todo el corazón, estas palabras del Salmo:

“Tú eres mi Señor, mi bien, no hay nada fuera de ti… Tú eres mi herencia, mi copa, un lugar de delicias, una promesa preciosa para mí… Por eso se me alegra el corazón, retozan mis entrañas y hasta mi carne descansa serena… Me enseñarás el sendero de la vida, me hartarás de alegría ante ti, lleno de alegría en tu presencia” (Sal 16,2.5-6.9.11).

25 El que se hace amigo del Espíritu Santo no le teme a la soledad, porque el Espíritu Santo le va dando una fuerza emotiva, una firmeza afectiva que le permite tener relaciones sanas, no posesivas ni absorbentes. Eso le va ganando el aprecio de muchos y amistades más bellas y satisfactorias, sin angustias enfermizas.

Por algo dice la Biblia: “Busquen primero el Reino de Dios, y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6,33).

El amor nos llena el corazón cuando no nos obsesionamos por alcanzarlo. Lo importante es permitir que el Espíritu Santo nos regale el amor como él quiera, y no tanto como nosotros lo imaginamos.

Muchas veces no somos felices porque nos empecinamos en alcanzar una forma de felicidad, porque nos empeñamos en vivir la felicidad de una determinada manera. Pero hay muchas formas de ser felices. Hay que aceptar la que nos toque y vivirla con ganas.

Si dejamos que el Espíritu Santo nos haga vivir el amor como a él le parezca, entonces no existirá la soledad en nuestras vidas. Él es capaz de saciar nuestra sed de amor y de cariño.

26 “Sin el Espíritu Santo,

Dios queda lejos del mundo,

Cristo pertenece al pasado,

el Evangelio son palabras muertas,

la Iglesia, una organización más,

la autoridad, una tiranía,

la misión, pura propaganda,

el culto, un simple recuerdo,

el obrar cristiano, una moral de esclavos.

Con el Espíritu Santo,

Dios late en un mundo que se eleva

y gime en la infancia del Reino,

Cristo ha resucitado y vive hoy

el Evangelio es potencia de vida,

la Iglesia, comunión trinitaria,

la autoridad, servicio liberador,

la misión, permanente Pentecostés,

el culto, celebración y anticipo del Reino,

el obrar humano, realidad divina”.

Consejo mundial de las Iglesias, Uppsala 1968

27 El Espíritu Santo es Dios. Por eso podemos dirigirnos a él con estas hermosas palabras de los Salmos:

“Señor, qué precioso es tu amor. Por eso los humanos se cobijan a la sombra de tus alas, se sacian con tu hermosura y calman la sed en el torrente de tus delicias” (Sal 36,8-9).

“Dios mío, yo te busco, mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela como una tierra reseca y sedienta… Tu amor vale más que la vida, mis labios te adoran. Yo quiero bendecirte en mi vida y levantar mis manos en tu nombre. Y mi alma se empapará de delicias y te alabará mi boca con cantos jubilosos… Me lleno de alegría a la sombra de tus alas. Mi alma se aprieta contra ti, y tú me sostienes” (Sal 63,2-9).

“Señor, en ti me cobijo, no dejes que me quede confundido. Recóbrame con tu amor, líbrame” (Sal 31,2).

“Es bueno darte gracias, Señor, y cantar a tu nombre, anunciar tu amor por la mañana y tu fidelidad cada noche” (Sal 92,2-3).

28 El ser humano tiene también la capacidad de hacer cosas, de prolongarse en una obra, y también allí puede derramarse el Espíritu Santo para que lo vivamos de otra manera.

El Espíritu, que infunde dinamismo, también influye en nuestras actividades, en nuestro trabajo, en todo lo que hacemos, no sólo para que podamos hacerlo bien, sino para que esas actividades enriquezcan nuestra vida, para que no sean un peso o una simple obligación. Es decir, el Espíritu Santo puede hacer que esas actividades tengan un sentido, un “para qué” profundo que nos permita hacerlas con interés, con cierto gusto, y que nos sintamos fecundos en esa actividad. Podemos hacer algo por necesidad, o “porque sí”, pero también podemos hacerlo como una ofrenda de amor al Señor, o como un acto de amor a los hermanos, a la Iglesia, a la sociedad, o podemos ofrecerlo al Señor por nuestra santificación, o pidiéndole algo que deseamos alcanzar, o uniéndonos con ternura a la Pasión de Cristo, etc. Esto permite que no sólo nos sintamos bien cuando descansamos, sino también cuando trabajamos.

29 “Cada vez que en la oración nos dirigimos a Jesús, es el Espíritu Santo quien, con su gracia preveniente, nos atrae al camino de la oración. Y ya que él nos enseña a orar recordándonos a Cristo, ¿cómo no dirigirnos también a él orando? Por eso, la Iglesia nos invita a implorar todos los días al Espíritu Santo, especialmente al comenzar y terminar cualquier acción importante… El Espíritu Santo, cuya unción impregna todo nuestro ser, es el Maestro interior de la oración cristiana” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2670.2672).

Por todo esto, si no sabemos orar, lo mejor es pedirle al Espíritu Santo que nos enseñe, que nos estimule, que nos impulse y nos llene de deseos de orar. Él puede poner en nuestra boca lo que tenemos que decir, y a veces ni siquiera hacen falta palabras. Muchas veces el Espíritu Santo nos mueve a expresarnos con el llanto, con una melodía, con un lamento, con un suspiro. Dejemos que sea él quien nos enseñe a orar.

Los cinco minutos del Espíritu Santo

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