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VII. Grito enmudecido

No me morí: aquí estoy,

mirando cómo soy

sin tus palabras hoy.

Dime si no piensas en las querencias

que se consumen en doce semanas,

en los amores muertos bajo sábanas

de fino tejido: las inocencias

se deforman con los besos insanos

y el estruendo de los decires vanos.

De espaldas, con tus labios en la almohada,

mi boca se satura de redondas

fragancias, alteraciones orondas

de etérea piel y olorosa carnada.

Mis pesares aún no se marchitan;

muy adentro mío los labios gritan

—en vano— enmudecidos: ¡no te tengo!

¡Cómo olvido que a ti no voy ni vengo!

Las tardes a veces son tristes

no sé si porque estás ausente

o porque la vida luego arde

gratuitamente, inútilmente.

Miro tu cuerpo sinuoso de espaldas:

una antigua cascada de ansias breves

me remite a lujuriosas moradas

de incandescencias grotescas y leves.

¿Por qué han de callarme tus grandes ojos

si en tu muda boca caigo de hinojos?

Me aíslo en las letras calladas:

d de durmiente despoblado,

v de violento viento alado,

c de cadenciosas vaharadas.

¿Por qué el silencio me atormenta,

por qué una boca muda tienta?

¿Por qué callo ante tu presagio,

por qué todo me sabe a plagio?

Me guardo en las calladas letras:

venas abiertas, danzas muertas.

Te desnudo con la luna apagada

para buscar, lento, bajo las sábanas

tu boca, tu pecho, tu luz, tu ombligo

y una certeza cuyo nombre olvido.

Boca diminuta

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