Читать книгу Besos de seda - Verity Greenshaw - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеLa lluvia le caló hasta los huesos. No era novedad que esa clase de situaciones le ocurriesen precisamente a ella. Al parecer, era privilegiada en el área de desastres durante momentos importantes. Maldiciendo, Bianca trató de cubrirse, más por inercia que por funcionalidad, con la bolsa de segunda mano que había adquirido en un mercado de pulgas, mientras entraba a la boca del metro.
Iba a llegar tarde a su turno en el restaurante, el tercer trabajo de media jornada que le servía para sobrevivir en un estado tan costoso como lo era el de Nueva York, y lo peor del caso es que no sería la primera ocasión. Laurent, su jefe, no era de las personas más tolerantes. Sería un milagro si le permitía que esta segunda tardanza, en menos de una semana, no contara como motivo para despedirla.
—¡Imbécil! —exclamó cuando alguien intentó quitarle la bolsa—. A ver si hoy le intentas robar a otra persona menos avispada.
De mala gana empezó a caminar para cambiarse de vagón. Odiaba el hediondo metro, pero no conocía otra manera de transportarse sin tener que donar sus órganos en vida. En una existencia lejana, muy lejana, tuvo chófer a la puerta y un grupo de amigos que, ahora, la miraban por encima del hombro. Una realidad muy distinta.
Después de que su padre arruinase su vida, ella tuvo que pagar por pecados que no le correspondían. Las burlas y humillaciones a las que fue sometida, años atrás cuando el mundo tal como lo conocía desapareció, la hicieron más fuerte. Tan solo el respeto por sí misma le impidió prostituirse cuando, en medio de la miseria, esa pareció ser la única opción para subsistir. Los bancos de comida la salvaron, así como la buena voluntad de algunas personas que aparecieron en su camino.
—Mi reeeina, qué buen culo —le gritó un desadaptado, mientras ella iba a paso rápido por una de las amplísimas avenidas de Manhattan.
Bianca le hizo la seña con el dedo medio, y continuó su camino.
La brecha social era abismal en el estado de Nueva York. No era raro ver gente sin hogar echada en las veredas pidiendo ayuda o algún tarado tratando de pasarse de listo. Le resultaba gracioso que los que vivían en otros países tenían la fantasía de que Nueva York era un sitio fabuloso y lleno de promesas. Pufff, ella podía dar su propia perspectiva de cómo era vivir en una torre de marfil para después, sin previo aviso, ser lanzada a los lobos y convertirse en una paria social.
Si alguien conocía cómo funcionaba la élite, y también la escoria neoyorquina, esa era Bianca Levesque, aunque ahora llevaba otro apellido. Al menos le quedaba la invaluable circunstancia de haber tenido una larga lucha de aceptación, y también entereza, consigo misma. Era más fuerte que antes.
Una vez que llegó al área reservada para el staff en el restaurante fue hasta su casillero, sacó el uniforme y se cambió en el baño lo más rápido posible. No podía hacer mucho por el cabello mojado, así que lo trenzó con suavidad. Se aplicó maquillaje. El espejo le devolvía la imagen de una mujer de veintiocho años de edad que sabía ocultar muy bien cuán desesperada estaba por las propinas de los clientes, y también cómo una sonrisa podía confundir la alegría con la resignación de vivir.
Otro de los motivos que la instaban a mantener la cordura, cuando sus pies pedían a gritos un descanso, era que en Bon Apetit garantizaban comida gratuita para sus empleados. Al final de cada mes, el dueño del local enviaba una tarjeta de regalo de doscientos dólares que eran entregados al mejor colaborador. Lamentablemente, solo participaban aquellos que llevaban más de un año en el local. A Bianca le faltaban varios meses, y también un desenvolvimiento impecable que, por supuesto, no incluía retrasos o accidentes con los platos o las bebidas.
Intentaba sacar lo bueno de cada situación.
—Bianca.
—Laurent, eh…, hola… —murmuró tomada por sorpresa.
Era ingenuo creer que su jefe no notaba cada detalle que sucedía alrededor. Uno podía soñar de vez cuando.
—Llegas tarde de nuevo. Hoy es viernes, y los clientes duplican la asistencia.
—Lo siento, tuve un gran problema, y me agarró la lluvia. Después…
—No me interesa —interrumpió haciendo un gesto con la mano—. Llevas trabajando para mí casi medio año, y cada semana es un nuevo incidente contigo. Si no llegas tarde, entonces riegas el café sobre algún cliente o te equivocas con la cuenta. Este es un restaurante con estrellas Michelin. Si no fuera porque estoy haciéndole un favor a tu abuelo, ya te habría despedido.
El bigote negrísimo era el único adorno en un rostro adusto, y cabeza con calvicie. Laurent Ellis, sin embargo, se mantenía en perfecta forma. Así como también mantenía el carácter de mierda que lo caracterizaba.
—Lo sé, gracias, Laurent. No es a propósito, y…
—Ve a ponerte a las órdenes del chef y empieza a trabajar. Intenta no traerme líos. No habrá más oportunidades —zanjó dándole la espalda.
—Lo comprendo.
Bianca respiró con alivio, y empezó a caminar para enfrentarse a las siguientes seis horas tratando de complacer a los comensales que, la mayor parte del tiempo, eran unos hijos de puta. La necesidad a veces obligaba a poner un rostro amable en tiempos en los que la empatía parecía ser un lujo ajeno a la raza humana.
***
Las noticias en China no auguraban nada bueno, y solo era cuestión de tiempo para que todo empezara a entrar en caos. El negocio de Hailey en Jupiter Resources consistía en distribuir insumos médicos a los hospitales más grandes del estado de Nueva York. Al ocupar la vicepresidencia de comercialización y mercadeo, su posición ejecutiva era clave para generar el flujo de recursos materiales, así como reuniones interminables con posibles nuevos clientes
Jamás podría defraudar a su padre, Paul Morgan-Scott, después de que él se enfrentó a toda la junta directiva para darle el cargo que ella se merecía, no por ser la heredera, sino porque se había ganado con creces la posición. Después de graduarse como número uno de su clase en Wharton, trabajó para tres compañías de Fortune 500, y cuando creyó que su experiencia era suficiente, le pidió a Paul, presidente fundador de Jupiter Resources, que le permitiese formar parte activa en la empresa familiar.
No empezó en puestos gerenciales, claro que no. Ella decidió que la mejor manera de sentar el ejemplo era desde los puestos base. Así que se inició tratando con distribuidores pequeños, yendo puerta a puerta a los hospitales para convencer al buró de médicos que sus productos eran seguros, pagables y de la mejor calidad.
Tan solo cuando consiguió un contrato en pedido de insumos de bioseguridad por medio millón de dólares, su padre empezó a ascenderla. Dos años después de empezar en la empresa que un día le pertenecería, los contratos que consiguió sobrepasaron los cinco millones de dólares.
Ahora, no solo facturaba el doble o triple al mes, sino que contaba con un gran equipo de empleados que hacía posible que ella pudiera enfocarse en otros asuntos corporativos. Sin embargo, esa mañana al parecer no todo empezaba con pie derecho.
Acababa de llegar a su oficina, y esta, en lugar de estar prístina como usualmente la encontraba, exhibía un escenario en el que la comida de la noche anterior y las tazas de café a medio acabar continuaban en el mismo lugar en que las dejó. El aroma a especias tailandesas, por más tenue que fuese, se mantenía en el ambiente.
¿Cómo era posible que eso ocurriese a las nueve de la mañana?
Ella era el tipo de mujer que no podía trabajar en un entorno desorganizado, peor, sucio. Tenía cosas más importantes de las cuáles preocuparse, en lugar de hacer llamadas al personal administrativo. Por si fuera poco, su madre estaba en la ciudad, y eso no presagiaba nada bueno. Ameliè Borantz Morgan-Scott poseía la tendencia de organizarle citas románticas, porque creía que, con treinta años de edad, su hija necesitaba con urgencia formar una familia y tener descendencia. Jamás había querido entender que Hailey no estaba interesada en desviarse de su carrera.
—Jacynth, ven, por favor —llamó a su asistente personal.
Cuando la mujer entró en el despacho, la expresión de su rostro denotaba el alto nivel de estrés que acarreaba su posición. Sin embargo, jamás perdía la calidez con propios o extraños que pasaban por la compañía.
Por lo general, Jacynth sostenía una actitud serena que ayudaba mucho a Hailey en los momentos de caos. De hecho, llevaba años trabajando para Jupiter Resources, y en ningún instante había faltado a la confianza que se depositó en ella.
—Quiero que me expliques esto —señaló la mesilla de su oficina.
Jacynth tragó en seco. Su jefa era una persona justa, aunque en la misma medida también resultaba exigente en todos los aspectos.
—Me comunicaré con la agencia de limpieza y no volverá a ocurrir. Debí entrar a cerciorarme de que todo estuviese en orden para cuando tú llegases de la reunión de las ocho en el centro de la ciudad.
Hailey asintió.
—Hazlo, y cuando…
La puerta de vidrio se abrió de repente.
—Lo lamento tanto —dijo una voz agitada irrumpiendo en la oficina. La mujer empezó a recoger la vajilla de pocos platos y cubertería, y después se inclinó sobre el escritorio para agarrar las tazas—. Tuve un pequeño accidente —continuó sin mirar a nadie—, y por eso tardé en llegar hoy. No volverá a suceder.
Hailey no podía quitar los ojos de la figura curvilínea, cubierta con unos jeans ajustados, un top negro con el logo de la compañía de limpieza, y zapatillas deportivas. El rostro de labios generosos no tenía gota de maquillaje, aunque no hacía falta porque era hermosa. Se aclaró la garganta y apartó la mirada, tal como hacía desde que podía recordar cuando una mujer capturaba su interés y sabía que no era ni bienvenido ni correcto. Reprimió esas emociones tras su usual máscara de fría indiferencia.
Llevaba treinta años sin una vida íntima satisfactoria, salvo por su vibrador o las mujeres que, bajo un estricto contrato de confidencialidad, contrataba como acompañantes en sus viajes fuera de Nueva York. Se sentía una farsa. A medida que avanzaba el tiempo también se incrementaba su resignación a no encontrar el amor.
—¿Quién te permitió entrar a mi despacho sin más? —preguntó Hailey.
De inmediato la desconocida elevó el rostro. Abrió y cerró la boca.
—Estás despedida —intervino Jacynth con las manos en la cintura zanjando cualquier posibilidad de comunicación—. Yo contactaré con la agencia para notificarles la situación. Puedes recoger tus utensilios.
Los ojos verdes de la mujer se abrieron de par en par, y empezó a menear la cabeza con preocupación en su rostro.
—Señora Keybolds —dijo la muchacha de la limpieza mirando a Jacynth—, no volverá a suceder, tuve un impasse y…
Hailey elevó la mano para que ambas se callaran.
No tenía tiempo para perder en nimiedades. Dejar a una persona sin empleo no estaba entre sus intereses, menos si se trataba de alguien que tenía esa expresión de desesperación. En otra circunstancia no hubiese dudado en suspender a la compañía que enviaba incompetentes, pero algo la detuvo esta ocasión.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Hailey.
—Bianca —replicó con suavidad tratando de mantener el equilibrio de los objetos que había logrado recoger hasta el momento.
Sabía que la popular Hailey Morgan-Scott podría reconocerla si la miraba con más detenimiento, porque el círculo social de la socialitê era el mismo que, tiempo atrás, Bianca había frecuentado. Ocho años sin rodearse de esa gente era bastante, aunque no suficiente para olvidar o ser olvidada, así que era mejor prevenir. Claro, podría decirle que se había confundido con otra persona si llegase a reconocerla, pero no le apetecía explicarse. Ya tenía bastante con elucubrar una excusa para que no la echaran de allí.
—Okey. Estoy en un asunto importante, así que no hagas ruido al limpiar lo que queda pendiente. Llega temprano en tu próximo turno y díselo a tu compañera o compañero que esté en el cronograma del edificio. —Bianca asintió—. Si vuelves a incurrir en un atraso o descuidas la pulcritud de mi sitio de trabajo, no volveré a mostrarme benevolente. Hazlo saber a tus compañeras que formen parte de la plantilla usual delegada para la limpieza en Jupiter Resources. ¿Queda claro? —preguntó cruzándose de brazos. Esa mañana llevaba el cabello rojizo en un tocado bajo que hacía relucir sus ojos celestes, y los pómulos altos de su rostro.
—Muy claro, señorita Morgan-Scott —murmuró mirando de soslayo a Jacynth—. Gracias por su comprensión.
Hailey asintió.
—Bianca, ¿puedo llamarte así? —preguntó sentándose tras el escritorio con superficie de vidrio templado y detalles de madera blanca.
Hailey era una mujer que destacaba por su elegancia, así como por la tonalidad de su cabello. La estructura ósea que le había otorgado la naturaleza le hubiese servido mucho si hubiera elegido ser modelo de lencería o actriz. Sin embargo, eran los negocios, la adrenalina de las posibilidades y las estrategias para conseguir sus metas, lo que ella anteponía a la belleza. Su ropa, su postura, así como sus maneras frente a los demás eran parte de una máscara bien trabajada.
Casi nadie la conocía de verdad.
Existía gracias a su motivación profesional, pero se sentía más sola que nunca, a pesar de vivir en una propiedad que costaba más de veinte millones de dólares en el Upper East Side de Manhattan. Su mejor amigo, Marlo, solía ser su paño de lágrimas y su motor motivacional, sin embargo, procuraba no aprovecharse de ese hecho y trataba de salir a flote por su propia cuenta. También colaboraba como asesor externo en la compañía para asuntos de ética ambiental, pero lo hacía más bien porque para ella era importante contar con el respaldo o el consejo de Marlo cuando sus días resultaban atroces. Él pasaba la mayor parte del tiempo como profesor en NYU, aparte era gran amigo de la familia Morgan-Scott y una excelente tapadera cuando la madre de Hailey intentaba hacerla cambiar de opinión sobre tener hijos y casarse.
—Sssí, claro —replicó Bianca con una sonrisa tímida. Se sentía un poco deslumbrada, y trataba de esconder esa reacción.
Por otra parte, no quería tener otro contratiempo laboral. Necesitaba el dinero, y el mercado era competitivo, en especial si la preparación académica no llegaba hasta el grado universitario. Cuando te convertías en una paria social, las puertas conocidas se cerraban en tus narices y las oportunidades en relación a los trabajos que podías elegir eran limitados, mal pagados y sin condiciones legales apropiadas.
—Bien, puedes llamarme Hailey, como hace todo el mundo aquí —dijo con frialdad—. Eso es todo por el momento. —Rodeó el escritorio y procedió a encender el ordenador. Miró a Jacynth—: Registra lo que tengo que hacer para el resto de la jornada, porque nos queda por delante un día complicado y ya voy retrasada.
Empezó a darle las instrucciones del día a su asistente, tratando de ignorar las ganas de saber más de la mujer que empezaba a moverse con agilidad en las inmediaciones de su oficina. Iba a pedir el archivo de esa compañía de limpieza, Smiley Cleaning, al final del día, decidió, mientras Jacynth verificaba notas en el iPad.
***
Bianca activó el auricular a través del cual su coordinadora le marcaba el momento en que tenía que abandonar una estancia o piso para continuar con el siguiente. Era una forma eficiente por si a alguna de las empleadas se les iba el tiempo de las manos. Ella, que solía soñar despierta, consideró que era más que bienvenido ese modo de comunicación adicional.
Estaba agotada, no solo física, sino también mentalmente. Llevaba horas sin dormir, y no había tenido tiempo de desayunar. Llegó tarde a limpiar las oficinas de Jupiter Resources, porque no era su turno hacerlo ese día, sino que recibió la llamada súbita a las siete de la mañana para reemplazar a una de sus compañeras. Echar bajo el bus a su empleadora y coordinadora, Mallory, por ser desorganizada, no era en absoluto un movimiento inteligente, así que cuando Jacynth le dijo que iba a despedir a la empresa de limpieza, entró en pánico. Hailey Morgan-Scott tenía fama de ser fría e indolente, por eso Bianca consideraba que había corrido con suerte esa mañana. Bien pudo haberla despedido. Las mujeres en esa posición privilegiada, recordaba muy bien a su madre, solían ser indiferentes a las necesidades de quienes subsistían a base del día a día.
Tampoco es que Bianca tuviera solo dos empleos de media jornada, no. Trabajaba en tres sitios distintos, y uno de ellos incluía los fines de semana. Las fiestas en hoteles o casas particulares generaban muy buenos ingresos financieros si eras una camarera eficiente, recordabas las órdenes de comida o bebida de los invitados, y te movías sin causar distracción. Ella era experta en ganarse la sonrisa y apreciación de los comensales. Sonreía por fuera, porque su historia era más bien de aquellas que era preferible olvidarlas porque las cicatrices no eran leves.
Con lo que ganaba, Bianca lograba pagar la renta, el boleto del metro, y también la calefacción en los meses de invierno. Lo más importante era que el dinero le servía para afrontar la residencia de ancianos de sus abuelos. No podía dejarlos en la calle, menos cuando fueron quienes le tendieron la mano y la acogieron el día en que su mundo, tal como lo conocía desde que tenía conciencia, se hizo añicos.
No permitir que echaran a sus abuelos maternos, Moira y Bruno, de la casa de cuidados era el único motivo por el que toleraba los abusos que, en relación a horarios laborales, solían cometerse con ella o sus compañeras de trabajo que tenían una situación financiera tirante. Llevaba casi dos semanas sin visitar a sus familiares, porque aceptó un par de trabajos extra por horas como camarera en un par de eventos y los horarios de visitas no coincidían con los momentos que Bianca tuvo libre.
Moira tenía artrosis, y Bruno sufría de demencia senil. Ambos habían sido considerados «parias» por el padre de Bianca, Brentt, al haber apoyado a su única nieta, y heredera del imperio cosmético Levesque, cuando esta anunció que estaba cansada de vivir bajo los estándares de la sociedad, que no podía esconderse y pretender ser feliz cuando le gustaban las mujeres, y no los hombres.
Eso fue seguido de la ruptura de su compromiso matrimonial con Vladimir Petrovsky, un acaudalado ruso con múltiples negocios internacionales y con base en Estados Unidos. El escándalo apareció en todos los tabloides de sociedad. La declaración, hecha en una noche de Navidad, había marcado el inicio de una larga batalla emocional de Bianca. Vladimir, contrario a lo que ella hubiera esperado, a pesar del shock que representó la situación, la apoyó y se alejó amigablemente de ella.
Sin sus abuelos maternos, ella no hubiera podido sobrevivir. Por eso, ahora que podía pagarles de algún modo su amor y apoyo, le parecía incluso muy poco lo que era capaz de entregarles en comparación a lo que el bienestar de ambos representaba en su existencia día a día. Y es que los horribles momentos que siguieron aquella noche de Navidad todavía escocían….
Ella necesitaba el dinero de sus empleos como aire para respirar. Imaginaba que ese desespero por llegar a fin de mes sería, durante un par de años más, la tónica de su vida. Su sueño de ser diseñadora de moda resultaba una burla cuando apenas tenía ingresos para comprar material. «Algún día», solía decirse a sí misma para no perder la ilusión. «Al fin y al cabo, soñar es gratuito».
—Bianca, ya te toca ir al piso cinco. Los lavabos y aseos —le dijo por el auricular la coordinadora que se encargaba de que todas las empleadas de Smiley Cleaning siguieran la ruta correcta cada día—. Me alegro de que no te hayan despedido hoy. Estoy segura de que el dueño estará satisfecho de no perder a Jupiter Resources.
—De acuerdo. Son buenas noticias, supongo —murmuró Bianca en tono bajito.
Apagó el discreto auricular, porque no le apetecía para nada escuchar lo que hablaban o cotilleaban sus compañeras. Ya sabía que después de los aseos y lavabos del piso cinco, le tocaba ir a otro edificio hasta las próximas tres horas, solo entonces volvería a encender el molesto aparatito. Recogió todos los utensilios, y constató que la oficina de Hailey hubiera quedado impecable.
Esa no era la primera ocasión en la que veía en persona a una de las mujeres más exitosas de Nueva York, pero sí la primera que lo hacía frente a frente. No solo eso, sino que podía comprobar que era hermosa, a pesar de la frialdad que destilaba. Parecía inalcanzable. Quizá porque en realidad así era… Poseía un cuerpo hecho para modelar en pasarelas, en lugar de hacerlo en oficinas o salas de reuniones.
A diferencia suya, que era toda curvas generosas, Hailey Morgan-Scott era alta y ni un solo punto de su atuendo estaba fuera de sitio; sus curvas eran más bien discretas, pero no por eso menos llamativas. A Bianca le parecía intrigante, y ella vivía para descifrar misterios. «Una lástima que fuesen, no solo diferentes en ámbitos sociales, sino también en gustos», pensó llevando el ligero carrito metálico.
***
Cuando llegó a su apartamento, nueve horas más tarde, se duchó. Tenía una fiesta que atender en Tribeca como camarera. El servicio de catering en el que trabajaba proporcionaba el transporte: se reunían en un sitio común, y desde allí llegaban al lugar de destino. Al acabar el evento, lo mismo. No recibía propina, pero esos detalles eran los que conseguían su lealtad como empleada para Burke & Burke, además de que siempre pagaban puntualmente.
Necesitaba prepararse.
Iba a ser una larga noche, y tendría que hallar la forma de evitar toparse con su hermano mayor por dos años. De hecho, esperaba que él no asistiese.
Gregory era el chico dorado, y manejaba el imperio Levesque, así como también a la madre de ambos, Charity, cuando esta trataba de entrometerse en las decisiones corporativas. Que no tuviera comunicación con ellos, no implicaba que las noticias de negocios no se escuchasen en los pasillos de los edificios que Bianca limpiaba. No sentía resentimiento con su hermano, al final, aquella infame Navidad que cambió su vida, él estaba pasando las fiestas con sus amigos en Aspen, Colorado.
Su familia entró en el olvido para ella tiempo atrás; parecían décadas.
—Eh, guapa —dijo Jennifer, su mejor amiga, cuando esperaban en la furgoneta de transporte a que el último camarero, Morton, que siempre llegaba retrasado, se uniera—. ¿Cómo terminó de ir el día?
El vehículo ya iba lleno, y el frío de la ciudad cubría de nieve las aceras. De momento no estaba nevando; eso era de agradecer.
—No rompí ni un plato en el restaurante, y todos los turnos de limpieza quedaron cubiertos. Deberían darme una medalla —dijo riéndose.
A pesar de que trabajaría hasta casi la una de la madrugada, la sola presencia de su amiga hacía todo más llevadero.
—O un aumento de pago por horas —replicó Jennifer con un guiño.
La muchacha negra era chispeante y con unos inusuales ojos verde oscuro; su cabellera rizada le otorgaba un aspecto sexy cuando vestía para ir de fiesta o cuando se esmeraba cuidando sus bucles. A diferencia de Bianca, ella sí tenía una familia que la adoraba y apoyaba en sus emprendimientos. No solo eso, sino que era generosa hasta el punto de incluir a su mejor amiga en los eventos familiares.
Jennifer Gurtrie disfrutaba mucho ejerciendo de camarera, porque solía hacerlo junto a Bianca. Beber gratis al final del turno era un plus. Su novio acababa de proponerle matrimonio, así que pronto celebrarían la despedida de soltería. Esta clase de trabajo le permitía tener dinero extra con rapidez. De nueve a cinco trabajaba en el departamento financiero de una compañía de transporte pesado. La paga era decente, y le permitiría costear parte de la luna de miel en el Caribe. Su prometido iba a encargarse del resto, porque era un tiburón de Wall Street. De los buenos.
—¿Estás segura de que tu hermano puede estar en ese dúplex? —preguntó cuando el conductor empezó a sortear la ruta.
—No, pero ella es una de sus folla-amigas hasta lo que recuerdo de la publicación de hace un mes de Página Seis. Y mi hermano es de aquellos que no suele enemistarse con sus amantes. —Se encogió de hombros—. A menos que haya cambiado. No lo sé. En el caso de que lo veas…
—Te tengo cubierta, yo me encargo de avisarte o servir por el sector en el que se encuentre. Por cierto, ¿qué pasó con Ashley?
—Lo dejamos hace dos semanas —murmuró Bianca—. Ella estaba tratando de olvidarse de una relación pasada, pero no me lo comentó hasta que su ex le pidió que le diese una nueva oportunidad. —Se encogió de hombros—. No estaba enamorada.
Jennifer le dio un abrazo afectuoso.
—Ya encontrarás a la mujer que aprecie el tesoro que representas. Créeme, si me gustasen las mujeres, estarías en mi lista de crushes.
Bianca soltó una carcajada.
—Gracias por tratar de levantarme el ánimo.
—Nah, es la verdad. Me alegra que hayas cortado con Ashley, porque tengo una amiga a la que llevo tiempo hablándole de ti. —Sonrió—. Le comenté que, en cuanto estuvieras soltera, os presentaría. ¿Qué tal con eso?
—Estás mal de la azotea, Jenn, en serio —replicó riéndose—. No estoy con ganas de tener un romance. Ya tengo demasiado en mi plato.
—Acepta tomar un café con ella. ¿Qué puedes perder? Además, te hace falta relajarte un poco. No puedes matarte la espalda trabajando todo el día, Bianca.
—Te daré una respuesta más tarde o mañana, ¿vale? —A regañadientes, Jennifer asintió—. Quiero aprovechar la mayor cantidad de trabajos temporales que surjan para ahorrar un poco más y así empezar a bosquejar algunos diseños ya sobre una tela bonita. Quizá en una tienda de segunda mano quieran comprarlos.
—¡Por favor! ¿Cómo osas pensar así? Tus diseños son extraordinarios, y los he visto con detalle. De hecho, iba a pedirte que hicieras mi vestido de novia. Yo te daría la tela y los materiales, además, claro, te pagaría.
Bianca bajó la mirada. Eran esa clase de gestos que habían convertido a Jennifer en una de las personas más preciadas en su vida. La hermana que no tuvo por nacimiento, la vida se la puso en el camino como su amiga. Jenn pretendía confiarle un vestido tan especial a ella; a ella que solo tenía sueños e ilusiones que, a sus veintisiete años, ya deberían estar más que concretados.
—¿Dije algo mal? —preguntó moviendo su hombro contra el de Bianca.
—No, no —murmuró levantando la mirada—. Solo que no sé si te he dicho que eres la mejor amiga del mundo. —Jennifer expandió su contagiosa sonrisa—. Será un honor diseñar tu vestido, pero no quiero que me pagues. Es un obsequio.
—De eso nada. —Bianca iba a reprochar, cuando Jennifer agregó—: Eh, ya hemos llegado. En esta fiesta serviremos Dom Pérignon, así que espero que estos ricachones desperdicien suficiente alcohol para disfrutarlo contigo.
Bianca se rio, y de pronto, a pesar del frío, todo parecía ir bien de nuevo. ¿Cuánto le duraría?, pensó sin olvidar que, de algún modo, el universo a veces confabulaba para joderle la existencia.
El dúplex era impresionante.
La iluminación hacía parecer el espacio el doble de grande, y todos los invitados empezaban a llegar con una expresión que solían tener aquellos que no se preocupaban de nada más que disfrutar su fortuna y sus amantes o su familia. Cada prenda que llevaban, calculaba Bianca desde su posición en la cocina junto al resto del equipo de catering, seguro cubriría dos meses de la residencia de sus abuelos. En otra realidad casi olvidada, ella también disfrutó de las mismas libertades financieras, aunque, en su caso, estaba presa en una torre de marfil hasta que se aceptó a sí misma y dejó de lado la preocupación sobre el pensar de otros.
—Entre los seis camareros se distribuirán en turnos cambiantes cada cuarenta y cinco minutos, suben y bajan, para no hartar a las personas. Les recuerdo que cualquier interacción no profesional con los invitados del cliente será penalizada con un descuento del veinte por ciento de la paga final.
—Es un porcentaje muy alto —murmuró Jennifer para que solo su mejor amiga fuese capaz de escuchar. Bianca asintió; no pretendía incurrir en esa clase de errores.
—Intenta no coquetear mucho —replicó Bianca con una sonrisa, porque sabía que Jennifer era coqueta, pero jamás le pondría los cuernos a su prometido.
—Pfff, como si estos estirados me interesaran —murmuró.
—Bianca, Clare y Marvin, en el piso superior. Jennifer, Karla y Morton, piso inferior del dúplex. Son las nueve y media de la noche —dijo Celeste, coordinadora y socia de Burke & Burke—. Ya los bocaditos están listos. El chef tiene organizadas las bandejas, como saben, él y sus dos asistentes llegaron tres horas atrás para preparar el menú. La comida principal se servirá a las once de la noche. Solo champán y vino blanco. El tequila y las demás bebidas para antes y después de la cena. Estaremos aquí hasta que hayamos retirado toda la vajilla de la compañía que se utilice en la propiedad. A las dos de la madrugada estará el vehículo esperando para llevarlos. ¡A trabajar!