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Pared blanca con niña en la cuerda

Dice la gente que las paredes

se pintan de blanco para darles

luz a las casas. Puede ser. Yo

las pinto de blanco por razones

diferentes. Para que me escriban

dos o cinco poemas, por ejemplo.

Una mujer que se dice tonta

vino a mi casa. Le hablé de barcos

solitarios que navegan en

los jardines, de árboles que crecen

en la palma de la mano izquierda;

de hormigas que en los anocheceres

con sus cánticos hacen cosquillas,

de monstruos que habitan al cerrar

los ojos. De su desnudez en

mis labios entreabiertos. Le hablé

también de los trenes que recorren

mi cuerpo y de los vientos que silban

con violencia cada amanecer.

Pero ella sólo miraba las

paredes blancas. “Voy a escribir

un poema”, dijo. Entonces le di una

pluma, en el preciso momento en

que un tren empezaba a circular

en mis brazos rumbo a no sé qué

destinos. Escribió en la pared:

“No lo digo porque tú me lo

dijiste. Cree lo que quieras, pero

esto es verdad: ese hermoso día

quise besarte, vive Dios, porque

sí”. Vi de nuevo la pared blanca.

Ciertamente, las paredes blancas

dan más luz a una casa. Apagué

la lámpara. Y me puse a inventar

un cuento. Nada más para mí.

Un relato donde nadie hablara,

sino sólo se contemplara una

pared blanca. Ella se tendió, mientras,

en la alfombra. Para contarse un

lírico cuento también, supongo.

Pregunta, de pronto, ¿qué hay detrás

de esa pared blanca? La miro, a ella.

Y luego a la pared blanca. Hay una

niña saltando la cuerda, digo,

y hay un enloquecido arlequín

tomando una espumosa cerveza,

un matemático de una raíz

cuadrada ocultándose, una dama

bebiendo agua en ríos silenciosos

y dos amantes, le digo, amándose

con violencia edulcorada, como

nunca lo haremos, mujer, tú y yo.

Treinta decasilabos descalzos

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