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Notas sordas, sutiles, de un piano

Yo no sé si estoy en un desierto

pero no miro a mi alrededor

un árbol, tampoco una montaña,

ni arena en mis pies, ni un ser humano,

no oigo una voz, no miro una casa,

ni el bruñido murmullo de un río,

ni el terso silbido de los pájaros,

no siento mi cuerpo, ni el sonido

del viento.

§

Me levanto sin prisa.

Escucho, sordas, las notas de

un piano: nimias, finas, sutiles.

Las cortinas se encuentran cerradas.

La luz del sol está fuera, no entra;

luz apenas percibida, es nada.

Oscuridad, tibia oscuridad.

Quiero dormir con los ojos tensos.

Pienso en una sonrisa que no es

la mía. Miro un papiro de

Giza en un libro caído al suelo.

Miro un lápiz que no tiene punta.

Veo unos ojos que no están conmigo.

Las notas del piano inundan, lentas,

la alcoba, la casa, el corazón.

§

Descansa, atónita, la palabra,

que la han mencionado sin rubor.

Han gritado: “¡El futuro se labra,

mujer, con un poco de pudor!”

¿La palabra, acaso, es pudorosa?

Me espino mil veces en la rosa.

Como todos, olvida el decoro.

Vamos, vamos a cantar en coro:

“En el amor ninguna caricia

vale menos, ¡ay!, que la avaricia”.

Labra la palabra pudorosa.

Y ella, airada, se espina en la rosa.

§

¿Quién no quiere correr en un bosque

con lluvia, escalar cerros pequeños,

subir a la rama de ese árbol,

el más alto, acostarse en la yerba

a la sombra de una nube volátil,

escuchar el sonido de un río,

oír el diálogo del amor

que no —nunca, nunca— se ha tenido?

Treinta decasilabos descalzos

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