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Llenar el páramo

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Jordi Corominas

Hola, soy Jean Cocteau. No mantuve ninguna amistad con el protagonista indirecto de esta novela de Verónica Nieto, pero tras leerla he considerado oportuno inmiscuirme en estas páginas para lanzar una serie de premisas válidas para el lector.

Coincidí con Antonin en el París tan idealizado por este siglo XXI partidario hasta el ridículo de desdibujar el pasado para convertirlo en lemas o imágenes para camisetas. Yo mismo lo soy, y esto no lo dijo Moisés. Ambos compartimos determinados aspectos. Si quieren soy uno de los padres de la performance. Un día estaba en un ascensor, leí la placa del fabricante y bien, se llamaba Heurtebise y era un ángel. Al día siguiente volví a la casa de Picasso y ese nombre no figuraba más en la cuadrícula. Hay misterios que nos transportan hacia la creación. En mi caos el opio y una noche desaforada en mi manicomio propiciaron un poema dedicado a esa figura celestial. Más tarde lo interpreté. Si me buscan por la red me verán con alas.

Querido Cocteau, mejor no adelantes acontecimientos. Soy Jordi Corominas, el prologuista de La camarera de Artaud, de Verónica Nieto. Casi una centuria después de lo mencionado por mi tocayo de iniciales emprendí mi camino en solitario y al ver la poesía aburrida decidí darle una totalidad. Culminé mi proyecto hará menos de un año y bien, domino el abecedario de mis antepasados. Tanto el intruso como el hombre de Le coquille et le clergyman lo son, y los respeto por haberse sustraído de capillas y haber avanzado por libre, sin más ataduras que las de su propio cerebro.

Vuelvo a ser Cocteau. A. A. B. B. C. C. Antonin Artaud Brigitte Bardot Claudia Cardinale. Las iniciales siempre tienen un peso y confieren una musicalidad a la atmósfera. El hombre encerrado en Rodez, sometido a descargas eléctricas, fue expulsado del movimiento surrealista y por eso le tengo, si cabe, más aprecio. Cuando el dogma invade una idea artística el fracaso masca chicle a la vuelta de la esquina. Muchas veces me etiquetaron con ese sambenito. Surrealista. Bonita unión de fonemas. La quiebra de la normalidad se ejecuta durante ese instante en que el suelo se agrieta y unos pocos lo perciben. De este modo surge una necesidad casi apostólica de manifestarlo y la forma se alía con el cuerpo para transmitir una ruptura. La mía fue constante y, al emprenderse en soledad, implicó una marginación brutal, otro contacto con el desdichado poseedor de tantos dones y varias mitificaciones.

En Los lotófagos, un tour de force salvaje, terminé los versos con uno donde aludía al manicomio de la cordura. Tiene narices (por si no lo han captado vuelvo a ser Jordi) que ahora tengamos vetados tantos términos, otra pared contra la libertad. Manicomio debería decirse más. Ahora usan sanatorio mental, asilo y los locos en breve serán un anacronismo, quizá porque muchos están enfermos sin saberlo. Por ahí van un poco los tiros de esta novela desde ese doble espacio repleto de tarados, siendo más significativos los del espacio exterior, los que combaten en los campos de batalla y mueren por ideologías más absurdas que credos incomprensibles por pura pereza.

Si me embarqué en la lectura secreta de La camarera de Artaud fue por un robo a vuelapluma del manuscrito. La madre de Amélie Lévy es incapaz de comprenderla al estar insertada en la monotonía de las pautas marcadas en un insano pentagrama. Envuelta en la vorágine de la Historia, esa pesadilla de la que Joyce quería despertar, ignora el sustrato de ese edificio aislado en el culo de Francia. Muchas veces estuve cerca de Rodez, sin pisarlo. Prefería la costa cercana y jugar desde la conciencia de vivir en marcos prefijados a desbaratar apenas tuviera la oportunidad de pervertirlos.

Cocteau atina en su apreciación, pero por modestia no afirma una de las claves. El manicomio de Rodez podría ser una bocanada de orden si valoráramos los preceptos que nos gobiernan desde otras coordenadas. Amélie abandona su apellido para ser Levier y nada es casual. Levier significa palanca. El semita Lévy es una amenaza en esos cuatro largos años de ocupación. Verónica Nieto lo expresa con elegante souplesse en muchos párrafos. El más impactante, desde mi humilde opinión, irrumpe al detectar el bicho maligno de los libros, pues al capturarlo es posible impedir su carcoma, piedra fundacional hacia el abismo.

Antes, y no es baladí, la tinta se deslavaza, derramándose en el suelo macilento. Cuando eso sucede la puerta debe abrirse a nuevos lenguajes.

Artaud se asemeja a mi persona por su feroz individualidad, sin ningún ornato capitalista, y la prístina visión de un teatro, que él denominó de la crueldad, con el impacto para sorprender y desarmar al público hasta tocar sus fibras íntimas. Solo con proponerlo ya dictamina la exacta receta de la putrefacción, del malestar imperante fruto de la pasividad. Cuando no se reacciona, el desastre asoma en el horizonte y esa Segunda Guerra Mundial fue el paradigma del mismo.

En esta novela Artaud es un acicate, un doble reclamo. En primer lugar, mueve los hilos para dar a la joven Amélie otra prueba más de su sensatez. Por otro lado acciona unos mecanismos más que sagaces para impulsar la trama narrativa hacia un surrealismo considerado como exceso de realidad, independiente de tópicos demasiado manidos y por eso mismo asumidos como falsas verdades. De este modo Nieto es fiel a los conceptos esgrimidos por Artaud, adaptándolos al contexto donde transcurre su ficción, a sabiendas que desde esta impostura podría afinar más en su investigación sobre lo que pudo acaecer en esos misteriosos muros.

Jordi tiene mucha palabrería, aunque no exenta de razón. Los comportamientos de los internos en Rodez devuelven humanidad a los desesperados. Pienso en el seudo Flaubert y en el sueño del sexo cuando todo está por descubrir y el exterior requiere infinitas cuerdas para evitar un desbarajuste que, sin embargo, ya se ha producido, por eso ese manicomio es todo nuestro género a la espera de una salvación, ese «el infierno son los otros», pero los otros condenan, saben apuntar muy bien con el dedo si manejan las riendas mientras venden equilibrio y solo atizan más los fuegos del caos. En mis incursiones con el opio logré evadirme de lo real antes del íncubo hitleriano, entre otras cosas porque intuía el fin de una quimera de bienestar. Salía por las noches, mantenía la mente en blanco y solo la llené de colores cuando vi la urgencia de implicarme.

Y de esa policromía comprometida surgió Léone, el mejor poema de Cocteau, un paseo nocturno más bien onírico por la París ocupada. Jean nunca cejó en su empeño pese a estar siempre en la diana del ostracismo. Artaud lo padeció por su propia condición. Si eres peligroso lo más lógico es que te silencien. El escándalo, la doble moral tan bien plasmada en determinados tramos del relato de Nieto, deviene cuando se trata a cuerpo de rey al actor prodigioso para luego derribarlo desde la bandera de la ciencia hasta convertirlo en un pelele, pues aquello no controlable siempre luce más desprovisto de sus cualidades, amenazas a lo establecido. En esta aparente contradicción el exterior bélico y la hipócrita mansedumbre sanatorial se hermanan. Basta ir a Polonia o navegar por la red y comprobar cómo en nuestros días los adolescentes se sacan selfis al lado de las cámaras de la muerte. La literatura tiene la misión de ser sutil y decir sin hacerlo para advertir.

Y sí, la elegancia es un puntal. Esos años alemanes nos metamorfosearon a todos hasta sembrar una sospecha imperecedera. Confieso haberme excedido al hurtar vocablos de este prólogo. Simplemente quería rendir homenaje a un extraño que siempre juzgué próximo pese a nuestras mudas discrepancias.

Una vez estaba en Sevilla a punto de actuar y vi una mesa con una imagen de Artaud vestido de cura. El chico de la sala tenía ese trofeo para impactar al respetable, que posaba sus vasos en la superficie sin conferirle ningún valor. Otros hubieran prorrumpido en exclamaciones admirativas. La pasividad es un mal y en muchas ocasiones brota por el escaso interés de alimentar nuestra experiencia como un vehículo de transformación. Creo que uno de los principales méritos de esta novela de Verónica Nieto es esa, trenzar con mucho savoir faire una historia donde su Amélie transcurre ese horrendo paréntesis medio alucinada sin renunciar jamás de los jamases a la posibilidad de salir reforzada del envite.

Puede que hayas adquirido este volumen a partir de su título. Piensa en la camarera. Es sugerente, pero más aún lo es su vivencia. Recuerdo su ingreso en la institución médica, esas bragas al aire, el mechón cortado para hilvanar una peluca de múltiples cabelleras. Si lo vieras en un bar reirías o no sabrías donde meterte por mor de las circunstancias y un mal llamado manual de conducta ciudadana. El aprendizaje de Amélie nacerá en parte de esa dualidad tantas veces mentada en estos párrafos. Cuando abandone Rodez podría dialogar con el asfalto con más soltura al haberse educado en otra realidad vetada en los planos de conveniencia, sabiendo desgranar sin ambages cada matiz del planisferio para pasear con más garantías y poder afrontar lo imprevisto con brújulas superiores.

No olvidemos otros factores que convierten esta novela, en esta época donde el género muere como casi siempre, en un rara avis in terram. En primer lugar, nos engancha, divirtiéndonos mientras llena nuestra mente de contenidos. Nadie podrá reprocharle eso de No pasa nada. Suceden cosas y estas nos derivan hacia alambres más bien espinosos, desde el antisemitismo hasta saber qué valoramos como normal, ese término odioso por ser una imposición y un infecto grial de comportamiento, que aquí reluce desde este sentido por el desmorone del planeta entre bombas, holocaustos y miedos más allá del mismo miedo.

Diría mucho, y sin embargo es hora de cerrar el chiringuito del prologuista. Jean no volverá y Artaud tampoco, no al menos en un plano físico. Lo harán si nuestra inteligencia suma adeptos para desterrar la mediocridad. Y bien, si algo remarco de esta novela es su inteligencia aunada con su hermano inconformista. No todo está narrado y siempre puede reelaborarse lo pretérito para nutrir el presente de dichosos tembleques. Sí, de acuerdo, mi misión es loar, pero aquí las medallas son merecidas y lo averiguarás si te sumerges en el universo de una argentina que es española y habla de Francia porque habla del mundo. Enterrar la provincia y volar. Explotar los compartimentos y dejar un páramo. Llenarlo. No hay mucho más.

La camarera de Artaud

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