Читать книгу La camarera de Artaud - Verónica Nieto - Страница 9

1

Оглавление

Alguien dijo que el doctor Ferdière se acercaba al patio en donde estábamos tomando el sol y poco después vimos que cruzaba la galería cubierta acompañado por un nuevo paciente a quien, al parecer, le estaba enseñando las instalaciones del asilo. Era evidente que venían de visitar la capilla y, por lo tanto, de rodear el edificio de la administración, y quién sabe si el señor director había tenido la osadía de enseñarle los pabellones de la entrada en donde descansaban los enfermos terminales que dejaban exhaustas a las enfermeras. En los pabellones de los catatónicos o de los peligrosos había una habitación de vigilancia continua que nosotros, los enfermos trabajadores, no necesitábamos, ya sabíamos cuidarnos por nosotros mismos y pocas veces nos daba por montar jaleo, pero todo eso el nuevo no podía saberlo si alguien no se lo explicaba porque desde el exterior aquellos pabellones eran idénticos a los nuestros. El sol resbalaba por los oscuros tejados para derramarse sobre las paredes pintadas de rosa pálido del mismo modo en cada uno de los pabellones, y poco después reposaba en los jardines del hospital, en los valles y colinas que nos rodeaban, en los esqueléticos árboles del invierno, en alguno de nosotros, que no lo despreciábamos, o en las gafas de Ferdière, como esa mañana de febrero. Debido a que la luz rebotaba en los cristales y nos impedía mirarlo directamente a los ojos, no tuvimos más remedio que observar sus gestos y escuchar sus risitas mientras señalaba la torre de la catedral que se divisaba a lo lejos escondida entre algunos árboles del jardín público y los edificios de Rodez, y el campo de patatas que cultivábamos nosotros mismos, hasta que llegó el momento en que, de tanto señalar, nos señaló a nosotros y cogió al recién llegado del brazo para presentárnoslo. Fred dejó de hurgarse la nariz y se limpió los dedos en el pantalón para mirarlo de arriba abajo. Pelos de fuego se frotó los ojos, utilizó su mano de visera y dejó de cantar. Algunos internos se desentendieron y disimularon su marcha siguiendo la trayectoria de las nubes pasajeras; los de la petanca, allá a lo lejos, no dudaron en continuar lanzando bolas; uno de los que estaba con nosotros se había instalado en una esquina y levantaba y bajaba los codos como una gallina clueca. El nuevo vestía un sobretodo grueso de color gris, pantalones oscuros repletos de quemaduras de cigarrillos y una bufanda de lana con la que escondía las orejas. Su rostro era delgado, se hundía a la altura de la mandíbula en donde la piel formaba pliegues fláccidos que inspeccionaba con dedos temblorosos. Parecía un espectro y olía mal. Cuando el doctor comenzó con la presentación, Natasha, la rusa, se dedicó a acariciar una columna de la galería propinando miradas lascivas a aquel señor de feo aspecto. Poco después se chocó contra Philippe que estaba sentado en el suelo. Este se levantó de un salto, arrugó las cejas y, conteniendo su furia para no asestarle un puñetazo, se limitó a escupir un improperio. Yo, en cambio, permanecí sentada en el banco de madera que estaba de espaldas a la galería cubierta y no pude dejar de mirar al señor Artaud, que a decir del doctor Ferdière, era poeta y actor, y que estaría con nosotros durante una temporada.

El señor Artaud ni siquiera nos miró cuando lo saludamos con un «buenos días» al unísono. Fred comenzó con uno de sus ataques de risa que incluían frotamientos de sus partes íntimas. La enfermera Marie se lo llevó de paseo al jardín central y Pelos de fuego los siguió. Philippe volvió a sentarse en el suelo y continuó leyendo el periódico. Natasha se recostó contra la columna con las piernas abiertas y comenzó a frotarse la espalda y a sacudir la lengua derramando baba hasta el suelo. Yo me puse de pie, crucé la galería cubierta y el jardín central, entré en el edificio de la administración, en donde me habían asignado una habitación junto a las cocinas, y me quedé sentada en la cama pensando en que el señorito aquel nos obligaría a reducir las cantidades diarias de comida y de carbón. Era evidente que el doctor Ferdière, un aficionado escritorucho de poemas lánguidos, lo trataría con mucho respeto. Qué más podía pretender que tener a un famosillo en su loquero de turno. Si era verdad todo aquello de que este flaco y mugriento actor era tan conocido en París como nos explicó. Le pregunté a la señora Lamartine si había oído hablar de él, había sido una ávida lectora en sus tiempos mozos y posiblemente se hubiese topado con su nombre en alguna revista de literatura, pero me dijo que no le gustaban esas nuevas tendencias deformantes de París y que hacía por lo menos seis años que no recibía revistas nuevas; tal y como estaban las cosas, era insensato malgastar el dinero comprando ese tipo de objetos de lujo, más bien prefería una buena pechuga de pollo de la granja que administraba su hijo en Millau, un poco de crema hidratante para las manos o un vestido nuevo de esos que están de moda y que nadie sabía llevar tan bien como su nuera. Aquella palabra provocó el crecimiento de una pequeñísima lágrima en la pupila izquierda de la señora Lamartine. Esa era la señal para asentir y seguirle la corriente, de lo contrario la lágrima se convertiría en lloriqueo cuando recordara que su hijo había muerto en el frente y que de su nuera no se tenían noticias. Por fortuna entró Natasha e interrumpió la conversación; la señora Lamartine cerró la boca, no sin antes recorrer sus grises rizos con la palma de la mano, y siguió tejiendo la bufanda que pretendía regalarle a Simone, la mujer de Ferdière, a quien ayudaba en el pabellón de los niños.

Hacía un día estupendo para que ese poeta viniera a estropearlo. Me quedé mirando los barrotes de la ventana un buen rato antes de continuar con mi lectura del Antiguo Testamento. Tenía que aprovechar las dos o tres horas que quedaban antes de dirigirnos a la cocina, porque luego Natasha o la señora Lamartine querrían echarse una siesta y habría que oscurecer la habitación. Volví a leer aquel fragmento: «Yo soy el que soy». Moisés le había preguntado su nombre y Él había dicho «yo soy». ¿Qué clase de respuesta era esa? Mis ojos recorrieron el crucifijo que colgaba encima de la cabecera de mi cama; en la esquina superior, casi tocando el cielo raso, la pintura se caía a trozos por culpa de la humedad. Natasha se había quedado sentada en su cama envuelta en una espesa manta marrón tambaleándose hacia delante y hacia atrás de forma repetitiva. La señora Lamartine se había dirigido al cuarto de baño (o eso había dicho) y la foto de mi madre sobre mi mesa de noche seguía sonriendo. Pero yo no podía dar esa respuesta. Yo era Amélie Levier. Recordé al sacerdote que venía a visitarme hacía algunos años, cuando las mujeres ocupábamos la mitad derecha del hospital y nos dedicábamos a coser y a escuchar el noticiero de las dos de la tarde en la sala de recreo, y aquella mañana en que, sentados en una esquina y apartados del resto de las mujeres, le pregunté si mi nombre me designaba tal y como las palabras definían las cosas con el nombre de Adán o si yo pertenecía al género imperfecto de lenguaje de después de la caída de Babel. El sacerdote se limitó a mirarme asintiendo con la cabeza, frunciendo la boca de aquella manera que lo afeaba tanto, pero no dijo nada. Ni siquiera se movió un ápice debajo de su sotana negra. Luego se puso de pie, me bendijo y me atareó con dos padrenuestros antes de marchar. Yo solo quería saber si era Amélie Lévy. Porque hubo un tiempo en que me llamaba Amélie Lévy.

Creo que alcé la vista de la página porque la silueta de la señora Lamartine apareció en el rellano de la puerta. También vigilé a Natasha, que ahora calentaba agua en su samovar. Pero instantes después (después de que la señora Lamartine cogiera el tejido y yo recordara el enigma de Moisés) las palabras empezaron a huir de la página en blanco como infinitas hormigas negras. Comenzaron por moverse en ondas, desmontando la simetría de los renglones; al poco se agolparon en el borde inferior arrastradas por la fuerza de gravedad, y luego, como si aquello no fuera suficiente, se derramaron sobre mi antebrazo y se depositaron en el colchón hasta que, desbordadas, unas encima de otras, se decidieron a dejarse caer hasta el suelo, inundándome antes las piernas, resbalando hasta mis pies y clavándome sus pequeños dientecitos a través de la ropa. Me levanté de la cama para sacudirlas de mi cuerpo, para que dejaran de desobedecer a Dios. Agité brazos y piernas, quería espantarlas de mis manos y de mi cuello con rápidos movimientos. ¿Cómo harían para volver a ordenarse tal y como habían sido dispuestas por los profetas? Mientras las recogía de aquel charco negro que borboteaba en el suelo y las depositaba otra vez dentro de las páginas al azar, pensé que necesitaría otra Biblia para ordenar las frases que, con suma probabilidad, se habrían diseminado de forma aleatoria y blasfema. No sé cuánto tiempo estuve recogiéndolas del suelo, buscándolas entre mis medias de lana, arrancándolas de mis brazos para depositarlas en el libro antes de que nadie descubriera aquel desastre. Pero pronto me vi obligada a recostarme. El dolor de cada una de las picaduras latía de forma insistente y se expandía en agudos zumbidos por todo mi cuerpo. Cerré los ojos y permanecí en esa posición hasta oír que alguna puerta se cerraba y que el eco de los pasos de Ferdière se perdía en el murmullo del edificio. Me levanté de la cama, arrastré los pies hasta la pared y pegué la oreja. Las vibraciones ondulantes del cemento, el estruendo de sillas que se arrastran, los pasos de las cocineras, la voz tranquilizadora de las enfermeras en la galería cubierta, el susurro incesante de los internados, un grito, una carcajada histérica, una gota de baba que cae al suelo, una radio o un ronquido me impidieron saber qué estaba haciendo en ese momento el señor Artaud. Fue entonces cuando Odette nos avisó de que ya era hora de acudir a la cocina.

La camarera de Artaud

Подняться наверх