Читать книгу Política migratoria en México: Legislación, imaginarios y actores - Luis Daniel Vázquez Valencia, Velia Cecilia Bobes León - Страница 6

2. La construcción imaginaria de la migración y del migrante y su impacto sobre la legislación y la percepción sobre la migración

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Como hemos apuntado al explicar el modelo analítico, las instituciones del poder y las legislaciones se fundamentan en formas simbólicas que encarnan el reconocimiento social de ciertos valores, mitos, tradiciones, costumbres, etcétera, los cuales se convierten ipso facto en la base de su legitimidad; o quizá sea más exacto decir en la base sobre la cual se construyen y encuentran aceptación los discursos de legitimación. Pero no se trata de una relación unidireccional o causal, ya que las propias relaciones de poder en su institucionalización y en el proceso de su funcionamiento refuerzan este arsenal imaginario, y crean nuevos valores, costumbres y mitos, que van transformando lentamente el capital simbólico e imaginario del cual se sirven.

La experiencia histórica propia de cada nación, o más precisamente, la percepción subjetiva que los individuos tienen de esa experiencia, es un componente esencial de la formación de tales repertorios simbólicos y de la cultura política de una nación (Brown y Gray, 1979). En el largo plazo, a través del devenir histórico se van formando y reformulando los valores y creencias profundas que contribuyen a las identificaciones y lealtades primordiales. En este proceso intervienen grupos y actores distintos y se suceden, o pueden sucederse, diversos marcos institucionales que privilegian o apoyan ideologías o moralidades también diferentes, que a la vez generan sus propias configuraciones organizacionales y, en consecuencia, espacios, canales y formas de participación social y política peculiares.

Es por eso que para comenzar el estudio de la política migratoria del México actual, conviene discutir brevemente los contextos históricos en que se han producido distintas legislaciones, así como los repertorios simbólicos que contribuyen a explicar su aprobación e implementación. De esta forma, antes de acometer el análisis procedimental de la legislación migratoria vigente, presentamos el abordaje de su dimensión simbólica, a través de un recorrido por los momentos que evidencian la concreción de distintos proyectos de nación en el ámbito migratorio, con lo cual pretendemos develar la relación entre conceptos como identidad nacional (ideas del otro, el extranjero y la migración), proyecto de desarrollo y criterios básicos de regulación de la movilidad, con los diversos marcos legales que se han sucedido en el tiempo.[1]

Partimos de la convicción de que el análisis del marco normativo no puede prescindir de una mirada a la existencia de valores, juicios y estereotipos, así como a la percepción social de los extranjeros y la migración que, en conjunto, conforman el imaginario social sobre la migración. Estos imaginarios son el resultado de la combinación de las imágenes históricas que se van sedimentando a partir de una historia previa de recepción o expulsión, de las formas instituidas de distinguir entre el nosotros y el ellos, de los estereotipos y de los prejuicios acerca del extranjero o el ajeno. Este ámbito simbólico puede ser rastreado en los discursos sobre la migración que apoyan o contestan las políticas migratorias, discursos que incluyen a los hegemónicos, oficiales y estatales, y a los contradiscursos de grupos y organizaciones de la sociedad civil.

Existen diferentes discursos que topan con el tema migratorio, por lo que es posible clasificarlos de manera general para poder distinguir entre ellos: el discurso oficial (el hegemónico), los discursos culturales identitarios, que definen desde la propia identidad al extranjero o al otro, y aquellos que produce la sociedad civil (ámbito “asociacional”). Los discursos oficiales pueden analizarse mediante las diversas legislaciones migratorias en relación con su contexto histórico, mientras que los discursos culturales identitarios se plasman en el arte, la literatura, las ciencias sociales y, en general, en la cultura. Finalmente, los que aquí distinguimos como discursos de la sociedad civil pueden revisarse a partir de estudios de opinión y de los pronunciamientos de los actores sociales organizados, en particular, de las organizaciones que trabajan con migrantes.[2]

No es posible analizar las políticas migratorias de un país sin comenzar por entender las construcciones simbólicas de la nación y la definición de la identidad nacional.[3] Como es sabido, la nación es una “comunidad imaginada” (Anderson, 1993) que legitima la soberanía de un Estado nación y fija los límites de la inclusión. En este sentido, los Estados establecen fronteras territoriales a partir de las cuales se norma, entre otras cosas, la movilidad de las personas. Las políticas de migración —entonces y aún en la época de la globalización— siempre refieren al Estado nación.

También en el ámbito subjetivo y de la autopercepción se fijan fronteras ideales que delimitan la comunidad de pertenencia,[4] es precisamente por eso que la otredad y la diferencia son esenciales[5] para la identidad nacional, una construcción simbólica, siempre asociada a un tipo de solidaridad que se logra a través de un discurso (ideológico) que justifica la existencia del grupo, las más de las veces en una relación de conflictividad con enemigos definidos (nosotros y ellos). Tal discurso estará conformado por una valoración del criterio mismo de identificación y pertenencia (en este caso la nación), y por una narrativa que relate una historia compartida, lo cual constituye siempre un ejercicio de legitimación.

Por su parte, el Estado nación, por medio del conjunto de derechos y obligaciones que configuran la ciudadanía, delimita quiénes son los miembros de la comunidad política y cuáles los alcances de su participación en los procesos políticos, económicos y sociales. Asimismo, fija las regulaciones en torno a la movilidad de las personas y los criterios para la recepción de migrantes. En la confluencia de la construcción simbólica de la nación, la definición de la identidad nacional y la relación entre individuo y Estado definida por la ciudadanía, se conforma un complejo proceso de inclusión y exclusión, que se refleja, entre otros, en el trato al extranjero y las políticas de migración.[6]

Las diferentes tradiciones de concebir a la nación impactan los límites de inclusión y exclusión de la ciudadanía y la nacionalidad. Así, por ejemplo, en los contextos revolucionarios (como en México) la nación surge propiamente a partir de una base institucional y territorial del Estado, por lo cual la unidad política, y no la cultural, es el criterio básico de la pertenencia, lo que conlleva a una tendencia a la inclusión y la asimilación cultural del extranjero, mientras que en otros contextos (en Alemania, por ejemplo), la idea cultural de nación —desligada del ideal abstracto del ciudadano— es la que fundamenta la constitución de un Estado. En estos casos la unidad cultural y/o étnica es previa y de ella se deriva la unidad política (Brubaker, 1989).

En cuanto a México, existe una importante aunque no demasiado extensa literatura que se ha ocupado de rastrear los discursos identitarios y su relación con las políticas migratorias para analizarlos a través de la historia.[7] Para los efectos de nuestro análisis nos concentramos en los principales constructos simbólicos e ideologías que históricamente han definido los ideales de migración, lo que la ha determinado en los rumbos de sus regulaciones. De esos análisis, y asumiendo que los marcos normativos y legales expresan valores y representaciones sociales, podemos concluir que históricamente, la legislación migratoria ha dado cuenta de la oscilación entre las filias y las fobias al extranjero en la sociedad mexicana (Salazar, 2006), así como de su particular tendencia selectiva.

Comenzando por el siglo xix y al igual que en otros países de América Latina, en el México posindependiente, las élites animadas por las corrientes de pensamiento en boga, como el positivismo, la eugenesia, etcétera, eran proclives a fomentar una inmigración blanca que se consideraba favorable a los propósitos civilizatorios; la idea de blanquear la sociedad era sinónimo de modernidad y adelanto. El modelo de desarrollo y la idea de nación estaban marcados por los paradigmas de modernidad y progreso,[8] y tras los ideales liberales de igualdad, en realidad descansa una profunda división jerárquica entre los ricos, los catrines, la “gente decente” (occidentales, blancos y modernos) y el populacho, los pobres, el pueblo bajo, a los que se atribuían patologías y vicios que los convertían en un obstáculo para el progreso (Pérez, 2005).

Aunque este debate proinmigración blanca coexistió con un cierto rechazo al extranjero —motivado por las experiencias de invasión y guerra con España, Estados Unidos y Francia—, las primeras leyes migratorias se plantearon como leyes de colonización, cuyo objetivo apuntaba a la necesidad de poblamiento de las regiones rurales (sobre todo del norte del país) como factor de civilización y desarrollo, pero también como defensa del territorio mexicano. Estas medidas, no obstante, no redundaron en un aumento de la inmigración, la cual se mantuvo en niveles muy bajos.

Es a fines del siglo xix cuando sobreviene un aumento de la inmigración motivado por una política que estimulaba la llegada de extranjeros con propósitos de colonización e inversión; por ello el periodo 1880-1910 ha sido caracterizado como el de “mayor libertad inmigratoria” (Salazar, 2009: 58). Sin embargo, hay que señalar que aun en estas condiciones puede apreciarse la ambivalencia y selectividad de las políticas y de la valoración de los extranjeros en México. El Estado y las élites porfirianas favorecían la inversión y la inmigración europea y estadounidense, pero con esto coexistirá el temor entre los trabajadores a la competencia de los recién llegados en el plano laboral y la xenofobia, discriminación y explotación de contingentes de jornaleros guatemaltecos, canarios o chinos (Salazar, 2009). En este periodo, tanto entre las élites como entre las clases populares, se difunden sentimientos antiinmigrantes que alcanzan su máxima expresión en actos brutales como la matanza de más de trescientos chinos en Torreón en 1911. Esta masacre expresa la existencia de una visión racista y xenófoba a partir de la cual se habían implementado políticas migratorias selectivas que, por una parte, seguían estimulando el arribo de blancos europeos, pero advertían sobre la necesidad de impedir el ingreso a extranjeros nocivos, tanto desde el punto de vista sanitario como desde el moral.[9] De esta manera, la ley de migración aprobada en 1909 refrendaba la libre internación de personas provenientes de otros países que no fueran portadoras de enfermedades, malas costumbres, tendencias viciosas, etcétera. A pesar de ello, la inmigración aumentó, ya que el proyecto porfirista alentaba la inversión foránea y ofreció facilidades a capitales y ciudadanos franceses, británicos y estadounidenses.[10]

El verdadero punto de inflexión de esta política viene de la mano de la Revolución y la Constitución de 1917. A partir de estos años es posible constatar cambios en la definición de la identidad nacional, en la ideología del Estado, en el proyecto de nación y en el marco normativo. El pivote de estos cambios se encuentra en el llamado “mito del nacionalismo revolucionario mexicano” (Bartra, 1987).

Esta estructura ideológica —asidero de una nueva identidad mexicana— sirve para cohesionar y articular la diversidad social desde la homogeneidad y legitimaba un sistema político autoritario y un proyecto de desarrollo basado en la industrialización por sustitución de importaciones con proteccionismo estatal. Los núcleos duros de este nacionalismo son, en lo simbólico, el indigenismo y el mestizaje y, en lo económico, la intervención estatal. Este nacionalismo revolucionario se caracterizó por la desconfianza hacia las potencias extranjeras —que implica xenofobia y antiimperialismo—, la nacionalización como limitación del control foráneo sobre los recursos naturales (agrarismo, proteccionismo y populismo sindical), un Estado fuerte e interventor, y la supervaloración de la identidad mexicana (Bartra, 1989).

La ideología nacionalista del México posrevolucionario ve a los extranjeros en función del proyecto priista de nación. Las políticas modernizadoras y desarrollistas de los gobiernos priistas, al menos hasta la década de los sesenta, reivindican el mestizaje y lo indígena como lo verdaderamente mexicano y como una fuerza crucial en el desarrollo del país, en este contexto ideología y legislación se inclinan hacia la asimilación de los extranjeros.[11] No obstante, aún predomina una tendencia a promover una inmigración controlada y selectiva que, al tiempo que posibilitara el ingreso de técnicos y profesionales para su aporte al desarrollo, protegiera el empleo de los connacionales.[12] Por ello, en relación con los extranjeros, aparece claramente una visión heterogénea que distingue a unos como más deseables que los otros. Esta visión selectiva y restrictiva predominó durante toda la segunda mitad del siglo xx y se evidencia en el marco normativo del periodo que va de 1917 hasta la segunda mitad de la década de los ochenta.

Partiendo de la Constitución, encontramos una postura nacionalista y de defensa de lo nacional, un articulado dirigido a reforzar el proteccionismo, la intervención y la regulación estatal. En particular, el artículo 27 que trata de los recursos naturales como propiedad de la nación excluye a los extranjeros de inversiones en sectores claves, determina la rectoría del Estado sobre el desarrollo social, y posteriores modificaciones refrendaron la expropiación y nacionalización de compañías extranjeras en el petróleo, ferrocarriles, y otras áreas estratégicas. Junto a esto, el artículo 33[13] mostraba el lado xenófobo y chovinista de un nacionalismo nacido en el rechazo a españoles, estadounidenses y los grandes capitales de Europa.

Las leyes migratorias aprobadas en 1926 y 1930 reflejaban la respuesta nacionalista a las ideas decimonónicas de colonización y poblamiento. En ellas se incluyeron requisitos específicos para potenciales inmigrantes[14] y se expresó el objetivo de proteger el empleo de los mexicanos. En este sentido, podemos decir que en ellas se concretó un debate que exaltaba lo mexicano, lo indígena y resaltaba la escasa eficacia de aquellas políticas colonizadoras (Palma, 2006), de las cuales lo que había resultado, en lugar de un desarrollo y poblamiento de zonas rurales, era que los extranjeros se habían asentado preferentemente en las ciudades, constituyendo una competencia para los nacionales en el comercio, la industria y, en general, en el empleo. Al aprobarse la primera ley del trabajo, en ella se incorporó una regulación explícita sobre la proporción obligatoria de mexicanos (90%) y extranjeros y la obligatoriedad de que ante iguales condiciones, se debía contratar mexicanos antes que extranjeros.

Durante estos años cambian los patrones de los flujos migratorios, ya que apareció como fenómeno de consideración para el Estado la emigración de trabajadores hacia Estados Unidos y los programas de braceros y trabajadores temporales. En cuanto a la recepción de extranjeros, se aprecia un aumento de la inmigración y muy especialmente del número de refugiados, fundamentalmente a partir de la postura de puertas abiertas al refugio español emprendida por el gobierno de Lázaro Cárdenas.[15]

En 1936 se promulgó la primera Ley General de Población (lgp),[16] aprobándose otras en 1947 y 1974; a partir de entonces los asuntos migratorios pasaron a ser un capítulo de esa legislación. En estas leyes se abordó el poblamiento desvinculado de la inmigración, se reforzó la selectividad, se establecieron cuotas y se privilegió la recepción de aquellos extranjeros necesarios para fortalecer el proyecto desarrollista e industrializador (técnicos, profesionistas, científicos, etcétera) y el objetivo de asimilar a los inmigrantes.

El crecimiento demográfico que acompañó la estabilidad económica de los gobiernos poscardenistas (industrialización, urbanización) y fenómenos asociados a él, como la migración interna de grandes masas de campesinos hacia centros urbanos (en especial a la Ciudad de México), colocaron la inmigración de extranjeros en un lugar muy secundario. En este espíritu se aprobaron las normas de la lgp de 1974 que rigió los asuntos migratorios del país hasta la promulgación de la Ley de Migración de 2011. Y aunque la de 1974 había tenido modificaciones de importancia[17] (1990, 1996, 2008), en general mantuvo su adscripción a la ideología revolucionaria que, en términos migratorios, expresaba su nacionalismo en una legislación restrictiva, de control, selectiva y proteccionista.[18]

Durante estos años, los flujos de inmigrantes permanecen más o menos estables, salvo por los contingentes de refugiados que se reciben en los setenta y los ochenta. Los primeros básicamente fueron resultado de los exilios políticos provocados por las dictaduras del Cono Sur, y los segundos, un efecto del desplazamiento de grandes grupos de guatemaltecos y otros centroamericanos motivados por el conflicto armado y la violencia en esa región. Ligado a estos procesos, en 1980 se crea la Comisión Mexicana de Ayuda a los Refugiados (Comar) y en 1982 el gobierno mexicano invitó al Alto Comisionado de Naciones Unidas para Refugiados y permitió que se instalara en el país una oficina de la acnur[19] (Castillo y Venet, 2012).

Estos exilios no estuvieron ajenos a la oscilación entre filias y fobias a la migración y a su carácter selectivo por nacionalidad y estatus socioeconómico. Palma señala que en cuanto a argentinos y chilenos “[…] la rápida integración de la mayoría de los exiliados y la movilidad social ascendente lograda por varios de ellos generó antipatía en ciertos sectores de la sociedad mexicana” (Palma, 2006: 170), pero también amplios sectores de académicos, funcionarios, organizaciones de izquierda y diplomáticos mostraron su solidaridad y apoyo.

En el caso del refugio centroamericano de la década de los ochenta la situación fue distinta. No solo era un grupo mucho más numeroso que el del Cono Sur, sino que la mayor parte no tenía documentos, procedían de zonas rurales, indígenas, y mayoritariamente se insertaron como jornaleros en estados fronterizos del sur de México. Estos grupos sufrieron discriminaciones y exclusiones, y la política del Estado mexicano frente a ellos estuvo salpicada de indecisiones y ambigüedades.[20] Solo algunos fueron reconocidos como refugiados (la mayoría guatemaltecos), pero concitaron la solidaridad de la sociedad civil, sobre todo en Chiapas, y una buena parte del apoyo que recibieron provino de las organizaciones de ayuda a migrantes y de organismos internacionales (Castillo y Venet, 2012).

Durante la década de los ochenta, el modelo nacionalista revolucionario, que garantizó por muchos años el crecimiento económico y la estabilidad política, entró en una crisis económica, política y de legitimidad, que puso fin a su credibilidad. A partir de los gobiernos de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas se produce un viraje hacia un modelo económico de corte neoliberal donde el nacionalismo revolucionario pierde funcionalidad y abre paso a un posnacionalismo más afín al cosmopolitismo y el multiculturalismo que a la xenofobia y el aislamiento. Esta condición posmexicana (Bartra, 1989), que sustituye al nacionalismo como pivote de la identidad, acompaña a cambios importantes en el modelo económico y al inicio de una liberalización política. En el marco de una creciente globalización económica, los esfuerzos priistas por salir de la crisis llevan a un proceso de reformas que incluye la modificación del artículo 27, la privatización de la banca y otras empresas paraestatales, la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (tlcan) y cambios en el sistema electoral y de partidos.

Estas transformaciones implicaron el fin del proyecto nacionalista, y con esto llegó la posibilidad de la alternancia de partidos en el gobierno y la diversificación y empoderamiento de la sociedad civil. Las reformas a diversos artículos de la Constitución pusieron fin al reparto agrario posibilitando la privatización de ejidos y de la banca y la inversión extranjera directa en el campo y otros sectores de la economía mexicana; disminuye el intervencionismo y la regulación estatal sobre la economía y el comercio exterior y facilitan la presencia extranjera; mientras que el tlcan reconfiguró el modo de inserción de la economía mexicana en los mercados globalizados y un nuevo modelo de relación con el vecino del Norte. En lo político, durante estos años se implementaron diversas reformas respecto a las normas electorales y la representación en el Congreso.

Por otra parte, en el contexto de la crisis económica de los noventa, el clima social del país también se vio estremecido con el alzamiento zapatista en diciembre de 1994, que encontró el apoyo incontestable de una sociedad civil diversificada y fortalecida, dentro de la cual sobresale el incremento de las organizaciones no gubernamentales, en particular las de defensa de los derechos humanos (López, 2015). A su vez esta situación suscitó la atención y aumentó el escrutinio internacional sobre el desempeño de México en la protección de los derechos humanos.

En el modelo posnacional no solo se estimula la democratización del sistema político, sino se incluye lo extranjero de una manera menos excluyente y menos hostil. El nuevo modelo incluye la diáspora y desterritorializa la mexicanidad, y el tema migratorio adquiere mayor presencia e importancia. Respecto a los migrantes mexicanos en Estados Unidos, con la crisis aumentan los flujos de migrantes, y con el crecimiento de las actividades y los contactos transnacionales de los migrantes con sus lugares de origen, crece también la importancia de las remesas en la economía nacional y de las familias. Al mismo tiempo aparecen organizaciones de migrantes que se proponen como interlocutores válidos para promover sus demandas ante el Estado.

Estos cambios en el discurso de identidad impactan en la modificación de la percepción social de la emigración y la ampliación (con ellos) de la comunidad política. Si desde el nacionalismo revolucionario se les consideraba ausentes, traidores o enemigos (Calderón, 2004), la identidad posmexicana concibe a sus emigrados como parte de la nación, y un conjunto de cambios normativos e institucionales modifican los patrones de su inclusión y el reconocimiento de sus derechos, lo que se tradujo en reformas constitucionales, legislativas e institucionales abocadas a proveer mecanismos para la protección y la integración de los mexicanos que viven en el exterior. En 1997 se reforman los artículos 30, 32 y 37 constitucionales y se acepta la doble nacionalidad[21] y (en teoría) el voto en el exterior;[22] y en 1998 se reforma la Ley de Nacionalidad en el mismo sentido. A partir de entonces, se han creado los institutos especializados en atención a migrantes, así como programas y políticas públicas para su integración socioeconómica que reflejan el viraje en el ámbito de los imaginarios sociales en cuanto a las migraciones y el tratamiento a los migrantes.

El asunto de la emigración estuvo entre los objetivos del tlcan;[23] no obstante, el tratado reprodujo y reflejó la asimetría entre los firmantes, así, el tema de la libre movilidad quedó limitado a los empresarios transnacionales y a los profesionales, mientras que la migración no calificada e indocumentada —que, a pesar de ello, siguió aumentando— no solo quedó excluida del tratado sino que vio crecer y reforzar los controles fronterizos. La reforma de 1996 a la lgp, además de introducir el respeto a los derechos humanos, como principio de la legislación migratoria, incorporó modificaciones en los criterios de estancia orientados a dar legalidad a los acuerdos del tlcan: amplió los plazos de estadía a los visitantes sin eliminar los criterios de selectividad para la inmigración.

Con estas reformas se evidencia el ingreso al imaginario y la política mexicanos de valores universales de respeto y protección a los derechos humanos, motivados, entre otros, por las condiciones de globalización cultural donde se favorece la circulación de un discurso transnacional (Soysal, 1994) que eleva los derechos humanos al rango de principio organizativo básico de la política mundial. En el modelo posmexicano no solo los actores que luchan por la democracia asumen los valores de este discurso sino que tales valores empiezan a incorporarse al discurso de legitimación estatal (López, 2015). A esto contribuye la participación del gobierno mexicano en diversos foros internacionales de los que resulta la firma de tratados y acuerdos de protección de los derechos humanos y de las personas migrantes.

En 2000 se produce la alternancia de partidos en el gobierno que pone fin al régimen de partido hegemónico. Por primera vez en más de setenta años gana las elecciones el candidato de un partido distinto del pri y bajo los gobiernos panistas (Vicente Fox, 2000-2006, y Felipe Calderón, 2006-2012)[24] se producen los mayores cambios en la normatividad migratoria mexicana. Si bien en los gobiernos de Salinas y Zedillo se produjeron cambios significativos para los mexicanos en el exterior, con los gobiernos del pan se continúa este proceso y además se incorporan al debate y la legislación los temas de la recepción y el tránsito de migrantes.

El gobierno de Fox declara como uno de sus objetivos la protección de los migrantes mexicanos y se propone colocar la migración en el centro de la relación bilateral impulsando la firma de un acuerdo migratorio.[25] Es en 2005 y durante este gobierno que se logra implementar el voto en el exterior para los mexicanos residentes en Estados Unidos y la relación bilateral con ese país se enfoca a los migrantes.

Con el segundo gobierno panista, la agenda de la relación bilateral se modifica, dado que uno de los objetivos del gobierno de Calderón fue la “desmigrantización” de la relación con los Estados Unidos (Calderón, 2012). En esta circunstancia, se percibe un mayor interés por la inmigración, en especial por el aumento de la vulnerabilidad de los migrantes de tránsito. En 2008 se reforma por última vez la lgp para despenalizar la migración irregular en consonancia con los cánones internacionales y el gobierno calderonista promueve diversos espacios de discusión sobre la legislación migratoria. En 2011 se produce la reforma constitucional del artículo 1o. de gran importancia para el tema migratorio, ya que eleva los derechos humanos a principio rector de la aplicación de las normas jurídicas, estableciendo que siempre deben prevalecer una interpretación pro persona y la obligación de interpretar las normas de derechos humanos desde los tratados internacionales, de manera que se logre su mayor protección (Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2012). Finalmente, en noviembre de 2011, se promulga la nueva Ley de Migración.

Durante el gobierno de Felipe Calderón, cuya estrategia de gobierno se concentró en la guerra contra el narco, se agrava la situación de la migración indocumentada de tránsito por México. Aunque la existencia de estos flujos se remontaba ya a varias décadas atrás, el tema entra con fuerza en la agenda pública mexicana a partir de situaciones de emergencia vinculadas a la seguridad, en particular por la amplia repercusión de diversos hechos de secuestro y asesinato de migrantes, cuyos más conocidos exponentes fueron las matanzas de migrantes a manos del crimen organizado en San Fernando (Tamaulipas) en 2010 y Cadereyta (Nuevo León) en 2012, los cuales inundaron los espacios de los principales medios de comunicación.

Obviamente, hechos como estos, de gran impacto mediático, han contribuido a provocar un cambio en la opinión pública respecto a la migración. En este sentido, las modificaciones en la política migratoria y, en general, el esfuerzo por legislar en torno a la protección de los derechos humanos responden no solo a la voluntad política de los gobiernos sino a la existencia de una presión que proviene del entorno internacional y de la propia sociedad mexicana.

Como se sabe, las presiones para la elaboración de ciertas políticas migratorias emanan de la sociedad civil y de una opinión pública que se expresa tanto en los medios de comunicación como en encuestas y sondeos (Mármora, 2002). Al respecto, los más recientes análisis de opinión en México revelan cambios en las élites y en la sociedad. A pesar de que muchos de los discursos identitarios y culturales que han predominado a través de los diferentes periodos de la historia de México muestran una alta dosis de nacionalismo, en la actualidad las encuestas muestran cambios sutiles, ya que aparece una tendencia a la constitución de una identidad cosmopolita, aunque anclada en el orgullo de ser mexicano y por encima de identidades locales, en la que hay apertura a aceptar ideas, costumbres o tradiciones no mexicanas.[26]

La migración aparece en el debate público y en los medios de comunicación asociada a la violencia contra grupos de migrantes en tránsito hacia Estados Unidos, lo que refleja un sentido solidario, compasivo y de indignación frente a la vulneración de sus derechos y la indefensión en que estas personas viven su paso por el país. De hecho, llama la atención que los abusos a los que se somete a los migrantes se discuten como muestras de la falta de un Estado de derecho real, o de la prevalencia de la corrupción entre los funcionarios de gobierno y los agentes del orden público, lo cual contrasta con otros contextos donde el discurso social y los medios tienden a culpar a los migrantes ya sea del aumento de la delincuencia, como en Costa Rica y Argentina, o del gasto que pueden representar para los sistemas de seguridad social o incluso de constituir una fuerza de trabajo más barata y por ello en competencia con los nacionales (Martínez y Reboiras, 2008).

Esto parece confirmar una de las hipótesis de esta investigación, la cual sugiere que la discriminación que padecen los migrantes es selectiva y se relaciona más con el perfil étnico, incluyendo la nacionalidad, y el nivel socioeconómico, que con el hecho de ser extranjero. Sobre ello es interesante constatar los resultados de diversas encuestas y estudios que se acercan desde diversas perspectivas a la percepción y actitudes que predominan actualmente entre los mexicanos acerca de los extranjeros y la migración, entre ellas la encuesta sobre política exterior y opinión pública del Centro de Investigación y Docencia Económicas (cide) (González et al., 2013), la encuesta sobre discriminación del Conapred[27] (Conapred, 2011) y un estudio más cualitativo llevado a cabo por la ong Sin Fronteras (Barja, Carreño y De la Peña, 2011).[28]

De dichos estudios varios son los aspectos que sobresalen. En primer lugar, la encuesta del cide (González et al., 2013) menciona que los líderes del país valoran la migración como el tema central de las relaciones con los países vecinos: Estados Unidos y Guatemala (González et al., 2013). No obstante, si bien el público mexicano y sus líderes se manifiestan favorables a la integración latinoamericana, esta propensión se articula más al libre flujo de bienes y servicios, mientras que la integración política encuentra menos adeptos y la del libre flujo de personas es rechazada al menos por la mitad de los encuestados, tanto entre el público como entre los líderes.[29]

El segundo elemento a resaltar es el contraste entre la emigración y la inmigración. Hay que recordar que los mexicanos asocian la palabra migración con la expulsión de mexicanos a Estados Unidos, proceso que valoran negativamente por sus consecuencias para la familia, las comunidades y el país, aunque favorecen las medidas de protección que el gobierno mexicano les da y la defensa de sus derechos en su lugar de destino; o positivamente cuando se piensa la migración a partir de las remesas. Por eso resulta interesante contrastar estas opiniones con las que refieren a los procesos de recepción. La diferencia es apreciable en cuanto a los derechos: mientras que hay coincidencia en que mexicanos en Estados Unidos y extranjeros en México han de tener derecho a educación y a reunificación familiar, en cuanto a derechos políticos y el acceso a empleo la aprobación es mayor para los mexicanos que para los extranjeros residentes en México.[30] Aunque la diferencia no es abismal, sí llama la atención esta asimetría, sobre todo porque el acceso a derechos políticos de los inmigrantes es uno de los elementos que deben resolverse en la legislación actual para el cumplimiento cabal de sus principios rectores en materia de igualdad y equidad en el trato a los migrantes.

Asimismo, 60% de los mexicanos piensan que los derechos humanos de los migrantes se respetan poco o nada: cuando se compara con otros grupos, en opinión de los mexicanos, los migrantes ocupan el tercer lugar en cuanto al no respeto de sus derechos, solo superados por los homosexuales y las personas con discapacidad (Conapred, 2011: 34-36); y entre los propios migrantes más de 65% opina del mismo modo, con el desempleo, la discriminación, la inseguridad y la falta de documentos, como los principales problemas que enfrentan en México (Conapred, 2011: 96).

A pesar de ello, cuando se trata de migración irregular, indocumentada o de tránsito, las opiniones son muy desfavorables: 69% de los encuestados por el cide está de acuerdo en aumentar los controles fronterizos e incluso 26% apoya la construcción de un muro fronterizo, y 57% piensa que deben ser deportados. Aunque si se compara con años anteriores, en 2012 aumenta la preferencia por la creación de programas de trabajadores temporales como respuesta del gobierno a la migración irregular, y lo más grave es constatar que entre los líderes 73% favorece el incremento de los controles fronterizos (González et al., 2013).

A diferencia de otros contextos nacionales, los mexicanos no asocian a los extranjeros con la inseguridad y la delincuencia,[31] y, por el contrario, tienden en general a opinar favorablemente de ellos y sus contribuciones a la sociedad y la economía mexicana, mientras que las opiniones desfavorables se concentran en la competencia por el empleo y en la introducción de costumbres ajenas a las propias.[32]

Pero tal aceptación se matiza por algunos elementos relacionados con atributos y características de los extranjeros, por ejemplo, su nacionalidad. Entre los primeros se encuentra la escolaridad y la capacitación profesional, esto es, se prefiere que arriben personas con profesiones y habilidades de alta calificación, con alto nivel educativo y económico. En cuanto a lo segundo, se aprecian preferencias por extranjeros no latinoamericanos, en orden jerárquico: estadounidenses, chinos y españoles, las nacionalidades mejor calificadas por los encuestados, a las que siguen cubanos, argentinos, colombianos y guatemaltecos. Al preguntárseles sobre migrantes centroamericanos el porcentaje de aprobación alcanza 58% (González et al., 2013: 113).

Esto parece corroborar la percepción de México entre los extranjeros, al cual ven como un país de oportunidades matizadas por la obtención de la documentación migratoria, donde es fácil integrarse y que brinda seguridad económica. Así, la mayor parte de los extranjeros siente una actitud positiva de los mexicanos hacia ellos, 83.3% en la encuesta de Sin Fronteras (Barja, Carreño y De la Peña, 2011), aunque también consideran que existe discriminación, 70.2% en la encuesta de Sin Fronteras (Barja, Carreño y De la Peña, 2011: 123), pero selectivamente; mientras los extranjeros provenientes de Sudamérica y Europa no sienten haber sido discriminados, los afrodescendientes y los centroamericanos sí lo manifiestan. Los primeros por el color de la piel más que por sus estatus socioeconómico o cultural, mientras que los centroamericanos lo asocian a una percepción en la sociedad de acogida, en la cual esta región ha sido vinculada con la delincuencia de migrantes en tránsito (Barja, Carreño y De la Peña, 2011).

En esto coinciden con la opinión de las organizaciones de la sociedad civil que trabajan con migrantes, las cuales, en las entrevistas de nuestra propia investigación, mostraron su perspectiva acerca de la percepción que tiene la sociedad mexicana sobre la migración, que revela la existencia de notorias diferencias en la valoración del extranjero según las nacionalidades de origen. Al preguntarles sobre cómo creen que la sociedad afronta el problema de la migración y cómo ven a los migrantes, encontramos respuestas como esta:

Bueno, yo creo que una indiferencia…, hay una parte que está en contra… una parte pequeña lo ve con indiferencia y una parte es muy solidaria. Existen estas ideas un poco de discriminación, el otro día hablando con una señora en la reunión vecinal [decía] pues es que cuando el mexicano llega a Estados Unidos […] no da problemas, es el hondureño que hace el desmadre, entonces imagínate la idea que tienen, el mexicano bien, pero el hondureño no, entonces eso te da un indicio de por dónde les va. Hay un poco de discriminación, un poco de criminalización. (Entrevista a casa del migrante).

A su vez, otras ong manifiestan que, a pesar de todos los cambios culturales y económicos, los mexicanos siguen pensando que los extranjeros les quitan el trabajo. Organizaciones que tienen amplia experiencia en el trabajo con migrantes opinan que tanto estas ideas como la discriminación son selectivas. Si bien concuerdan en que México es un país con una posición favorable hacia los extranjeros, esto aplica para algunos: “se piensa en extranjeros que vienen a invertir, altamente capacitados, etc. […], cuando se habla de migrantes es en términos negativos siempre” (Entrevista a ong de perfil amplio); o “…hay diferencias en pensar a un extranjero europeo o estadounidense que si hablas de un extranjero en términos de África o de Centroamérica, creo que hay una lógica muy distinta de cómo se percibe a la otra persona” (Entrevista a ong de perfil amplio).

Esto da la medida de cómo se construye el concepto de migrante en un sentido jerárquicamente inferior al extranjero y se utiliza para caracterizar solo a los mexicanos que van “de mojados” a Estados Unidos y a personas (centroamericanas) que pasan por México con el mismo objetivo. En ambos casos la imagen es la de personas de bajos recursos, sin instrucción ni capital. Cuando se habla de migrantes, “se piensa sobre todo en aquellas personas que transitan por el país, que provienen de grupos sociales bastante marginados, muchas veces se asocia a bandas o maras, se les asocia mucho a la delincuencia” (Entrevista a ong de perfil amplio).

En estas circunstancias se impone que se tomen medidas para la educación y concientización de la sociedad en aras de la eliminación de estos prejuicios y rechazos. A pesar de ello hay que decir que el Estado mexicano no ha emprendido acciones concretas para promover una educación que reafirme el multiculturalismo y los derechos de las personas extranjeras, y en cambio sí existen campañas públicas enfocadas contra la discriminación por género o por discapacidad. Solo muy recientemente el Conapred ha lanzado una campaña contra la discriminación de las personas migrantes llamada “Xenofobia: Los prejuicios son su carga”, la cual tiene como objetivo sensibilizar acerca de la discriminación y la xenofobia que viven las personas migrantes y extranjeras en México.

A partir de todo lo que hemos discutido podemos concluir que en los últimos años es posible apreciar un cambio en la construcción simbólica de la migración y los migrantes, la cual, aunque todavía no supera del todo los estereotipos discriminatorios, se ha convertido en un referente para comprender la innovación más sustancial que se ha producido en la política migratoria del Estado mexicano: la Ley de Migración de 2011. Al análisis de esta dedicamos el próximo capítulo.

Política migratoria en México: Legislación, imaginarios y actores

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